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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El boom del emprendedor

Hay dos palabras de uso frecuente que en más de una ocasión he usado hinchándolas en la boca, pero que empiezan a producirme fatiga. Se trata de emprendedores y prescriptores. Los primeros hoy son más indispensables que nunca, dicen, y no hay esquina de periódico, web o telediario donde no salga un tipo afortunado que empezó jugando con videojuegos y acabó ideando una nueva modalidad de red social sin la que no podríamos vivir. No importa que su propósito sea tan discutible como el de esa aplicación que se ocupa de difundir rumores y cotilleos entre bachilleres. A diferencia del perfil del inventor de lo absurdo, desde cepillos de dientes masticables a ventiladores para enfriar la sopa sin soplar, el emprendedor parte de la noble idea de que crisis es sinónimo de oportunidad, o que en griego significa separar y decidir, cuando para la gran mayoría la realidad ha demostrado que crisis significa crisis y punto. Los emprendedores se pulverizan agua de colonia, a poder ser de marca italiana, transmiten un tipo de liderazgo horizontal -y no transversal, otra palabra irritante- y nunca acusan cansancio, sino exceso de entusiasmo. Es gente de una pieza, capaz de pasar la idea de oro a cuentas de resultados. Pero también de aparecer orgulloso como emprendedor un día, y al cuarto de hora anunciar el fin. Aun así, los altavoces sociales los buscan con ahínco, tan necesitados de héroes proactivos en lugar de mártires parados. Mucho más peligrosos son los prescriptores. Los que de la noche a la mañana se convierten en expertos en smartphones, agencias de viaje low cost o productos foodie, como denominan ahora a los cocinitas. En las primeras filas de los desfiles, muchos de los rolls royce del periodismo costurero han sido sustituidos por blogueros y divinities que enamoran a la cámara, a menudo vestidos como para Halloween. En el libro sobre el nuevo periodismo escrito por Marc Weingarten se evoca a la generación de Tom Wolfe, la gran Joan Didion, Norman Mailer o Gay Talese, quienes perseguían una historia como si fuera la mujer o el hombre de sus sueños. Y se metían hasta el fondo “allí donde pasaban las cosas”, según Wolfe. Su mandato era recoger información y aderezar la salsa pero, sin invenciones, además de pasear su incorruptible independencia, el no ser de nadie. Hoy, la mayoría de prescriptores en la red que tienen un blog archivisitado cobran por citar una marca y no resulta ningún escándalo, todo lo contrario, así son las reglas del juego. Una opinión creciente considera que todo el mundo puede ser informador y experto y que, como en el caso de tantos emprendedores, para empezar basta con convertirse en prescriptor de uno mismo. (La Vanguardia)

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27 de marzo de 2013
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Visitando a madame L?Oréal

El caso Bettencourt resucita. Entre la élite más refinada, la de paredes con Picasso, Van Gogh y De Chirico, bolsos Kelly y fulares estampados a mano, la anciana multimillonaria recibía por las tardes a tomar el té a sus ilustres invitados, pero acababa extendiendo cheques y ordenando movimientos en sus cuentas suizas. El viernes, la justicia imputó a Nicolas Sarkozy por abuso de debilidad de la dueña del grupo L’Oréal para obtener financiación para su partido. Pero -así es la ley, así es la vida- la acusación no radica en la financiación ilegal, que ya ha prescrito, sino en el aprovechamiento de la vulnerabilidad de una nonagenaria aquejada de una crisis de confianza entre su círculo más estrecho, y por una enfermedad neurológica degenerativa. La escena en los juzgados no tiene desperdicio: el expresidente de la República fue obligado a un careo con cuatro miembros del servicio de madame Bettencourt. Las cintas que conservaba el sagaz mayordomo que, mientras servía las tartalettes de chocolate de Ladurée, grababa las conversaciones, demostraron que Sarkozy no acudió una sola vez durante la campaña que lo llevó al Elíseo, sino que presuntamente era un visitante asiduo. El caso que ahora lo persigue se destapó cuando la primogénita de Lilliane acusó al amigo de su madre, François-Marie Banier, de extraviarle la voluntad y el patrimonio. “Yo no vivo desconfiando. Y regalo cosas a mis amigos, es mi elección”, aseguró la hija del panadero que inventó el primer tinte de pelo -nacido l’Auréale-. Lilliane se ha caracterizado por esa melancolía que siempre tiñe el rictus de las herederas, permeable ante un fotógrafo demi-mondain, listo, simpático y amigo de Paul Morand o Dalí. Tras retratar a Lilliane saltó la chispa: “Me hace reír”, confesó ella. 25 años no es nada, otra historia de joven homosexual abducido por una anciana poderosa, ¿o fue al revés? Tiene cierta tradición el amor mitómano de homosexuales más jóvenes que ellas, grandes damas: Elizabeth Taylor, Sara Montiel, Gina Lollobrigida… En La vie matérielle, Marguerite Duras escribía: “Me ha ocurrido esta historia a los sesenta y cinco años con Y. A., homosexual. Es sin duda lo más inesperado de esta última parte de mi vida, lo más terrorífico, lo más importante”. Entre ambos, 40 años de diferencia. Yann Andréa, su amante, marcó su etapa más biográfica, que los críticos denominaron “el ciclo Yann Andréa”. Cuando Duras murió, él engordó veinte kilos. A la admiración y el aprovechamiento a menudo los separa una delgada y ambigua frontera. Dicen, es un intercambio. Y lo más espectacular en la autoexculpación del ladrón de ancianas es que en verdad cree que lo esencial no es el dinero ni los privilegios que arranca, sino el hálito de vida que insufla. Qué penoso asunto el de las amistades interesadas que vulneran el acuerdo moral que debería de existir entre fuertes y débiles, jóvenes y ancianos. (La Vanguardia)

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25 de marzo de 2013
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Fichados

Esa mueca de fastidio cuando te piden el DNI. Para entrar en un edificio corporativo, para subir a un avión, para matricularte en un curso de chino, para certificar que eres quien dices ser, incluso aquellos días en que te habita la urgencia de querer ser otra. A menudo revisan tus datos con parsimonia. Anotan tu nombre. Dejan constancia de que estuviste allí. Te consume ese aire de superioridad de quien se siente dueño de un acceso. Pero siempre surge una voz confiada que cree que eres tú, aunque no puedas demostrarlo entre el revoltillo de tarjetas, y te anima: “¿Llevas el permiso de conducir?”. “No conduzco”, me he escuchado confesar más de una vez, seguido del intento de hacer colar una Visa con foto. Ir documentado es un imperativo social, y más desde que la idea de secreto ha sido barrida por ese voraz Gran Hermano que incluso a Orwell le hubiese hecho parpadear. Estamos monitorizados en todas partes, y nuestras huellas dactilares archivadas en los ordenadores de la policía de Nueva York o Alcorcón. El ciberespacio nos chequea a cada instante: cuando accedemos a una página, aceptamos una cookie, descargamos una aplicación o escribimos la palabra cazuela en un correo. Le ocurrió el otro día a una amiga. Al minuto de haber tecleado el nombre de ese utensilio, le anunciaron en Facebook una atractiva oferta de inoxidables. Según Unicef, mientras el 98% de la población tiene certificado de nacimiento en los países ricos, el 40% de los niños del tercer mundo no han sido inscritos al nacer. Pobreza equivale a indocumentación. A desamparo, sin nombre ni número para defenderse en un pleito o reclamar un trozo de tierra. Según escribe Charles Kenny en Foreign Policy, las técnicas de identificación biométrica se multiplican, desde el escáner del iris hasta la cartografía de la lengua o las ondas cerebrales. A fin de luchar contra impostores y evasores, la tecnología se ha sofisticado hasta el extremo de que imaginas, en algún lugar del mundo, una pantalla con un retrato robot que no representa a nadie más que a ti. La paranoia social en un sociedad hipervigilada, dispuesta a conocer tus aficiones y manías para venderte lo que aún no sabes que necesitas, causa estragos. El siglo XXI será el de la muerte de los secretos. Todo es público, y lo que aún no lo es acabará por serlo. Aunque ahí están esas nuevas agencias que se ofrecen a borrar tu mala reputación de la red. Porque a pesar de estar hiperidentificados, padecemos una espasmódica crisis de identidad. ¿Quiénes? Los estados, la política, la prensa, la novela, la educación, la verdad… El propio yo, fichado pero vagabundo. (La Vanguardia)

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20 de marzo de 2013
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Los zapatos rojos del Papa

 

  Hace pocos días conversaba con un alto directivo sobre el moralismo feminista acerca del culto a la imagen, ya saben: hasta qué punto nos la imponen, engullendo nuestras neuronas, o si la elegimos como opción, con alborozo y endorfinas. Un clásico que de nuevo está en los papeles debido a la profusión de ensayos sobre el estado del llamado posfeminismo y sus declinaciones. Para algunas voces ortodoxas, las mujeres tendrían que bajarse de los tacones, lucir canas y abandonarse a la flacidez de sus carnes con orgullo, sin duda una opción respetable pero menos revolucionaria de lo que pudiera parecer antaño, pues la biología nos ha demostrado que, al igual que los chimpancés, llevamos la coquetería impresa en el ADN, movidos por un ansia de belleza. Le comenté a mi interlocutor que esas voces que denuncian la dictadura de la imagen me recuerdan en parte a la renuncia a la coquetería masculina que se les exigió a los hombres con la llegada de la Reforma. Y le recordé los zapatos carmesíes, las capas de armiño blanco y las pelucas empolvadas con talco que lucían los hombres de alcurnia hasta el siglo XVIII. “Menos mal, al menos ganamos en buen gusto”, me respondió el ejecutivo visualizando a un individuo calzado con escarpines de punta y generosos collares. Trajo a mi cabeza este asunto el nombramiento del Papa, su protocolo y sus hábitos. Y sus zapatos rojos. Las modas siempre han sido una cuestión de clase. “Las de clase alta se diferencian de las de clase inferior, y son abandonadas en el momento en que el pueblo empieza a acceder a ellas”, sostenía el filósofo alemán George Simmel. Cierto es que los códigos de vestimenta funcionan casi como los de honor, trazando un círculo excluyente que la democratización de la moda ha insistido en romper, aunque sea a fuerza de copiar en barato. Ocurre ahora con las capas papales, que irrumpen en la pasarela esta temporada de la mano de Chloé o Balenciaga justo cuando Benedicto XVI renuncia a ella. Una cortita capelina, con la que se ha visto ya a su sucesor, Francisco, que se ha investido de gran simbología. En el siglo XVI, la capa era signo y medida de linaje en España: cuanto más cortas, mayor nobleza se le suponía al portador; así, al rey se la remataba en la cintura, los gentiles hombres la cortaban a medio muslo, los artesanos y menestrales en las rodillas y los villanos en los pies. Ahora está por ver si el jesuita latinoamericano usará zapatos rojos manufacturados por Prada, como el exquisito Ratzinger. Los libros cuentan que estos simbolizan la sangre de los mártires cristianos, aunque en la antigua Roma el escarlata tiñera de rango a los patricios. “La Iglesia no debe ser como una oenegé”, afirmó Jorge Bergoglio entonando austeridad. Y pagó la cuenta de su hotel con unos zapatos marrones antes de calzarse las sandalias del pescador. (La Vanguardia)

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18 de marzo de 2013
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Los ricos también ríen

A los ricos de verdad siempre les ha gustado pasear un perfil discreto. Mostrar su querencia por los gustos sencillos, aunque debajo del abrigo escondan un forro de visón. Son esos personajes que la ficción se ha ocupado de reflejar cómo pueden permitirse disfrazarse un día con harapos para sentir la adrenalina que les produce un aparente extravío, y también para poner a prueba al prójimo. Nada tienen que ver con los millonarios ostentosos, los que antes que ser necesitan parecer, y que creen que el estatus hay que demostrarlo con distintivos que vistan su identidad borrosa y produzcan una admiración, obscena, pero admiración al fin y al cabo. De la misma forma que ser espléndido no es lo mismo que ser generoso, tener una gran fortuna no siempre equivale a tener buen gusto, ni a convertir la exquisitez en dogma de vida. Ahí está Carlos Slim, el hombre más rico del mundo, según la lista anual que Forbes acaba de publicar, que vive en un adosado con las paredes desconchadas y las marcas de las obras de arte que ha cedido a los museos, según cuentan quienes han estado en su casa. Y que sirve a sus invitados bizcochos de sus restaurantes Sanborns con plásticos en lugar de plata. Poco se puede añadir de la anónima normalidad ya casi legendaria de Amancio Ortega, el tercer millonario del top ten de fortunas actuales, con su eterna camisa Oxford y sus zapatos Castellanos, cuya mayor excentricidad conocida es la de reventar el motor de su Porsche. También figura el austero Li Ka-Shing, presidente del Holding Cheung Kong, conocido por los suyos como Superman por haber construido su emporio con sudor y sin bachillerato. Y por lucir un rudimentario reloj Seiko del cual nunca se separa. Algunos incluso se permiten ser románticos, como Warren Buffett, el oráculo de Obama, que pasó días sin comer por amor a su ex mujer. Cierto es que los filántropos concienciados como Bill Gates viven en casas que aprovechan la temperatura de la tierra, aunque haga frío. Gestos austeros que Gates combina con caprichos como exponer el Codex Leicester, un cuaderno de Leonardo Da Vinci, en su mansión. “Los negocios son mi forma de hacer arte”, manifestó Donald Trump. Puede que tuviera razón, porque de esta lista de especies protegidas lo reseñable no son las excentricidades de hastiados hombres de costumbres caras, sino el hecho de que, mientras los pobres son cada vez más pobres, las máximas fortunas del mundo han crecido 800 billones de dólares en el último año. En plena debacle de la clase media, los mercados de valores están de nuevo en auge, y el estatus de millonario alcanza techos tan inalcanzables que ni una mala camisa ni unos zapatos polvorientos pueden disimular. (La Vanguardia)

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13 de marzo de 2013
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El síndrome del impostor

Se trata de una sensación semiclandestina, entre sincera e incómoda, humilde y descarada, que tanto puede resultar agitadora como paralizante. Me refiero al síndrome del impostor. A ese miedo de ser un fraude andante, una mentira, un falsario. A no sólo parecer, sino también ser incompetentes o fraudulentos en alguna de nuestras actividades. A sentir que nos excede la responsabilidad, aunque debamos disimularlo. A examinarnos y criticarnos hasta el extremo de fustigarnos y ejercer un autorreproche que acaba por amargarnos las horas. Me ha ocurrido en varias ocasiones, cuando alguien ha aprobado alguna de mis ideas o actos ante los que yo misma dudaba de mi competencia, he acabado por confesar mi sentimiento de impostura y de desacuerdo conmigo misma, como si el cinturón me apretara hasta el punto de asfixiar mi seguridad. Curiosamente, del otro lado no sólo me ha llegado comprensión, sino también identificación. Escuchar “a mí me ocurre lo mismo”, no de cualquiera, sino de gente a la que admiro y respeto, de quienes considero los mejores en lo suyo, me ha resultado sorprendente y reconfortante. Por ello, pienso que no es marginal el porcentaje de individuos que a menudo damos un paso aunque nos cuestionemos. Acabo de leer a Julian Baggini en el Financial Times, y asegura que él también ha sido presa de este sentimiento: “Como muchos, sufro de una leve forma de síndrome del impostor: la sensación persistente o recurrente de que algún día seré expuesto como un fraude incompetente. Digo ‘sufrir’, pero en realidad creo que cierto tipo de temor a la impostura es completamente sano y apropiado”. La teoría de Baggini es balsámica, porque amparándose en el principio aristotélico de que gracias a la habituación acabas consiguiendo tu propósito, sostiene que esta clase de inseguridad es más positiva que, al contrario, partir de la sobrevaloración de uno mismo. En definitiva, quien actúa como un valiente lo acaba siendo. Cierto es que para alcanzar un reto se requiere una dosis de talento, otra de dedicación, una porción de suerte y otra de descaro. Y es este último el que produce palpitaciones y mal acomodo en la costumbre. De ahí la sensación de impostura. Hoy escuchamos repetidamente las palabras “oportunidad”, “transformación”, “desafío”… Pero ahí siguen los mismos de siempre, los que sin ninguna voluntad de disrupción -nueva palabra de moda-, lejos de plantearse abandonar su zona de confort hacen todo lo contrario: taponan el relevo y la regeneración. No les sudan las manos ni vacilan al tomar decisiones veleidosas o personalísimas, que sostienen con aparente firmeza. Me refiero a esa gente segura y con enorme poder de convicción que nos pilota en política, finanzas o empresas con rumbos inamovibles y que se resiste a permanecer, acaso porque nunca han sufrido el síndrome del impostor. (La Vanguardia)

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11 de marzo de 2013
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Nada que ocultar

Nunca me he creído del todo a quienes aseguran no tener nada que esconder. Porque, desde la verruga en el ombligo hasta los calcetines agujereados, un cenicero de hotel o un deseo inapropiado, casi todo el mundo posee alguna veladura. En el Reino Unido de Cameron se instalaron millones de cámaras de vigilancia en las calles para garantizar la seguridad y la buena convivencia. La campaña se presentó con el eslogan: “Si no tienes nada que esconder, no tienes nada que temer”, una frase que, a pesar de su higiénica garantía, a muchos -los más sinceros- les produjo un efecto intimidatorio. Alexánder Solzhenitsin afirmaba que todo el mundo es culpable de algo o tiene algo que ocultar. “Solo hay que mirar lo suficientemente a fondo para encontrarlo”. Y así es, siempre habrá alguien dispuesto a demostrar que copiamos en un examen, robamos un libro, fumamos en el lavabo de discapacitados o pagamos al fontanero olvidando el IVA. Porque todos somos sospechosos en mayor o menor medida. Y todos hemos sacrificado una buena porción de nuestra privacidad voluntariamente. En nuestra diaria autoafirmación manejamos con profusión el yo conscientes de que siempre habrá algo, un pensamiento, una emoción, que sólo permanecerá para nosotros. Por ello me produce tanta desconfianza ese “nada que ocultar” por parte del ciudadano de a pie, para quien la posesión de un secreto significa la afirmación de su propia existencia, mientras un desfile de corrupciones, dobles contabilidades o redes de espionaje sacude la escena política. Porque invadir la esfera privada de forma tan peliculera como la trama entre partidos y detectives, que consideraba a los adversarios políticos (en una democracia, por muy debilitada que se encuentre) como parte de un juego sucio sin principios que valgan, supera las expectativas. El escándalo del espionaje en la política catalana demuestra que hoy vale todo, incluso traspasar los límites de la privacidad y del pudor, a fin de arañar un secreto que podría ser utilizado como estrategia de derribo. “Estas flores no esconden micrófonos”, leo en una tarjeta sobre de la mesa del chiringuito Kauai, de Óscar Manresa, siempre original para poner letras a los cubiertos. Se agradece el aviso, porque en verdad estas maniobras insidiosas sitúan la política al borde del delirio ficción, como si antes de sentarse a comer hubiera que activar inhibidores, detectores y transformadores de voz para conversar con tranquilidad sobre sexo y bótox. Pero ¿es que alguien cree que aún se pueden guardar secretos, cuando nunca habían estado tan devaluados? Loco mundo el que nos vigila y espía, y que prefiere la opacidad a la transparencia. (La Vanguardia)

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6 de marzo de 2013
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Corinnas

Suelen tener los ojos claros, los labios carnosos, las manos de pianista y saben reírse mirando a cámara sin entrecerrar los ojos como hacemos la mayoría de mortales. Hay que decir también a su favor que hablan varios idiomas y resultan excelentes anfitrionas, de esas que mientras te besan saludan al de enfrente, dan órdenes al camarero y cogen de la mano a uno que pasaba por allí para presentártelo. Y como los dependientes de las tiendas de lujo, logran hacer sentir especial a cada uno de sus invitados. A lo largo de la historia, esas mujeres de mundo han representado un eslabón con el poder. Su registro ha ido variando a lo largo de la historia de la vida en sociedad. Desde las salonnières del XVIII -de las que Voltaire decía que, en el ocaso de su belleza, necesitaban hacer brillar el aura de su ingenio- hasta las musas pop que acababan paseándose desnudas por los lofts neoyorquinos sin identificar su desgracia de muñecas rotas. No todas caben en el mismo saco, por supuesto. Hoy, el principal patrimonio de las modernas cortesanas es una agenda abultada y el pedigrí de un titulo heredado, de esos que alargan el apellido y las convierte en delicatessen para las relaciones públicas. Hubo un tiempo en el que las firmas más exclusivas se rodearon de apellidos tan nobles como los suyos, a fin de introducirse en nuestro país. Allí estaba la extrovertida Elena de Borbón, Wanda de Ligne y la tan francesa Melinda d’Eliassy con sus golpes de cabeza hacia atrás que marcaban la elegancia. O la perspicaz e imbatible Beatriz de Orleans para Dior. Pero mientras eso ocurría en la moda cuando esta aún no se había convertido en un gigante económico, entre los brókers de cuello almidonado emergía una nueva estirpe de hacedoras. Mujeres que organizaban cenas privadas con supervips levantando volutas de encanto. Y que enseguida se profesionalizaron, sin complejo de chicas Bond, buscando inversores y favores, cruzando teléfonos y recomendaciones, constructoras y consulting research. En las entrevistas concedidas por Corinna zu Sayn-Wittgenstein a diversos medios hay una frase rotunda: “En mi trabajo soy una experta en encontrar soluciones”. Dice que el Rey le pidió un trabajo para su yerno. Y lo hizo experta como es en encontrar soluciones. Para desmarcarse del caso Nóos, la que ha sido señalada como “amiga íntima” del Rey ha iniciado una campaña de prensa de cuidada fotografía, fiel al signo de los tiempos: cuando te señalan, no hay que esconderse sino utilizarlo como promoción, incluso si eres la favorita. El caso me hace pensar en cuántas Corinnas hay en el mundo -mujeres solventes que igual organizan cacerías en África que se ocupan de asuntos clasificados de interés nacional-: viven a caballo entre continentes, tienen contactos sensibles en el móvil y posan sonrientes encima de un sofá. Pero, sobre todo, inducen a reflexionar hasta qué extremo nuestro mundo las necesita. (La Vanguardia)

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4 de marzo de 2013
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El desorden del futuro

Parece que todos estamos de acuerdo: se han cargado la idea de futuro. ¿Quién? ¿El sistema, la burbuja financiera, la corrupción y sus sobres, el apoltronamiento, los malos profetas? El sujeto es tan plural que nadie puede eximirse, en mayor o menor medida, de este funeral. La calle se inunda de protestas mientras los pactos de gobernabilidad se desdibujan entre las dosis tóxicas de noticias diarias, desde la opereta italiana hasta el cutre espionaje de restaurant. Es tiempo para filósofos. De Ratzinger y su profunda decisión tomada en nombre de la verdad y los roles que la representan, a John Gray, aquel que sostenía en Perros de paja que “la vida espiritual no es una búsqueda de sentido, sino una liberación de él”, y que ahora, en su nuevo libro, The silence of animals: on progress and other modern myths, concluye que no habrá un futuro mejor. También están quienes buscan un cielo despejado. Como Marc Augé, que en Futuro asegura que la gravedad del momento radica en que vivimos el fin de la historia tal como la habíamos entendido hasta ahora, y que el pensamiento único sólo puede combatirse desde el “existencialismo político”. Padecemos la locura de unos tiempos insidiosos que se han revestido de amoralidad y de amusia (ausencia de musas), un término que Javier Gomà recupera en su último ensayo, Necesario pero imposible, en el cual explora el cara a cara con la muerte bien señalada en los pies de foto. El propósito de Gomà es el de convertir la nostalgia en esperanza. No en vano, cada mañana parece intacta bajo las sábanas, y con la primera caricia de sol es difícil no creer en que casi todo es posible, hasta que las horas se arrugan. Ojalá nuestra época tan sólo estuviera arrugada. La fe en el progreso, la reconfortante sensación del trabajo bien hecho o la convicción de actuar con nobleza y ganar por ser el mejor se han debilitado ante un espectáculo tan poco ejemplar. La primera reacción es el derrotismo, la segunda la rebeldía. Un espíritu luchador emerge como satélite de la realidad, aunque parece desplomarse a mitad del camino. Por eso resulta tan contemporánea esa santa Teresa que interpreta con todos los poros la actriz Clara Sanchis -compañera de runrún en este periódico- en La lengua a pedazos. La que dijo “entre pucheros habla Dios” o “la imaginación es la loca de la casa”. La que ella encarna ahora en el escenario del Fernán Gómez bajo dirección de Juan Mayorga, y que, cuando el inquisidor le escupe: “A menudo se llama espíritu a lo que es desorden”, ella le responde: “O al revés”. Sustituyamos espíritu por futuro: a menudo se llama futuro a lo que es desorden. O al revés. (La Vanguardia)

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27 de febrero de 2013
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La peluquería del mundo

El mundo es una gran peluquería. Bien podríamos recorrerlo de norte a sur, a través de estos establecimientos, con el fin de husmear su capilaridad social. Desde las paredes desconchadas de color pastel donde revolotean inmensos rulos caribeños, hasta los locales bulliciosos en Chicago o Nairobi en que se practican laboriosos desrizados o los templos minimalistas de Avenue Montaigne, las mujeres se observan a sí mismas en un ritual inexcusable que alberga el deseo de ser percibida. Lo cuenta bien Nancy Houston en su último libro, Reflejos en el ojo de un hombre, al confesar que ha necesitado mucho tiempo para admitir que las mujeres alimentan el deseo de ser miradas. En las peluquerías se respira intimidad, de la misma forma que la laca te hace estornudar. Un lugar donde se escenifica el sentimiento de desdoblamiento femenino: el sentirse a la vez observadora y observada. No es casual que en muchos países del Sudeste Asiático, con una silla y un espejo, se improvise una barbería en la calle, mientras que en su versión femenina debe de tener, como mínimo, tres paredes. Tampoco lo es que desde el estado de opinión se haya popularizado un calificativo que vale para todo, aunque básicamente para subrayar lo superficial: revistas “de peluquería”, conversaciones “de peluquería”… La relación entre pelo y libertad ha sido glosada desde antiguo. Por ello, ante la globalización de la política sexual, en muchos países, género y sexo se han convertido en principales indicadores sociales del estado en nombre del honor. La ola de violaciones que en pleno siglo XXI recorre el globo, de México a India, del Sudeste Asiático al mundo árabe o América Central, significa ante todo un arma cargada de honor contra el enemigo. Se toma a la fuerza el cuerpo de las mujeres, en una vejación extraordinariamente perversa de la individualidad, para dañar al adversario. Y ciertamente se yuxtaponen dos realidades: la de la conquista y afirmación de la identidad propia de una civilización moderna, y los vestigios aún inquebrantables de una sociedad patriarcal que, entre otras cosas, atribuye al pelo de las mujeres una descomunal simbología, y es capaz de legislar un yo sin cuerpo. No me refiero sólo a ese velo que muchas mujeres islámicas aseguran llevar libremente porque les procura integridad, seguridad y protección. Ni, en el otro extremo, a la avalancha de queratinas, alisados y tintes vegetales. En Occidente, el pelo lleva asociados otros significados, ni punitivos ni escandalosos, sino propios del dilema interno entre la búsqueda y la autorrepresentación, pero que a veces resultan una auténtica colección de desencuentros con uno mismo. Por eso, para conocer bien un país es recomendable pisar una de sus peluquerías donde se oye el rumor de fondo de la sociedad panza arriba, pero también donde mujeres, y hombres, van a lavar, a cortar y a peinar su yo. (La Vanguardia)

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25 de febrero de 2013
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El Boomeran(g)
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