Basilio Baltasar
Aunque Obama sea hijo de un hombre negro y de una mujer blanca todos los periodistas, columnistas y analistas lo consideran un negro. ¿Por qué?
¿Acaso es su aspecto el que permite asegurar que Obama es un negro? ¿Qué porcentaje sanguíneo hace falta verificar para asegurar la autenticidad de la denominación de origen? Y si prescindiéramos por un momento de unos rasgos que parecen ser definitorios -esos a los que hemos atribuido una singular categoría cultural- ¿en qué género o especie quedaría clasificado el candidato? ¿Qué sería Obama? ¿Un mulato? ¿Se dirá entonces con el mismo énfasis "un mulato podrá ser Presidente de los Estados Unidos de América"?
La terquedad de estas presunciones del lenguaje, enquistadas en nuestro torpe imaginario político, nos lleva a creer que detrás de tan inocentes descripciones se encuentran hechos de una potencia sociológica irrefutable. Por ejemplo: la distinción racial -en cualquiera de sus modalidades de prejuicio o restitución- "es una realidad que nadie pone en cuestión". Hay negros y hay blancos, como hay hispanos y, como nos recordaba Eduardo Mendoza en un magnífico artículo en El País, hay gitanos, Y así prolongamos una y otra vez los delirios de la eugenesia del siglo XIX -por no hablar de otros perturbados experimentos clasistas.
En el gobierno y en el ejército de los Estados Unidos, en las empresas y en las iglesias, en los equipos de rugby y baloncesto, en las series de televisión, los llamados negros ocupan cargos y posiciones de gran visibilidad. ¿Se dice en estos casos "un negro dirige un banco"? ¿O un negro mete el balón en la canasta?
Lo habitual entre aquellos que desean contribuir a cancelar la enloquecida herencia del siglo XX es omitir un dato que ya empieza a ser insignificante: o sea, carente de significado.