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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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¿Qué primavera?

Irrumpe un nuevo proselitismo del velo. El hiyab se sube a la pasarela; así es, el pañuelo puede ser fashion, reivindica una nueva generación de mujeres musulmanas tan marquistas como las occidentales, que se han propuesto, ni más ni menos, una revisión de los códigos islámicos de vestimenta. Alejadas del negro doliente o del blanco purificado, jóvenes blogueras se fotografían con el velo en un contexto glamuroso sobre una premisa: no quieren ser invisibles. En las ciudades emergentes, en la nueva babel donde se mezclan costumbres asiáticas, eslavas y árabes, las grandes firmas de lujo, que hasta ahora diseñaban de forma extremadamente discreta pañuelos con la medida suficiente para cubrir las cabezas más pudientes del islam, multiplican su oferta. Pieles y vaqueros combinados con velos de seda italiana o turbantes plisados configuran una nueva iconografía, eso sí, sin vulnerar la tradición. Aún y así, desde varias comunidades islámicas ya han condenado el osado fenómeno que protagonizan Hana Tajima o Imane Asry, criaturas digitales que han decidido customizar su atuendo y lucirlo en Facebook. Los bienintencionados podrían razonar que se trata de una reacción surgida de las proclamas de libertad lanzadas en las plazas árabes hace ahora dos primaveras. O bien de una ramificación del creciente poder de los emiratos en la economía y el establishment mundial. Pero probablemente se trate sólo de una frívola reacción, justo cuando el integrismo azota con más rigor la vida de las musulmanas. Y lo que es peor, cuando una oleada de violencia sacude las calles de El Cairo, Trípoli o Damasco, recrudeciendo las agresiones, violaciones y acosos sexuales, que se practican cada vez con más frecuencia e impunidad. Unos pocos realistas y escépticos pronosticaron el dudoso triunfo de la primavera árabe que tanto aplaudimos: derrocarán a los sátrapas, pero llevarán al poder a los integristas enfebrecidos, que aplicarán la interpretación más conservadora del Corán. Ya han surgido las voces de aquellas que dicen que con Mubarak o Zin al Abidin Ben Ali vivían mejor. Mientras, las ciberheroínas que prendieron la mecha hace dos años en Twitter o las que ahora se atreven a protestar con los pechos al aire en Facebook siguen exponiéndose por la libertad de las mujeres con el apoyo de movimientos feministas de Norte a Sur más activos que nunca. Occidente, cabizbajo, demasiado ensimismado en su crisis, mira este paisaje desde lejos, desentendiéndose del fracaso, a pesar de que hace bien poco celebraran como propia la victoria de las turbas y los tuiteros que iban a marcar un fin de época. (La Vanguardia)

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17 de abril de 2013
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¿Quién está en el jurado?

Qué relación mantenemos los seres humanos con la autoridad cuando, a día de hoy, tan a menudo se acusa su desprestigio? Falta de autoridad moral, política, intelectual, se dice, en un juicio apresurado acerca de la precariedad de mentores en un tiempo confuso. Pero en cambio, ¿por qué proliferan los jurados en todos los formatos, como si el verdadero valor no fuera el de aquello que se juzga sino el de los nombres de quienes los forman? Se trata de un fenómeno en pleno auge y más cuando el prestigio es un valor mutante que se ampara más en lo formal que en lo real. No importa tanto que los improvisados jueces sean los más preparados, ni siquiera los que se respaldan en el rigor y la experiencia, sino aquellos que gritan más o ríen mejor. Sólo los que barren en empatía, los malhumorados, o las personalidades histriónicas valen. La telegenia -y la esclavitud del share, el minuto de oro- lo domina todo en aras de la espectacularización. No basta con hacer una buena serie, un buen libro o un buen programa de televisión si no se logra levantar polvareda. Incluso hablar de buen gusto parece anacrónico, porque urge vincular cualquier contenido a un ruido mediático que, en la nueva cultura del patrocinio, pueda permitir la viabilidad de un proyecto. Hasta el extremo de que en el mercado del arte, por ejemplo, importan más las referencias y jerarquías que el valor artístico. Y en el campo periodístico, apenas se habla de cabeceras sino de marcas. En el manual del buen consumista todo se convierte en producto, y todo es susceptible de ser valorado y reevaluado, incluso aquellos maestros que antaño eran intocables. Tal vez haya caído en picado el estatus de quienes antaño ejercían la crítica como auténticos demiurgos preparados para desentrañar el valor de una obra a causa del descreimiento generalizado hacía los gurús. Tanto es así, que la gente se pirra por ejercer de jurado como forma selectiva de ver reconocido su ascendente. En esos programas en los que se vota a quien mejor salta desde un trampolín o a quien cocina con más habilidad un rodaballo ocurre algo significativo: no se reconoce la excelencia desde la excelencia, es decir, no es el mejor -desde la autoridad- quien escoge al mejor aspirante. Gana el que mejor vende; el más viral, que será youtubeado y tuiteado. Parte de los lamentos nostálgicos ante la banalización de la cultura se inscribe en la ausencia de cánones. Algunos creen que, en parte, este hecho se debe al exceso de información -infoxicación le llaman- y a la ausencia de filtros efectivos que discriminen lo realmente bueno de lo mediocre. Sólo así se puede entender esta proliferación de jurados de feria que se invisten de una potestad impostada para simular que, en verdad, alguien se preocupa del talento cuando lo único que importa es el ruido. (La Vanguardia)

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15 de abril de 2013
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Cuando éramos de Cristina

Hubo un tiempo en el que las niñas, pero sobre todo las madres españolas, se fijaban muy de cerca en las melenas rubias de las infantas. Elena y Cristina se convirtieron en nombres imperecederos, que iban más allá de los caprichos de las modas y de las santas mártires. Con sus diademas de terciopelo y sus vestidos nido de abeja estampados, las escenas domésticas de la familia real dulcificaban la esperpéntica imagen de la dictadura, aderezada con caspa y collares. Ya con la democracia, casi todas las jóvenes nacidas entre los sesenta y los setenta eran más de Cristina que de Elena. Parecía más espabilada, más simpática, más náutica que hípica. No es que vistiera especialmente bien, pero tampoco arrastraba el aire rancio de la villa y corte, el de los Loden y las mantillas. En una entrevista publicada en Lecturas, aseguraba que estaba contenta de sus primeros 20 años de vida, y añadía: “La libertad e independencia de la mujer es natural y necesaria”. Que, tras unas prácticas en la Unesco, eligiera vivir en Barcelona contribuyó a forjar su imagen de mujer abierta y emancipada que huía discretamente de la Zarzuela y se ganaba una nómina. Pero por aquel entonces ya casi nadie quería ser ni de Cristina ni de Elena. El mundo había abierto sus escaparates mientras las infantas seguían endomingándose con volantes y otras dificultades, bien lejos de emular la elegancia compacta de su madre. Pero el verdadero problema surgió cuando hubo que buscar maridos corriendo, una dislocada carrera hacia el altar de aquellas que, a pesar del salto generacional, si se retrasaban en demasía en contraer matrimonio resultaban sospechosas. Cuántas veces escuché decir: “Cómo me gusta esta pareja”, refiriéndose a Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarin. Un matrimonio por amor, se enfatizaba. Paralelamente, las desgracias de la hija mayor del Rey, marcada por las mofas del estigma Marichalar, engrandecieron aún más el triunfo de Cristina. Hasta que se rompió el jarrón. Y de qué manera. La ejemplaridad no sólo se mide por los centímetros de barbilla levantada. Por eso, las últimas imágenes de la Infanta cabizbaja indican no sólo que su imputación es inevitable -y equitativa-, sino el veredicto de un juicio público que le toca soportar sin dramas, y más en un contexto de crisis, desahucios, leyes de transparencia. Cierto es que se trata de una historia sin enemigos. Pero mientras un juez, que según parece actúa con independencia, la imputa, y un fiscal, lejos de señalar con el dedo índice, recurre, resulta innecesario que las cámaras apunten a los menores y los exhiban para ilustrar el caso, sin pixelar, tan rubios como ella cuando hacía los deberes con sus diademas. (La Vanguardia)

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10 de abril de 2013
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Bigas

Bigas, Bigas, Bigas… entre ceja y ceja, con los párpados bien abiertos, no puedo dejar de ver tu rostro de serio risueño. Tu sonrisa, una línea delgada y recta. Ese aparente aire de sorna del hombre sensible con ojos que en lugar de mirar escuchan, y que se clavan como chinchetas. Cómo querías saber. Cómo preguntabas. Tu charme. El día en que posabas para una foto con un zapato de tacón de aguja. O cuando llevaste el fetichismo al campo, los aceites y las mermeladas ecológicas. Los periódicos han publicado “Muere Bigas Luna”. Y todas las demás palabras parecen poco. Atropelladas al maldecir, pero sobre todo atascadas en la tristeza. Como has querido irte, tan discretamente, con esa elegancia de alma con la que todo lo envolvías. Tan profunda tu salida de los contornos de este mundo. Cuento con los dedos, tres meses y siete días, bailamos Barry White después de tomar las uvas en casa de tus íntimos amigos, María Antonia y Carles. Contaste tan ilusionado la película que has dejado dicho que se termine. En verdad será tu último manuscrito. Podías haber elegido cualquier otro final, habituado a resolverlos con soltura, pero quisiste este. Porque la inspiración es un golpe. Hablamos de Pedrolo, de los pueblos de Lleida, del acento. De la osada melancolía de imaginarse el fin del mundo y de rodar un desierto de vidas aún con pálpito. Contaste las escenas que te habían colmado de una extraña belleza. Los hallazgos de la luz. Habías tenido un bache de salud, dijiste, pero sin darle mayor importancia. Retrocedo, Celia te cuidaba, pero Celia siempre te cuidaba. El fino amor, con esa devoción de la compañera de vida que te leía el pensamiento. Aquella noche explicaste la pícara historia de un precioso collar que le regalaste. Que compraste por teléfono cuando ella te lo describió, desde una joyería de Florencia. Y se lo llevaron al hotel. “Me había portado mal y tenía que poner el listón alto”. Las crónicas te retratan como el más rupturista de los cineastas españoles de esa generación bisagra, warholiano y felliniano, valiente en la España de Pajares y Esteso con cintas tan insólitas como perturbadoras, de tus cum laude como Jamón, jamón o tu sorprendente miradas, antes que nadie, hacia las chonis, también como uno de uno de los pocos que fueron a Hollywood sin olvidar su divisa ni malvenderla. “Hay que hacer una revista que quisieran leer las Juanis”, me llamaste una vez, muy en serio. Fuiste absolutamente moderno. No te conformabas con lo previsible, y te divertías -y de qué manera- compartiéndolo con delicadeza y cariño, incluso tan blancamente canalla como cuando montaste el Cabaret El Plata en Zaragoza y nos dejaste a todos asombrados con tu registro de revista convirtiendo en hipermoderno lo kitsch. Tu paso por esta vida ha sido reseñable. Pero en la obra de tu vida estremece, por encima de todo, el arte de convertir el presente en un acontecimiento. Don, ángel, genio. (La Vanguardia)

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8 de abril de 2013
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Cualquiera de nosotros

Mediodía, en un colmado-restaurante del Eixample. La cercanía de las mesas favorece la promiscuidad auditiva hasta el punto de que la conversación ajena, vigorosa, se mete en tu plato. ?La echaron embarazada, era subdirectora de un periódico? y ahora la han desahuciado. Es un testimonio brutal?, dice el hombre. ?Habría que conocer toda la historia, lo que no cuenta, porque me entran muchas dudas? replica la mujer. El hombre insiste: ?lo importante no es solo su propia experiencia sino lo que representa en este momento?. La mujer ?Chiqui, la llama él? sigue sembrando desconfianza, como si la autora fuera una desahuciada deluxe. Esa sombra cainita: algo habrá hecho. Sostiene que es ?muy raro? que una profesional que ha ocupado cargos de responsabilidad en la prensa no tenga para pagar la hipoteca, y va esparciendo sospechas sobre el mantel mientras ellas piden postres, ellos gin tonics y los niños dibujan. Por un momento estoy a punto de confesarles que conozco a la autora, Cristina Fallarás, y que en su historia no hay palabras impostadas. Acaso su tono bronco, su tinta rabiosa, esa querencia por el taco, empezando por el título de portada: A la puta calle (Planeta); aunque también por el corte delgado y tierno con el que nombra la desdicha: ?Mamá, y si nosotros compráramos la ropa que llevo, ¿yo qué estilo tendría??. En el relato de Fallarás asoman las voces de los niños que apenas comen carne y toman la leche mezclada con agua. La historia de las deudas acumuladas, a pesar haber publicado tres libros y montado una web. Primero eliminas las cremas, luego los zapatos, los bistecs, las copas, hasta que los amigos dejan de llamarte, dice. Pienso cuán reconfortante es que un libro aún de pie a una conversación de sobremesa. La periodista y escritora ?Premio Hammett en la Semana Negra de Gijón? sabía que se la juzgaría a priori, por ello en el libro desglosa gastos e ingresos, durante cuatro años de paro. Recientemente intentó una dación de pago, pero llegó tarde. Su vida está ya metida en cajas. Con su testimonio anima a salir del armario a sus semejantes, porque también hay arquitectos, editores, periodistas e informáticos que pierden la casa. Les rodea un silencio que choca estrepitosamente contra la bronca a domicilio del escrache. Cierto es que el político en mocasines se convierte de noche en un hombre en zapatillas que respira hogar. Y que el mundo civilizado defiende las soluciones con diálogo, en lugar de las caceroladas. Pero también es cierto que la clase política se ha desentendido de un problema que va ampliando su brecha y no entiende de vértigo ni extremos. Digamos, pobreza de clase media. Digamos, cualquiera de nosotros. (La Vanguardia)

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3 de abril de 2013
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Nuestros desconocidos

  Se ha obrado algo verdaderamente asombroso en mí, y no sólo puedo atribuirlo al paso del tiempo. Hubo una época en la que los otros, los desconocidos, la gente anónima con la que azarosamente te cruzabas en la calle o coincidías en una cafetería, una plaza, te resultaban casi invisibles. Eran tiempos en los que no dejabas de hurgar en aquello que con pomposidad juvenil llamabas “tu esencia”. Tú y el mundo. Con una afanosa curiosidad por habitarlo. Tú y las amigas. Tú y las cartas, donde describías el amor que anhelabas vivir, que creías posible. Lo importante, y de qué manera, eran los conocidos, aquellos que elegías para compartir el color de tus días, los que adjuntabas -ajuntabas que dicen en los patios de colegio-, a veces alentando grandes e infaustas expectativas. Apenas de soslayo veías a aquella señora con bastón y una bolsa de plástico en la cabeza que avanzaba lentamente bajo la lluvia; conserjes, vendedores, guardias, enfermeros, funcionarios e incluso vecinos, que no te interesaban lo más mínimo. Porque a esa edad, establecer lazos para ensanchar a quienes consideras “los tuyos” exigía tiempo y ensimismamiento. En Un tranvía llamado deseo, Blanche DuBois le dice al médico: “No sé quien es usted, pero… ¿qué más da? Yo he dependido siempre de la bondad de los demás”. En algunos tramos de nuestra existencia los demás son completos desconocidos en los que, sin ingenuidad pero con determinación, decidimos confiar (a veces sin opción). El anonimato es una de las más subrayadas condiciones de la hipermodernidad, según antropólogos y sociólogos. La multitud global representa el semblante de nuestro tiempo. Una masa informe y sin nombre. Hoy, lejos de ignorar rostros y voces ajenos, “los otros” me resultan más cercanos que nunca, incluso siento una natural simpatía hacia ellos aunque no sepa ni su nombre, libre del prejuicio de que puedan ser molestos, sospechosos o vulgares. La vida laboral nos ha enseñado que entre las señoras de la limpieza que a última hora entran en las oficinas vacías se esconden grandes historias. Y sabemos también que en las noticias del día, en las calles chipriotas o en las salas de urgencias de Castilla-La Mancha que Cospedal pretende cerrar, no faltarán los don nadie que lograrán un pequeña grandeza cotidiana capaz de hacer del mundo un lugar mejor. Sé que se trata de una expresión manida, buenista, como el Imagine de Lennon. Pero en los periodos de crisis y de cambio, está comprobado que sólo la voluntad de fortalecer los lazos de la comunidad consigue asegurar los cimientos, impidiendo que la sociedad se pervierta del todo. De ahí la necesidad de actuar en red. Porque ahora ya tienes la certeza de que entre esa masa anónima se encuentra aquél que te ayudará a levantarte cuando te caigas, y el que buscará casi con tu misma ansiedad tu teléfono en el vagón del tren, incluso el que un día puede salvar tu vida.

(La Vanguardia)

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1 de abril de 2013
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El boom del emprendedor

Hay dos palabras de uso frecuente que en más de una ocasión he usado hinchándolas en la boca, pero que empiezan a producirme fatiga. Se trata de emprendedores y prescriptores. Los primeros hoy son más indispensables que nunca, dicen, y no hay esquina de periódico, web o telediario donde no salga un tipo afortunado que empezó jugando con videojuegos y acabó ideando una nueva modalidad de red social sin la que no podríamos vivir. No importa que su propósito sea tan discutible como el de esa aplicación que se ocupa de difundir rumores y cotilleos entre bachilleres. A diferencia del perfil del inventor de lo absurdo, desde cepillos de dientes masticables a ventiladores para enfriar la sopa sin soplar, el emprendedor parte de la noble idea de que crisis es sinónimo de oportunidad, o que en griego significa separar y decidir, cuando para la gran mayoría la realidad ha demostrado que crisis significa crisis y punto. Los emprendedores se pulverizan agua de colonia, a poder ser de marca italiana, transmiten un tipo de liderazgo horizontal -y no transversal, otra palabra irritante- y nunca acusan cansancio, sino exceso de entusiasmo. Es gente de una pieza, capaz de pasar la idea de oro a cuentas de resultados. Pero también de aparecer orgulloso como emprendedor un día, y al cuarto de hora anunciar el fin. Aun así, los altavoces sociales los buscan con ahínco, tan necesitados de héroes proactivos en lugar de mártires parados. Mucho más peligrosos son los prescriptores. Los que de la noche a la mañana se convierten en expertos en smartphones, agencias de viaje low cost o productos foodie, como denominan ahora a los cocinitas. En las primeras filas de los desfiles, muchos de los rolls royce del periodismo costurero han sido sustituidos por blogueros y divinities que enamoran a la cámara, a menudo vestidos como para Halloween. En el libro sobre el nuevo periodismo escrito por Marc Weingarten se evoca a la generación de Tom Wolfe, la gran Joan Didion, Norman Mailer o Gay Talese, quienes perseguían una historia como si fuera la mujer o el hombre de sus sueños. Y se metían hasta el fondo “allí donde pasaban las cosas”, según Wolfe. Su mandato era recoger información y aderezar la salsa pero, sin invenciones, además de pasear su incorruptible independencia, el no ser de nadie. Hoy, la mayoría de prescriptores en la red que tienen un blog archivisitado cobran por citar una marca y no resulta ningún escándalo, todo lo contrario, así son las reglas del juego. Una opinión creciente considera que todo el mundo puede ser informador y experto y que, como en el caso de tantos emprendedores, para empezar basta con convertirse en prescriptor de uno mismo. (La Vanguardia)

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27 de marzo de 2013
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Visitando a madame L?Oréal

El caso Bettencourt resucita. Entre la élite más refinada, la de paredes con Picasso, Van Gogh y De Chirico, bolsos Kelly y fulares estampados a mano, la anciana multimillonaria recibía por las tardes a tomar el té a sus ilustres invitados, pero acababa extendiendo cheques y ordenando movimientos en sus cuentas suizas. El viernes, la justicia imputó a Nicolas Sarkozy por abuso de debilidad de la dueña del grupo L’Oréal para obtener financiación para su partido. Pero -así es la ley, así es la vida- la acusación no radica en la financiación ilegal, que ya ha prescrito, sino en el aprovechamiento de la vulnerabilidad de una nonagenaria aquejada de una crisis de confianza entre su círculo más estrecho, y por una enfermedad neurológica degenerativa. La escena en los juzgados no tiene desperdicio: el expresidente de la República fue obligado a un careo con cuatro miembros del servicio de madame Bettencourt. Las cintas que conservaba el sagaz mayordomo que, mientras servía las tartalettes de chocolate de Ladurée, grababa las conversaciones, demostraron que Sarkozy no acudió una sola vez durante la campaña que lo llevó al Elíseo, sino que presuntamente era un visitante asiduo. El caso que ahora lo persigue se destapó cuando la primogénita de Lilliane acusó al amigo de su madre, François-Marie Banier, de extraviarle la voluntad y el patrimonio. “Yo no vivo desconfiando. Y regalo cosas a mis amigos, es mi elección”, aseguró la hija del panadero que inventó el primer tinte de pelo -nacido l’Auréale-. Lilliane se ha caracterizado por esa melancolía que siempre tiñe el rictus de las herederas, permeable ante un fotógrafo demi-mondain, listo, simpático y amigo de Paul Morand o Dalí. Tras retratar a Lilliane saltó la chispa: “Me hace reír”, confesó ella. 25 años no es nada, otra historia de joven homosexual abducido por una anciana poderosa, ¿o fue al revés? Tiene cierta tradición el amor mitómano de homosexuales más jóvenes que ellas, grandes damas: Elizabeth Taylor, Sara Montiel, Gina Lollobrigida… En La vie matérielle, Marguerite Duras escribía: “Me ha ocurrido esta historia a los sesenta y cinco años con Y. A., homosexual. Es sin duda lo más inesperado de esta última parte de mi vida, lo más terrorífico, lo más importante”. Entre ambos, 40 años de diferencia. Yann Andréa, su amante, marcó su etapa más biográfica, que los críticos denominaron “el ciclo Yann Andréa”. Cuando Duras murió, él engordó veinte kilos. A la admiración y el aprovechamiento a menudo los separa una delgada y ambigua frontera. Dicen, es un intercambio. Y lo más espectacular en la autoexculpación del ladrón de ancianas es que en verdad cree que lo esencial no es el dinero ni los privilegios que arranca, sino el hálito de vida que insufla. Qué penoso asunto el de las amistades interesadas que vulneran el acuerdo moral que debería de existir entre fuertes y débiles, jóvenes y ancianos. (La Vanguardia)

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25 de marzo de 2013
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Fichados

Esa mueca de fastidio cuando te piden el DNI. Para entrar en un edificio corporativo, para subir a un avión, para matricularte en un curso de chino, para certificar que eres quien dices ser, incluso aquellos días en que te habita la urgencia de querer ser otra. A menudo revisan tus datos con parsimonia. Anotan tu nombre. Dejan constancia de que estuviste allí. Te consume ese aire de superioridad de quien se siente dueño de un acceso. Pero siempre surge una voz confiada que cree que eres tú, aunque no puedas demostrarlo entre el revoltillo de tarjetas, y te anima: “¿Llevas el permiso de conducir?”. “No conduzco”, me he escuchado confesar más de una vez, seguido del intento de hacer colar una Visa con foto. Ir documentado es un imperativo social, y más desde que la idea de secreto ha sido barrida por ese voraz Gran Hermano que incluso a Orwell le hubiese hecho parpadear. Estamos monitorizados en todas partes, y nuestras huellas dactilares archivadas en los ordenadores de la policía de Nueva York o Alcorcón. El ciberespacio nos chequea a cada instante: cuando accedemos a una página, aceptamos una cookie, descargamos una aplicación o escribimos la palabra cazuela en un correo. Le ocurrió el otro día a una amiga. Al minuto de haber tecleado el nombre de ese utensilio, le anunciaron en Facebook una atractiva oferta de inoxidables. Según Unicef, mientras el 98% de la población tiene certificado de nacimiento en los países ricos, el 40% de los niños del tercer mundo no han sido inscritos al nacer. Pobreza equivale a indocumentación. A desamparo, sin nombre ni número para defenderse en un pleito o reclamar un trozo de tierra. Según escribe Charles Kenny en Foreign Policy, las técnicas de identificación biométrica se multiplican, desde el escáner del iris hasta la cartografía de la lengua o las ondas cerebrales. A fin de luchar contra impostores y evasores, la tecnología se ha sofisticado hasta el extremo de que imaginas, en algún lugar del mundo, una pantalla con un retrato robot que no representa a nadie más que a ti. La paranoia social en un sociedad hipervigilada, dispuesta a conocer tus aficiones y manías para venderte lo que aún no sabes que necesitas, causa estragos. El siglo XXI será el de la muerte de los secretos. Todo es público, y lo que aún no lo es acabará por serlo. Aunque ahí están esas nuevas agencias que se ofrecen a borrar tu mala reputación de la red. Porque a pesar de estar hiperidentificados, padecemos una espasmódica crisis de identidad. ¿Quiénes? Los estados, la política, la prensa, la novela, la educación, la verdad… El propio yo, fichado pero vagabundo. (La Vanguardia)

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20 de marzo de 2013
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Los zapatos rojos del Papa

 

  Hace pocos días conversaba con un alto directivo sobre el moralismo feminista acerca del culto a la imagen, ya saben: hasta qué punto nos la imponen, engullendo nuestras neuronas, o si la elegimos como opción, con alborozo y endorfinas. Un clásico que de nuevo está en los papeles debido a la profusión de ensayos sobre el estado del llamado posfeminismo y sus declinaciones. Para algunas voces ortodoxas, las mujeres tendrían que bajarse de los tacones, lucir canas y abandonarse a la flacidez de sus carnes con orgullo, sin duda una opción respetable pero menos revolucionaria de lo que pudiera parecer antaño, pues la biología nos ha demostrado que, al igual que los chimpancés, llevamos la coquetería impresa en el ADN, movidos por un ansia de belleza. Le comenté a mi interlocutor que esas voces que denuncian la dictadura de la imagen me recuerdan en parte a la renuncia a la coquetería masculina que se les exigió a los hombres con la llegada de la Reforma. Y le recordé los zapatos carmesíes, las capas de armiño blanco y las pelucas empolvadas con talco que lucían los hombres de alcurnia hasta el siglo XVIII. “Menos mal, al menos ganamos en buen gusto”, me respondió el ejecutivo visualizando a un individuo calzado con escarpines de punta y generosos collares. Trajo a mi cabeza este asunto el nombramiento del Papa, su protocolo y sus hábitos. Y sus zapatos rojos. Las modas siempre han sido una cuestión de clase. “Las de clase alta se diferencian de las de clase inferior, y son abandonadas en el momento en que el pueblo empieza a acceder a ellas”, sostenía el filósofo alemán George Simmel. Cierto es que los códigos de vestimenta funcionan casi como los de honor, trazando un círculo excluyente que la democratización de la moda ha insistido en romper, aunque sea a fuerza de copiar en barato. Ocurre ahora con las capas papales, que irrumpen en la pasarela esta temporada de la mano de Chloé o Balenciaga justo cuando Benedicto XVI renuncia a ella. Una cortita capelina, con la que se ha visto ya a su sucesor, Francisco, que se ha investido de gran simbología. En el siglo XVI, la capa era signo y medida de linaje en España: cuanto más cortas, mayor nobleza se le suponía al portador; así, al rey se la remataba en la cintura, los gentiles hombres la cortaban a medio muslo, los artesanos y menestrales en las rodillas y los villanos en los pies. Ahora está por ver si el jesuita latinoamericano usará zapatos rojos manufacturados por Prada, como el exquisito Ratzinger. Los libros cuentan que estos simbolizan la sangre de los mártires cristianos, aunque en la antigua Roma el escarlata tiñera de rango a los patricios. “La Iglesia no debe ser como una oenegé”, afirmó Jorge Bergoglio entonando austeridad. Y pagó la cuenta de su hotel con unos zapatos marrones antes de calzarse las sandalias del pescador. (La Vanguardia)

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18 de marzo de 2013
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