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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

Denys Nevozhai (Licencia Unsplash).

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Una vida más pequeña

El mundo está enfermo, y seguimos tomándonos la vida como una carrera de Fórmula 1 aunque se trate de una pista de cochecitos de feria. De igual modo que dicen que la gente se divorcia porque cree en el amor, muchos quieren huir, bien porque creen en la felicidad, bien porque comparten aquel pensamiento de Séneca en su retiro: “Nada he reprobado excepto a mí mismo”. Tomo la idea de irse de uno mismo del libro La vida pequeña. El arte de la fuga (Anagrama), de José Ángel González Sainz, una meditación refrescante y lúcida sobre el olvido de vivir. El autor se pregunta tras la pandemia por la pérdida de significado. E invoca la tensión de la búsqueda, la verdadera alegría, la gratitud y la serenidad, el saber identificar lo realmente bueno, además de la necesidad de dejarse de lado a uno para poder ver con claridad lo atontada y envanecida que es nuestra existencia.

Pienso en los autores entre los que hurga –Hölderlin, Rilke, Montaigne, Thoreau, Camus–, grandes nombres, también populares, al contrario que el suyo, el de un prodigioso autor nada comercial al que sus indagaciones poéticas y filosóficas le han llevado a subrayar la necesidad de saber ver lo real. Su apelación a la vida pequeña está cargada de urgencia, pero nosotros seguimos instalados en las pantallas, como si conocer todo lo que sucede en ellas fuera a hacernos más listos, más divertidos, más completos. Bien lo saben las familias que estos días mandan a sus hijos a campamentos donde les exigen apagar los móviles. Piensan que no sobrevivirán a la desconexión. Pero ahí están la montaña y el río, las mejillas quemadas, las carreras de sacos y los bailes lentos. También el silencio, que acaso escuchan por primera vez. “Ningún amor verdadero empieza nunca sin su antesala de silencio y asombro”, se lee en La vida pequeña, de cuyas páginas una no querría moverse para que se le pegue esa forma de discurrir.

Stefan Zweig combatió el tópico de que los judíos quieren hacerse ricos por naturaleza; no, lo que querían era al­canzar algún tipo de espiritualidad moral, filantrópica o cultural, y por ello preferían que sus hijas se casaran con un poeta desheredado que con un rico comerciante (así se arruinaban en tres generaciones). Eso ocurría en el mundo de ayer. En el de hoy nos hemos quitado las mascarillas y ahí sigue el bruxismo, las mandíbulas apretadas y las bocas torcidas que anhelan una gran vida, aunque no nos quepa.

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14 de julio de 2021

La artista Violeta la Burra

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Memoria de Violeta

En aquella Barcelona preolímpica aspirábamos volutas de humo y de placer con las coplas de Violeta la Burra, la artista que, en los setenta, fue contratada por el parisino Paradis Latin, templo del travestismo euro­peo. Violeta aparcó su sueño para cuidar de su madre, y en los noventa actuaba en El Cangrejo, en esa Rambla que antes de turista fue libertaria, a derecha y a izquierda. La preferíamos a los dj de los clubs de moda, pues su vestuario era mucho más arriesgado y su capacidad de provocación nos convertía a todos en rapsodas. Cuando la jaleábamos para que nos contara historias, ella expresaba el dolor con distancia y verbo florido de guasa para que solo emergieran las luces.

Violeta, nacida como Pedro Moreno Moreno, murió el año pasado. Pobre. Inseparable del sintagma “bajos fondos”, donde recalaron todas aquellas trans –entonces llamadas travestis– que a algunos jóvenes nos abrieron un tercer ojo. Sí, porque aquellas criaturas que fusionaban lo femenino con lo masculino exhalaban el aliento transgresor de quien siente vivir en otro cuerpo y otro sexo. Su salida del casillero les había dado muy mala vida: no olvidemos que gais, lesbianas y trans salieron de las cárceles, acabada la dictadura, dos años después que los presos políticos.

Esta semana, con la aprobación de la ley trans, que vuelve a colocar a España en vanguardia de los derechos sociales, he recordado a las Violetas. A todas las que lucharon doblemente, sin victimismos ni focos, por su sexo sentido y los derechos de las mujeres. A las que siempre llevaban las pancartas en las manis del tardo-franquismo, a las más humilladas y vejadas, expulsadas del sistema y del DNI, a las que no tenían talento artístico ni picardía y soñaban con ser farmacéuticas o abogadas. Qué ridículo es pensar que con la ley oportunistas y majaderos se harán pasar por mujeres para tocarnos el culo en un baño a quienes nacimos con útero. Violeta, ¡va por ti!

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7 de julio de 2021

Jackson Pollock, Convergence, 1952. Imagen cortesía jackson-pollock.org.

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Monstruos de las galletas

Cuando hablamos para otros y toda la atención está centrada en nuestras palabras, sentimos ligeros apagones. Basta con tropezar con una erre o una pe para que perdamos el compás, como si se nos olvidarán pasos de baile que conocemos de sobra. Para combatir el vacío, pronunciamos una muletilla salvadora, tanto es así que cuando escuchamos hablar a un político, periodista, actor o escritor, raro será que no diga “de alguna manera”. Pero ¿qué queremos expresar? En el registro oral funciona a modo de amortiguador de la mala conciencia, de la autoridad, o puede reflejar el síndrome del impostor que sienten quienes a veces son llamados a explicar el mundo. También es una forma de ir pensando mientras se buscan las palabras para decirlo.

Escucho a un presentador que habla de “intentar amortiguar, de alguna manera , el argumentario del indulto”. Si suprimimos el “de alguna manera”, la frase no pierde el sentido, sin embargo el periodista rueda más seguro por encima de ese comodín aparentemente elegante que suaviza su afir­mación.

Los tertulianos se exaltan y ejercen de garantes de la ética, cuyo contenido va virando con el viento, ya que entre la ciudadanía los sentimientos morales se activan y desactivan a demanda. En su intento de enhebrar un discurso sólido, abusan de expresiones de estilo: “poner en valor”, “victimizar”, “cancelar” o “monetizar”. Creen que sintetizan el lenguaje y enmarcan su intención, pero a la vez se homologan, como si esas palabras les valieran un carnet de buen analista.

Hace unos días, mi viejo amigo y colega Marc Giró dijo en un plató de Telecinco que en Sálvame eran como monstruos de las galletas, deglutiendo información sin reflexión. El valiente de Giró podría señalar también todos los debates políticos en los que prevalecen las lenguas de madera que repiten ideas convertidas en mantra para unos y veneno para otros.

Leo a Bernardo Kastrup, ¿Por qué el ma­terialismo es un embuste? (Atalanta), un libro en el que anima a superar los clichés y acabar con las interpretaciones disparatadas de la realidad que han oscurecido nuestra propia visión. Y elabora una formulación del ­idealismo más próxima, asegura, a la verdad que la insensatez del materialismo. “Es la autorreflexión la que nos da una oportu­nidad de interpretar la metáfora de la vida. Sin ella estaríamos inmersos en el despliegue de la experiencia, como animales instintivos. No tendríamos ninguna manera de dar sentido a lo que está ocurriendo”, escribe. De ahí que acaben siendo tan plácidos esos “de alguna manera” que caen entre ­galleta y galleta.

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16 de junio de 2021

Emilia Pardo Bazán en el Ateneo de Madrid

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El Ateneo de Madrid respira

Durante años, el Ateneo de Madrid, en pleno barrio de las Letras, se me antojó como una sociedad secreta. Su fachada, discretísima y no menos estrecha, solo permite apreciar los medallones de Alfonso X el Sabio, Cervantes o Velázquez desde enfrente. Pero al abrir el portal, unas estilizadas escaleras modernistas te conducen al ágora donde, durante casi dos siglos, se sirvió el banquete de la Ilustración.

Hace un tiempo se abrió un pequeño café-restaurante –al poco clausurado a causa de un litigio interno– que conectaba con el interior del edificio, y en más de una ocasión aproveché para atisbar el tiempo congelado en la docta casa. No me desagradaba el olor a madera vieja y crujiente, era la sensación de aire encapsulado y de vacío lo que enfatizaba su decadencia. Me contaron que apenas lo pisaban ya 30 socios; que sufría de asfixia económica a pesar de las subvenciones y las cuotas. Más de una vez me había preguntado: ¿qué harán los señores del Ateneo?, porque en su galería de retratos solo hay hombres, a excepción de la condesa, doña Emilia Pardo Bazán.

En 1820, durante el trienio liberal, un grupo de intelectuales organizó un club donde poder discutir sobre “literatura, ciencia y arte”. Se instalaron en una modesta casa burguesa, en la calle de la Ballesta. En 1884 Cánovas del Castillo inauguraría oficialmente la sede actual en presencia de Alfonso XII y María Cristina. De esta forma nacía la “Holanda en España”, así denominó a la institución en la que sus miembros llegaron incluso a debatir la existencia de Dios. A partir de 1905 –26 años antes del sufragio femenino– se permitió la entrada y el voto a las mujeres. Y así fue como Emilia Pardo Bazán recogía ufana, y cubierta con una de sus boas, su carnet de primera ateneísta. En la conmemoración de su centenario recordamos la relación con su “miquiño del alma”, Benito Pérez Galdós, con quien se citaba en los salones del Ateneo. Allí tuvieron más de una acalorada discusión, y el célebre “adiós, viejo chocho” de doña Emilia todavía reverbera entre sus paredes, ya que en Barcelona conoció y se prendó de un apuesto José Lázaro Galdiano –como recordaba Carme Riera en un delicioso y reivindicativo artículo sobre su relación con Catalunya– Ella, a quien no permitieron ingresar en la Real Academia, provocaba a sus compañeros: “¿Por qué os llamáis intelectuales si no os atrevéis con los inteligentes?”.

El Ateneo cuenta con miles de crónicas brillantes: por su sala de tertulia, La Cacharrería, desfilaron Albert Einstein y Sarah Bernhardt, Joaquín Costa y Manuel Azaña, José Ortega y Gasset y Unamuno. Blanca de los Ríos, Carmen Burgos o Clara Campoamor fueron algunas de sus socias activas, aunque apenas existan hoy sombras de su paso por la casa de las musas. Valle-Inclán, uno de sus presidentes, se mudó al edificio con su familia: arruinado y sin techo, y contaba que había un gato que siempre dormía sobre un ejemplar de The New York Times ; “el más culto del mundo”.

En plena pandemia saqué mi carnet de ateneísta. Por un lado, edificaba la fantasía de que, cuando todo aquello pasara, iría a escribir a su biblioteca, La Pecera, un templo para bibliófilos que me devolvería el embelesamiento perdido. Aunque lo que en realidad me ­atrajo fue el entusiasmo de los fundadores del Grupo 1820, que ahora se postula para renovar ese símbolo de la emancipación intelectual ­española, que, a pesar de los heroicos resistentes que lo han mantenido en pie, necesita ponerse al día. Y más cuando nuestra sociedad pantallizada e infantilizada carece de espacios plurales, alejados de la bronca y de la cultura mercantilizada, que irradien compromiso con las artes y el pensamiento, y abanderen el no a más recortes. Y donde vuelvan a morar las ­musas modernas, con espíritu instruido, altruista y dialogante, además del fantasma de don Ramón.

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9 de junio de 2021
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La medicina del recuerdo

En la isla desaparecen las cosas, desde lazos para el cabello hasta perfumes, cascabeles, sombreros o pájaros. Cuando las rosas se esfuman para siempre, los días no se vuelven más ás­peros. Porque sus habitantes están hechos de una pasta que les hace borrar la me­moria, y no añoran lo que pierden. Aun así, los agentes del orden inspeccionan las ­casas en ­busca de recuerdos para destruirlos –fotografías sobre las aves ya extinguidas, por ejemplo– o para capturar a los resistentes, individuos capaces de recordar, por lo que deben esconderse. Es el arranque de la ­historia de Yoko Ogawa en La ­policía de la memoria (Tusquets), y sus páginas te enredan en lo que sería una vida amnésica, sin pasado.

¿Cómo nos dibujan nuestros propios recuerdos? Qué importancia tiene lo que se ha filtrado por el coladero del olvido y permanece “como si lo estuviera viendo ahora”. Algunas escenas se grabaron en un mármol indestructible. La muerte del padre –todavía hueles el cloroformo del hospital de paliativos–; el parto y el hilo rojo del ombligo; aquel primer mensaje de amor, palabra por palabra. Pero además habitan en el disco duro una colección de pisos alquilados –y tú en ellos–, de habitaciones de hotel o cachivaches inútiles. Entre lo memorable hay chatarra, souvenirs en miniatura que se han ido mudando contigo.

Los objetos viejos derraman su misterio en los mercadillos. No podían nombrarse mejor: Encants, un espacio donde se cruzan pasado y presente, levantando un hechizo que te envuelve en un ánimo preciso. En el libro homónimo, una memoria gráfica de la feria de Barcelona con fotografías de Rafael Vargas y textos de Victoria Bermejo, una se sumerge en una sobredosis de realismo a veces mareante, igual que su oferta. Y a través de la vajilla de porcelana o los espejos de tocador, de los colchones postrados ante una fachada, las vírgenes, los relojes, los soldaditos y las perlas, se prolonga la rueda de la existencia. Su poética decadente nos atrapa, aunque no que­ramos vivir rodeados de ella, basta un ­condimento en el plato que nos sitúe en medio del caos que nosotros seguimos imaginando como el fluir de esa sinuosa línea entre el nacimiento y la muerte. Con el tiempo, aprendemos a aligerar bultos, a deshacernos tanto de amigos y conocidos como de zapatos. Pero algunos de ellos regresan. La fortuna de hallar una pitillera de plata o de reencontrarte con un antiguo compañero de pupitre te regala una perspectiva literaria de tu propia vida, porque recordar también es volver a ser. Y no hay pócima que lo iguale.

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26 de mayo de 2021

Oberon, Titania and Puck with Fairies Dancing c.1786 William Blake. Tate.org.uk

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Bailar la conga

Durante el confinamiento, después de los aplausos a los sanitarios, se quedaban algunos vecinos a charlar de balcón a balcón. Yo los observaba igual que a actores de teatro. Con qué fruición pronunciaban los adjetivos o adornaban sus exclamaciones con los brazos, tanto mujeres con batas de forro polar como hombres con camisetas imperio. Se les veía a gusto, parloteando con la olla al fuego o el mando de la tele en la mano, con tal ansia de hablarse en persona que olvidaban el pudor de ventilar sus intimidades.

Pensé en ellos cuando la masa se volvió a meter en una lata de sardinas para celebrar el fin del estado de alarma. El predecible efecto sacacorchos se concretaba en una exhibición de euforia al recuperar la libertad de movimiento a través de tipos y tipas muy ufanos de representar la imprudencia. No tardaron en llegar los lamentos de quienes profetizaron que la pandemia nos haría mejores. Según los pensadores que han analizado su impacto, esta nos dejará una buena cicatriz en algún rincón del ser, el público y el privado, porque una crisis mortal nos ha pasado por encima, colapsando el mundo. No obstante, el espíritu extrovertido, espoleado por el hartazgo, se apresura a celebrar. Lo que sea. Y a bailar la conga, fundiéndose entre la multitud, ese existir mediante los otros.

Empiezan a recuperarse las tertulias de café, las partidas de mus y el té con pastas en las ciudades de provincias. Los primos, sobrinos y cuñados ya pueden derramar juntos el cava sobre el mantel. Pero también se irá rompiendo una de las pocas costumbres benévolas que nos dejó todo esto: cenar a las ocho y media, regresar a las once y empezar de nuevo la noche. Volverán las dobles filas, los abrazos falsos y los besos mojados. Socializaremos más, aunque no olvidaremos que durante un año apenas hemos tenido ganas de hablar con cuatro gatos, los mismos que nos han curado con su voz alguna noche de perros. Con ellos hemos compartido una intimidad que no se pliega a ningún toque de queda, sí, los grandes afectos han salido fortalecidos de esta media soledad. “¿Imaginas si al terminar la reclusión obligada todo volviera a ser como antes, cegados por la socialidad perdida, y no pudiéramos quedarnos con la atención recuperada?”, reflexiona Remedios Zafra en Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura (Anagrama), además de intuir el apabullamiento de miles de tareas minúsculas sobre las aceras recalentadas. Es un temor fundado: nuevos pastores excitan a su aborregada multitud en nombre de una falsa libertad.

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14 de mayo de 2021

Amor y Dolor – Edvard Munch

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Terapia y amor

 

Buscamos secretos, aunque sepamos que en cualquier historia habita un silencio. Lo que se calla puede ser la pieza suelta que necesitábamos para comprender o, todo lo contrario, nos decepciona porque, lejos de esclarecer algo, lo oscurece. Por ello hay escritores que incluyen largos silencios en sus novelas como forma de activar nuestra propia voz y excitarnos la curiosidad. Nos llevan a fantasear que somos pequeños Robinson Crusoe de la condición humana, ansiosos de entender la razón por la que unos se corrompen y extravían, pierden las ganas de amar, y otros se hacen millonarios.

Hoy somos terapeutas amateur que hurgan entre los restos de los sueños para explicarnos por qué perdemos el sentido de la vida. Atribuimos a la pandemia la nube mental que ralentiza nuestro pensamiento. La misma que nos ha desgajado del grupo por su condición tóxica. Ha desaparecido incluso el espacio público para hablar de la nada, y se han llenado las consultas –muchas virtuales– de psicólogos y psiquiatras. “¿Qué me está pasando?”, “¿qué he hecho mal en la vida?”, “¿por qué soy una mierda?”. La pandemia se ha erigido también en contaminadora de mentes al romper la ilusión del control, ese mandato que ha regido siempre nuestras vidas.

Se agranda la brecha del afecto: deseamos imperiosamente que nos quieran, que sepan de verdad quiénes somos. Personajes famosos que durante años insistieron en no hablar –Nevenka, Rocío Carrasco…– se han sentado frente a una cámara y han ofrecido un relato interiorizado que deja entrever largas sesiones de terapia o autoanálisis. Se lo han contado a sí mismos –o al médico– en infinitas ocasiones, de ahí que lo articulen sin dudar: expresarlo es empezar a curarse.

“Se debería entonces pensar la pandemia como criatura mítica”, afirma en Lo que estábamos buscando (Cuadernos Anagrama) Alessandro Baricco, para quien el virus, antes de tocar los cuerpos de los individuos, ha contagiado el imaginario colectivo. Y, una vez pase, ya vacunados, resistirá como un mito que tan solo podrá ser conjurado por otro, un descarrilamiento del cuerpo con mejor química que el diazepam: el amor.

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28 de abril de 2021
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Una conspiración literaria

Escritores y lectores conver­sando sin un fin concreto, ajenos a los caprichos del mercado, construyendo un relato que entra y sale de los libros entre el mundo de ayer y el de hoy. Esta es la imagen con la que identifico el premio Formentor, una especie de sociedad literaria creada en unos tiempos en que intelec­tuales y editores eran todavía escuchados. Carlos Barral, Claude Gallimard y Giulio Einaudi decidieron convocar la primera edición del premio, en 1960, para encontrar al más necesario de los escritores célebres. Deliberaron, y concedieron un ex ­aequo a Borges y Beckett, entregado el año siguiente en aquel paraje semisalvaje, el oasis mediterráneo del hotel Formentor. Se trata del galardón literario más interna­cional que se concede en España, y surge de la iniciativa privada. De la pasión de unos dis­tinguidos bohemios que leían a Rilke en la playa mallorquina, mistificada por sus rocas telúricas y su pino poético, símbolo de fortaleza.

El pasado lunes Formentor se trasladó a Sevilla, y navegó hasta la Cartuja, una isla fluvial situada entre dos brazos del Guadalquivir. Las nubes bajas traían una promesa de neblina que dudaba en esparcirse entre las ráfagas de jazmín y azahar. Ferrer Lerín, miembro del jurado, apreció un cernícalo primilla –al distinguir su cola gris azulada– sobrevolando el hotel Barceló Renacimiento cual guardián de las letras.

La ciudad estaba a punto de aflamencarse para vivir una feria en balcones y aceras, al tiempo que un jurado, ajeno al frufrú de los volantes, deliberaba el ganador de una edición que recupera la itinerancia, y que, con la pandemia, extiende su sentido de conspiración cultural. El argentino César Aria recibirá el galardón en Túnez. Basilio Baltasar, artífice del premio –que cuenta con el mecenazgo de la familia Barceló y Buades–, lo conecta con “cierto espíritu nómada, cuyo origen se remonta a las disputas filosóficas de la Magna Grecia, protegido por ese clima de libertad, agudeza, curiosidad y ecuanimidad que raras veces encontramos en otros lugares”.

Formentor es una anomalía. Exalta la imaginación, la calidad, la crítica y la meditación cultural, en las antípodas de los predicadores que extienden sus alas desde los realities show o los escupideros de las redes. Los intelectuales pintan hoy poco; el poder de influencia corresponde a los medios. Y deberíamos cuestionarnos por qué los pensadores y escritores ocupan un espacio tan marginal en una sociedad que apenas se hace preguntas, envilecida por el ruido de tripas de un pensamiento anoréxico.

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14 de abril de 2021

Imagen por Díaz Wichmann para Destino

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Najat y el ardor multicultural

Tuve tiempo por primera vez a los 28 años”. ¿Cómo fue eso? “Gané un premio literario, el Ramon Llull, y con aquel dinero por fin tuve tiempo”. Habla Najat el Hachmi, escritora, ganadora del último premio Nadal con El lunes nos querrán (Destino/Edicions 62), una novela sobre el éxodo. Huir de la religión, de la cultura, del idioma natal, de un piso de techos bajos, del imán de la mez­quita del barrio, de las vecinas malignas, policías de costumbres. Y de una misma. Su libro contiene un recuento detallado del viaje que supone escapar de un marco para encajar en otro, que también aprieta. Najat gastó 28 años de tra­vesía; y cuando por fin pudo comprar tiempo, supo quién era. No me cabe mayor idea de la soledad.

“La imagen que mejor refleja la ansiedad, el frágil equilibrio, es la de una madre sola”, me dice Najat. Ella lo fue con 21 años. El padre desapareció. Y el cableado con su familia estaba demasiado arañado. Se llevaba al hijo a todas partes, transbordos y librerías. Como la pro­tagonista de su libro que relata: “Cuando la gente se daba cuenta de que no le hablaba en la lengua de mi madre se sentían decepcionados y me decían: ‘¡Qué pena perder una lengua!’. Y yo no me atrevía a contarles que para con­servar la lengua me hubiera tenido que quedar en el barrio, bien tapada. Lo único que conseguía explicarles era que las lenguas están vinculadas a las emociones, y que las mías hacía décadas que no estaban ligadas a la lengua de mi pueblo”.

A Najat la invitaban a mesas redondas como la mora integrada de la que se espera un discurso ejemplar que abrace lo mejor de los dos mundos, incluido el exotismo que nos gusta contemplar en los mercadillos ambulantes. La bien amada multiculturalidad que confieso que un día exalté con ignorancia. Pornografía étnica, en palabras de El Hachmi. Ella era la nota de color, la cuota para tranquilizar la conciencia. Nadie le preguntó qué papel quería desempeñar. Lo daban por hecho.

Es difícil manejar las intolerancias ajenas. Como las interpretaciones rigoristas del islam que obligan a las mujeres a cubrirse el pelo como forma de invisibilizarlas: abayas y burkas para borrar su silueta y cerrar el paso al demonio. Tampoco el feminismo es amigo de los tacones y el maquillaje, comentamos con Najat. “Sí, pero a nadie le dan una paliza por llevar tacones, y en cambio sí te la dan por quitarte el pañuelo”. Hoy, la palabra multiculturalidad se ha sustituido por diversidad . No solo es más amplia, sino que huye de la identificación de los términos cultura y origen . Porque la cultura no debería tener límites geográficos, y, además, siempre multiplica. Pero ocurre un fenómeno curioso: cuando se preparan especiales sobre el concepto de diversidad en los medios españoles, la suelen importar de Francia o Inglaterra, donde los autores parecen más chic que los autóctonos.

El extranjero siempre será extranjero. Queremos que adopte nuestros valores y costumbres, y a la vez que nos entretenga con su plus de singularidad. Pero lo seguimos viendo como el otro . El diálogo y la negociación de acuerdos son todavía estrategias políticas titubeantes, entorpecidas siempre por el ruido y la furia de la polémica reaccionaria. Más que preservar su cultura original , los que vienen de afuera quieren papeles, derechos como ciudadanos y un lugar donde trabajar y vivir en paz. Su libertad y su dignidad está por encima del choque cultural o por lo que entendemos por integración, que suele ser siempre sesgado. No solo ellos, también nosotros somos sujetos interactuantes en el intercambio de la diferencia.

Hay muy pocas Najat en España, y hacen falta. Ella aprendió a escribir gracias a una madre que no sabía leer pero era una gran narradora oral de la tradición bereber. Afirma que ese es el legado más importante que ha conservado de sus orígenes. Luego saltó en pértiga.

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5 de abril de 2021

Imagen por Priscilla Du Preez en Unsplash

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Leed, leed, malditos

Soy rica en libros y en perfumes. No concibo mayores tesoros privados, garantes de un placer solitario que me conecta con los otros. Incluso cuando se abandonan, los libros viejos y los frascos vacíos siguen transmitiendo el encanto del descubrimiento. Los aromas me devuelven memorias olfativas y me aderezan el ánimo. En sus notas habita una promesa de felicidad, e igual sucede cuando entra un libro en casa y reconozco en él la oportunidad de un festín íntimo. Porque la lectura ha sido la llave para entender las cuatro cosas que sé de la condición humana.

Soy, por descontado, una madre más que entona el réquiem por los libros que no leen los hijos. Que nada en la frustración cuando las fantasías narcisistas me conducen a recomendarles lo que me fascinaba a su edad y vestía mis deseos. No funciona. Acudes a Geronimo Stilton o Roald Dahl. Después, solo pantalla. Cuánta razón tiene el ­ministro de Economía y Finanzas francés, Bruno Le Maire, en su alegato –que se ha hecho viral en las redes– a favor del poder de los libros. “La lectura es un combate –afirmó dirigiéndose a un grupo de estudiantes–; os va a permitir entender quiénes sois, va a poner palabras a aquello que sentís y que ni siquiera sabéis sobre vosotros. Y una persona totalmente desconocida a la cual nunca habéis visto y a la que probablemente nunca veáis os susurrará al oído, en el silencio de la lectura, cosas que nunca habríais comprendido sobre vosotros si no las hubierais leído”. No suele ser habitual que un político anime a abrir libros: “Leed, apartaos de las pantallas. Las pantallas os devoran, la lectura os alimenta. Esa es la diferencia”.

La buena voluntad del político francés –cuánto por aprender en esta España nuestra– probablemente chocará con el desinterés y la inercia. Las aplicaciones, ­videojuegos, redes o series seguirán dopando a los jóvenes. En mi caso, soy optimista. Algún día se les abrirá el hambre. Recuerdo cuando a mi hija mayor –todo le aburría– le di a leer El gran cuaderno de Agota Kristof. A medio libro vino sofocada, gritando: “¿Qué tipo de madre eres? Hay una escena de zoofilia”. Y con­tinuó leyendo, comiéndose los dedos.

 

 

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17 de marzo de 2021
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