Basilio Baltasar
Pedir perdón es un gesto que en los ámbitos privados de las relaciones humanas denota humildad de espíritu y buen carácter. Es razonable hacerlo cuando uno comprende la envergadura de su error y le avergüenzan las molestias que ha ocasionado a sus amigos o familiares. Sin embargo, cuando se abandona el limitado circuito de los vínculos personales, el perdón adquiere una confusa categoría.
No se entiende muy bien qué puede llegar a significar cuando se pronuncia fuera de las severas obligaciones prescritas por el guión cultural del catolicismo. En la economía espiritual que regula el sacramento de la confesión, el perdón cumple una valiosa función regeneradora. Liberarse del remordimiento, por ejemplo, y del torturado complejo que éste impone al que transgrede con conocimiento de causa, es una de las benéficas aplicaciones que tiene el perdón. Pero la eficacia de esta compungida lucidez depende de sutilísimas operaciones psicológicas ligadas al acto mismo de la contrición. La más importante, como todo el mundo (católico) sabe, es el voluntario cumplimiento de la penitencia. Sin cargar con el peso de la retribución es verdaderamente inútil pedir perdón. ¿De qué puede servir un efímero reconocimiento de culpa?
Este es el motivo por el cual las sociedades laicas han eliminado de su lenguaje público la palabra perdón, pues pertenece a un léxico religioso sin la adecuada traducción jurídica. Las revoluciones democráticas que fundaron el desarrollo institucional de nuestras constituciones consideraron más conveniente articular los mecanismos de razón política que hicieran viable el control de las responsabilidades públicas. Es conocido el ejemplo dado por los más conscientes administradores del espacio público, que antes de pedir perdón, y después de haber declarado su error, entregaban su dimisión. De este modo reconocían el acierto de los que votaron a un hombre de honor, y dejaban el cargo al que pudiera seguir adelante sin la desazón del dislate cometido. Aceptaban su penitencia en lugar de pedir ayuda para llevarla a cuestas.
De este modo, se eliminó de la cultura democrática la frase “confiad en mí".