Basilio Baltasar
Cuántos milenios habrán sido necesarios para educar el hábito del pudor. Cuántos hombres avergonzados por haber hecho el ridículo han caído de bruces. Y por ello: cuánta sorna entusiasmada destruyendo reputaciones.
No podemos evaluar el coste de la adaptación evolutiva a un medio tan equívoco como el nuestro: feroz y oportunista. El hombre es una maquinaria perceptiva sometida a incertidumbres desesperanzadas. ¿Qué consecuencias tiene lo que hago? ¿Qué significa lo que veo? El esfuerzo sostenido por educar al cuerpo y su desordenado magma de instintos y deseos nos ha hecho ser lo que somos. No es gran cosa, desde luego, pero la pérdida del pudor -la contención elegante- nos augura una vulgar decadencia.
El idilio de Sarkozy con la bella cantante y modelo Carla Bruni pertenece al orden del espectáculo social: trozos de la vida privada puestos a merced del contribuyente. Para Sarkozy es una maniobra publicitaria, otra más de sus promociones entre el gran público. Aunque para ésta masa inquieta y anónima, el alarde donjuanesco del Presidente de la República Francesa es un ejemplo de lo que hoy permite el triunfo, el poder y la fama: presumir de todo aquello que antes sólo podía gozarse en la intimidad. Pues la reprobación moral era insalvable.
Aunque la más firme restricción al impudor no procede de los vigilantes de la moral ajena sino, precisamente, de un cierto género de convicciones republicanas: la noción que un ciudadano tiene de la dignidad pública y de la austeridad con que debe administrarse el poder. ¿Tolerarán los republicanos franceses tanta frivolidad a su Presidente?