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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La edad del sexo

Ocurre un fenómeno ilustrativo acerca del tipo de sociedad en la que vivimos: mientras los adultos se rejuvenecen constantemente, los adolescentes, e incluso los niños, quieren quemar etapas. No en vano, cuando el pequeño consigue un logro o afronta un nuevo reto, los padres complacientes le dicen: “Te has portado como un mayor”. Bien sabido es que una de las mayores fantasías a edades tiernas es la de cumplir años, inventándolos cuando no se llega a una cifra lo suficientemente elevada para cruzar una puerta. Existe la urgencia por ponerse tacones, tomar prestada la ropa de las madres, besar con lengua, pagar en un restaurante, fumar un cigarrillo, salir más tarde de las doce, conducir una moto, probar el vodka… Investirse de aquello que en los patios de colegios supone respeto. La premura por afirmarse a fuerza de conductas temerarias parece medir la personalidad y a la vez el coraje del joven capaz de estrenarse con impostada naturalidad en las cosas de los mayores. Qué fatal expresión: “cosas de los mayores”. Determina una línea sellada, fronteriza, incluso tendenciosa como si quisiera dividir el mundo entre lo trascendente y lo intrascendente. Cruzar esa línea no depende tanto de las presuntas agallas del joven para transgredir, sino de la voracidad por luchar contra molinos de viento invisibles, aunque rabiosamente reales para aquellos que han empezado a edificar sueños y a escribir versos. Y que neutralizan los miedos a fin de glorificar el sexo. Ahora, el Gobierno ha decidido establecer los 16 años como la edad mínima para que un adulto mantenga relaciones con un menor. Y la del matrimonio. Es una grata noticia. En letra pequeña -según informaba Celeste López en La Vanguardia- asoma la cifra de 38 niños menores de 16 años que se casaron en el primer semestre del 2012. Una cifra minúscula, agazapada entre las macrocifras mediáticas, pero que atiende a la anomia de un sistema -desde el progreso- que pone en riesgo a quienes deberían paladear el único tramo de felicidad consentida en la vida del ser humano: la infancia. El cambio de legislación parece urgente, y más teniendo en cuenta que España y el Vaticano -curiosa advertencia- son los estados más laxos en la edad de consentimiento sexual entre un adulto y un menor. Pero debería acompañarse, con la misma urgencia, de un plan de educación sexual en las escuelas. Y no me refiero a esas charlas medio impostadas, algo triviales, a modo de cinefórum. Sino a un ambicioso trasvase de conocimiento que, junto a la responsabilidad de las familias, pueda compensar el efecto que a diario supone que en el ordenador de un menor entren anuncios porno o vídeos eróticos. A la banalización del sexo que, sin moralinas, puede ser tremendamente comprometida a los catorce años, e incluso llegar a rasgar una biografía. Habrá que esperar a ver qué dice la Lomce. (La Vanguardia)

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3 de junio de 2013
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Un día brillante

Diversas teorías coinciden en que una de las cualidades más edificativas del ser humano es la empatía. A pesar de que hace veinte años apenas empleáramos esa palabra, hoy sabemos que resulta condición indispensable para domar la violencia o hacer mejores negocios. Pero, sobre todo, para aminorar la fricción humana y en su lugar tender redes. Según la máxima platónica: “Los sabios hablan porque tienen algo que decir, los tontos porque tienen que decir algo”, asunto al que la experta en comunicación Debra Fine replicó con un exhaustivo ensayo sobre la charla de ascensor, smart talk cuya tradición es tan antigua como la necesidad del ser humano de romper la hostilidad del silencio. En pleno proceso de fragmentación social a causa de la crisis, la comunidad ha convenido que una expresión popular, propia de la conversación fugaz entre quienes desean otorgarse un lugar en el mundo, con la que está cayendo, se convierta en muletilla cansina pero a la vez reconfortante por la complicidad que emana al pronunciarla. Y acaso porque resulta una forma de advertir implícitamente la intemperie y a la vez buscar la proximidad de los otros. El tiempo es un manantial de metáforas. Los símiles meteorológicos se utilizan tanto para narrar el momento político y económico como el contexto que provocan los diferentes estados de ánimo: un huracán, un tornado, un momento tormentoso. Las fuerzas dominantes cuya resaca abandona “la cáscara vacía de un hombre”, que decía Conrad. O la reflexión de Heidegger: no sólo hemos sido arrojados a un mundo, sino arrojados a un mundo que compartimos con los demás. El “ser con”. Por ello envestimos el instinto de socializar a fin de que las grietas existenciales hallen en las cuatro palabras cruzadas un remedio paliativo, leve pero voluntarioso. Las teorías acerca de la charla intrascendente que leo en The point rubrican que hablar del tiempo es pura grasa lingüística, pero que a la vez resulta mucho menos banal de lo que pensamos. Cuando nos preguntan si llueve o hace frío allí donde viajamos, también nos expresan una señal de querer saber qué siente el otro detrás de la lluvia fina o el sol radiante. Virginia Woolf aseguraba que no hay mayor democratizador que las condiciones meteorológicas. Hablar del tiempo cuando en realidad se querría hacer de un sentimiento resume en parte la impotencia de sentirse a merced de una corriente imparable. Pero los segundos que se encapsulan en la expresión hace un día brillante también son capaces de capturar su luminosa fugacidad, como si con el mero hecho de pronunciarlo adquiriéramos conciencia de que, a pesar de todo, hace un día brillante. (La Vanguardia)

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29 de mayo de 2013
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Un té con Anne Sinclair

Anne Sinclair es de esas mujeres que juegan con el collar en vez de hacer girar el anillo. Enlaza los dedos entre las cuentas, en un gesto que expresa cierta indolencia, mientras mira a los ojos con la misma determinación a la que nos acostumbró en los sufridos paseíllos judiciales del brazo de su exmarido, Dominique Strauss-Kahn. Viste de negro, ceñida, sin esconder la tripa; y se muestra extremadamente profesional, con voz grave, televisiva. La que fue símbolo de la mujer francesa, guapa e inteligente, rica y feminista, la misma que cuando nombraron a Strauss-Kahn ministro de Economía renunció a su programa en TF1 -donde ejercía de vedette del periodismo televisivo entrevistando a los más poderosos- ahora toma un té con cinco mujeres en el madrileño hotel Santo Mauro. Tiene algo de extrañeza la intimidad femenina del rincón, con sofás de hilos de oro y tazas de porcelana, pero es tarea ardua separar a la autora de Calle La Boétie, 21 (el libro que ha venido a presentar) de la mujer que tuvo que penar por comisarías y juzgados debido a un marido acusado de violar a una camarera del Sofitel de Nueva York; además de unas cuantas denuncias más por depredador sexual mientras ocupaba la dirección del FMI. “No quiere hablar de su vida personal”, dice su editor de Galaxia Gutenberg, Joan Tarrida. Hablamos, pues, del libro, de su foto con Picasso a los dieciocho años -por quien no se dejó pintar-, del Gernika que irá a visitar al Reina Sofía después, de las raíces. Cuando Sarkozy se decidió a fundar un ministerio para identidad nacional, un funcionario francés le preguntó a Sinclair si sus cuatro abuelos eran franceses: “La pregunta que les habían hecho por última vez a los que pronto subirían a un tren, rumbo a los campos de exterminio”. Y la periodista empezó a revolver entre archivos para escribir su historia de familia. La de su abuelo, Paul Rosenberg, el marchante de Braque, Matisse y Picasso, de los grandes. Una historia de expolio nazi, trenes cargados de obras de arte confiscadas, de huida. Del taller de La Boétie, donde los retratos de Picasso -arte degenerado, para los nazis- fueron sustituidos por fotos del mariscal Pétain. De Europa. Pero era imposible no preguntarle en voz baja por el estigma: ¿se siente liberada? “Todo va bien -responde en español-, muy bien”. ¿Y ha tenido apoyo de mujeres? “Nunca me he expresado hasta ahora, he sido muy púdica en este asunto; cuando sucedió dejé hablar a todo el mundo, escuchaba, me daban consejos… Estuve al lado de mi marido en plena bronca, y cuando las cosas se calmaron pude partir. Hay mujeres que seguro me criticarán, pensarán ‘por qué no te fuiste antes’… lo sé. Pero otras me dan la mano, quieren hacerse fotos conmigo, son muy amables”. Acaso como símbolo de quienes consiguen mantenerse a flote a pesar de la vía de agua, levantando la cabeza y reconstruyendo su identidad. (La Vanguardia)

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27 de mayo de 2013
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El carrito

La escena parece propia de uno de esos programas de cámara oculta que buscan reírse de la torpeza y la ingenuidad humanas. Pero sucede en el aeropuerto de Madrid. Los viajeros, tras diez horas de un vuelo intercontinental, llegan a la famosa T4, cosida de cristal y amarillo, con el razonable deseo de acabar con la ansiedad final del viaje: recuperar sus maletas. Y ahí es donde entra en el plano ese objeto simple pero cuya poderosa eficacia lo convierte en aliado indispensable para depositar un resumen de la casa a cuestas: el carrito. Frente a las filas silenciosamente alineadas de carros metálicos, hombres y mujeres se pelean con su ranura, luchando contra la nada. Observas sus rostros, y en verdad parecen sentirse idiotas por no poder desasirlos de la cadena que los ata. Miran a un lado y a otro, medio ríen de puro absurdo, prueban con todo tipo de monedas, se desesperan… hasta que un operario de Aena les informa de que los carros no van con euros, sino con fichas; sí, como en un casino. Retrasos, huelgas de pilotos, pérdidas, largas colas, la sensación de mono desnudo que educadamente soportamos en nombre de la seguridad aunque la impresión de permanente sospecha envenene al viajero… y ahora llega un plus. En diferentes puntos de la terminal, una serie de dispensadores aguardan mudos a ser descubiertos. Le pregunto a la señora de la limpieza, testigo mudo y omnipresente, por la visión cotidiana del asunto: “La gente sale de aquí muy cabreada. Primero, porque pierden tiempo probando con monedas, ya que no está bien indicado que ahora se paga con fichas; luego, porque meter la endiablada ficha tiene truquillo; y por último, porque la moneda de un euro no se devuelve, se la queda Aena. Todo parece pensado en contra de facilitarle la vida al pasajero” . La medida, que pronto se extenderá al Prat, ha sido argumentada con comparativas: “Uno de la cada cuatro aeropuertos del mundo cobra el carro”. Y también con business plan: aseguran que con esta medida se contribuirá a la sostenibilidad del negocio recaudando al menos 3.2 millones de euros, “así podrá seguir garantizándose un servicio de calidad”, argumento débil donde los haya cuando esta nueva penalidad para el viajero, que vulnera cualquier protocolo de atención al cliente, llega en un tiempo donde se controlan edificios enteros desde una pantalla de iPad. En cambio, la tan coreada marca España se inscribe en lo rudimentario, como ese ocurrente welcome con el que ahora se recibe a los viajeros y que añade un elemento más de dificultad a la imagen de nuestro país, ya de por sí errática, aunque en plena consonancia con las medidas que día a día salen del Consejo de Ministros evocando las peores pesadillas del desarrollismo. (La Vanguardia)

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22 de mayo de 2013
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Doble amputación

La decisión de Angelina Jolie: sorprendente, sofisticada, no sé modélica pero valiente. El estereotipo de mujer adjetivada de sexy, rebelde e incluso salvaje, la mujer tatuada, comprometida, con una buena prole y un marido icónico decide hacerse una doble mastectomía y comunicarlo al mundo entero en formato clásico: una carta abierta en The New York Times. Jolie aprehende algo de cada uno de sus papeles de heroína desmelenada que puede con todo, y ahora trata de hacer pedagogía con su radical voluntad de controlar su salud. En un principio me asalta el vértigo: si una de cada dos personas tiene riesgo de sufrir algún cáncer en su vida, ¿la prevención puede consistir en algo más que en dejar de fumar y hacerse chequeos? Extirparse órganos como si el cuerpo estuviera compuesto por piezas recambiables a fin de eliminar la sombra amenazante de la enfermedad parece una opción elitista. La palabra cáncer es paralizadora. Un aire denso lo invade todo cuando la vida se escora hacia la ficción, o eso crees. Cuando a tu alrededor sucede y señala a quienes más quieres, se impone una sensación de irrealidad. También la premura de aferrarse a la vida al entrar en un tiempo congelado que no se corresponde con el cronológico, el tiempo de la enfermedad y con él la sensación de sentirse morir un día y resucitar al otro, de renovar esperanzas a plazos, de sentir el punzón del peligro pero también el aliento de ver amanecer. Por ello es reseñable el acto de Jolie al manifestar públicamente que se ha amputado en un tiempo donde se sigue exaltando la perfección y la construcción ficticia de la feminidad. Hablo con el doctor Miguel Hernández-Bronchoud -treinta años de experiencia en la lucha contra el cáncer, y pionero en estudiar la psicología de percepción del riesgo: el real y el subjetivo-. “En España -con un índice de curación del 80% de cáncer de mama- sólo un 10% de las mujeres eligen una mastectomía profiláctica. Los resultados cosméticos son variables y un importante porcentaje de mujeres no quedan demasiados contentas”. Hay algo de excepcional en la decisión de Jolie al manifestar que se ha amputado ante el riesgo a padecerlo, como su madre, en una época en que el dictado cultural que impera en las narraciones del cuerpo femenino está más vivo que nunca. Ahí es donde su lógica estremece: el erotismo de alfombra roja, de generosos escotes, se sustituye por la determinación de dos prótesis. Y en el mensaje discretamente anida el dolor de tantas mujeres que han tenido que luchar contra sí mismas, que han sentido el temblor existencial pero también la pérdida de lo que entendían que las hacía más mujeres, desde el cabello hasta el pecho. Que han conseguido hacer reversible la fatalidad, incluso que han transformado ese trémulo tempo de la enfermedad en un tramo vital que las ha hecho más sabias y más mujeres. (La Vanguardia)

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20 de mayo de 2013
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La vida admirada

Qué diferente es la vida cuando se contempla desde fuera y se admira como un paisaje -incluso cuando se escribe, se evoca o se fotografía- de cuando uno se interna en su bolsillo interior. La vida es un traspié. Lo cuenta en breve, y con una recreación tan elocuente como teatral, Fernando Savater en la comedia filosófica recién publicada por Anagrama donde ficciona una tarde con Schopenhauer. Como asegura por boca del filósofo alemán, tropezamos nada más nacer cuando dimos el primer paso en falso, y todo lo que viene después son rodeos y tumbos hasta que nos estrellamos. Porque, y aquí es donde insiste en el núcleo de su pensamiento: “Admirar la vida al contemplarla genialmente reproducida nos hace olvidar por un rato que la padecemos”. De ahí que nos representemos a nosotros mismos como espectadores, y tomemos la distancia necesaria para perdonarnos cuando cometemos errores e incluso para aplaudirnos cuando logramos un acierto que pasa desapercibido. El ser humano necesita ser reafirmado. Desde pequeños recibimos el aplauso de los mayores cuando satisfacemos sus expectativas, y ese eco nos acompaña siempre, con un pellizco infantil, a pesar de la experiencia. Hoy, en un mundo hostil, competitivo, y más que nunca necesitado de terapia, vale la pena revisar el elocuente pesimismo de Schopenhauer en nuestra apasionada crónica sobre la amargura. Y a menudo justifico mi atracción por los análisis psicológicos sobre nuestras preferencias, ya que en ellos se refleja como en un espejo esmerilado toda la ilusión de una vida deseada. Entre los estudios que más me han llamado la atención acerca de lo que deseamos, por supuesto de forma idealizada, destaca el que acaba de publicar la revista Psychology of Music: las mujeres se sienten más atraídas por los hombres que tocan un instrumento, en especial una guitarra. Mientras los investigadores dan vueltas para hallar una explicación -que va desde los orígenes históricos de la música en los rituales de cortejo hasta la relación entre destreza musical y la exposición prenatal a la testosterona-, yo me inclino a invocar la deriva romántica. Esa que sigue envolviendo nuestra insatisfacción, la misma por la que tendemos a pensar que el actor principal de nuestra vida se acerca y nos elige. Esa vida admirada, tan diferente a la padecida, proyectada en imágenes y con banda sonora: un hombre con una guitarra, los zapatos polvorientos y una sonrisa radiante, ¡la rudeza civilizada y el virtuosismo en el mismo ser humano! Clichés que nos acompañan en nuestros voluntarios tropiezos al tratar de escapar del blanco y negro y pasar al flúor para hacerlo todo más vivaz y soportable, aparentemente. (La Vanguardia)

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15 de mayo de 2013
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Sé tú mismo

Hubo un punk puro que alentaba lo artesanal y autodidacta y que eternizó el lema Do it yourself -hazlo tú mismo-, el mismo del que años más tarde se aprovisionaba el mercado, desde la moda al floreciente negocio de la autoayuda. Y que, cosido con imperdibles, le plantaba cara al orden, al sistema y a los salones de té. Con la lengua fuera, esos nuevos dadaístas de cuero y metal no eran tan diferentes al Rimbaud del pelo pintado de verde o al desafiante Lautréamont que, sentado al otro lado de la página junto al lector, invocaba el odio como sentimiento creativo en sus Cantos de Maldoror. Pero a aquella contracultura, contrasistema, contra-uno-mismo que emergió del rechazo como actitud ante la vida, le sucedió el cash flow. Los imperdibles se convirtieron en tendencia de la mano de Versace y Elizabeth Hurley, y las camisetas y los tejanos desgarrados hicieron las delicias de los nuevos pijos bilingües asentados en la superficialidad multiplataforma. Ahora, con la recién inaugurada exposición del Metropolitan neoyorquino, el punk se muestra como última vanguardia histórica, eso sí, centrada en la moda y pasando de puntillas por su dolor existencial. Porque en aquella huella de movilización contestataria que gritaba bien alto contra el servilismo y la autoridad, había bronca nacida no sólo de las periferias industriales de cemento gris, ni del thatcherismo o del antimilitarismo, sino de un desengaño vital que convergió en una defensa a ultranza de la individualidad a golpe de anarquía: tu vida es tuya. A día de hoy, ya puede permitirse una lectura romántica del punk porque, a pesar de los intentos de ridiculizarlo, de convertirlo en una anécdota de crestas, clavos y piercings, e incluso en tendencia por parte de las multinacionales del lujo, abrazó la palabra libertad sin mencionarla. En su lamento existencial, todo aquello que empujaba en contra del trabajo, como base del sistema capitalista que despreciaban, se cargaba de actitud crítica, desafío y rebelión. Y con un desesperado deseo de hacer que la vida fuera interesante. Por ello es afinadamente oportunista este homenaje a aquellos que cuestionaban la falsa libertad en nuestras sociedades modernas y exaltaba el ser uno mismo, justo en tiempos de movimientos sociales y no culturales. Las protestas contra la ley Wert protagonizadas por padres, profesores y alumnos -las células más latentes de futuro- lograron al menos una pausa. “A la ley le faltan algunos retoques”, vinieron a decir desde el Gobierno. En triste sintonía con el No future, aquellas pancartas que otro día en Madrid rezaban “La educación es un arma de construcción masiva” buscaban ecos de botas militares y bombardeos en el desierto al atardecer como una imagen plástica frente al silencio y la mística de un aula. Allí donde se adquiere la única contraseña para poder ser uno mismo, y aun así no siempre funciona.

(La Vanguardia)

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13 de mayo de 2013
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Bikinis y niqabs

En el vestíbulo del hotel The Torch, el edificio más alto de Doha, en The Pearl, donde anclan los yates más presuntuosos de Qatar, o en el higienizado zoco de la capital del país con mayor renta per cápita del mundo sólo tengo ojos para ellas, cubiertas de negro la cabeza a los pies. Porque mientras en las piscinas del Intercontinental las turistas se pasean en bikini, una legión de mujeres árabes contrarrestan el paisaje epidérmico velando su identidad. “Es por tradición, son fieles a sus creencias”, me dice una mexicana que se ha mimetizado de tal forma que lo considera una costumbre muy respetable. “Es algo cultural -añade- como cuando ustedes se ponen el traje de flamenco”, y por un momento tiemblo ante la posibilidad de que alguien nos impusiera los faralaes como código de vestimenta. Escandalizadamente etnocéntrica, le respondo que además de tener que andar a tientas, algo bien incómodo a ciertas edades, esas mujeres carecen de rostro público. “No lo había pensado”, responde con su rímel y su traje gris. La interpretación literal de los versos del Corán en los que Mahoma insta a que se hable a las mujeres tras un velo -literalmente, una cortina- no superaría con éxito un examen de comentario de texto de bachillerato. El rigorismo islamista entendió que las mujeres debían quedar cubiertas por la cortina, llevando al extremo la imagen plástica del profeta. “Lo hacen por religiosidad personal pero también por comodidad”, afirma un joven esposo en la cola de embarque. Su mujer va cubierta de la cabeza a los pies, pero cuando llegamos a la T4 se ha desenmascarado y luce un hiyab fashion de los que escribía hace unos días en este periódico. Otra mujer qatarí, cubierta de negro como un fantasma, me confiesa que de esa manera no se siente intimidada por la mirada de los hombres. Pienso en la deriva de las sociedades donde sus mujeres aún son intimidadas por la mirada masculina. Sólo lo políticamente correcto habrá impedido que algún audaz editor de moda no haya fotografiado la nueva colección de complementos primavera-verano sobre los niqabs que cubren a las mujeres del Golfo. No se puede frivolizar con este tema, habrían dicho en la redacción. Demasiado esnob y socialmente condenable. Ahí está el Gobierno indonesio, que se rebela contra el rancio certamen de miss Universo por atentar contra la moral. O las azafatas de Turkish Airways, que ya no podrán pintarse ni los labios ni las uñas de rojo. Ese miedo a colorear la feminidad y amordazarla en el espacio público, en nombre de la fe. Ese regenerado ímpetu fundamentalista que ha reducido las primaveras árabes a la noche de los tiempos. “En privado, son mujeres arrolladoras”, me asegura un diplomático veterano en la zona. Cómo no. (La Vanguardia)

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8 de mayo de 2013
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A vueltas con Hitler

Identidad nacional y nazismo. No hay peor lugar común, tan demagógico. Ojalá tan sólo fuera ligereza, incompetencia, pero esos símiles constantes que tanto valen para los escraches como para la defensa del uso del catalán logran que todo palidezca. Todo significa historia y memoria. No hace falta que abunde en las consecuencias del mayor genocidio de la humanidad -seis millones de judíos exterminados-. Ni en lo poco que a muchos ciudadanos judíos de Frankfurt o Berlín les valió su alemanidad -ni siquiera el haber blandido el sable por su país en la Gran Guerra- para evitar la cámara de gas, demostrando lo subjetiva que puede ser la cuestión identitaria según la carga ideológica que la sostenga. Pero ese no es el tema. El nudo podría explicarse con la ley de Godwin, la que se ha utilizado para identificar trolls en los ciberforos y que ahora sale de internet para instalarse en la vida no tanto cotidiana -afortunadamente- como mediática. Señala Godwin que a medida que una discusión on line se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis aumenta exponencialmente. Esta máxima, aplicada a España, no tiene parangón ni en la cantidad ni en la relevancia de los personajes que se suman a ella. Con cuánta frivolidad hemos escuchado llenarse la boca con la palabra nazi, de forma gratuita, vacía de contenido. Desde los programas del corazón a los “argumentos” políticos como el de Francisco Vázquez, comparando a los judíos con estrella amarilla con los niños castigados por hablar castellano en el recreo, o el de Cospedal relacionando a Ada Colau y los escraches con el “nazismo puro”, se evidencia a diario el escaso rigor histórico y la escasa conciencia objetiva sobre el holocausto en un país que ha tenido serios problemas con su memoria histórica. Una España entre remilgada y temerosa de reabrir tumbas y expedientes, de revivir el pasado, que se permite frivolizar con el terror ajeno. Y que a diferencia del resto de Europa, evitó cualquier intento de reparación histórica. Después de la Segunda Guerra Mundial, en los cines europeos proyectaban imágenes de los muertos apilados en las fábricas de muerte nazis, pedagogía que, en cambio, nunca se impartió en el franquismo hasta el extremo de que la primera lección sobre la shoah llega con la transición gracias a la serie Holocausto, de Meryl Streep y James Wood, y lo recordamos ya que ese día nos dejaban acostar tarde al tratarse de una “serie educativa” para padres e hijos. Por ello resultan tan amorales esos jueguecitos dialécticos que lejos de cuestionar una política lingüística, incluso de satanizarla, quedan enterrados en su propia perversidad. Cierto es que aquí la banalización del holocausto no es delito, pero ello no es excusa para que se cruce la línea entre la decencia y la vergüenza en nombre de España. (La Vanguardia)

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6 de mayo de 2013
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¿Por qué casarse?

Este hombre de más de dos metros, bíceps de acero y dentadura cegadora, Jason Collins, que ha confesado: “Soy un pívot de la NBA de 34 años. Soy negro. Y soy gay”. Fue la información de deportes más clicada del día en la red, aunque muchos se preguntaban si en verdad podía considerarse una noticia en pleno siglo XXI. De ello no hay duda. Primero, porque es el primer jugador de la famosa liga en activo que reconoce su homosexualidad y con su gesto desafía al mito del vestuario. Segundo, porque la politización de sus declaraciones no se ha hecho esperar, y Bill Clinton ha abrillantado sus palabras, “necesarias, tranquilizadoras y fértiles, además de valientes”. Y en tercer lugar, porque Collins no podía seguir viviendo en la impostura. En la entrevista, concedida en exclusiva a Sports Illustrated, explicaba que tomó la decisión tras los atentados de Boston: “Si las cosas pueden cambiar en un instante, ¿por qué no vivir honestamente?”. Clinton ha subrayado la oportunidad del momento: que la confesión de Collins coincida con que diez estados norteamericanos hayan legalizado los matrimonios homosexuales, a la vez que la aprobación de la ley, el pasado 23 de abril, en la libertina Francia donde las agresiones homófobas han demostrado cuán enquistados están los prejuicios. Y, a contracorriente, nuestra aportación local, las declaraciones de Rouco Varela acusando de tibieza al Gobierno de Rajoy por no derogar la actual ley a fin de “restituir a todos los españoles el derecho de ser expresamente reconocidos por la ley como esposo o esposa”. El mundo es una cabina de mandos con capacidad retroactiva. Hace unos días, el sociólogo Andrew J. Cherlin se preguntaba en The New York Times por qué sigue habiendo cierta obligación de casarse en EE.UU. si la sociedad ya acepta plenamente a los solteros. Y lo que es más importante, cuando muchas parejas reconocen no haber notado diferencia alguna entre tener o no tener papeles. Las razones esgrimidas en las encuestas que cita Cherlin apuntan a que casarse constituye aún hoy un signo de éxito personal, una mezcla entre alcanzar sueños y cumplir objetivos. Y ese subtexto es el que están asumiendo la Administración de Obama o la de Hollande al promover la aprobación del matrimonio homosexual: casarse no sólo garantiza un puñado de derechos, sino que representa una especie de meta, incluso de señal de distinción que en nuestro imaginario se corresponde a una feliz vida en pareja y a un estatus social. Pero a menudo se amortigua la idea de que el matrimonio, hetero u homo, es una opción libre y universal. Una opción de vida entre dos. De ninguna manera un mandato. (La Vanguardia)

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1 de mayo de 2013
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El Boomeran(g)
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