Basilio Baltasar
La tortura de animales como una de las bellas artes. En este caso, un prodigio de danza y esgrima en la arena.
Ensartado en el asta del toro, el cuerpo del torero ha perdido su gracia. El animal lo lanza al aire y cae como un monigote goyesco.
Para Federico García Lorca, después de la cogida, a las cinco de la tarde, todo es gangrena. El Oratorio del compositor Vicente Pradal evoca el auto sacramental del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, haciendo sinfónico el quejido ritual del sacrificio.
El traje de luces de los payasos de circo es holgado. El traje de luces de los toreros, ceñido. Más desde la pista bufa y desde la arena se suplica al mismo público.
Los dos, el payaso y el torero, ofician una ceremonia de genuflexión para engañar a la impaciente severidad.
En la pista del circo un bufón se somete al escarnio. En la arena de la plaza un bailarín tienta a la muerte. En los dos casos el público no debe tener piedad. Ha pagado su entrada y aguanta con mal genio la decepción. La pirueta cómica y la arriesgada suerte persiguen el mismo fin: dar consuelo a la crueldad espíritual.
La patética humillación del payaso parece inocua. La victoria del torero sobre el toro parece celebrarse con vítores y aplausos.
La crueldad, la impaciente crueldad, es la oración de un creyente resentido por una violenta premonición: la muerte ajena retarda la hora de nuestra muerte.