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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine

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Efecto desmaquillante

Veinte famosas sin maquillaje”. Así se llamaba la fotogalería que colgó La Vanguardia.com la semana pasada y que enseguida se coló entre los temas más vistos del día. Puede que más de uno se sorprendiera, como yo, cuando lejos de contemplar el morbo de una celebrity descompuesta y sin peinar, advertía que el aviso de la entradilla: “Algunas siguen siendo bellas a pesar de no ir maquilladas”, habría podido ser al revés: “Muchas siguen siendo bellas a pesar de ir maquilladas”. Desde Jennifer Garner hasta Liv Tyler, Rosie Huntington o Penélope Cruz, la profundidad de la mirada, sin iluminadores, la frescura de una piel limpia, felizmente sonrosada y sobre todo unas ojeras oscuras, capaces de revelar una vida interior que los eficaces correctores se empeñan en disimular, ofrecían un perfil más interesante que las imágenes, ya icónicas, de sus rostros preparados para deslumbrar en la foto y sobre todo poder hacer eso que en verdad es tan enrevesado y a la vez tan artificioso: sonreír con los ojos abiertos. A menudo, el primer comentario que surge cuando una mujer aparece sin maquillaje es el de “no parece ella”. Se trata del discurso estético gobernado por el canon, y que no creo que sea dictado ni por la industria cosmética ni por las revistas femeninas ni tan siquiera por Hollywood, sino por unas leyes invisibles que determinan lo que hoy en día aún se entiende como el rostro público de la feminidad. Recientemente, se ha extendido una tendencia llamada “sin maquillaje 2.0″, que consiste en que las llamadas celebrities suban sus fotos con la cara lavada a Twitter. Algunos lo atribuyen a otro buen filete de marketing que vende falsa humildad, cercanía e incluso ilusión de intimidad. Para otros, es puro narcisismo. Un mensaje de pseudoautenticidad al que incluso la cantante Rihanna, acusada como tantas de rendirse a los servilismos de la estética de la fama, se sumó difundiendo imágenes recién levantada de la cama. O eso parecía. Decidida por un día a ser más mortal. Caitlin Moran, escritora y columnista en The Times, acaba de publicar en España Cómo ser mujer (Anagrama). Dicen de ella que es como si Germaine Greer escribiera en un bar, y en su libro -en el que por cierto hace apología del vello púbico y de la humillante tortura que representa la moda de la depilación brasileña- ahonda en cómo las mujeres, en realidad, no tienen ninguna idea de cómo ser mujer. “Hacerse mujer es un poco como hacerse famosa”, asegura. Porque en verdad después de un final de infancia anodina, arranca la fascinación de un proceso de cambio en el que todo el mundo pregunta. Por la talla, por el sexo, por los tacones, los chicos. Desde el ¿qué quieres hacer? hasta el ¿quién eres? Y en esa travesía, casi siempre el verdadero rostro acaba camuflado por otro que aparentemente blinda el alma. Pero bajo su incuestionable hegemonía se corre el riesgo de perder el auténtico sentido de la belleza. Que nunca es uno solo. (La Vanguardia)

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1 de julio de 2013
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Cuando Cupido es un algoritmo

Hace bien la campaña de Coca-Cola en recordar que hubo un tiempo en que los bares eran lugares donde se ligaba. Esa nostalgia de la poética del bar, con su cruce de miradas de punta a punta de la barra -asistida por unos taburetes que favorecían la inclinación del cuerpo hacia delante, como en propulsión para iniciar el cortejo-, ha sido sustituida por la asepsia de la pantalla. Sin humos y con amplias cartas de infusiones, incluso con tickets para pedir la bebida o ir al baño, los espacios con mística han sido sustituidos por los llamados civilizadamente “establecimientos de ocio y recreo”, caracterizados por la actual ideología de parque temático. Mientras el roce humano o la caída de párpados en un bar resultan hoy embarazosos o grotescos, más de la mitad de los solteros buscan pareja a través de los portales de citas on line. Pero, aparte de la creciente aceptación social de un asunto que hace no tanto era poco menos que reducto de raritos, el mundo del ciberligue se ha convertido en un floreciente negocio que, el año pasado, superó los 2.000 millones de dólares de ingresos en EE.UU. y Europa. Internet se considera un buen sitio para ligar, aunque sin demasiada reflexión sobre cómo cercanía y distancia se confunden hasta el extremo de enmascarar la verdadera identidad. Y no por principios, sino porque el ritual activa las teclas de nuestra esfera imaginativa. El tiempo de espera entre mensaje y respuesta, las frases cortas, el suspense, el cling del correo que trae el OK esperado y, sobre todo, el juego adictivo de flirtear atrincherado tras una pantalla, sin ver ni oler al otro, componen una nueva cartografía prometedora para editar un nuevo amor. Las gurús en estos asuntos sostienen que los hombres le dedican mucho más tiempo que ellas e incluso mantienen varias implicaciones emocionales a la vez, mientras que las mujeres confiesan aficiones más convencionales, transmiten cierta pasión o entusiasmo al expresar sus principios y saben mentir lo justo y necesario. Porque un 80% de los consumidores de ciberligue miente, según un estudio de la Universidad de Cornell. Esas cosillas: edad, kilos, centímetros, asuntos de familia e incluso trabajos estupendos. Cuando Cupido se convierte en una puntocom, la química se sustituye por el algoritmo. Los solteros que practican suelen declararse cansados, agotados de tentativas infaustas. Pero lo más asombroso de todo es que, en el caso de quienes conocieron a sus parejas a través de un portal y han prosperado, abundan los que deciden confeccionar un relato diferente, inventar una nueva biografía para su nueva historia de amor: decir, por ejemplo, que se conocieron en un bar…

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26 de junio de 2013
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Una de nazis, judíos y Franco

De un tiempo a esta parte se han acumulado diversas noticias sobre las polillas del nazismo: la aparición de un libro escrito con asepsia clínica sobre cómo se divertían los mandos de las SS en Auschwitz; la herencia, de más de un millón de euros, del llamado Doctor Muerte rechazada por uno de sus dos hijos, o la recuperación por el Gobierno de EE.UU. de las 400 reveladoras páginas del diario extraviado de Alfred Rosenberg, firme ideólogo del movimiento además de confidente de Hitler. Coinciden además con el estreno de la película de Margarethe von Trotta sobre Hannah Arendt, una de las filósofas más portentosas del siglo XX, judía, y autora del excepcional ensayo Eichmann en Jerusalén, que escribió originalmente para The New Yorker en 1961, donde acuñaba el concepto de la banalidad del mal que ha inspirado y recorrido buena parte del pensamiento contemporáneo sobre los orígenes de la violencia. En el polo opuesto al salvajismo de los verdugos nazis se inscriben las historias de bondad y coraje de los Schindler y compañía, como los ejemplares funcionarios españoles de la embajada de Budapest que salvaron a cerca de 3.000 judíos de ser exterminados. A la historia del diplomático Ángel Sanz Briz ha llegado ahora el periodista Arcadi Espada husmeando la trágica suerte de Aly Herscovitz, amante de Josep Pla. En nombre de Franco (Espasa) es una crónica leída y revivida con el ímpetu del periodista que no se inhibe de replicar al mismísimo Adorno: “No, no me parece moral que las torres de Auschwitz sean tratadas retóricamente como la torre Eiffel, y hay que vomitar sobre ese crepúsculo (…) Pero una vez limpio y refrescado conviene preguntarse si demasiado vómito no lleva a la claudicación de considerar que Auschwitz no puede representarse”. El grueso del libro de Espada se esfuerza en comprobar que el franquismo ayudó a los judíos en el ocaso del III Reich. Si bien nunca quiso festejarlo. El mismo régimen que persiguió a Walter Benjamin, que acabaría suicidándose en un hotelucho de Portbou. A Espada le ha replicado el historiador Bernd Rother, en una apasionada polémica que consigue el milagro de que un libro siga vivo después de ser apilado. Y que incluso le ha valido que cancelasen su presentación en Casa Sefarad, con la excusa de no incomodar a la familia del diplomático debido a la revelación de una presunta amante -la misteriosa baronesa Piroska-, por boca del cónsul italiano Giorgio Perlasca, que se llevó todos los honores, incluso los de Sanz Briz, y murió en la pobreza, como suelen ocurrir las cosas. La luz no siempre sale a borbotones en la recuperación de la memoria. Egos, ideologías, parálisis, comodidades y otras gangas se aprestan a enmarañar lo que ya estamos acostumbrados a concebir de acuerdo con ese decir, miserable y al tiempo confortablemente humano: “Mejor dejarlo como está”.

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24 de junio de 2013
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Como una señora

Hace unos días, en una conversación mundana con Javier Gomà, cuando le refería mis impresiones del encuentro que Anne Sinclair mantuvo en Madrid con un pequeño grupo de periodistas, nos detuvimos en eso que tanto se destacó de su reacción cuando detuvieron y acusaron al que entonces era su marido, Dominique Strauss-Kahn: “Se ha portado como una señora”. Siempre me ha parecido una expresión folklórica. Una compungida admiración por quien tiene que superar un mal trago y sabe que no está permitido despeinarse. Es más, una acepción del señorío que pasa por una impostada distancia, ese estar por encima incluso de la adversidad, incólume, a pesar de que una crisis como una catedral te atraviese. Según esa máxima, una señora tiene que ser digna por encima de todo, no puede pestañear, ni mucho menos quebrarse; tiene que mantener la espalda recta, o sea, blindarse públicamente ante las emociones, y ejercer o simular magnanimidad, como si de un rey se tratara. El dicho también da por hecho que esa actitud será merecedora de un premio de consolación. Aunque no siempre sea así. La vida está cosida de historias de mujeres que un día se portaron “como una señora” y acabaron perdidas en una depresión profunda. Pero es mucho más fácil otorgar rango provinciano, un estatus, a una damnificada de lo que sea que asistir a la complejidad psicológica de los sentimientos de quien padece cualquiera de las afrentas, abusos o faltas de educación que nos gobiernan. Porque detrás de esta expresión habita la confortabilidad de quienes rehúyen un cambio de guión, y, lejos de toparse con la palabra conflicto o de querer analizar las zonas grises que perviven en un desencuentro, pretenden cerrar filas aplaudiendo la simulación, lo conveniente en lugar de lo valeroso. Lo mismo que “yo soy muy mío”, o “todos tenemos derecho a equivocarnos”, con el que tan frecuentemente muchos se eximen de decir “lo siento”. Hay más: “No me seas antiguo”. “Es ley de vida”. “No le debo nada a nadie”. “Lo mejor es enemigo de lo bueno”… Juicios de valor repetidos hasta la saciedad que en la opinión de Aurelio Arteta, autor del curioso libro Si todos lo dicen (Ariel), son “creación de nuestra comodidad y de nuestros miedos, de la ignorancia, tanto como del espíritu rebañego de la mayoría”. Convenciones, clichés, frases hechas que sirven para esconder el ala y a menudo consentirse no pensar, como si las ideas cupieran en moldes prefabricados donde adquieren una cadencia perezosa para impugnar la verdad. Tópicos que arrastran la misma sarna venenosa y perdonavidas que “como una señora”. (La Vanguardia)

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19 de junio de 2013
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(Des)intoxicados

En Nueva York, en Union Square, La Casa se enorgullece de ser el balneario más antiguo de la ciudad -1992 (¡conmovedor sentido de antigüedad!)-. Pero lo realmente excepcional es que su recinto alberga una de las cámaras de percepción sensorial que hacen las delicias de quienes buscan la nada a fin de modificar su estado de ánimo; es más, de revertirlo. Una piscina a oscuras en una sala blindada: el silencio y la oscuridad absolutas, y el cuerpo flotando en agua caliente con grandes cantidades de sales Epson, procuran la negación absoluta de cualquier estímulo exterior con el fin de recuperarse a uno mismo. Hoy, la desintoxicación forma parte del amplio catálogo de promesas del mercado. Desde las bebidas desintoxicantes y otros programas Detox hasta los planes de saneamiento de todo tipo, se exalta el dibujo de un mundo enfermo, esclavizado por sus adicciones, que entona al unísono su voluntad de eliminar sus residuos y regenerarse. La corrupción, el desvarío y los millones de euros sospechosos que vomitan los medios parecen consecuencia de la desaforada ambición por conseguir la luna a precio de ganga. Pero no todo se pliega bajo las costuras de la codicia: en ese ir a más se esconde un vértigo suicida que mueve a quienes deciden traspasar la línea aunque no sean capaces de medir el riesgo ni de advertir que pueden despeñarse. Probablemente, los adictos menos peligrosos sean aquellos que en vez de socavar el sistema se destruyen a sí mismos. He visto la entrevista que John Galliano concedió la semana pasada a Charlie Rose. Su exención pública, atildado, alelado incluso, sin maquillaje, recogiendo las sobras de una fama que le exigía talento y espectáculo, y que aplaudía su extravagancia al tiempo que le obligaba a acrecentar ventas y polémicas. El diseñador se confiesa rehabilitado, pide de nuevo excusas y asegura que agradece el mal trago porque por fin ha podido verse a solas consigo mismo, y tratar no sólo su adicción al alcohol sino a la perfección. Esa otra toxina que no suele incluirse entre los productos de desecho universales, pero que tan bien ilustra la caducidad de un aspiracional fallido. La enfermedad de Galliano, su locura antisemita, borracho como una cuba en una terraza de Le Marais y azuzado por el vacío de la creación, nació de una intoxicación del ideal. Ir a más a menudo significa enmascarar el ánimo y la ambición, ante el regocijo de un coro que aplaude la desmesura porque a su vez necesita estímulos. En la sala de los detritus, la palabra recuperación toma vuelo, y vale para todo. Desde la economía hasta la moda o el ecosistema. Dicen que es uno mismo quien advierte que no necesita más terapia, como sucede cuando se acaba el amor. Sólo que la terapia es más fácil de dejar porque siempre sabes que puedes volver a ella, y flotar de nuevo como en una de esas piscinas oscuras y silenciosas. (La Vanguardia)

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17 de junio de 2013
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El tecnovoyeur

Ignoras que te observa, pero te vigila porque ha elegido tu intimidad como espectáculo. Sabe con quien compartes información, incluso sentimientos; a qué hora enciendes el móvil por la mañana, qué playa has instagrameado, incluso cómo ha mermado tu ingenio en los foros donde se mercadean emociones. Podríamos aventurar también que huele tu perfume en la distancia porque sin querer has filtrado las notas olfativas que te acompañan. A pesar de que quieras mantener intacto tu prestigio, él aprovecha las ranuras por donde se cuelan tus errores, y silenciosamente registra a tus antagonistas, incluso puede que los aplauda siguiendo mensajes de todo tipo, aparentes prolongaciones de tu yo que el nuevo voyeur tecnoconsumista paladea despacio. Hoy en día, parece que sólo cuentan en la red los que piolan, se sobreexponen y desahogan públicamente sus filias y fobias. Pero una gran cantidad de cotillas silenciosos se frotan a diario las manos en el ágora on line. Deleitarse con las vidas ajenas, protegidos por el anonimato, crea adicción. Como si se pudiera extraer algún valor sabiendo con quién se relaciona uno, a quién detesta, qué lee, marca como favorite o critica… “Descubre” promete la tecla de Twitter ofreciendo el mismo placer al silencioso internauta que apenas posee identidad digital que a aquel que no mesura su desinhibición. Exhibicionistas y voyeurs se encuentran en el ciberespacio procurándose deleite mutuo. Unos y otros permanecen aferrados a una tecnología que parece no exigir nada y a cambio darlo todo. Aunque te desnude. A menudo los voyeurs a sueldo acaban convertidos en espías que persiguen intereses mediáticos, comerciales o incluso estratégicos. Ser investigado a través de la red se ha convertido en praxis habitual por parte de no pocos aparatos de seguridad, como demuestra lo que acaba de ocurrir en EE.UU. “No quiero vivir en un mundo en que se graba todo lo que digo y hago”, ha asegurado en una entrevista a The Guardian Edward Snowden, un joven de 29 años subcontratado por la CIA para servicios de espionaje informático. Al igual que el soldado Manning, él ha confesado que le mueve la defensa del bien común, y que no está dispuesto a que el mundo que ha contribuido a crear sea peor para la próxima generación porque ya no queden garantías que preserven la libertad personal. Por ello ha denunciado públicamente los programas de espionaje masivo de la NSA que interceptan todo tipo de mensajes, correos, teléfonos, contraseñas, datos de tarjetas de crédito… El voyeurismo alcanza categoría de paranoia colectiva cuando a ese que denominamos ciudadano de a pie, en nombre la seguridad, se le fisga hasta la cicatriz del alma. (La Vanguardia)

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12 de junio de 2013
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El sacrificio

Una argumentación moral articula el consejo del comité de expertos que insta al Gobierno a bajar las pensiones: “el sacrificio”. Se trata de un hallazgo, unas notas de música humana, casi animal, en mitad de un informe elaborado por tecnócratas. “El sacrificio es más fácil de aceptar en tiempos comprometidos que en medio de la bonanza”, razonan. Y te preguntas por qué han introducido una palabra propia de predicador entre cálculos, porcentajes y factores de equidad intergeneracional. Acaso una lección de psicología de masas. Como si no hubiera sido suficiente con el adiestramiento en la austeridad, tan vinculado al puritanismo. Desde tan elevado pedestal, doce expertos admiten el supuesto de que no hay ira que prevalezca por encima de las estrecheces cotidianas. Y coinciden en que no existen condiciones tan propicias como las actuales para que los ciudadanos encajen la necesidad de sacrificio, como si aún no se hubieran abonado a él. Tras años de estrecheces, la responsabilidad colectiva va ampliando su espiral de negritud. El mandato político y económico sostiene que la renuncia es obligación, una condena implícita. Nada que ver con aquella noción del sacrificio alentada para conseguir un propósito o los favores del destino. O para probarse a uno mismo y medir la voluntad y el coraje. Este sacrificio no es prueba ni meta, sino factor de sostenibilidad, afirman; y ahí sobrevuela la convicción de que el estoicismo deviene irreversible, por ello una sociedad cada vez más empobrecida se replegará al nuevo manual sin chistar. La imagen de una población sacrificada adquiere tintes heroicos, incluso un brillo conmovedor, un ruido de fondo ahogado en una especie de silencio íntimo. Aunque todo lo enumerado es pura palabrería. La realidad viene conformada por un amplio repertorio de voces de alarma que instan a actuar contra las auténticas hemorragias, como la desnutrición. Y contra la peor de las pobrezas: la infantil, funesto símbolo de un sistema fallido. Porque el mismo que celebra estrellas Michelin, comida emocional y sinfonía de panes, también cierra comedores escolares reubicando el hambre en el guión del mundo occidental. La dignidad sacrificada podría parecer doblemente digna mientras las sombras urbanas revuelven en la basura, y los profesores observan que, a falta de táper, los chavales comen pan con pan. Los comedores sociales ya no entienden de rango, y se multiplican las familias que recogen bolsas de alimentos. Al tiempo, diversos estudios aseguran que en época de crisis se consumen alimentos más ricos en calorías como una reacción del subconsciente de aquellos que deben estar preparados contra la adversidad. No podría hallar mejor resumen de sacrificio moderno que el hambre calórica. La búsqueda de la grasa como efecto saciante pero sobre todo como paliativo. (La Vanguardia)

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10 de junio de 2013
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Un país pequeño

Fue una de las canciones preferidas en mi primera adolescencia: “El meu país és tan petit que quan el sol se’n va dormir…”, cantaba Llach pulsando la tecla de la intimidad y desdeñando épicas. Un país asible, que cabía en el corazón, donde los pueblecitos tenían miedo de sentirse solos y ser demasiado grandes, donde se veía salir el sol desde el campanario vecino… Al teclear la letra, considero que es un mal ejercicio reproducirla sin el piano ni la voz del gran Llach, porque el resultado rebosa una injusta candidez, tan naif, tan Heidi. Pero en verdad resultó una canción reconfortante por su excepcional poética, y más aún para quienes vivíamos en las hormigas del mapa. Una declaración de falsa humildad a fin de exaltar el orgullo de saberse parte de un rincón del mundo, pequeño, sí, pero autónomo, el mejor de los posibles bajo una ansiada ilusión de libertad. Artur Mas acaba de declarar que los países pequeños funcionan mejor, en respuesta a Rajoy, quien aseguró que sólo los países grandes pintan algo en Europa. Mas aportó datos: el bajo índice de paro de Austria -apenas un 4% frente al 27% español-, por ejemplo, y aseveró que “quizás el tamaño te da más poder, pero no hace que la gente viva mejor”. Revolviendo el instinto animal de reivindicar la madriguera, esos decires: “Más vale ser cabeza de ratón que cola de león”. La defensa de lo grande de Rajoy frente a la apología de lo pequeño de Mas es una magnífica lección de antonimia. Lo grande frente a lo pequeño. Cantidad frente a calidad. Oropeles frente a placeres. La nanotecnología en faz de las macroinfraestructuras. Un hábil juego el planteado por el presidente de la Generalitat en unos tiempos en los que lo global y lo local están condenados a avenirse, las fronteras se difuminan y la condición de ciudadano universal abraza algo mucho más complejo que el origen o el sentido de pertenencia. Acaso por el impacto de la crisis, se acrecienta hoy la preferencia por lo reducido, como si el tamaño de los objetos equivaliera a simplificar necesidades y aligerar el peso vital. La exaltación de los grandes espacios ya ha sido acreditada como rasgo de otro tiempo, enemigo del confort para una clase media sin paracaídas y en un contexto donde cualquier sueño de grandeza resulta grotesco. La reivindicación de Mas de la armonía de lo pequeño coincide de pleno con una tendencia social que se enamora del hotel de cinco habitaciones o el restaurante con cuatro mesas, y que prioriza la experiencia por encima del valor material. Que prefiere conformarse con unas migas garantizadas antes que con una incierta grandeza. No en vano, Catalunya siempre ha demostrado una afección por el diminutivo y el ombligo; por un imaginario de caseta i hortet. (La Vanguardia) (Imagen: Pau García Laita)

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5 de junio de 2013
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La edad del sexo

Ocurre un fenómeno ilustrativo acerca del tipo de sociedad en la que vivimos: mientras los adultos se rejuvenecen constantemente, los adolescentes, e incluso los niños, quieren quemar etapas. No en vano, cuando el pequeño consigue un logro o afronta un nuevo reto, los padres complacientes le dicen: “Te has portado como un mayor”. Bien sabido es que una de las mayores fantasías a edades tiernas es la de cumplir años, inventándolos cuando no se llega a una cifra lo suficientemente elevada para cruzar una puerta. Existe la urgencia por ponerse tacones, tomar prestada la ropa de las madres, besar con lengua, pagar en un restaurante, fumar un cigarrillo, salir más tarde de las doce, conducir una moto, probar el vodka… Investirse de aquello que en los patios de colegios supone respeto. La premura por afirmarse a fuerza de conductas temerarias parece medir la personalidad y a la vez el coraje del joven capaz de estrenarse con impostada naturalidad en las cosas de los mayores. Qué fatal expresión: “cosas de los mayores”. Determina una línea sellada, fronteriza, incluso tendenciosa como si quisiera dividir el mundo entre lo trascendente y lo intrascendente. Cruzar esa línea no depende tanto de las presuntas agallas del joven para transgredir, sino de la voracidad por luchar contra molinos de viento invisibles, aunque rabiosamente reales para aquellos que han empezado a edificar sueños y a escribir versos. Y que neutralizan los miedos a fin de glorificar el sexo. Ahora, el Gobierno ha decidido establecer los 16 años como la edad mínima para que un adulto mantenga relaciones con un menor. Y la del matrimonio. Es una grata noticia. En letra pequeña -según informaba Celeste López en La Vanguardia- asoma la cifra de 38 niños menores de 16 años que se casaron en el primer semestre del 2012. Una cifra minúscula, agazapada entre las macrocifras mediáticas, pero que atiende a la anomia de un sistema -desde el progreso- que pone en riesgo a quienes deberían paladear el único tramo de felicidad consentida en la vida del ser humano: la infancia. El cambio de legislación parece urgente, y más teniendo en cuenta que España y el Vaticano -curiosa advertencia- son los estados más laxos en la edad de consentimiento sexual entre un adulto y un menor. Pero debería acompañarse, con la misma urgencia, de un plan de educación sexual en las escuelas. Y no me refiero a esas charlas medio impostadas, algo triviales, a modo de cinefórum. Sino a un ambicioso trasvase de conocimiento que, junto a la responsabilidad de las familias, pueda compensar el efecto que a diario supone que en el ordenador de un menor entren anuncios porno o vídeos eróticos. A la banalización del sexo que, sin moralinas, puede ser tremendamente comprometida a los catorce años, e incluso llegar a rasgar una biografía. Habrá que esperar a ver qué dice la Lomce. (La Vanguardia)

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3 de junio de 2013
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Un día brillante

Diversas teorías coinciden en que una de las cualidades más edificativas del ser humano es la empatía. A pesar de que hace veinte años apenas empleáramos esa palabra, hoy sabemos que resulta condición indispensable para domar la violencia o hacer mejores negocios. Pero, sobre todo, para aminorar la fricción humana y en su lugar tender redes. Según la máxima platónica: “Los sabios hablan porque tienen algo que decir, los tontos porque tienen que decir algo”, asunto al que la experta en comunicación Debra Fine replicó con un exhaustivo ensayo sobre la charla de ascensor, smart talk cuya tradición es tan antigua como la necesidad del ser humano de romper la hostilidad del silencio. En pleno proceso de fragmentación social a causa de la crisis, la comunidad ha convenido que una expresión popular, propia de la conversación fugaz entre quienes desean otorgarse un lugar en el mundo, con la que está cayendo, se convierta en muletilla cansina pero a la vez reconfortante por la complicidad que emana al pronunciarla. Y acaso porque resulta una forma de advertir implícitamente la intemperie y a la vez buscar la proximidad de los otros. El tiempo es un manantial de metáforas. Los símiles meteorológicos se utilizan tanto para narrar el momento político y económico como el contexto que provocan los diferentes estados de ánimo: un huracán, un tornado, un momento tormentoso. Las fuerzas dominantes cuya resaca abandona “la cáscara vacía de un hombre”, que decía Conrad. O la reflexión de Heidegger: no sólo hemos sido arrojados a un mundo, sino arrojados a un mundo que compartimos con los demás. El “ser con”. Por ello envestimos el instinto de socializar a fin de que las grietas existenciales hallen en las cuatro palabras cruzadas un remedio paliativo, leve pero voluntarioso. Las teorías acerca de la charla intrascendente que leo en The point rubrican que hablar del tiempo es pura grasa lingüística, pero que a la vez resulta mucho menos banal de lo que pensamos. Cuando nos preguntan si llueve o hace frío allí donde viajamos, también nos expresan una señal de querer saber qué siente el otro detrás de la lluvia fina o el sol radiante. Virginia Woolf aseguraba que no hay mayor democratizador que las condiciones meteorológicas. Hablar del tiempo cuando en realidad se querría hacer de un sentimiento resume en parte la impotencia de sentirse a merced de una corriente imparable. Pero los segundos que se encapsulan en la expresión hace un día brillante también son capaces de capturar su luminosa fugacidad, como si con el mero hecho de pronunciarlo adquiriéramos conciencia de que, a pesar de todo, hace un día brillante. (La Vanguardia)

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29 de mayo de 2013
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El Boomeran(g)
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