Basilio Baltasar
Imbuidos por la gloria del legendario Imperio Chino los actuales mandarines dirigen la disciplinada coreografía de unos atletas… aterrados. ¿Cómo viviré -se preguntan- la vergüenza de la derrota? ¿Cómo resistiré la decepción de mis jefes? La grotesca mística del Estado reflejada en sus rostros ha dejado una imborrable huella en nuestra memoria.
Aquél inolvidable espectáculo olímpico pasará a la historia universal de la infamia y podrá leerse exactamente en el capítulo dedicado a los tontos.
La petulancia del Comité Olímpico Internacional, que interviene en política sin estar facultado para ello, nos obligó a soportar el alarde de las autoridades chinas. Después de reforzar su candidatura prometiendo respetar los Derechos del Hombre y del Ciudadano, los cuadros del Partido no dejaron de reírse a mandíbula batiente desde el mismo día de la designación de Pekín como sede de las Olimpiadas.
El despliegue de la policía militar, el arresto de los disidentes, la censura de medios y blogueros, el amordazamiento de profesores, líderes sindicales (¡en China están en la cárcel los que reclaman jornadas de ocho horas!)… Incluso los mendigos que afeaban con su gemido la villa olímpica eran recluidos en los suburbios. Esta fue la ceremonia que no retransmitieron los canales de televisión.
En lugar de pirotecnia, oprobio. En lugar de música, humillación. En lugar de pódiums y medallas: calabozos, tortura y duelo.
¿Alguien salió entonces a dar la cara? ¿Quién dijo ante las cámaras: hemos hecho el ridículo?
Nadie, efectivamente.
Ahora los tibetanos (un censo de seis millones) nos recuerdan que llevan cincuenta años aplastados por la tiranía del gobierno chino y está por ver qué respaldo ofrecerán las instituciones internacionales a un pueblo vilipendiado por la estupidez imperial de sus vecinos (un censo de mil millones).