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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La escuela del fracaso

 

Desearíamos poner en nuestra puerta aquella calcomanía que la escritora María Gainza recuerda en su deslumbrante El nervio óptico (Anagrama): “Déjennos en paz, estamos atravesando una crisis”. ¿Quién osaría llamar a la puerta de nuestra casa, nuestro taller o nuestro corazón ante dicha inscripción? La vida es una colección de crisis. Con suerte se espacian, pero aun así aguardan agazapadas, como un pequeño bicho que se alimenta hasta no caber en el armario. Le basta esperar la hora en que revienten el ánimo, el estómago, las hormonas, la pareja, el trabajo, o en que la muerte cercana te dé una bofetada: de todo a nada. Nos gustaría pensarlas detenidamente, sentir el tiempo igual que una vasta llanura para meditar, y resolver de una vez por todas el problema como dicen hoy, “en micro y en macro”, aunque en realidad preferimos estar ocupados, apartados del foco de la crisis, que seguirá cabalgando a nuestro lomo.

Hemos agitado tanto la bandera de la felicidad que una pasta hecha de melancolía y tedio embadurna el planeta. La vida en pantalla es trepidante, por lo que algunos entran más en crisis. Ven a gente que sonríe y brilla, que parece estar perpetuamente enamorada. Que posa en rincones idílicos, brinda con cursilería y corta flores. Los profetas del pensamiento positivo nos convencieron de que el optimismo no era cosa de tontos. Por ello, los estilos de vida que engrosan la ideología del bienestar, la que más cátedra sienta entre todas, nos complacen tanto como nos torturan. A menudo nos gustaría ser nuestro yo ideal, disfrutar de la ar­monía, regresar a aquel estado fugaz, parecido a una alegre bolsa de aire puro en los pulmones. En la calle, en cambio, recibimos los manotazos de quienes andan con ira.

El libro de Gainza repasa algunas escenas biográficas de maestros del arte que deberían formar parte de una docta escuela del fracaso. “Cezanne decía: lo grandioso acaba por cansar. Hay montañas, que, cuando uno está delante, te hacen gritar ‘¡me cago en Dios!’, pero para el día a día con un simple cerro hay de sobra. Tu ciudad es una llanura gris pero cada tanto las nubes se corren y algo emerge en medio de la nada”. La vida no nos deja en paz, y, por ello, en nuestro constante reto de mantenernos en pie, seguimos luchando contra molinos de viento que a menudo sobrevaloramos. No combatimos las crisis deseando menos sino ambicionando más; tenemos esa triste manera de castigarnos.

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16 de septiembre de 2021

Foto: Ehimetalor Akhere (Licencia Unsplash).

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Sin relojes en Afganistán

 

“Una pérdida de tiempo, un puto discurso plagado de putas estupideces”. Esta frase tan mal hablada pertenece a la película Máquina de guerra, en la que Brad Pitt interpreta a un trasunto del carismático general norteamericano Stanley McChrystal. Y se refiere al discurso de Obama en West Point en el que anunciaba una terrible contradicción: enviaría más tropas al país que invadieron tras los atentados del 11-S, aunque se comprometía a emprender su retirada escalonada a partir del 2011. McChrystal, en cambio, quiere pelear en las regiones más hostiles para asegurar el país antes de la retirada. Es austero, duerme cuatro horas, moriría por sus tropas. “No ganamos la guerra porque no la libramos”, dice. El rearme silencioso de los extremistas no se hará esperar; se extiende una frase premonitoria de los talibanes: “Vosotros tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo”.

A la entonces ministra de Defensa, Carme Chacón, le interesaba McChrystal, con el que se reunió varias veces en Kabul junto al entonces Jemad, José Julio Rodríguez. Fluyó la empatía entre dos seductores. Intercambiaban mensajes, incluso Chacón llegó a variar algunas tácticas siguiendo las ideas del general. Ella tenía muy claro que aquello era una guerra, y siempre se refirió al conflicto como tal, sin eufemismos, porque no quería que le ocurriera lo que a Zapatero con la crisis.

De nuevo, la vida de una mujer vale menos que la de una cabra; no hay otra salida que el asilo En las Navidades del 2008 pude integrarme en el Falcon que viajaría hasta Manas para, desde allí –en un infernal vuelo en Hércules–, llegar a Herat, donde la ministra visitaría al contingente. Recuerdo bien al pastún que nos condujo en un autobús soviético hasta la base y los dormitorios de las militares, con ositos de peluche y un libro de Dulce Chacón sobre la litera. No pudimos salir de la base por el elevado riesgo de ataques. “¿Cómo es la vida en Afganistán? ¿Y la de las mujeres?”, preguntaba a quienes habían recorrido sus calles. Y relataban una vida medieval, donde muchas niñas estudiaban clandestinamente. Las mujeres vivían con las libertades limitadísimas, reservadas para una élite –el 20% de la población que colaboraba con los extranjeros–. Como Sharifef, refugiada en Madrid desde hace cinco años, que fue condenada al analfabetismo. Esta semana llegaron su madre y su hermana pequeña a Madrid. Forman parte de las 2.181 personas que han podido salir del aeropuerto de Kabul, de ellas 1.700 han pedido asilo en España, según fuentes de ­CEAR. Se sienten igual que extraterrestres, y el dolor por los suyos, retenidos en Herat, les hace sangrar los dientes.

El tiempo ha demostrado acertadas las críticas que el general McChrystal vertió contra Joe Biden –entonces vicepresidente de Obama–, al que tildó de miope. Hemos llegado al Caosistán, predijo antes de su relevo al frente de las tropas de la OTAN en Afganistán. Ahora, una década después, se acaba de desmontar la pantomima: un gobierno de cartón piedra apuntalado militarmente se ha derrumbado como un mal decorado, y ha permitido a las fieras recuperar el control. Fieras salvajes y crueles. De nuevo, la vida de una mujer vale menos que la de una cabra. Parece difícil pensar otra salida que no sea el asilo. “Desde España estamos liderando una campaña de salida de emergencia, para abrir corredores humanitarios”, me informan desde CEAR. Porque la solidaridad internacional parece el único paliativo ante un desastre anunciado y engordado a causa de las dioptrías geopolíticas de quienes todavía no han comprendido cómo se combate el fanatismo.

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10 de septiembre de 2021

La filósofa Simone Weil

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La queja y el saco roto

El mundo parece una oficina de reclamaciones colapsada. En cualquier rincón, por alejado y pacífico que parezca, habita un malestar. Pequeñas desesperaciones que engordan con su lamento. La oposición se lamenta de las acciones del Gobierno, sean cuales sean; los trabajadores se quejan ante sus jefes; hijos, madres y padres se quejan los unos de los otros, algunos por vicio, otros con desesperación. La queja no te deja tranquilo, siempre hay un motivo: que el vino blanco esté caliente, que el taxista equivoque la ruta y nos robe diez minutos de nuestra vida; que debamos operar digitalmente –cita previa mediante– con la administración porque ya no hay nadie al otro lado del teléfono.

O que, con la quinta ola, tengamos que volver a encerrarnos en casa a las diez en plena noche de verano; que nuestros hijos empiecen a contagiarse, atemorizados al dar positivo pues veían el virus tan lejano a ellos como la muerte, algo que solo les sucede a los otros.

Las quejas tienen categoría. Las hay de todo a cien y de alta costura. Unas se sobreactúan, mientras que otras se silencian. Grandes pensadores de la talla de Kant o Nietzsche –un verdadero quejica– alertaron de la infertilidad del lamento y las lágrimas, que continúan siendo noticia cuando asoman públicamente. La razón debería controlar aquella emoción, reducirla y disiparla. Restañar la herida en lugar de respirar por ella. En más de una ocasión, cuando he estado a punto de quejarme a las altas instancias, algún colega masculino cargado de buenísima intención me ha di­suadido: “Déjalo estar, no merece la pena: quedará en nada”. Pero la ofensa acallada acaba generando desprecio, e incluso inquina.

Simone Weil concebía la queja “como algo hermoso, incluso sagrado”, según cuenta la investigadora Deborah Casewell, codirectora del Simone Weil Network. Y resume su pensamiento, tan vigente: “Siempre que una persona llora por dentro –“¿Por qué me lastiman?”–, le están haciendo daño. A menudo se equivoca al tratar de definir el agravio, por qué y quién se lo inflige. Pero el grito en sí es infalible”. Weil, junto a Spinoza, Leibniz, Descartes, Olympe de Gouges, Tomás Moro, Voltaire o Émilie du Châtelet forman parte del interesantísimo libro de Víctor Gómez Pin El honor de los filósofos (Acantilado). La pensadora murió con apenas 34 años, y todos sus libros se publicaron póstumamente. T.S. Eliot y Albert Camus, que la distinguió como “el único gran espíritu de nuestro tiempo”, alabaron su lucidez y honestidad intelectual. Hoy se la recuerda por haber indagado las tonalidades del dolor. Supo discernir entre sufrimiento ordinario y aflicción, un sentimiento que acaba convirtiéndose en una pregunta interior: ¿por qué me pasa esto?

Weil, que se había conmovido hasta el llanto ante las hambrunas en China, le espetó en una ocasión a Simone de Beauvoir, defensora a capa y espada de la revolución: “¡Cómo se nota que nunca has pasado hambre!”. Para ella, la ética implica una actitud de atención, de compasión y amor hacia el otro. Y afirmaba que, si bien no tenemos la capacidad de crear un mundo mejor, sí debemos conducirnos en esa dirección.

En la actual saturación de quejas –y de señalamientos en busca de chivos expiatorios, malignos conspiradores culpables de las calamidades que padece la humanidad–, nadie escucha ni se detiene ante la aflicción de los demás, demasiado acuciados como estamos por imponer nuestros puntos de vista, reglas y procedimientos. Un gigantesco dique del que cuelga un cartel: “No se atiende a razones”.

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28 de julio de 2021

Denys Nevozhai (Licencia Unsplash).

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Una vida más pequeña

El mundo está enfermo, y seguimos tomándonos la vida como una carrera de Fórmula 1 aunque se trate de una pista de cochecitos de feria. De igual modo que dicen que la gente se divorcia porque cree en el amor, muchos quieren huir, bien porque creen en la felicidad, bien porque comparten aquel pensamiento de Séneca en su retiro: “Nada he reprobado excepto a mí mismo”. Tomo la idea de irse de uno mismo del libro La vida pequeña. El arte de la fuga (Anagrama), de José Ángel González Sainz, una meditación refrescante y lúcida sobre el olvido de vivir. El autor se pregunta tras la pandemia por la pérdida de significado. E invoca la tensión de la búsqueda, la verdadera alegría, la gratitud y la serenidad, el saber identificar lo realmente bueno, además de la necesidad de dejarse de lado a uno para poder ver con claridad lo atontada y envanecida que es nuestra existencia.

Pienso en los autores entre los que hurga –Hölderlin, Rilke, Montaigne, Thoreau, Camus–, grandes nombres, también populares, al contrario que el suyo, el de un prodigioso autor nada comercial al que sus indagaciones poéticas y filosóficas le han llevado a subrayar la necesidad de saber ver lo real. Su apelación a la vida pequeña está cargada de urgencia, pero nosotros seguimos instalados en las pantallas, como si conocer todo lo que sucede en ellas fuera a hacernos más listos, más divertidos, más completos. Bien lo saben las familias que estos días mandan a sus hijos a campamentos donde les exigen apagar los móviles. Piensan que no sobrevivirán a la desconexión. Pero ahí están la montaña y el río, las mejillas quemadas, las carreras de sacos y los bailes lentos. También el silencio, que acaso escuchan por primera vez. “Ningún amor verdadero empieza nunca sin su antesala de silencio y asombro”, se lee en La vida pequeña, de cuyas páginas una no querría moverse para que se le pegue esa forma de discurrir.

Stefan Zweig combatió el tópico de que los judíos quieren hacerse ricos por naturaleza; no, lo que querían era al­canzar algún tipo de espiritualidad moral, filantrópica o cultural, y por ello preferían que sus hijas se casaran con un poeta desheredado que con un rico comerciante (así se arruinaban en tres generaciones). Eso ocurría en el mundo de ayer. En el de hoy nos hemos quitado las mascarillas y ahí sigue el bruxismo, las mandíbulas apretadas y las bocas torcidas que anhelan una gran vida, aunque no nos quepa.

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14 de julio de 2021

La artista Violeta la Burra

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Memoria de Violeta

En aquella Barcelona preolímpica aspirábamos volutas de humo y de placer con las coplas de Violeta la Burra, la artista que, en los setenta, fue contratada por el parisino Paradis Latin, templo del travestismo euro­peo. Violeta aparcó su sueño para cuidar de su madre, y en los noventa actuaba en El Cangrejo, en esa Rambla que antes de turista fue libertaria, a derecha y a izquierda. La preferíamos a los dj de los clubs de moda, pues su vestuario era mucho más arriesgado y su capacidad de provocación nos convertía a todos en rapsodas. Cuando la jaleábamos para que nos contara historias, ella expresaba el dolor con distancia y verbo florido de guasa para que solo emergieran las luces.

Violeta, nacida como Pedro Moreno Moreno, murió el año pasado. Pobre. Inseparable del sintagma “bajos fondos”, donde recalaron todas aquellas trans –entonces llamadas travestis– que a algunos jóvenes nos abrieron un tercer ojo. Sí, porque aquellas criaturas que fusionaban lo femenino con lo masculino exhalaban el aliento transgresor de quien siente vivir en otro cuerpo y otro sexo. Su salida del casillero les había dado muy mala vida: no olvidemos que gais, lesbianas y trans salieron de las cárceles, acabada la dictadura, dos años después que los presos políticos.

Esta semana, con la aprobación de la ley trans, que vuelve a colocar a España en vanguardia de los derechos sociales, he recordado a las Violetas. A todas las que lucharon doblemente, sin victimismos ni focos, por su sexo sentido y los derechos de las mujeres. A las que siempre llevaban las pancartas en las manis del tardo-franquismo, a las más humilladas y vejadas, expulsadas del sistema y del DNI, a las que no tenían talento artístico ni picardía y soñaban con ser farmacéuticas o abogadas. Qué ridículo es pensar que con la ley oportunistas y majaderos se harán pasar por mujeres para tocarnos el culo en un baño a quienes nacimos con útero. Violeta, ¡va por ti!

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7 de julio de 2021

Jackson Pollock, Convergence, 1952. Imagen cortesía jackson-pollock.org.

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Monstruos de las galletas

Cuando hablamos para otros y toda la atención está centrada en nuestras palabras, sentimos ligeros apagones. Basta con tropezar con una erre o una pe para que perdamos el compás, como si se nos olvidarán pasos de baile que conocemos de sobra. Para combatir el vacío, pronunciamos una muletilla salvadora, tanto es así que cuando escuchamos hablar a un político, periodista, actor o escritor, raro será que no diga “de alguna manera”. Pero ¿qué queremos expresar? En el registro oral funciona a modo de amortiguador de la mala conciencia, de la autoridad, o puede reflejar el síndrome del impostor que sienten quienes a veces son llamados a explicar el mundo. También es una forma de ir pensando mientras se buscan las palabras para decirlo.

Escucho a un presentador que habla de “intentar amortiguar, de alguna manera , el argumentario del indulto”. Si suprimimos el “de alguna manera”, la frase no pierde el sentido, sin embargo el periodista rueda más seguro por encima de ese comodín aparentemente elegante que suaviza su afir­mación.

Los tertulianos se exaltan y ejercen de garantes de la ética, cuyo contenido va virando con el viento, ya que entre la ciudadanía los sentimientos morales se activan y desactivan a demanda. En su intento de enhebrar un discurso sólido, abusan de expresiones de estilo: “poner en valor”, “victimizar”, “cancelar” o “monetizar”. Creen que sintetizan el lenguaje y enmarcan su intención, pero a la vez se homologan, como si esas palabras les valieran un carnet de buen analista.

Hace unos días, mi viejo amigo y colega Marc Giró dijo en un plató de Telecinco que en Sálvame eran como monstruos de las galletas, deglutiendo información sin reflexión. El valiente de Giró podría señalar también todos los debates políticos en los que prevalecen las lenguas de madera que repiten ideas convertidas en mantra para unos y veneno para otros.

Leo a Bernardo Kastrup, ¿Por qué el ma­terialismo es un embuste? (Atalanta), un libro en el que anima a superar los clichés y acabar con las interpretaciones disparatadas de la realidad que han oscurecido nuestra propia visión. Y elabora una formulación del ­idealismo más próxima, asegura, a la verdad que la insensatez del materialismo. “Es la autorreflexión la que nos da una oportu­nidad de interpretar la metáfora de la vida. Sin ella estaríamos inmersos en el despliegue de la experiencia, como animales instintivos. No tendríamos ninguna manera de dar sentido a lo que está ocurriendo”, escribe. De ahí que acaben siendo tan plácidos esos “de alguna manera” que caen entre ­galleta y galleta.

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16 de junio de 2021

Emilia Pardo Bazán en el Ateneo de Madrid

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El Ateneo de Madrid respira

Durante años, el Ateneo de Madrid, en pleno barrio de las Letras, se me antojó como una sociedad secreta. Su fachada, discretísima y no menos estrecha, solo permite apreciar los medallones de Alfonso X el Sabio, Cervantes o Velázquez desde enfrente. Pero al abrir el portal, unas estilizadas escaleras modernistas te conducen al ágora donde, durante casi dos siglos, se sirvió el banquete de la Ilustración.

Hace un tiempo se abrió un pequeño café-restaurante –al poco clausurado a causa de un litigio interno– que conectaba con el interior del edificio, y en más de una ocasión aproveché para atisbar el tiempo congelado en la docta casa. No me desagradaba el olor a madera vieja y crujiente, era la sensación de aire encapsulado y de vacío lo que enfatizaba su decadencia. Me contaron que apenas lo pisaban ya 30 socios; que sufría de asfixia económica a pesar de las subvenciones y las cuotas. Más de una vez me había preguntado: ¿qué harán los señores del Ateneo?, porque en su galería de retratos solo hay hombres, a excepción de la condesa, doña Emilia Pardo Bazán.

En 1820, durante el trienio liberal, un grupo de intelectuales organizó un club donde poder discutir sobre “literatura, ciencia y arte”. Se instalaron en una modesta casa burguesa, en la calle de la Ballesta. En 1884 Cánovas del Castillo inauguraría oficialmente la sede actual en presencia de Alfonso XII y María Cristina. De esta forma nacía la “Holanda en España”, así denominó a la institución en la que sus miembros llegaron incluso a debatir la existencia de Dios. A partir de 1905 –26 años antes del sufragio femenino– se permitió la entrada y el voto a las mujeres. Y así fue como Emilia Pardo Bazán recogía ufana, y cubierta con una de sus boas, su carnet de primera ateneísta. En la conmemoración de su centenario recordamos la relación con su “miquiño del alma”, Benito Pérez Galdós, con quien se citaba en los salones del Ateneo. Allí tuvieron más de una acalorada discusión, y el célebre “adiós, viejo chocho” de doña Emilia todavía reverbera entre sus paredes, ya que en Barcelona conoció y se prendó de un apuesto José Lázaro Galdiano –como recordaba Carme Riera en un delicioso y reivindicativo artículo sobre su relación con Catalunya– Ella, a quien no permitieron ingresar en la Real Academia, provocaba a sus compañeros: “¿Por qué os llamáis intelectuales si no os atrevéis con los inteligentes?”.

El Ateneo cuenta con miles de crónicas brillantes: por su sala de tertulia, La Cacharrería, desfilaron Albert Einstein y Sarah Bernhardt, Joaquín Costa y Manuel Azaña, José Ortega y Gasset y Unamuno. Blanca de los Ríos, Carmen Burgos o Clara Campoamor fueron algunas de sus socias activas, aunque apenas existan hoy sombras de su paso por la casa de las musas. Valle-Inclán, uno de sus presidentes, se mudó al edificio con su familia: arruinado y sin techo, y contaba que había un gato que siempre dormía sobre un ejemplar de The New York Times ; “el más culto del mundo”.

En plena pandemia saqué mi carnet de ateneísta. Por un lado, edificaba la fantasía de que, cuando todo aquello pasara, iría a escribir a su biblioteca, La Pecera, un templo para bibliófilos que me devolvería el embelesamiento perdido. Aunque lo que en realidad me ­atrajo fue el entusiasmo de los fundadores del Grupo 1820, que ahora se postula para renovar ese símbolo de la emancipación intelectual ­española, que, a pesar de los heroicos resistentes que lo han mantenido en pie, necesita ponerse al día. Y más cuando nuestra sociedad pantallizada e infantilizada carece de espacios plurales, alejados de la bronca y de la cultura mercantilizada, que irradien compromiso con las artes y el pensamiento, y abanderen el no a más recortes. Y donde vuelvan a morar las ­musas modernas, con espíritu instruido, altruista y dialogante, además del fantasma de don Ramón.

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9 de junio de 2021
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La medicina del recuerdo

En la isla desaparecen las cosas, desde lazos para el cabello hasta perfumes, cascabeles, sombreros o pájaros. Cuando las rosas se esfuman para siempre, los días no se vuelven más ás­peros. Porque sus habitantes están hechos de una pasta que les hace borrar la me­moria, y no añoran lo que pierden. Aun así, los agentes del orden inspeccionan las ­casas en ­busca de recuerdos para destruirlos –fotografías sobre las aves ya extinguidas, por ejemplo– o para capturar a los resistentes, individuos capaces de recordar, por lo que deben esconderse. Es el arranque de la ­historia de Yoko Ogawa en La ­policía de la memoria (Tusquets), y sus páginas te enredan en lo que sería una vida amnésica, sin pasado.

¿Cómo nos dibujan nuestros propios recuerdos? Qué importancia tiene lo que se ha filtrado por el coladero del olvido y permanece “como si lo estuviera viendo ahora”. Algunas escenas se grabaron en un mármol indestructible. La muerte del padre –todavía hueles el cloroformo del hospital de paliativos–; el parto y el hilo rojo del ombligo; aquel primer mensaje de amor, palabra por palabra. Pero además habitan en el disco duro una colección de pisos alquilados –y tú en ellos–, de habitaciones de hotel o cachivaches inútiles. Entre lo memorable hay chatarra, souvenirs en miniatura que se han ido mudando contigo.

Los objetos viejos derraman su misterio en los mercadillos. No podían nombrarse mejor: Encants, un espacio donde se cruzan pasado y presente, levantando un hechizo que te envuelve en un ánimo preciso. En el libro homónimo, una memoria gráfica de la feria de Barcelona con fotografías de Rafael Vargas y textos de Victoria Bermejo, una se sumerge en una sobredosis de realismo a veces mareante, igual que su oferta. Y a través de la vajilla de porcelana o los espejos de tocador, de los colchones postrados ante una fachada, las vírgenes, los relojes, los soldaditos y las perlas, se prolonga la rueda de la existencia. Su poética decadente nos atrapa, aunque no que­ramos vivir rodeados de ella, basta un ­condimento en el plato que nos sitúe en medio del caos que nosotros seguimos imaginando como el fluir de esa sinuosa línea entre el nacimiento y la muerte. Con el tiempo, aprendemos a aligerar bultos, a deshacernos tanto de amigos y conocidos como de zapatos. Pero algunos de ellos regresan. La fortuna de hallar una pitillera de plata o de reencontrarte con un antiguo compañero de pupitre te regala una perspectiva literaria de tu propia vida, porque recordar también es volver a ser. Y no hay pócima que lo iguale.

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26 de mayo de 2021

Oberon, Titania and Puck with Fairies Dancing c.1786 William Blake. Tate.org.uk

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Bailar la conga

Durante el confinamiento, después de los aplausos a los sanitarios, se quedaban algunos vecinos a charlar de balcón a balcón. Yo los observaba igual que a actores de teatro. Con qué fruición pronunciaban los adjetivos o adornaban sus exclamaciones con los brazos, tanto mujeres con batas de forro polar como hombres con camisetas imperio. Se les veía a gusto, parloteando con la olla al fuego o el mando de la tele en la mano, con tal ansia de hablarse en persona que olvidaban el pudor de ventilar sus intimidades.

Pensé en ellos cuando la masa se volvió a meter en una lata de sardinas para celebrar el fin del estado de alarma. El predecible efecto sacacorchos se concretaba en una exhibición de euforia al recuperar la libertad de movimiento a través de tipos y tipas muy ufanos de representar la imprudencia. No tardaron en llegar los lamentos de quienes profetizaron que la pandemia nos haría mejores. Según los pensadores que han analizado su impacto, esta nos dejará una buena cicatriz en algún rincón del ser, el público y el privado, porque una crisis mortal nos ha pasado por encima, colapsando el mundo. No obstante, el espíritu extrovertido, espoleado por el hartazgo, se apresura a celebrar. Lo que sea. Y a bailar la conga, fundiéndose entre la multitud, ese existir mediante los otros.

Empiezan a recuperarse las tertulias de café, las partidas de mus y el té con pastas en las ciudades de provincias. Los primos, sobrinos y cuñados ya pueden derramar juntos el cava sobre el mantel. Pero también se irá rompiendo una de las pocas costumbres benévolas que nos dejó todo esto: cenar a las ocho y media, regresar a las once y empezar de nuevo la noche. Volverán las dobles filas, los abrazos falsos y los besos mojados. Socializaremos más, aunque no olvidaremos que durante un año apenas hemos tenido ganas de hablar con cuatro gatos, los mismos que nos han curado con su voz alguna noche de perros. Con ellos hemos compartido una intimidad que no se pliega a ningún toque de queda, sí, los grandes afectos han salido fortalecidos de esta media soledad. “¿Imaginas si al terminar la reclusión obligada todo volviera a ser como antes, cegados por la socialidad perdida, y no pudiéramos quedarnos con la atención recuperada?”, reflexiona Remedios Zafra en Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura (Anagrama), además de intuir el apabullamiento de miles de tareas minúsculas sobre las aceras recalentadas. Es un temor fundado: nuevos pastores excitan a su aborregada multitud en nombre de una falsa libertad.

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14 de mayo de 2021

Amor y Dolor – Edvard Munch

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Terapia y amor

 

Buscamos secretos, aunque sepamos que en cualquier historia habita un silencio. Lo que se calla puede ser la pieza suelta que necesitábamos para comprender o, todo lo contrario, nos decepciona porque, lejos de esclarecer algo, lo oscurece. Por ello hay escritores que incluyen largos silencios en sus novelas como forma de activar nuestra propia voz y excitarnos la curiosidad. Nos llevan a fantasear que somos pequeños Robinson Crusoe de la condición humana, ansiosos de entender la razón por la que unos se corrompen y extravían, pierden las ganas de amar, y otros se hacen millonarios.

Hoy somos terapeutas amateur que hurgan entre los restos de los sueños para explicarnos por qué perdemos el sentido de la vida. Atribuimos a la pandemia la nube mental que ralentiza nuestro pensamiento. La misma que nos ha desgajado del grupo por su condición tóxica. Ha desaparecido incluso el espacio público para hablar de la nada, y se han llenado las consultas –muchas virtuales– de psicólogos y psiquiatras. “¿Qué me está pasando?”, “¿qué he hecho mal en la vida?”, “¿por qué soy una mierda?”. La pandemia se ha erigido también en contaminadora de mentes al romper la ilusión del control, ese mandato que ha regido siempre nuestras vidas.

Se agranda la brecha del afecto: deseamos imperiosamente que nos quieran, que sepan de verdad quiénes somos. Personajes famosos que durante años insistieron en no hablar –Nevenka, Rocío Carrasco…– se han sentado frente a una cámara y han ofrecido un relato interiorizado que deja entrever largas sesiones de terapia o autoanálisis. Se lo han contado a sí mismos –o al médico– en infinitas ocasiones, de ahí que lo articulen sin dudar: expresarlo es empezar a curarse.

“Se debería entonces pensar la pandemia como criatura mítica”, afirma en Lo que estábamos buscando (Cuadernos Anagrama) Alessandro Baricco, para quien el virus, antes de tocar los cuerpos de los individuos, ha contagiado el imaginario colectivo. Y, una vez pase, ya vacunados, resistirá como un mito que tan solo podrá ser conjurado por otro, un descarrilamiento del cuerpo con mejor química que el diazepam: el amor.

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28 de abril de 2021
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