Basilio Baltasar
Aunque no suelo echarla en falta, el encuentro con Carlos Monsiváis en Madrid me recuerda aquella esencial certeza: el humor como la más alta expresión de la inteligencia.
Obviamente, su ejercicio provoca sonrisas y, a veces, hilaridad. Pero conviene no dejarse confundir. Hay muchas cosas que nos hacen reír y no todas son producto de la sagacidad que admiro en Monsiváis. Un hombre ridículo, por ejemplo, inspira una inconfundible carcajada cruel. Y nada hay en ella de elogioso. Al contrario.
La cualidad del humor, de tan elevada elegancia por otro lado, nada tiene que ver con el chiste ni con el humorismo terapéutico de los que están hartos y no saben cómo zafarse.
En el humor de Monsiváis hay ternura, aunque sería imperdonable que hubiera misericordia. De hecho, el origen de ese humor divino hay que buscarlo en la mirada que lo ve todo a su pesar. La mirada del que, además, no sale de su asombro.
Monsiváis habla de la crónica, el género periodístico y literario que sólo puede practicar un hombre sorprendido. Monsiváis se pasea por la descomunal ciudad de México y no deja de contemplar la metamorfosis de un milagro en perpetua ebullición. Dice: “…y entonces me encomiendo a los dioses en los que en ese momento creo”.
El humor de Monsiváis es un benevolente juicio: una apostilla y una sentencia, pero no una losa. Uno puede seguir vagando alrededor de sí mismo mientras el humor lo absuelve por anticipado.