Basilio Baltasar
La verdad realmente incómoda no es la que Al Gore denuncia en su película y en sus discursos. No es la que hasta ahora se han negado a mirar de cara los gestores de la industria mundial y los administradores institucionales. Más que incómoda, la verdad de la que hablamos es insoportable.
Por devastadores que vayan a ser los efectos del cambio climático, por traumáticas que sean ya sus consecuencias, lo cierto es que tras la alarmada profecía ecologista se oculta una certeza todavía más terrible. Una verdad más hiriente, descarada y ofensiva. Una verdad que colapsará nuestras últimas ilusiones.
La verdad insoportable es que no podemos hacer nada para evitar la catástrofe. La maquinaria de envenenamiento ambiental que hemos edificado sólo podría corregirse imponiendo a la población una brutal recesión económica. El dilema entonces no consiste en ir a peor o rectificar a tiempo sino en elegir qué tipo de catástrofe estamos dispuestos a soportar: la crisis social derivada del fin de la sociedad del bienestar o la crisis ecológica. Cerrar las fábricas de automóviles, por ejemplo, para evitar nuestra individual contribución al más contaminante de los venenos, obligaría a dejar en el paro a millones de trabajadores en todo el mundo.
En Nápoles podemos ver las primeras representaciones de la tragedia: una multitud furiosa descubre a su alrededor el detritus que ha generado y con gran espanto contempla el incendio de las montañas de basura, las ratas cebadas por sus restos orgánicos, las epidemias a flor de piel, los tumores reproduciéndose en sus entrañas y la neblina permanente de los malos olores. La Camorra italiana forma parte de la obra, desde luego. Pero la queja de los políticos sobornados o amenazados por la delincuencia organizada no vale como excusa.
La ciudad ha descubierto demasiado tarde los síntomas de su impotencia.