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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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El anti-Sánchez

Vuelvo a colgar en El Boomeran el artículo El anti-Sánchez que publiqué como tribuna de opinión en El País el pasado 12 de julio, añadiéndole dos breves comentarios de apertura y cierre (1 y 2).
 

1. Junto a la decepción producida por la actitud hipócrita del partido en que se ha convertido Ciudadanos, el desconsuelo que me produce ver a respetados y no pocas veces admirados amigos hacer el triste papel de palanganeros y propagandistas de una fe rancia y sectaria. Uno de ellos usaba el otro día la palabra repelente para calificar el comprensible y legítimo rechazo de los manifestantes a la presencia de Inés Arrimadas y su camarilla en el Orgullo Gay. Yo el repelente lo uso solo contra los insectos, que tan cargados de odio vienen este verano. Soy alguien que abomina de los actos violentos, como creo haber demostrado (no soy predicador) en mi ya larga vida. Pero no me cabe duda: quien con infames pernocta excrementado alborea.

A fines de septiembre del año 2008 recibí una carta personal de Albert Rivera, entonces un joven abogado catalán que se iniciaba en la política y había cobrado notoriedad por su ‘full monty' electoral, tapándose el desnudo integral con las manos cruzadas sobre sus partes pudendas. La carta era elocuente, amable y determinada; el político se hacía eco de un artículo mío publicado el 13 de septiembre de ese año en el diario Libération, donde cuatro escritores europeos nos turnamos semanalmente durante casi dos años mandando una carta desde la capital en donde vivíamos. Mi ‘Lettre de Madrid' de aquel mes había tratado de una contienda que, lejos de calmarse, ha ido creciendo, con estrategias y armas de mayor calibre: la guerra de las lenguas (título del artículo). Rivera, catalán bilingüe y no nacionalista, agradecía la ecuanimidad no belicosa de mi texto, que comentaba un reciente manifiesto de corte progresista en el que, reconociendo la legitimidad y el gran aporte cultural de las lenguas minoritarias del estado, se preconizaba el uso y la enseñanza de una lengua común a todos los españoles. Varios de los intelectuales firmantes de ese manifiesto, sobradamente conocidos, habían estado vinculados al nacimiento de lo que se llamaba Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía. Rivera me cayó simpático, una predisposición somática que precede al hecho de que un partido o una plataforma nos induzca a votarles. 

En algún momento de los más de diez años transcurridos desde aquella carta, amigos míos de mi propia ideología, que no es la liberal, me reprendieron con rotundidad comedida (sin escrache, para entendernos) por dos motivos: sostener en conversaciones de sobremesa que Ciudadanos me caía bien en su travesía del desierto, y confesar que yo, que no soy de su cuerda, podría un día votarles en función de las circunscripciones y de sus personas políticas; por ejemplo la del propio Rivera o la de Inés Arrimadas, que pronunció en el Parlament el discurso más valiente y más inteligente, además de veraz, de todo lo que se dijo en aquellas aciagas jornadas de octubre de 2017. El día en que podría votarles no ha llegado, y ahora la situación es muy distinta, como todos sabemos. Ciudadanos creció, brotaron otros partidos nuevos, a derecha e izquierda, y me alegró de manera vicaria que en la pasada tanda de elecciones al menos cinco electos de partidos distintos, dos diputado a Cortes, dos autonómicos y un edil por Madrid, fuesen amigos míos, tan queridos y admirados como algunos independentistas catalanes radicales a los que jamás votaría pero no he dejado de querer en lo que antes se llamaba el fuero interno.
Mi alegría interpartidista quedó casi inmediatamente nublada, ya que pronto empezamos a oír los anatemas de Rivera y la plana mayor de Ciudadanos tildando a Pedro Sánchez poco menos que de organismo infeccioso y letal para la salud pública de los españoles. Tan graves eran los peligros vaticinados que estuve pensando ir a un alergólogo, por si acaso el mero hecho de haber yo depositado mi papeleta del mes de mayo con el nombre impreso de Sánchez pudiera acarrearme males cutáneos incurables. Hubo, como alivio, una cierta disidencia interna en el partido anatematizador, pero para mi gran decepción Arrimadas no estaba entre los disidentes; también ella veía inminente el estallido de una plaga sanchista para la que el único remedio preventivo era formar diques de contención, aunque en sus materiales de mampostería se diera cabida a la antigua argamasa del odio sexual, racial y social. Ciudadanos prometía, eso sí, para tranquilizar a sus votantes progresistas, que los tiene (o podría tener), guardar una distancia profiláctica. Se hacen los protocolos contra "el síndrome de Sánchez" pero sin tocarse. Los facultativos designados por la Beneficencia del Estado (Pabellón D alta y d baja) se observan, se hablan por señas o móvil, quizá llegan a parlamentar en algún pasillo poco iluminado, sin taquígrafos por supuesto, y ya está. La cosa se presenta fácil. Pero hete aquí que los albañiles novatos se rebelan contra ese apartheid. Nada de cordón virtual. Ellos quieren verse las caras. Darse la mano. Obtener cargos. Al fin y al cabo los apestados son los Otros, ¿no habíamos quedado en eso?
 
Rivera y su partido insisten. Los pactos que al menos durante cuatro años van a marcar el destino o la vida diaria de millones de ciudadanos se acuerdan pero no se substancian, ni con mesa redonda ni con un almuerzo; un café, seguramente cortado, es lo máximo, presencialmente hablando, que Ciudadanos está dispuesto a concederles a los de la vieja argamasa. El secreto impera. Y a Sánchez nada, como es lógico: la entrada en la Moncloa llevando mascarilla blanca de estilo turista japonés y guantes protectores no es una imagen favorecedora en la tele. 
A todo esto, Inés Arrimadas, que nunca escurre el bulto, fue a la manifestación del Orgullo sin máscara ni guantes y la abuchearon. No es la primera vez que la insultan y tratan de expulsarla como persona non grata. Ella y otras personas que considero gratísimas saben cómo lidiar con esas situaciones tan deplorables, pero resulta extraño que una mujer de su sagacidad se escandalice tanto de que unos manifestantes, ancianos gays, lesbianas jóvenes o ministros fuera de servicio, no la aceptaran en su manifestación reivindicativa, que es un acto político de signo muy claro y determinante; no la querían a su lado porque ella y su partido son, mientras los hechos no demuestren lo contrario, aliados de quienes desearían que las victorias igualitarias volvieran a ser derrotadas en las guerras civiles de la actualidad. También dicen, ella y Rivera y otros gerifaltes de su partido, que vieron mucho odio en el Paseo de Recoletos. Para odios los que se han visto en los últimos tiempos. Odiar se ha puesto barato, no solo en Waterloo y campos bélicos más cercanos. En un momento grave en Europa y muy difícil en nuestro país, los elegidos en las urnas de mayo y junio anteponen su visceralidad a su templanza. No quieren sacrificar su orgullo de patriotas, sin entender que con menos orgullo y más patriotismo de progreso nuestras sociedades seguramente avanzaran mejor.
"Solo nos importan las personas". Ese era el lema que hace muchos años acompañaba el desnudo tapado del joven abogado Rivera. Un buen eslogan, que encaja difícilmente en el espíritu de un partido que ahora elige sus antagonías de un modo insolidario, regresivo y puramente calculador. En la universidad de mi tiempo leíamos el Anti-Dühring de Engels para entender, no siempre con éxito, el marxismo, después El antiedipo de Deleuze y Guattari para ser freudianos, y algunos más osados se hacían el Anticristo. Hubo una época anti, anti casi todo, que algunos recordamos con cierta nostalgia, pese a sus peajes. Hoy se estila el anticuerpo. Y por eso un partido que nos parecía fresco y sano se ha hecho antisánchez. Y no por los errores cometidos por el presidente en funciones, que sin duda los hay pero no en cantidad, aunque solo sea por falta de tiempo. Le odian por lo que dicen que va a hacer mal, sin poder saberlo, y le aíslan para que no gobierne, aun sabiendo que los que gobiernen en su lugar no quieren nuestro bien, que en este caso sí agradece la reiteración: el bien de todas y todos.
 
2. "Sánchez y su banda" es el último eslogan inventado por Albert Rivera. Esa supuesta banda maléfica ha fallado en su "atraco", como se ha visto en la segunda votación de investidura del jueves 25 de julio.
 
Así que ahora los ciudadanos que observamos la vida política sin obediencia a partidos ni siglas tenemos más tiempo para fijarnos en la banda opuesta. Esa "Banda de los Tres" formada por dos partidos que se declaran abiertamente de derechas y un tercero que se vendía a sí mismo como progresista. Pero se ocultaba.
 

 

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25 de julio de 2019
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Transgresores: un género

Confesaba Rafael Sánchez Ferlosio hace casi veinte años, y en las páginas del diario ABC, que durante mucho tiempo había creído que el adjetivo transgresor "era sólo un comodín o muletilla de cinéfilos españoles", hasta que leyendo la palabra en periódicos italianos advirtió que "trasgressivo" se había consagrado allí como nueva categoría estética para definir un "cierto desgarro intencional contra lo que se suele llamar lo establecido." No sé mucho de muletillas cinéfilas, de las que siempre he huido como de la peste, pero hay en el cine español, probablemente menos frecuentado por Ferlosio que la prensa escrita, un episodio de transgresión temática que me atrevo a calificar de incomparable. Y ahora que las transgresiones fílmicas y en general expresivas se dan en abundancia, corriendo sus ejecutantes menos riesgo de oprobio que antaño, es un buen momento para rememorar un documental, Vestida de azul, de Antonio Giménez-Rico, que hace treinta y seis años fue mucho más que transgresor, sin por ello constituir una obra maestra del séptimo arte.
 

Recuerdo bien su estreno en el mes de septiembre de 1983, presentado fuera de concurso pero con amplio despliegue informativo en el festival de cine de San Sebastián. Convocados por algún simposio sobre cine y literatura, estábamos en la ciudad donostiarra, entre otros, Guillermo Cabrera Infante con su inseparable Miriam Gómez, Fernando Savater sin Sara Torres, aún no significada como indómita alumna de filosofía en la facultad de filosofía de Zorroaga, y yo mismo. Y quedan fotos de la memorable velada que siguió a esa première, en las que los citados, acompañados por un jovencísimo Leopoldo Alas Mínguez, nos paseamos por los aledaños del Teatro Victoria Eugenia, sede por aquellos tiempos del festival, llevando del brazo los solteros a tres de las hermosas protagonistas del citado largometraje y observadas las insólitas parejas por Guillermo y Miriam, que estuvieron amabilísimos con las chicas. Las chicas eran Eva, Nacha y una tercera cuyo nombre olvido, y se trataba en realidad de chicos que deseaban ser mujeres y ya lo eran físicamente en voz, en vestimenta y en feminidad; en eso al menos.

Lo más notable de la película es que no sólo transgredía presentando con sus nombres reales y apodos artísticos a seis de las entonces llamadas ‘travestis' (el concepto y el término transexual aún no se estilaba), que actuaban en cabarets del centro de Madrid y practicaban el resto de la noche actividades lindantes con la prostitución; en las entrevistas ante la cámara que estructuran Vestida de azul se ponía rostro y cuerpo a una realidad marginal que no ha parado de crecer en todos los rincones del universo, coronando Giménez-Rico de modo veraz y honrado una modalidad mixta de comedia gruesa, película de denuncia con morbo y alegato en favor de esa minoría que, por razones difíciles de elucidar, había producido en España desde los primeros años 1960 muchos más títulos que ninguna otra cinematografía mundial. De 1961 data esa rara joya del camp gay que es Diferente de Alfredo Alaria, y en los albores de la Transición tuvo repercusión Cambio de sexo (1977) de Vicente Aranda, que los desnudos trucados y la presencia autorizada de Bibi Andersen hicieron atractiva para el gran público. Es de resaltar sin embargo, ahora que la visibilidad transexual se pone de manifiesto, amparada por algunas instituciones políticas y amenazada gravemente por gobiernos y grupos religiosos de ciertos países, la coincidencia de dos libros absolutamente recomendables. En el primero, la periodista Valeria Vegas evoca y rinde justo homenaje desde su título, Vestidas de azul, al film de Giménez-Rico, llevando a cabo con rigor y seriedad lo que su subtítulo claro y extenso anuncia, un "análisis social y cinematográfico de la mujer transexual en los años de la transición española" (Editorial Dos Bigotes, Madrid, 2019). Y algo más; Vegas reconstruye las vidas de las seis protagonistas del documental de 1983, varias ya fallecidas, entrevista largamente a su director, que cuenta pormenores y anécdotas muy jugosas del rodaje, y a lo largo de casi cien páginas pasa revista exhaustiva y ecuánimemente al inesperado y a veces recóndito caudal de un cine español con y sobre transexuales, en el que figuran cineastas prestigiosos como Aranda, Armiñán, Pedro Olea, Forqué, Almodóvar, y kamikazes de culto tan incombustibles como Jesús Franco y Javier Aguirre. La lista continuó, con desigual fortuna, de la mano de Francisco Betríu, Ramón Salazar o Fernando González Molina, y se ha extendido recientemente a cinematografías periféricas: Girl, (2018), muy premiado film belga de Lukas Dhont, y Una mujer fantástica (2017) del chileno Sebastián Lelio.

Hay un segundo libro entre las novedades que no habla de manera específica de cine pero es posiblemente el más original y transgresor biopic que yo conozca. Se trata de Un apartamento en Urano de Paul B. Preciado (Anagrama, Barcelona, 2019), conjunto de crónicas, memorias, microrrelatos y manifiestos que podría también definirse como una road movie de las identidades. El autor, en su fase vital anterior conocido como la activista nacida en Burgos Beatriz Preciado, ha transitado durante más de veinte años por senderos sexuales que se bifurcan; Beatriz deseaba "un género utópico", dice en el bellísimo prólogo del libro, escrito a modo de carta amorosa en segunda persona, la novelista francesa Virginie Despentes, con quien formó pareja lésbica durante unos cuantos años. Todo indica que esa utopía ha sido conseguida por el ahora llamado Paul B., en su caso con unas connotaciones políticas tan radicales como convincentes (yo la vi en enero de 2014 en el Hay Festival de Cartagena de Indias, aún andrógina, seducir y ser vitoreada por un gran teatro lleno de familias y público de todas las edades).

Hacer de uno mismo, del propio cuerpo, de su anatomía y sus deseos, un programa vital itinerante que escape de las crueles normas de lo establecido y cruce las fronteras burocráticas; eso es lo que ha movido siempre la amarga lucha de la transexualidad. La que latía en aquellas bulliciosas e hipermaquilladas chicas de azul del verano de 1983 y la que muestra con enorme arrojo, suma inteligencia y escritura de alta calidad Paul B. Preciado, un migrante de género.

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4 de junio de 2019
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Cuerpos del cineasta

En su hermoso arranque, 'Dolor y gloria' muestra dos superficies de agua que anuncian el carácter binario de esta película que trata del pasado y del presente, de un pueblo rupestre y una urbe moderna, de los paraísos artificiales y la elemental verdad de lo natural, del ansia de placer y del ocaso de los deseos. Salvador Mallo (un contenido aunque doliente Antonio Banderas) está sumergido en una piscina privada, sin disfrutar de sus aguas: la cámara recorre la cicatriz que cruza su pecho de enfermo inmóvil. Es el Salvador actual, el artista célebre y en crisis, pero la imagen -con una libertad de relato que Almodóvar se permite en esta película con gran ingenio creador, sin explicaciones, audaz en sus elipsis- pasa de inmediato a unas lavanderas bulliciosas en el riachuelo de un campo, cuatro matronas jóvenes, una de ellas (la radiante Penélope Cruz) madre de un chiquillo travieso y agitado que las observa lavar y tender, el Salvador primordial. Este dispositivo del contrapposto marca con elegancia el transcurso de un film centrado no solo en los ‘dos Salvadores' sino en sus mundos propios y opuestos, no por ello reñidos; al contrario, son convergentes y complementarios, y uno de los grandes logros de 'Dolor y gloria' (título también dual, conviene recordarlo) es la alternancia de tiempos y puntos de vista, en la que se funden el autobiógrafo y el narrador externo, el observador y la figura observada al otro lado del espejo.
 

Como biógrafo de sí mismo, el cineasta introduce un elemento abstracto o numérico que las dos veces que he visto ‘Dolor y gloria' me ha sorprendido y cautivado por igual. Me refiero al cuadro sinóptico de las enfermedades del protagonista, explícitas a modo de corto de dibujos animados dentro de una película tan descarnadamente figurativa. Y Juan Gatti ha hecho uno de sus mejores inventos infográficos para desglosar sin truculencia, con imaginación, el núcleo de las dolencias que aquejan a Salvador Mallo en la historia y a Pedro Almodóvar en la vida real, sabidas estas últimas por las propias declaraciones del director manchego, algunas anteriores a las publicadas en la prensa antes de este último estreno. "Me he utilizado", ha confesado Pedro en una de ellas.

Se trata de una clave privada que, en realidad, nada aporta al espectador medio o ingenuo, a mi juicio el más idóneo para toda obra de ficción. Pues qué le importa a ese público virgen saber, por ejemplo, que los preciosos óleos de color subido que decoran el apartamento de Salvador Mallo son las mismas pinturas de Sigfrido Martín Begué y Guillermo Pérez Villalta que Almodóvar compró y sigue teniendo en su casa de Madrid, o el hecho de que los bodegones fotográficos con trampantojos que se ven más de una vez al lado de esos cuadros sean obras recientes (y expuestas en galerías de arte conocidas) del autor de ‘Átame'. Muy poco, creo yo. Y algo más pertinente pero igualmente secundario para valorar la calidad y la esencia de ‘Dolor y gloria': el argumento del film se nutre de experiencias vividas, algunas más aireadas que otras, en ciertos rodajes anteriores en los que la relación personal del cineasta con algunos de sus actores, sobre todo masculinos, entró en conflicto y provocó disensiones. Ahora bien, la historia del cine se compone no sólo de los textos fílmicos sino de su trama oculta preparatoria, desde el momento en que, al contrario de lo que les sucede a los novelistas con sus incorpóreos personajes de papel, la carne del actor y la actriz, sus costumbres, sus tics, sus vicios, pueden desbordar a lo largo de las semanas de filmación el horizonte de expectativas del director que los ha elegido para cada papel, desvirtuándolo y haciendo que sus cuerpos reales choquen con el ideal del guión escrito.

Pero dicha traición, caso de haberla, ¿acaso llega al espectador? Sobre este asunto apasionante, clave en las artes representativas (el cine, el teatro, los conciertos en vivo) se detiene ‘Dolor y gloria', pues el modo en que el actor Alberto Crespo (Axier Etxeandia) interpretó en un momento dado de la colaboración entre ambos el papel protagonista de ‘Sabor', la película escrita y dirigida por Salvador Mallo, provocó el distanciamiento entre ambos amigos y cómplices, tema implícito o suceso ocurrido, divulgado por indiscreción periodística o voluntad de una de las partes, en las al menos cuatro películas de Pedro Almodóvar protagonizadas por directores de cine o hacedores de la ficción (‘La ley del deseo', ‘La mala educación', ‘Los abrazos rotos', ‘La piel que habito'). Sin embargo, y pasara lo que pasara en esas circunstancias reales, lo crucial es el realce que adquiere en esta última obra almodovariana el desdoblamiento de los cuerpos. De alguna forma que roza la mística, la carne lacerada y enferma del Salvador Mallo adulto parece cargar con la feliz culpa de aquellos seres que todo director utiliza en sus personificaciones fílmicas, hasta que se libera de ella en el elocuente plano final meta-cinematográfico de ‘Dolor y gloria', una glosa tal vez de la definición de genio dada por Baudelaire: "la infancia recobrada a voluntad". La inocencia y la infancia destacan en ese precioso plano-secuencia de cierre, tan ligado a los primeros deseos. Pocas veces en mi vida de espectador me ha conmovido tanto el modo de plasmar el nacimiento del deseo como aprendizaje de un saber que va más allá del goce sexual: una mano infantil entrelazada a una mano adolescente guía y enseña a escribir, a nombrar, a dibujar el amor, a amar. Y el deseo como fiebre súbita en otra de las grandes escenas del film, la del desnudo del albañil analfabeto. La salud que rezuma la parte digamos arqueológica del film, cuando nacen los primeros impulsos de apertura al mundo del conocimiento y las pasiones, queda templada por el pesimismo de las experiencias fallidas, ejemplificadas aquí en el monólogo de ‘La adicción' escrito por Salvador y encarnado en una sala alternativa de barrio por Alberto; dos adictos a los que une la pena sufrida y la gloria buscada.

De la libertad de composición de ‘Dolor y gloria' hay que decir algo más, para huir de la simplificación que podría llevar a pensar que las escenas pueblerinas de la madre joven, el niño Salvador, la abuela beata y el apuesto albañil dibujante son, o bien episodios de sueños producidos por los opiáceos que Salvador Mallo empieza a tomar tras su reencuentro con Alberto Crespo, o meros flashbacks, siendo a mi juicio todo lo contrario de ambas cosas. El mecanismo narrativo de Almodóvar alcanza su brillo metafórico y su grandeza formal con la inesperada incursión de la madre anciana de Salvador, un regalo aparentemente caprichoso de guionista que el director, con la contribución fundamental de Julieta Serrano, aprovecha en cada memorable minuto de sus apariciones. Por un lado intriga saber que esa anciana díscola y sabia es la misma madre a la que daba pura naturaleza emocional Penélope Cruz. La madre/Julieta no quiere entrar en la autoficción, un estupendo gag marca de la casa: quiere volver al pueblo a morir y ser amortajada según la tradición popular. Más que un fantasma justiciero, la madre/Julieta es una presencia benigna que flota en la película incluso cuando no sale, y es significativo que madre e hijo se reencuentren, muy lejos de la cueva y de la ciudad, en el terreno neutro y aséptico del hospital, allí donde la memoria fluye sin continuidad ni censura, como los amores que causan más dolor y mayor huella dejan.

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17 de mayo de 2019
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‘Roma’ y las sombras

La ‘Roma' de Alfonso Cuarón empieza con el plano fijo de un suelo de losetas sobre el que cae agua a raudales. Alguien friega ese suelo, que tiene, en el centro del fotograma, un cuadrado dentro del apaisado y amplio cuadro de la imagen (filmada en 65 mm). El cuadrado interno más pequeño posee una luz clara y distinta a la del más opaco suelo de piedra; esa claridad indica la abertura en el techo de una claraboya que no se ve. En un momento de la larga secuencia de fregado (y pregenérico), un avión en vuelo atraviesa el firmamento y es reflejado en el cuadro menor. A continuación empezamos a ver figuras y cometidos humanos: una sirvienta, Cleo, que limpia la gran entrada cochera de esa vivienda de la Colonia Roma, cumpliendo también con sus demás tareas, entre las que cobra importancia en la trama el recoger los excrementos del perro Borras, que tanto sale, salta y ladra en la película.

La sensación que el film produce durante un buen rato es antagónica: el suave costumbrismo de una familia burguesa de la Ciudad de México de los primeros años 1970 enfrentado al hiperrealismo que resalta esa domesticidad de un modo nunca antes visto y oído en el cine (al menos en este tipo de cine que no es galáctico ni aparatoso). La imagen de la cámara digital Alexia, llevada por el propio Cuarón, también iluminador, es de una patencia seductora e inquietante, tanto en los interiores sin historia (la cocina de la casa de la calle Tepeji, el hotel de paso donde el luchador marcial Fermín exhibe ante Cleo su masculinidad recién satisfecha y su instrumental de defensa, la planta comercial de las cunas) como en aquellos en que el director ha pedido a su diseñador de arte reconstruir la fantasía enardecida de una memoria infantil: los grandiosos cines que ya no existen en la capital, los terrados de las casas de la colonia con la colada en sus cuerdas de tender como velas de embarcaciones varadas, el bosque bajo que rompe a arder, el embravecido mar de Veracruz donde tiene lugar una de las escenas más brillantes y mejor contadas, desde el punto de vista de la factura técnica, que yo haya visto en mi vida de espectador. El hiperrealismo exacerbado, la falsa verdad del mundo en blanco y negro de un país tan altamente coloreado como México, más que embellecer escamotean la simple verdad de unas vidas sin gran relieve, haciendo así de su devenir cotidiano un acontecimiento formal que las ennoblece, por su singularidad de figuras remarcables en un paisaje siempre atractivo a la mirada, al tiempo que depara al espectador 135 minutos de una ficción cautivadora.

Luminosa y perfilada hasta el extremo, ‘Roma' es la película de sus sombras, que alumbran de modo sutil la aparente línea clara de su contenido. Cuarón relata y compone teniendo siempre en cuenta la caprichosa estabilidad imaginativa del niño pequeño que él era en 1971 y la firme mirada adulta del cineasta que es hoy; su homenaje a Fellini, de rango titular por la coincidencia con el film homónimo de 1972, podría ser también sombra temática, pero en ningún caso estilística, pues nada está más reñido con la desaforada estética tardo-barroca y onírica del autor de ‘Amarcord' y aquella otra primera ‘Roma' italiana que la geometría de las panorámicas y travellings sistemáticos del mexicano.

La sombra principal de su película es, naturalmente, la que proyecta Cleo (Yalitzia Aparicio), que actúa con parsimonia y mansedumbre pero no duda en hipotecar -en la escena de la playa hasta el sacrificio- su propia vida por la de la familia para quienes trabaja. Ahora bien, Cleo no es una santa, ni renuncia a los placeres de su propio cuerpo, ni está desprovista de oscuridades morales. Goza de la confianza de sus señores, del amor de los niños, de la compañía étnica y lingüística de la otra sirvienta de la casa, y, sin distingos de clase social es recibida dos veces de modo privilegiado en el hospital donde trabaja el padre y su esposa, la señora Sofía, tiene muy buenas amistades; la primera vez para ser diagnosticada de su embarazo, y la segunda para la conmovedora escena del parto de su bebé prematuro; que esa niña que nace muerta no fuese deseada por ella misma en lo más íntimo es la sombra que arrastra Cleo, mayor que la del abandono y repudio de Fermín, el padre huido de la criatura.

Al personaje de Fermín, el guerrero y violento engendrador, se deben tres de las grandes secuencias de la película: la del hotel de paso ya citada, la del cine del que escapa al saber que a su novia Cleo no le baja la regla, y la del campo de entrenamiento marcial del Profesor Zobek. Sin debilitar en ninguna la base dramática de ese hilo del relato, Cuarón se muestra en ellas como fantasista, otra cualidad (en su excelente parábola distópica ‘Hijos de los hombres', de 2006, era muy destacada) que se añade como regalo imprevisto, aquí lleno de humor burlesco, al carácter evocativo y autobiográfico del film. Esa sombra juguetona en el trazado de las dos pequeñas tragedias femeninas, la de Cleo y la de la señora Sofía, es como la nave aérea que cruza el cielo en varios momentos, y de manera resaltada y sugerente en el final de la película. El vuelo de la fantasía en una narración que parece hecha solo de verdad e historia.

En uno de los textos más necios que me ha sido dado leer en los últimos tiempos, publicado por Slavoj Zizek en la revista The Spectator (14 de febrero de 2019), este ‘soi-disant' filósofo que tantas veces introduce el cine en sus consideraciones denuncia la película de Cuarón con una lectura que me atrevo a llamar de primer curso de realismo socialista según el método Stalin. Zizek ve en Cleo una traidora a su clase proletaria y a su pertenencia indígena, y a Cuarón como un explotador de las emociones, por utilizar, dice, la bondad superficial de la familia a modo de trampa o disfraz que tapa las raíces de un capitalismo paternalista. Dejando a un lado que el film no esconde las diferencias entre señores y criados, los caprichos, las órdenes y la mayor libertad en el dolor y en la angustia que tienen los burgueses, el pensador esloveno parece ignorar el molde o sombra que la Cleo de Cuarón (Libo se llama en la realidad) hereda de ciertas figuras esenciales del cine francés, no solo la atribulada cantante de segunda fila en espera de un dictamen médico fatal en ‘Cleo de 5 a 7' de Agnes Varda, sino, sobre todo, de las jóvenes heroínas sufridas del gran maestro Bresson, un especialista cristiano no-dogmático de los personajes humildes dotados, como bien ha señalado Adam Mars-Jones, de una misteriosa gracia ajena a la lucha de clases, que el cine, y todo arte, está facultado para reflejar, como cualquier otro tipo de pensamiento figurativo, sin necesidad de atenerse al canon marxista.

La ‘Roma' de Cuarón, conviene recordarlo en todo caso, no elude la sombra de la política, y la engrana con gran acierto de construcción en la peripecia: la estúpida vaciedad cinegética de los ricos propietarios en cuya mansión campestre la familia pasa esa cortas vacaciones que acaban en el incendio, y sobre todo el correlato magistral de la masacre llamada del día de Corpus Christi, acaecida el jueves 10 de junio de 1971 en Ciudad de México. Vista en un principio de modo secundario en las propias calles del centro, después a través del vidrio de las ventanas de un primer piso de los almacenes donde Cleo y la abuela de la familia han entrado a buscar cunas, la brutalidad criminal, ya sin sombra, irrumpe cuando los matones paramilitares asesinan en la planta de niños a unos manifestantes. El matón que dispara el último tiro de gracia es conocido ya de los espectadores y reconocido por Cleo, y nos recuerda, en sucinta pero contundente elipsis, que la razón violenta produce monstruos grotescos y aterradores, también.

 

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30 de abril de 2019
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Una lista

En tiempo de listados y grandes premiados doy aquí mi pequeña lista brevemente comentada de las mejores películas vistas en 2018, sin orden de preferencia en la decena elegida.

1. Roma. Alfonso Cuarón. El pequeño dolor humano contado con audacia técnica, honda simplicidad dramática y constante invención cómica.

2. Cold War. Pawel Pawlikowski. La guerra fría europea en coros y danzas, chanson francesa y jazz americano. El musical del año.

3. El Reverendo (‘First Reformed'). Paul Schrader. El fanatismo convertido en el bello arte de un fundamentalismo formal.

4. Lázaro feliz. Alicia Rohrwacher. La nueva fabulista de la gran tradición italiana del cine cristiano.

5. Casi 40. David Trueba. Alacridad sentimental de inspiración francesa en el marco incomparable de una España monumental que no se divisa.

6. Caras y lugares. Agnès Varda y JR. O de cómo ampliar en imágenes fijas lo transitorio: la vida humana, la vista, la memoria.

7. Burning. Lee Chang-Dong. Extraordinaria adaptación prolongada de un bello cuento de Murakami. Grandes actores.

8. El hilo invisible. Paul Th. Anderson. Alta costura fílmica para una historia de artistas y modelos protagonizada por trajes.

9. Petra. Jaime Rosales. Otro ejercicio de escamoteo del paisaje bello para realzar las figuras de una familia en descomposición.

10.La novia del desierto. Cecilia Atán y Valeria Pivato. Minimalismo delicado, road movie de carreteras secundarias, inolvidables rostros y cuerpos sin glamour.

 

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21 de febrero de 2019
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El teatro de Gustavo Tambascio, un recuerdo

 

El habla arrebatada, el timbre alto de voz, la frecuente risa sarcástica, anunciaban, incluso a distancia, la figura singular e irresistible de Gustavo Tambascio, que murió en Madrid el pasado año en plena actividad creadora. Nacido en Buenos Aires en 1948, Tambascio fue actor infantil en una compañía creada por su hermana Luz, trabajando también, aún adolescente, en radio y televisión. Militante temprano en grupos artísticos de la izquierda, tuvo que dejar su país natal, como tantos otros compatriotas del teatro, el cine y la literatura, en 1976, tras el golpe de estado de los ‘milicos', instalándose él durante un largo periodo en Venezuela, donde desarrolló múltiples actividades de gestión musical y docencia; en el Ateneo de Caracas debutó en 1980 como director de escena de una ‘Pulcinella' de Stravinsky. Después de un primer y largo periplo latinoamericano, Tambascio llegó en 1988 a Madrid, ciudad en la que, sin dejar de viajar profesionalmente por los confines de Europa y las dos Américas, se instaló con su familia, obteniendo la nacionalidad española.

Le conocí a finales de 1990, cuando, siendo yo director literario del Centro Dramático Nacional que dirigía entonces José Carlos Plaza, se presentó en el teatro María Guerrero con una timidez aparente y dos propuestas muy originales. La primera, ya estrenada en el teatro Arriaga de Bilbao, era un estupendo montaje de ‘El viaje de Kant a América' (‘Immanuel Kant' en su título original), obra de ese grandísimo dramaturgo, tan grande como novelista, que fue Thomas Bernhard, entonces apenas escenificado fuera del ámbito germánico. El montaje se programó en la sala grande del María Guerrero en 1991, asumiendo un año y medio después el CDN la producción en pequeño formato, dentro de la llamada Sala Margarita Xirgu (un amplio salón del primer piso del teatro) de ‘Fernando Krapp me ha escrito esta carta', sugestiva pieza de Tankred Dorst basada en un relato de Unamuno. Otro proyecto que el CDN le encargó a Tambascio, el estreno mundial de la única obra teatral de Luis Cernuda, ‘La familia interrumpida', no hubo tiempo de encararlo, por la salida abrupta de Plaza, aunque Gustavo, enamorado de ese texto cernudiano imperfecto pero fascinante, logró estrenarla en 1996 en una muy lograda producción del Festival de Otoño que se vio en Madrid, Sevilla y Málaga. Meses antes, vi trabajar de cerca a Tambascio, hombre de amplios conocimientos musicales y vasta cultura literaria, en el montaje del Teatro de la Zarzuela de ‘La madre invita a comer', mi segundo libreto operístico para Luis de Pablo, de quien ya antes Gustavo había llevado a cabo el estreno absoluto de la versión representada de una de las más relevantes obras vocales del compositor bilbaíno, ‘Tarde de poetas'.

He hablado de mis primeros contactos con Gustavo Tambascio, que fueron en los últimos veinte años frecuentes, estimulantes e infaliblemente chispeantes, pero lo que no podría es plasmar aquí, por falta de espacio, la variedad y riqueza de sus innumerables puestas en escena, en las que siempre brillaba (aun en las no del todo bien resueltas por premuras o limitaciones de presupuesto) su talento plástico, su potencia narrativa, la fantasía de sus ocurrencias. Y todo ello teniendo un registro muy amplio, que iba desde un exitoso montaje del musical de Broadway ‘El hombre de La Mancha', interpretado por Paloma San Basilio y José Sacristán, a su querido repertorio de ópera barroca y cortesana, en el que abarcó desde Lully a Durón, Literes o Nebra, desde Gluck a Haendel, sin olvidar nunca la zarzuela, que adoraba con conocimiento de causa.

Quiero acabar evocando las últimas memorias teatrales que conservo de él como espectador. Su formidable trabajo de explicitación dramática de ‘El loco de los balcones', un bello texto lírico de Mario Vargas Llosa, en el Teatro Español (2014), con magistral actuación de Sacristán, el empeño arriesgado en dotar de vivacidad a una ópera algo rígida y discursiva como ‘El emperador de la Atlántida' de Viktor Ullmann (Teatro Real, junio de 2016), y especialmente su determinación, que venía de antiguo, en defender sobre los escenarios el teatro del franco-argentino Copi, autor que le obsesionaba y entendía a la perfección. El montaje de `La nevera´ (‘Le frigo'), monólogo fulgurante que interpretó otro polifacético, Enrique Viana, en los Teatros del Canal (2017), tenía la gracia absurda y el atrevimiento descocado que el texto original exige. Mi saludo de felicitación entre bambalinas, al acabar la función, es la postrera imagen personal que siempre he de guardar de este gran apasionado del teatro, que él recorrió hasta el último día con el ansioso afán, lleno de humor e inteligencia, que ponía en su vida y en sus realizaciones.

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18 de febrero de 2019
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Leyendas doradas

La religión, siendo Italia lo que es, ha dado a su cine una parte substancial de su mayor gloria, y no resulta menor la lograda por cineastas antirreligiosos: Bellocchio, Carmelo Bene, Moretti, Bertolucci. Hablamos, naturalmente, de la religión verdadera (como la llamaba el ateo Buñuel), la católica, siempre allí alimentada no sólo por la raigambre de la fe sino por el anatema vaticano. Rossellini, De Sica, Fellini, Ermanno Olmi, por citar los mejores. Pero el catolicismo fílmico italiano se renueva con talento, como el que brilla en la reciente parábola de Matteo Garrone ‘Dogman', historia de un santón laico con maneras franciscanas y devoción a la cruz que lleva a cuestas (alegóricamente) al final, después de haber sufrido escarnio y martirio.

Una de las características más elocuentes de ‘Dogman' es la fealdad del entorno donde se localiza su reducida acción, un barrio pobre de Castel Volturno, municipalidad con mucha inmigración a poco más de 30 kilómetros de Nápoles: la Italia sin glamour, sin monumentos, sin posibilidades de dolce vita. El país del proletariado en tiempos de crisis que también inspira a Alice Rohrwacher, para mí una de las grandes figuras del cine europeo reciente; debutó en la ya muy sugestiva ‘Corpo celeste' (2011), inédita en España, y pronto fue reconocida y premiada en Cannes con las dos siguientes. Nacida en la ciudad toscana de Fiesole de un padre alemán de formación musical dedicado a la apicultura, Alice, hermana de la magnífica actriz Alba Rohrwacher, que trabaja en todas sus películas, acaba de cumplir 36 años cuando se estrena aquí ‘Lazzaro Felice', el tercero de sus apólogos sobre la redención y el poder taumatúrgico de la palabra evangélica. Es también el que da un completo protagonismo a un personaje masculino, después de que en ‘Corpo celeste' la conductora de la historia contada fuese Marta, una chica de un pueblo de Reggio Calabria que empieza a hacerse mujer mientras a su lado los sacerdotes exacerban sus prédicas o dejan de creer, y en ‘El país de las maravillas' (‘Le Meraviglie', 2015) otra niña apenas púber descubre en un muchacho delincuente y extranjero al que protege la complicidad del silencio y la compañía que puede dar el cuerpo intocado.

"Lázaro, siempre mirando al infinito", dicen del protagonista en la primera escena del nuevo film, que es de los tres de Rohrwacher el más fabuloso. El joven tiene una "santidad menor", como lo definió la propia directora: no hace milagros ni dispone de poderes sobrenaturales. Su mirada limpia, a veces tontorrona, es la de quien no ve el mal en los otros y por ello es incapaz de hacerlo. Su mundo es el más allá, pero no porque sueñe con el paraíso de los creyentes; su religión es de alcance terreno, asistencial, y el caudal de sus sueños, como el de tantos cristos, budas, mahomas y demás profetas, lo forman los relatos. La condición milagrosa de este ‘Lázaro feliz' le llega por la palabra, cuando el Lobo, motivo franciscano, irrumpe en medio del largometraje en una fábula moderna que empieza sin explicaciones y salta en el tiempo con la inconsecuencia pueril de los cuentos de hadas. Ese relato da la impronta de la segunda mitad de la película, en que, en escenas cómicas donde brilla Sergi López con su italiano macarrónico, se refleja el paso del tiempo en décadas (o quizá siglos) que envejecen a los habitantes de la aldea, mientras que Lázaro, puro por su creencia en la fantasía, sigue aniñado y barbilampiño.

La libertad en el uso de la palabra relatada tiene su equivalente fílmico. A la directora no le atraen la lógica ni los continuos narrativos, porque su idioma es el verso libre, lo que da pie, en cada una de las tres películas, a secuencias memorables por su invención y su sorpresa. En la opera prima, la variada curia romana, del párroco exaltado al obispo mudo, la peripecia de unos gatitos que hay que ahogar y resulta difícil, o un largo episodio de viaje a un pueblo abandonado donde solo quedan un cura y un gran crucifijo que conviene salvar del abandono pero no llegará a su destino salvador. En ‘El país de las maravillas', probablemente llena de alusiones autobiográficas, una Gelsomina menos crédula que la de ‘La Strada' de Fellini es la mayor de tres hermanas en un pueblo de la Umbria donde su autoritario padre alemán tiene un pasado político anti-sistema pero cultiva y vive de la dulzura de los panales en los que trabajan todas las mujeres de la familia. La historia se interrumpe, como le gusta hacer a Rohrwacher, con apuntes maravillosos; la irrupción de un concurso televisivo muy sensacionalista (amadrinado por Monica Bellucci, estupenda de atuendo y de registros) en la humildad no exenta de codicia de los campesinos, la compra de un camello como mascota, la miel que se derrama en un diluvio bíblico recogido con escobillas, la sombra de los antepasados etruscos, y la llegada, en tanto que mensajero de un tiempo nuevo transfronterizo y líquido, de Martín, un niño delincuente al que dan en reinserción las autoridades y nunca habla, pero sabe silbar como los pájaros. La familia apicultora acoge y alimenta a la rara ave que es Martín, pero solo Gelsomina le entiende, le busca cuando se pierde, le toca el cuerpo con la castidad de las vírgenes que todavía conservan la necedad de la infancia.

Los pobres de Rohrwacher están en la antípoda de los de Ken Loach. Sufren la explotación como estos pero son menos rígidos y están estilizados por las ganancias simples de la naturaleza en la que viven: los animales domésticos, tan importantes en el cine de esta autora, la comida modesta, la convivencia con los insectos y el clima adverso. Son campesinos, y sufren, según palabras de la directora y guionista, "la tragedia que ha devastado a mi país, a saber, el paso de una Edad Media histórica a una edad media humana: el final de la civilización rural, la migración a los límites de la ciudad de miles de personas que no conocían nada de la modernidad". Ese mundo nuevo, cambiante, al que llegan sus personajes, de manera forzosa en ‘Lazzaro Felice', también explota a los menos favorecidos, pero lo hace de un modo más rutilante y seductor. Las superficies de la nueva civilización, abrillantadas por los reclamos del ocio, las campañas de promoción política y la pompa eclesiástica, siempre presentes en las tres películas. Bajo ellas, si se busca bien con la imaginación, ha de encontrarse, quiere decirnos Alice Rohrwacher, el alma de una religión humana, hecha de apego más que de caridad.

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5 de febrero de 2019
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Artistas en peligro

Es bueno no tener miedo al exceso, a la exploración de lo nunca trillado, incluso al ridículo, y esos asomos al abismo le convienen más al cine español (y no digamos a la novela española) que a otras cinematografías europeas, donde el ‘mainstream' industrial convive holgadamente con la búsqueda y el empeño formal de sus marginales. Coinciden este otoño en la cartelera tres atrevidos de distinta edad: Julio Medem, de larga y desigual filmografía a sus sesenta años, un sólido valor menos prolífico, Jaime Rosales, nacido en 1970, y el comparativamente recién llegado Carlos Vermut, que realiza con treinta y ocho años su tercer largometraje.

Rosales es un formalista muy estudiado, y su programa teórico sólo le traicionó completamente, a mi modo de ver, en ‘Tiro en la cabeza', una aporía sobre el asesinato por ETA de dos guardias civiles de paisano en que el despojamiento (diálogos inaudibles, superfluas voces callejeras de fondo, hechos encriptados) sustraía todo interés del acto fílmico, empujando de modo estéril a los espectadores a la frustración o el abandono. ‘Petra' tiene un registro menos radical en su composición y también menos llamativo que la "polivisión" o pantalla partida con diferentes ejes visuales que en su mejor película hasta la fecha, ‘La soledad', enriquecía a la vez que refrenaba el patetismo subyacente en la historia contada. Los personajes de ‘Petra' son antihéroes de una tragedia griega en la que el director aspira -de un modo sutil que intriga e interesa desde que el espectador lo advierte en una de las primeras secuencias -a aislar lo figurativo de lo paisajístico, como si, sugiere Rosales, toda esencia dramática hubiera de valerse por sí, sin el añadido de un templo, una columnata, un altar votivo o unos campos elíseos. La cámara, que es aquí estilográfica, según lo deseaba Alexandre Astruc y otros franceses de la Nueva Ola que le hicieron caso, avanza en planos panorámicos de gran rigor, buscando su emplazamiento en el decorado, y una vez hallado se queda quieta, sin regodearse en la descripción material, fomentando al actor y subrayándose solo a sí misma en tanto que máquina del relato. 

También desde muy pronto sabemos que este cineasta-artista no va a seguir una cronología convencional; la película se desarrolla en capítulos, y el de arranque es el 2º; más tarde llega el 1º, y el desorden continúa, jugando a lo novelesco con un toque de arbitrariedad juguetona que indica que Rosales quizá ha leído a los ‘oulipianos' como Georges Perec o Raymond Queneau. A ‘Petra' sin embargo le sobra el larvado discurso sobre la creación artística que tanto pregona el director; la familia protagonista podría ser la de un vinatero o un empresario de ganadería, y que el patriarca Jaume sea pintor emborrona la trama y nada aporta cuando se le quiere dar un trasluz pictórico al antagonismo de Jaume y la alumna o tal vez hija suya Petra. Tampoco ayuda el excesivo peso que recae en un intérprete no-profesional tan limitado como Joan Botey, un hecho que se hace más palmario cuando a su lado están Bárbara Lennie, Petra Martínez en su breve cometido y, sobre todo, Marisa Paredes, quien en sus tres memorables escenas da la temperatura de los grandes trágicos: gravedad, máscara facial, hiriente ironía, dicción alta y rotunda. El hermoso final de ‘Petra' tiene en ella su cenit. Después de habernos enseñado siempre con parquedad los bellos lugares donde transcurre la acción, la arboleda, el viñedo, el acantilado, la roca veteada donde se sientan Petra y Lucas en su primera salida al campo, el lago famoso que se muestra deliberadamente desenfocado, Rosales corona su ascesis en el momento de la reconciliación femenina a la entrada de la masía: las mujeres se entienden y se perdonan, quedando como último plano el portón abierto al paisaje, una masa vegetal distante y obliterada donde resuena el latido superior de las pasiones carnales que animan esta parábola de muerte, de traición y de perdón. (Post Scriptum. Resulta pasmoso que la película, una de las mejores del año, no haya tenido ninguna nominación en los premios Goya).

Los fracasos de Vermut y Medem en sus saltos de riesgo son de otro signo. A ‘Quién te cantará', artefacto esmerado y a menudo precioso, le afea su banalidad preponderante, sobre todo en los diálogos. Y en un apólogo sobre una legendaria cantante sin voz desconcierta que algunas de las ilustraciones musicales, Eva Amaral, Mocedades, sean tan rudimentarias, así como sorprende que la esfinge de perfiles egipcios que interpreta con el debido hieratismo Najwa Nimri diga en una escena de confesión que su comida preferida es el tartare de aguacate con nueces, su país ideal Islandia, añadiendo de modo incongruente que su libro de cabecera es ‘Mortal y rosa', la más bien cursi memoria elegíaca de Francisco Umbral. Lo que Vermut hace muy bien es plasmar un universo reconcentrado de mujeres, prescindiendo de los hombres, sombras apenas sin enjundia ni cuerpo, lo que crea un efecto de espejismo cautivador. Las actrices defienden todas con garra y talento su territorio, destacando la Blanca interpretada por Carme Elías.

Lo masculino y lo femenino llenan a partes iguales ‘El árbol de la sangre', que curiosamente coincide en darle a Najwa Nimri un papel de cantante en crisis. Lo que el propio Medem ha llamado "atmósfera visual", con encuadres amplios, airosos, que dejan vacíos alrededor de los dos narradores, es exquisita; siempre ha destacado en la composición del espacio y los movimientos de cámara, que aquí, con buenos medios de producción, alcanza momentos de mucha brillantez, sobre todo en los exteriores, que él no esconde ni amortigua. Al contrario: como es marca de este director, el campo abierto, los árboles y los animales, los vacunos especialmente, le inspiran, y esas naturalezas estáticas y animadas le corresponden adquiriendo la condición de tótems en varias de sus películas. El problema de ‘El árbol de la sangre' está en su amalgama y su amontonamiento, pues es multi-lingual (castellano, euskera, catalán, andaluz, chino, ruso), multi-local (Cataluña, Madrid, País Vasco, Alicante), multi-sexual, multicultural, y no sé si me dejo alguna de sus pluralidades. El árbol genealógico del argumento (el otro, el que se alza frente al casón, es muy bello) resulta confuso y profuso, en un relato que necesita casi dos horas y media para llegar al final. Y el fin es lo peor, pues la tendencia pomposa y redicha de los últimos ‘medems' (‘Caótica Ana', ‘Habitación en Roma') tampoco falta aquí cuando, en el apogeo multi-accidental se apelmazan las ramas familiares, las alusiones políticas, las mafias eslavas, los disparos, los acentos, toros y vacas sueltos, prados, rompientes, playas, y un coito subacuático en Denia que resulta tan solemne como inverosímil. El mejor Medem, el de ‘La ardilla roja', ‘Tierra' o ‘Lucía y el sexo', se distinguía justamente por su saber sortear con gracia metafórica la incredulidad suspendida de la que hablaba el poeta romántico, haciendo verosímiles las hipérboles líricas y los cataclismos telúricos. Bordeaba abismos y los salvaba con una invención narrativa y una ingenua pureza que ahora ya no le dan emotividad ni sentido a sus fábulas.

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21 de diciembre de 2018
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El jardín del polaco

En el tiempo de las demarcaciones territoriales y los pronunciamientos identitarios, pero también en el tiempo de la comunicación universal y el vuelco entre realidad y suceso, interesa ver su reflejo en el cine, que es el arte sin domicilio, sin lengua única, sin natalidad personificada. ¿Viaja el cine igual de mal de lo que, según los enólogos más expertos, viajan los mejores vinos? Un día después de saber que la entre nosotros tan ponderada ‘El reino' pasó muy desapercibida a los extranjeros presentes en el festival de San Sebastián y fue totalmente ignorada por la mayoría de miembros de su jurado, la vi en la primera sesión de los cines Verdi de Madrid, viendo cuatro horas más tarde, en el último pase de los Renoir Retiro, ‘Todos lo saben', la película española de Asghar Farhadi. Soy de la opinión que el trepidante ‘thriller' político de Rodrigo Sorogoyen ha de atraer principalmente a los que ya conocen lo que el film cuenta y buscan en la gran pantalla la confirmación dramática (muy bien resuelta por sus actores, en especial los secundarios) de lo que todos los ciudadanos hemos leído en la prensa y visto en los telediarios; se trata, pues, de un cine español de rabiosa actualidad destinado al desahogo moral (o visceral) de los espectadores españoles más enrabietados.

 

En esa tesitura me pregunto para quién y por qué el famoso y justamente premiado cineasta iraní -más allá del cumplimiento de un encargo que no sería el único sobre su mesa de trabajo- ha hecho este melodrama rústico con toques sociales y diálogos tan anodinos como prolijos, exquisitamente manufacturado por profesionales de primera categoría. Desubicado a menudo (la alargada secuencia de la boda se diría propia de un film nacional programable en ‘Cine de Barrio'), Farhadi da la impresión de tocar de oído una partitura pobre de trama y de melodía (aunque hay arias de lucimiento muy bien aprovechadas por Penélope Cruz y Bárbara Lennie) que el gran director no acierta a concertar. Con una duración de 132 minutos, la impresión que deja ‘Todos lo saben' es que hay poca película, consiguiendo la rara deficiencia de resultar sabida y postiza a la vez. En casos así uno piensa en Almodóvar, que siempre se ha negado con inteligencia a realizar los proyectos golosos que le ofrecían en Hollywood, o en Francia, o donde él quisiera.

Pawel Pawlikowski es un polaco nativo que en 1957, a los 14 años, acompañó a su madre bailarina en una huída a Inglaterra, donde estudió literatura y filosofía en Oxford antes de iniciar una carrera de documentalista prestigioso. ‘Last Resort' (2000), que no he visto, fue su primera incursión en un registro de la ficción que ya anunciaba su proclividad a los territorios mixtos de la actualidad política y el peso histórico, en los que el fanático sectarismo del contexto actúa como contrapunto de la voluntad necesaria para sus protagonistas de infringir normas, aun sabiendo el peligro que eso conlleva. Hablamos en estas páginas hace más de cuatro años (en el número 153) de la inolvidable ‘Ida', que significó en 2013 su retorno a Polonia, donde vuelve a situar la acción de ‘Cold War', manteniendo la imagen en blanco y negro y el cuadrado del I,33:I, el llamado formato académico, si bien en este caso aireando la claustrofobia comunista con un constante cruce de fronteras, clandestinas no pocas veces. Simultáneamente a la movilidad libertaria y el zarandeo policial de sus protagonistas, Pawlikowski plasma una Guerra Fría punteada por la música; un cuento dramático con bailables chispeantes y canciones tristes.

Las primeras, en 1949, son folklóricas. Las cantan campesinos rudos y ancianas de los pueblos de montaña para que una pareja de musicólogos ambulantes, Wiktor (Tomasz Kot) y su colega Irina (Agata Kulesza, en quien reencontramos a la extraordinaria actriz que encarnaba a la tía Wanda de ‘Ida'), las graben y conserven, aunque ellos realmente trabajan, pagados y vigilados por el gobierno, buscando intérpretes naturales, a ser posible jóvenes y rubios, con los que formar una agrupación de coros y danzas nacionalistas. En esa búsqueda se produce el encuentro de Wiktor, que es también pianista y director de orquesta, y Zula (Joanna Kulig), la muchacha recién salida de la cárcel por apuñalar gravemente a su padre ("me tomó por mi madre, así que tuve que usar el cuchillo para mostrarle la diferencia"), hermosa, díscola, grácil bailando y de bella voz, a través de quien, en una peripecia de desplazamientos constantes, persecuciones, rupturas sentimentales y reencuentros apasionados, Pawlikowski condensa en quince años, hasta 1964, el marco estalinista del más duro período vivido tras el Telón de Acero, y a la vez rescata, según él mismo ha confesado, la historia -libremente adaptada- del amor a trompicones ideológicos y artísticos de sus propios padres.

‘Cold War' no tiene la oscura poesía mística de ‘Ida', pero sí las virtudes formales de la astringencia, la elipsis fulgurante y la belleza que no necesita florituras, así como el libre albedrío de una narratividad que siempre persigue los diferentes lados de la verdad. Lo advertimos en los primeros minutos del film, cuando, mandando parar la camioneta en que viajan los musicólogos con Kaczmarek, el comisario político del partido, este se apresura a vaciar su vejiga en un descampado donde descubre los restos de una iglesia, las arquerías sin techo, los muros rotos, los ojos semi-borrados de una pintura sacra. Parecería que la escena y el paisaje elegido por el director tratan de señalar el fin de la religión impuesto por el nuevo régimen marxista en esa Polonia tradicional y tan acendradamente católica. Pero una vez que el esbirro acaba de orinar, continúa el trayecto y nos olvidamos de aquel lugar. Aunque la película es corta (80 minutos, más los títulos finales), todavía quedan muchas cosas por suceder: un largo periplo de vacilaciones y deseo por París, Berlín y otras capitales de la órbita soviética, donde la pareja se ama, se separa, se traiciona, con acompañamiento musical siempre: la lánguida canción francesa, los ritmos sincopados del jazz, el rock ‘n' roll de Bill Haley and His Comets, el pastiche mexicano de ‘Bongo' defendido deliciosamente por Joanna Kulig, que fue cantante revelación en su país a los 15 años, en 1998, todo ello en contraste con las piezas corales en loor del Partido y la colectivización agraria que Zula -aun indómita e impetuosa de carácter más amoldada al dogma comunista que Wiktor- se obliga a interpretar. La evolución de las músicas evoca el devenir de las emociones, si bien el director le revela a Jonathan Rommey en una reciente entrevista publicada en ‘Sight & Sound' que habiendo sido él un moderno desde la infancia, por influjo de la bohemia materno-paternal, y odiando la farfolla del folklore patriótico, hace poco, al asistir en su país natal a un concierto de canciones populares vernáculas, se sintió conmovido por la primaria autenticidad de esa música.

En el año que cierra la película, 1964, la pareja de enamorados parece dispuesta a abandonarlo todo, la felicidad incluso, a cambio de la libertad de moverse y amarse a su antojo, y su deambular les lleva al templo en ruinas del comienzo. ¿Qué hacen allí estos dos fugitivos? No queda claro, pero sí la postura de Zula, cuando, para sorpresa de Wiktor, se cambia de lugar en la carretera que bordea la iglesia derruida y lo explica así, animándole a seguirla: "Vamos al otro lado. La vista será mejor". Es difícil saber qué vieron esos dos personajes dichosos y atribulados en el resto de sus vidas, que el film no cuenta. Lo que sí sabemos los espectadores de dos obras maestras de la magnitud de ‘Ida' y ‘Cold War' es que el apátrida Pawlikowski, quien en el año 2007 decía que "[su] problema, en tanto que escritor y cineasta, ha sido desde siempre no poseer un jardín propio", lo encontró en Polonia y en el florecimiento y las ramificaciones de su memoria familiar.

 

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13 de diciembre de 2018
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Vida sentimental de los colores

Fíjense, si aún no lo han hecho, en el predominio creciente del azul en la vestimenta de los políticos, y escribo políticos en este caso sin miedo a verme tildado de masculinismo excluyente, pues mi azul es el de los varones; del color de la ropa de las mujeres que están en política hablamos más adelante. Tomo como referencia las páginas de este periódico de un día cualquiera, que resulta ser el pasado miércoles 17 de octubre, aunque mi fijación en el azul preponderante es muy anterior a esta fecha y la he podido ver en otros periódicos y en las televisiones. El 17 de octubre, en la página 2 de El País, el presidente Macron espera en las puertas del Elíseo al primer ministro croata, y lo hace con una sonrisa tal vez malévola y un conjunto de pantalón y chaqueta azul eléctrico, color que también llevan por cierto en sus uniformes quienes le acompañan, dos militares de distinta graduación. En la página 3, Michel Barnier, jerifalte francés y en la actualidad negociador jefe europeo con Gran Bretaña del merdé bréxico, se mesa los cabellos portando lo que parece una chaqueta azulona de trama gruesa. En la 4, el presidente de Ucrania, Poroshenko, con traje azul marino, le da la mano en Kiev al arzobispo ortodoxo Daniel, de riguroso negro de la cabeza a los pies, mientras que en la 5 Jean-Claude Juncker habla en Bruselas con Donald Tusk, quizá sobre Italia, pero sin duda ambos de americana azul. No les quiero agobiar con más azules detectables aunque menos vistosos en la misma edición del 17, pero sí señalar que en el primer telediario de la 1, ese mismo día, los señores Casado, Rivera y Sánchez también iban de traje azul en las Cortes, el del presidente de muy buen corte (quizá la percha ayude).
 

Ya engolfado en el juego de los colores, seguí buscando dentro del periódico, hasta llegar a la sección de España: Elsa Artadi, en la primera fila de una manifestación callejera, llevaba una blusa o camisola gris, y la vicepresidenta Carmen Calvo, avanzando por un pasillo del Congreso, una chaquetilla violeta. La mujeres siempre tienen matices para el color, y los mezclan más, algo que no sólo se permiten por cierto quienes pueden pagar ropa cara sino, como es posible ver ‘in situ' o en fotos, también las más pobres campesinas de África o de la India.

Me hice adulto odiando el azul, un sentimiento seguramente compartido por una buena parte de mi generación, y eso que no nacimos a tiempo de ver partir a los voluntarios de la División Azul, casi todos vencedores de la Guerra Civil, que iban a luchar contra el comunismo en Rusia, ni yo tuve profesores vestidos de Falange, aunque se decía que Adolfo Muñoz Alonso, el titular de la cátedra de historia de la filosofía en la Complutense, había dado clases, dos cursos antes de mi llegada a la facultad de Letras, con camisa azul y correaje; una chica de 5º juraba haberle visto el bulto de la pistola junto al sobaco derecho. Pero los colores cumplen años, como las personas, y cambian de aspecto, de humor y de tono. Y si no que se lo digan al azul, que antes de ser falangista fue el distintivo de un impulso de libertad anterior y posiblemente superior al del rojo. Rafael Alberti abrió el mejor apartado de su libro de poemas ‘A la pintura' con una plegaria al ‘Azul' que contiene su memorable verso "Me enveneno de azules Tintoretto", y cuando el gran poeta aún no había nacido en el Puerto de Santa María, Rimbaud hizo de ese color, asociado a la vocal O, el "supremo clarín de raras estridencias" (en la traducción de Antonio Martínez Sarrión), en un tiempo no muy distante de aquel en que Rubén Darío alzase con su libro primordial ‘Azul...' el estandarte del cambio modernista. Después, Georges Bataille plasmó en ‘Le Bleu du ciel' la extrema sexualidad gozosa y doliente, mientras el ‘blue', asociado en el inglés a la melancolía, dio pie y nombre a esa parte esencial de la música vocal del siglo XX que son los ‘blues'. "Temo al azul porque me pone verde", escribiría Alberti.

La política siempre ha necesitado un color, del mismo modo que los países requieren una bandera. El siglo XX transcurrió bajo el ondear de muchas, y marcada por cuatro campos cromáticos que desbordaban patrias y fronteras: el rojo comunista, el azul del fascismo nacional sindicalista, el negro anarquista, y el blanco de la paz, cuando la había o se trataba de que la hubiera. Alguna de esas enseñas tenía su símbolo incorporado, la hoz y el martillo, la cruz esvástica, el aguilucho imperial en la española antigua. Llevamos ahora un tiempo en que, limpio el azul de su pecado de posguerra y recobradas tal vez sus esencias soñadoras y reveladoras, nuestros ediles lo favorecen, o encuentran ellos que les favorece, aunque sigue habiendo clases, también en esto; no es lo mismo el azul liberal y centrista de los políticos que mencionamos al principio que el cobalto del impecable terno del primer ministro austriaco Sebastian Kurz, tan ribeteado de extrema derecha. Por eso sospecho que Pablo Iglesias y la mayoría de hombres de Podemos evitan ponerse traje para evitar las connotaciones. Su azul se limita al de los pantalones vaqueros, que son no podemos decir que obreristas (ahora está el chándal) pero sí holgadamente socialdemócratas.

Hay un verso muy bello en el citado poema de Alberti: "Explosiones de azul en las alegorías". En su libro, el poeta gaditano dedica otro al amarillo, ese color que ahora se ve tanto en Cataluña y por el que tanta palabrería se derrocha. Es un bonito color que la gente de teatro en España aborrece, por una leyenda o superstición que se remonta a Molière. Alberti traza en sus 33 breves versículos su evolución: desde su ser "un activo / cómplice de la luz contra la sombra", pasando por el privilegio de ser verde y desnudarse, cuando llega el otoño, en amarillo, ser delicado y feliz, "-Goethe-, en estado puro", hasta su ensombrecimiento, su lividez, "el tenso / amarillo febril de la demencia", la "amarilla descarga".

Los colores no tienen culpa de que los conviertan en alegorías, en consignas obligatorias, en elemento constitutivo de los más aciagos uniformes. Su historial es también glorioso, liberador, acompañando ideas de igualdad y sostenibilidad, del rosa al verde, del rojo al negro, del azul mar al azul celeste. ¿Cómo se verá en cuarenta años la proliferación actual del lazo amarillo? ¿Como el símbolo de una protesta legítima, como el falso envoltorio de una ilusión, o como un hechizo que apela a la confrontación? Estas palabras últimas fueron escritas en 1935 por Bataille en su extraordinaria novela ‘El Azul del cielo', en que el protagonista Henri viaja por una Europa descoyuntada y obscena, viviendo en la Barcelona de entonces un "sueño de revolución" que contiene el presagio de los desastres que pronto iban a producirse.

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5 de noviembre de 2018
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El Boomeran(g)
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