Basilio Baltasar
Baltasar Porcel ha muerto a causa de un tumor cerebral y nadie podrá ponerse en su lugar. La voluptuosidad narrativa que alimenta su obra completa es inimitable y eso basta para sancionarlo como una pieza única en nuestra memoria literaria. Leo en La Vanguardia el amplio despliegue dedicado al autor de Solnegre, Cavalls cap a la fosca, El cor del senglar y no sin melancolía advierto cuánta unanimidad concita la muerte y cuánta generosidad convoca el deceso de los que se van para siempre. Miquel de Palol (El Mundo) cuenta en su necrológica lo que le dijo Porcel: "escribe sobre mí, aunque sea para ponerme verde". La anécdota revela el cainismo de la sociedad literaria catalana: una versión acerada de la tradición española. No por exceso de ferocidad sino por dictado demográfico: las comunidades pequeñas (la catalana y la mallorquina) elaboran con más dilecta destreza el arte de silenciar a los rivales. Contra esta beatería Porcel golpeó con saña: fue un individualista, un egotista, un provocador dotado, además, de un singular instinto de poder. Con la rara habilidad de granjearse enemistades eternas. La más notable, la de Juan Marsé, no es la única. Pero nada podía herir a este nietzscheano mallorquín cuando embestía con su pantagruélica voracidad periodística, literaria, política. Le fascinaba la figura del coloso en combate contra la naturaleza hostil. Y nunca creyó que la cultura hubiera apaciguado entre los hombres el fervoroso afán de dominar a los demás. En su biblioteca de San Cugat colgaba un único retrato: el de Bakunin. Aunque no creo que le interesara tanto la doctrina del aristócrata anarquista como la vocación aventurera del hombre único, osado y dispuesto a todo.
Ahora recupero una escena fugaz: estamos juntos en algún lugar cerca de la plaza de Sant Jaume, en Barcelona, en un centro cultural, en 1975, Baltasar cuelga el teléfono y me dice que le han dado el Premio Prudenci Bertrana por Cavalls cap a la fosca. Me lo cuenta con una leve sonrisa dibujada bajo su perfilada barba de perilla. En sus ojos brilla la satisfacción y al mismo tiempo la certeza de una tramposa banalidad: como si en aquél momento hubiera percibido un fugaz destello del destino y se descubriera condenado a conquistar el siguiente galardón literario. Ya no quedaba otra opción: o ganar indefinidamente o hundirse en el olvido. Este vértigo no lo abandonó jamás.