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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Primavera y vino

Los escaparates de las joyerías londinenses de New Bond Street acaban de desnudarse. Son las seis de la tarde, y en las vitrinas de Asprey o Boucheron solo permanecen los estuches aterciopelados como en un baile sin música, desprovistos de las alhajas que se exhiben en horario comercial. El efecto de los joyeros vacíos multiplica el deseo. Como ocurre en la National Gallery, donde se ha adelantado la primavera. La de 1891, la serie de álamos de Monet y su luz cambiante, o las bailarinas de Degas, observadas en su intimidad distraída. Inventing Impressionism es una exposición con un elevado poder terapéutico. La sublimación de un estado mental; la luz blanca del alba filtrándose entre viñedos. Como tantas veces la ha soñado Álvaro Palacios, entronizado el pasado jueves como The Man of the Year, uno de los más elevados honores al que puede aspirar un viticultor, concedido por la revista Decanter, la Biblia del vino. Lo que sé de vinos lo he aprendido de este riojano que se enamoró del Priorat, de la mano de René Barbier, hace ya veinticinco años y reinventó aquella tierra abandonada. “Nadie apreciaba aquella zona, pero Álvaro creó un concepto nuevo sobre la tierra, el vino, y la garnacha. Cuando lo conocí, lloraba cuando los payeses arrancaban las cepas centenarias y él no podía hacer nada”, me contó Jaume Roures, que junto a Ana Rosa Quintana, Peter Sisseck, Quim Vila o José María Iñigo formaba parte del grupo de amigos que lo acompañaron en el acto de entrega del galardón, que ha reconocido a leyendas como Mondavi, Antinori o Cazes. “Visionario, revolucionario, transgresor”, dijeron de él los sacerdotes de Baco, británicos sedientos de los buenos caldos que hace siglos importan en barricas, Burdeos y amontillados de Jerez, y que figuran en la prosa de Shakespeare. Hoy, en cambio, las familias reales hacen galletas ecológicas. En el Daily Mail, una doble página firmada por otro Shakeaspeare informa de los últimos quejidos del príncipe Charles -”apenas me dejan ver a mi nieto”-, mientras su hijo, Guillermo, de visita en Tailandia, se acerca dulcemente a un elefante. Los periódicos ingleses se relamen con la realidad incongruente, tan anecdótica como trágica y su fino sentido del paladar. Álvaro Palacios habla inglés y catalán de Falset, canta flamenco, torea vaquillas, recita poesía, viaja por el mundo con una visión comercial que según su hermana Chelo le acompaña desde niño, cuando jugaba a botones en el Hotel Palacios. Se cansó de lo de siempre, de la tradición familiar de bodegueros clásicos, y se instaló en Gratallops donde creó de la nada un vino redondo, L’Ermita, que hoy se sirve en los mejores restaurantes del mundo, de The Fat Duck a George V. “Mi hermano y mi hijo Ricardo adivinan el porqué de la tierra y lo que hay que darle”. Al final de la noche, en un club de moda vecino a la orgía de paisajes impresionistas, me confesó su máxima aspiración: que un vino suyo le de miedo, que huela a carne de mujer, que atrape la luz del sudeste montada encima de una falla, una revelación de la primavera para beber la vida a sorbos, o los sorbos de la vida. Mama Lisa / Lisa Lovatt-Smith Su madre se casó con una minifalda morada en los años sesenta, puro swinging London. Ya muy joven, Lisa empezó a asistir en editoriales de moda a los más grandes, de Herb Ritts a David Bailey. Una larga década dedicada a la moda y al glamur, a las limusinas blancas que le mandaba la agente de Mick Jagger, y hasta a un novio ex heroinómano y ex bisexual hermano de Isabelle Adjani. Un día viajó a Ghana de cooperante, y se convirtió en Mama Lisa. Descubrió la doble cara del mundo de la solidaridad, fue víctima de las mafias locales y vendió todo lo que tenía para crear una oenegé que combate los orfanatos ilegales y el tráfico de niños. Hoy tiene cinco hijos adoptados. Y sabedora de que su vida es una novela, ha decidido escribirla. Amado diablo / Anne Wintour “Aunque no seas alguien seguro de ti mismo, finge serlo, pues así parecerá más claro para el resto”. Esta máxima de la gran dama del periodismo de moda, que la ficción ha retratado como una caprichosa déspota que no tolera un error ni un café con leche frío. En “Winners and How They Succeed” el periodista y asesor político Alastair Campbell desvela las claves del éxito de la mayor influencer, capaz de aupar y defenestrar a creadores, modelos y tendencias. Ningún desfile de altura da comienzo hasta que Wintour, con su rictus hierático, se sienta. Dice que su único talento es el de gestionar el ajeno. Y lo que en verdad merece que un asesor político profundice en ella es la constelación de poder que ha forjado a su alrededor. Fin de raza / Naty Revuelta Cuando Wojtyla llegó a La Habana y las guaguas reventaban de católicos caribeños, tú nos abriste las puertas de tu mansión en el Nuevo Vedado, donde tu anciana madre se mecía en un balancín y hacía tintinear las arañas de cristal igual que el hielo en un vaso. Qué bellas balaustradas, el café negro en el soportal, la charla animada. Te llevamos noticias de tu hija Alina, que ha podido regresar a Cuba para acompañarte a morir. Primero fuiste burguesa de escotes halter y perlas, filóloga, mujer de médico, comprometida con los pobres, enamorada enamorada de Fidel, con quien mantuviste un romance tan insensato como cualquier gran romance. “Me lo saqué del corazón para meterlo en la cabeza” dijiste sobre él. Contigo desaparece una raza. (La Vanguardia)

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7 de marzo de 2015
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La pandilla roja

Avanzan por la explanada hacia el Parlamento, donde deben jurar (o prometer) su cargo, la mitad de ellos con zapatos tan usados como el blanco y el azul de sus camisas. Trece hombres a punto de ser investidos de poder, caminando en grupo sobre el asfalto, representan toda una declaración de principios: un simulacro de anuncio de Emidio Tucci o un remake de Reservoir Dogs sin gafas de sol ni corbatillas. El primer ministro y sus doce radicales no pueden recurrir a ese gesto tan coqueto, y a la vez tan masculino, de ajustarse el nudo de la corbata al bajar del coche. Porque, a excepción de los más veteranos, solo se la pondrán si Grecia logra «salir del coma», en metáfora de Varufakis. ¡Ah, Varufakis, cuánta apostura y sex appeal le aporta al gabinete! Rejuvenece al gobierno con su perfil de economista mediático y motero, que ha conseguido desparramar su masculinidad en la aldea global. Hace tiempo que Europa no jaleaba a un político que paseara el cráneo afeitado, los músculos de gimnasio y la terquedad que antaño mostraron Inglaterra o Rusia para no pagar sus deudas a EEUU, eso sí, sin haber sido doblemente rescatadas con 340.000 millones de euros. «Qué manos tan grandes tiene Varufakis», oigo comentar a dos mujeres con un gesto de picardía que invoca al mito de la longitud de los dedos y su supuesto paralelismo con el pene. Suposiciones. Gineceos exaltados profieren el nombre del flamante ministro de finanzas como el del macho alfa que escapa tanto del traje gris como de esos atildados fenómenos del hipsterismo y el tommyhilfigerismo. Viste una americana con cuello levantado y una veta roja, al estilo Dsquared2 o El Ganso, y estampados de camisa años treinta. Los griegos representaron el paradigma de la belleza mediterránea, aunque se quedaran fijados en nuestra retina dos falsos elliniká: Anthony Quinn/Zorba y el del anuncio de Andros, ambos derrochando virilidad, despreocupación y folclore. Nada que ver con los otros ministros de Tsipras, que podrían pasar por escoltas con sus chaquetas abiertas, camisas a cuerpo, perillas y bigotes. Es un alivio que carezca de Ministerio de la Interculturalidad, como en Bolivia, que obliga a sus miembros a vestir ropa tradicional cada lunes: bufandas multicolores y tocados con plumas de pavo. En la imagen del gobierno del velludo Tsipras ?con cejas pobladas y patillas de cómic? pesa un factor tan estético como ético, tremendamente elocuente: no caben mujeres. Desde los tiempos del Che Guevara, los revolucionarios siempre se apoyaron en las compañeras, hasta que llegaron a los palacios. Les costó incluso a los de la hoz y el martini. En Atenas, calderilla: ni sombra de Afrodita. Kazantzakis escribió que no corre una gota de la sangre de Alejandro por las venas de los griegos de hoy. Por ello hay que recurrir al verdadero olimpo, que es el de Hollywood. ¿Recuerdan a Brad Pitt convertido en Aquiles, el más apuesto de los héroes de la guerra de Troya? Traten de imaginarlo sentado entre los ministros de Tsipras. (Icon)

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5 de marzo de 2015
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Chaladuras

En la defensa a ultranza de la sensatez o, mejor dicho, en la apología de la razón -a menudo única- se esconde un pánico existencial ante la duda. Lo resumía con contundencia la entrevista firmada por Ima Sanchís al filósofo Roger-Pol Droit: “Nietzsche decía que no es la duda la que nos vuelve locos, sino la certidumbre. Sólo los que tienen certidumbres matan”, y añadía que aquellos que pretenden satanizar la locura son unos insensatos, pues esta es “ingeniosa y diversa”. En el enmascaramiento de quienes son dogmáticos, monocordes, y reivindican su sentido común como principio y fin del orden mundial radica un tipo de pereza invisible: la de ver las cosas blancas o negras sin atreverse a desentrañar su gama de grises. Porque los pirados de verdad suelen ser quienes no dudan y pretenden imponer su verdad al resto, desatendiendo por completo los conceptos de cultura, evolución y humanismo. Es la barbarie a la que nos tiene ya acostumbrados el Estado Islámico, o el paraestado policial que se practica en tantos países, de Corea a Rusia, e incluso Argentina, donde quien alerta de una realidad distinta acaba en la tumba. Droit acaba de publicar en nuestro país Si sólo me quedara una hora de vida (Paidós), y Blackie Books, editorial que difunde una cultura original con respecto a lo sabido y manido sobre el arte de vivir, ha reeditado su best seller 101 experiencias de filosofía cotidiana. Puede que algunas de las paideas que Droit nos presenta parezcan tan triviales como excéntricas, chaladuras para aliviar a las almas estresadas que se circunscriben a un bucle de insatisfacción, victimismo y reproches. Como invitarnos a beber un vaso de agua al orinar, cruzar un bosque en coche, comer un alimento azul o correr por un cementerio a fin de que el desconcierto desconecte nuestro piloto automático y provoque una emoción que pueda servir como desencadenante de un pensamiento. En estos tiempos nuestros tan sobreeconomizados, lo cotidiano es banal para una gran mayoría, mientras que para otros es lo único que puede pasar a la posteridad. La revista Psychological Science publica una investigación en la que se pidió a 135 estudiantes universitarios que hiciesen sus propias cápsulas del tiempo con la intención de observar aquello que permanecía en ellos. El resultado no fue nada trascendente: conversaciones con amigos, canciones con pellizco, fotos en Facebook… Ellos mismos lo reconocían. Pero, pasados tres meses, se enamoraban un punto y medio más de su recuerdo. El estudio concluye que preservar lo banal puede generar un valor inesperado en el futuro. Porque la felicidad es una recolección de afortunadas chaladuras. (La Vanguardia)

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4 de marzo de 2015
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El fútbol zombi

En los ochenta, cuando la emancipación de la mujer era un hecho tan tardío como inexcusable en España, muchas mujeres empezaron a ver partidos de fútbol los domingos por la tarde para no quedarse solas. Al principio representaban algo parecido al casual travestismo del hombre que sostiene pacientemente el bolso de su señora e incluso avanza unos pasos con el clutch en ristre. Aquellas amas de casa o trabajadoras animosas que se calzaron la bufanda de su club tuvieron que ganarse la credibilidad a pulso: “¡qué vas a entender tú de un fuera de juego, cariño!” les amonestaban sus maridos, entregados al mecanismo social de la gran hipnosis. Ellas se cubrieron con forros polares y cambiaron las tardes de pastelería por las gradas de cemento, donde un rugido de fondo las sumergía en una burbuja considerada “cosa de hombres”. A estas mujeres se les había enseñado que el fútbol era un deporte bronco, poco indicado para damas por mucho que repartieran juego con cualquier tipo de balón que no fuera el que se patea sobre la hierba. El padre del olimpismo, el barón de Coubertin, ya había dejado dicho que “sólo los hombres pueden ser atléticos”. La profesionalización de las mujeres deportistas, a pesar de sus heroicas pioneras, fue ardua y, a día de hoy, aunque se multipliquen sus gestas (en las última olimpiadas España consiguió igual número de medallas femeninas que masculinas), ellas continúan recibiendo salarios de amateur y una visibilidad lejana a la del deporte rey. Para compensar las diferencias de potencia física y capacidad de resistencia, las mujeres -en fútbol, basket y otras disciplinas- rubrican un compromiso con la técnica y la estrategia. Pero, más allá de aquellas que disfrutan viendo o jugando al fútbol, pervive en su ambiente un imaginario sexualizado, el de la chica de calendario impuesta casi como tradición en las contraportadas de los periódicos deportivos. Que el deporte hegemónico, que mueve en el mundo cifras que superan el PIB de decenas de países (tanto en fichajes y retransmisiones como en conexiones con el poder), no logre desprenderse de un machismo que canaliza una desaforada violencia, da idea de la magnitud del desastre cultural que ejemplifica una parte de su afición. Dudo que la mayoría de seguidores se sienta identificada con los denigrantes cánticos con los que los ultras del Betis jaleaban a su jugador, acusado de malos tratos: “no fue tu culpa, era una puta”. Ojalá sirvan de algo las camisetas rosas del Real Madrid, la sensibilidad de una nueva hornada de místers o las cruzadas solidarias de algunos jugadores. Pero de lo que sí estoy segura es que bajo la masa del campo se permite lo inadmisible en cualquier lugar civilizado -ni en un concierto de rock se puede gritar puta y tan frescos- y hasta que no se señale fuera de juego, este estigma seguirá embruteciendo al deporte. (La Vanguardia)

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2 de marzo de 2015
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Maldito ridículo

El sentido del ridículo es uno de los sentimientos que mejor se enrosca al cuello cuando se es joven, llegando incluso a atragantar a sus sufridos anfitriones. Cuando acompaño a mi hija pequeña a la parada de la ruta, me pide que no la bese al pasar por delante del ambulatorio donde la gente hace cola, y ella se siente vivamente observada. De mi otra hija, adolescente, el día que la despedí a través de la ventanilla del autobús, recibí al instante un watsap en el que me mandaba muy lejos. También suele prohibirme que baile delante de ella; “patética”, me dice, igual que Rajoy a Sánchez en ese escupitajo que sobre todo lo humilló a sí mismo, sólo que mi hija probablemente tenga tanta razón como yo en su día, cuando no toleraba ver contonearse a mis padres. Hay algo en la vulnerabilidad ajena que hacemos nuestro, y no tanto en un empático proceso de identificación sino a causa de las enfermedades menos tratadas a pesar de su extensión y sus riesgos: la inseguridad. No me refiero al titubeo, ni al ejercicio de esa duda que no es asunto de volubles ni melifluos sino de seres pensantes. Se trata de un sentimiento que produce desde frustración hasta envidia y que empequeñece a quien lo padece. Cuando alguien hace el ridículo sólo se tiene a sí mismo, y, si es poderoso, a una corte de almas comprensivas y temerosas que le quitarán hierro. En unos tiempos en los que casi nada permanece y a las relaciones las define muchas veces un trueque de intereses, la incondicionalidad cada vez pierde más fuelle. Y más bien tendríamos que hablar de comparsas, que no de compañía. Como la que secundó a la reina fallera por excelencia, Rita Barberá, destrozando el valencià y al tiempo demostrando que está liberada del sentido del ridículo. Bien hizo pidiendo disculpas, aunque nadie en su cargo debería practicar el terrorismo lingüístico. La insensibilidad con la que algunos se acercan a la lengua forma parte de la empobrecida concepción de un mundo en el que cuantas más patas se metan, más popularidad se adquiere. Los esperpentos y el mal gusto se multiplican, de Barberá o el pequeño Nicolás a los televisivos Belén Esteban y Paquirrín. No es la cotidianidad la que nos invade, sino una grasienta mancha de la vulgaridad que se muestra impúdica contabilizando share y tirando por el desagüe valores e ideales. En cambio hay otro sentido del ridículo más primario (y turbador) que no perdona a nadie, aunque te llames Madonna: el que produce una caída. A los treinta segundos de comenzar su actuación en los Brit, la reina del pop se desplomó, dejó muda a la sala y provocó un alud de seiscientos mil tuits en menos de 45 minutos. Irónico que quien ha sido capaz de sacudirse las risas provocadas por sus ramalazos místicos y sus patinazos artísticos, como aquella Don’t cry for me Argentina encarnando a Evita, tenga que tragarse burlas y memes por culpa de una estúpida capa. Dicen que cuando se patina sobre hielo la única solución es la velocidad: ella se levantó rauda, recolocó la voz y al menos, supimos que cantaba en directo. Rubia brillante / Cayetana Guillén Cuervo

Hiperactiva, aglutinadora de espíritus libres en un Madrid tan autocrítico como disfrutón, Cayetana Guillén-Cuervo es una metrosesenta que parece metroochenta. No sólo se ha convertido en uno de los puntales de la televisión pública -Versión española es un espacio decano- sino que ha sorteado cambios de directivas hasta conseguir que un programa de cine se emita en prime time. El año pasado rindió tributo a la memoria y al amor, y le dedicó a su padre -antes de morir- El malentendido de Camus. Además de intervenir en El ministerio del tiempo, en abril, se meterá en la piel de uno de los personajes más complejos del teatro, la Hedda Gabler de Ibsen. Linaje, polivalencia, talento y un personalísimo guiño a la vida. Lady ilustrada / Elena Ochoa ¿Cuántos comisarios serían capaces de reunir a autores de la talla de Goya, Mallarmé, Balthus, Ródchenko y Maiakovsky, Bacon, Cartier-Bresson o Hirst en una de las exposiciones del año y permitirse el lujo de titularla Detritus? De acuerdo, Elena Ochoa, lady Foster y su editorial Ivorypress son únicas. Mecenas cosmopolita, detectora de nuevas sensibilidades artísticas, Ochoa ha sabido construirse un bello traje a medida. Porque elevar el libro a la categoría de arte en un país que edita en idéntica proporción, aunque signo contrario, a la imparable caída de lectores (56.435 títulos llegaron a las librerías en el 2013, cuando ya el 35% de nuestros compatriotas no lee “nunca o casi nunca”) es más que un lujo sublime: un acto de resistencia. Compadre gracioso / Sean Penn Mucho se ha debatido sobre los límites del humor y la libertad personal. En la ceremonia de entrega de los Oscar, el concienciado, solidario y atractivo Sean Penn, que tan pronto se reúne con Maduro en Venezuela como viaja a Haití para trabajar a pie de obra, tuvo algo parecido a una regresión a su pasado de chico malo y patinó con una broma que ha levantado ampollas en los EE.UU. “¿Quién le dio a este hijo de puta su tarjeta verde?”, se preguntó en voz alta al entregarle la estatuilla de mejor director al mexicano Alejandro González Iñárritu. En el mejor anuncio de televisión mundial, a Penn su gracia se le volvió en contra, cuando al año cientos de espaldas mojadas se dejan la vida en la frontera con la tierra de las oportunidades. (La Vanguardia)

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28 de febrero de 2015
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Las últimas de la fila

Durante casi un año España debatió la ley del aborto que el PP, con Gallardón al frente, quería aprobar en el 2014. Se dijo que se trataba de un guiño ideológico a sus votantes más conservadores, aquellos a los que la palabra aborto se les atraganta -como al resto de los mortales- y que en lugar de aceptar que hay veces en que la vida se escribe con renglones torcidos pretenden enderezarla a golpe de tacón. Salieron a la calle con un “sí a la vida” bien grande, como si todos aquellos jueces, médicos, enfermeras, familias y mujeres que han intervenido en algún desdichado proceso de interrupción de embarazo estuviesen a favor de la muerte. No hubo, en cambio, pancartas para el resto de los incumplimientos del programa electoral del PP, que hoy en día se pesan por kilos. Los periódicos publicaron encuestas en las que una abrumadora mayoría prefería dejar las cosas como estaban, con una ley homologada a las de nuestros vecinos, que al menos -a diferencia de la de 1985, con la que tantos populares, como su portavoz Rafael Hernando, dicen que se sentían cómodos- fijaba límites en los plazos. Uno de los puntos que provocaron mayor incomprensión se refería a la obligatoriedad de mantener embarazos con fetos inviables, que ocasionan padecimientos extremos tanto al nonato como a la madre. Varios médicos alertaron acerca de la crueldad que significaba. Una verborrea inclemente oscurecía otros asuntos en un país en demolición. Cuando el temporal amainó, Rajoy anunció la retirada del proyecto de ley. Y su ministro presentó la dimisión. Papel mojado. Todo el asunto supuso un auténtico disparate, aparte de la politización de un asunto que suele utilizarse como arma arrojadiza para diferenciar a los malos de los buenos. Otro de los argumentos-fuerza de la reforma señalaba a las menores, pero el dato lo tira por tierra: tan sólo un 12,38% de las que abortaron el pasado año lo hizo a solas. El porqué es un hueso más duro de roer que el propio embarazo: casos de marginalidad, violencia, abandono. La modificación de la ley que ahora saca del cajón el Gobierno sólo las afecta a ellas. A las que carecen del regazo de una madre y un padre para temblar. Las que están muertas de miedo, no por los médicos y políticos sino por una familia que, lejos de ser refugio, representa conflicto y amenaza. Las que ahora tendrán que dar explicaciones, buscarse un abogado, enfrentarse a sus propios padres. Sí, esa realidad existe, por aterida que resulte. Que para quedar bien con los votantes se penalice a unas pobres muchachas sumidas en la precariedad emocional es algo tan insólito como castigar al apaleado. (La Vanguardia) (Imagen: Rob Hann)

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25 de febrero de 2015
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Genes solitarios

Estabilidad es una de esas palabras que pronunciamos como un seguro de vida, y que hace tiempo ha dejado de ser un estado para convertirse en un principio. A primera vista, nadie desea una vida inestable, aunque el propio fluir de la existencia se inscriba en su naturaleza impredecible. Corrientes mansas pero también huracanadas nos ponen a prueba, y no importa si se trata de lo que viene de fuera o de lo que nos corroe por dentro. Una sociedad que apenas rinde culto al conocimiento, cuando en realidad es uno de los pocos valores estables -a diferencia de la belleza o el dinero-, informa acerca del cuadro patológico que padecemos sacudido por la insatisfacción y la voluntad del control metida en el entrecejo. “Ser dueños de nuestro tiempo, se dice a menudo, a fin de que nos roben las horas o nos hagan tropezar con malentendidos. Procurarse un cordón de seguridad gracias al cual no haya que dar explicaciones, esconder secretos ni callar verdades, ha prestigiado la soledad desde finales del siglo XX. En treinta años -según el Instituto Nacional de Estadística- el número de personas que viven solas en España ha crecido en un 350%: unos diez millones de españoles viven consigo mismos. En Europa, la media ronda el 30%, y en EE.UU. casi se han duplicado desde 1999: un cuarto de la población. Muchos de ellos ya han sustituido la fase de viajes para singles y portales de relaciones con desconocidos por un encierro balsámico cosido de pequeños rituales intercambiables que se afianzan como clavos. Son los mismos que rechazan las fiestas sociales, sin complejo alguno para seguir saliendo a pasear el perro. “Individuales”, igual que los mantelitos sobre los cuales la quinoa y la dieta vegana expanden su ilusión de control en esos hogares donde una sola persona es la responsable de convertir el orden en caos. Personas convencidas de construirse un nido a medida donde sólo se oirán sus pasos y cada anochecer se encenderá la luz de la rutina, eso sí, con la fantasía de que en su sala de máquinas es posible comunicarse con el resto del mundo sin necesidad de roce. “Ojalá me pase algo nuevo”, dicen en voz queda algunos, deseosos de tener una nueva razón para levantarse de la cama. Por un lado, descartan encontrar a alguien para compartir la vida, celosos de su libertad, pero, por otro, aguardan que las agujas del reloj se muevan a mayor velocidad. La idealización de la vida solitaria languidece a golpe de series de televisión e investigaciones médicas. Steven Cole, investigador en genómica de la Universidad de California (UCLA), analizó la actividad de los genes entre las personas que viven con diferentes grados de soledad, y según sus resultados, la soledad crónica se correlaciona con cambios reales en la expresión génica, perjudicando al sistema inmunitario. Ya lo decían las abuelas: no es bueno estar tanto tiempo solos, aunque seamos nuestro mejor animal de compañía. (La Vanguardia)

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23 de febrero de 2015
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Dos naranjas enteras

Hay una frase que Tania Sánchez repite como recurso y que indica su sentido del humor guerrillero o de guerrilla grrrl: “Repítemelo otra vez que soy rubia natural”. Bien resuelta es esta mujer en sus argumentaciones, siempre mirando al frente. Corajuda, con descaro y discurso, fiel a una generación que al hablar se apoya en los dedos para poner comillas al aire, y que, cuando la interrumpen, se hace oír: “Hola, jelou, estoy aquí…”. Es probable que su piercing acabe siendo un resto arqueológico de su travesía por el activismo: El vestigio más visible de la post teenage riot que se horneó en la facultad más roja de la Complu. Porque la que desgranó que en su currículum, como en los de su quinta, conviven servir copas e irse de Erasmus; la que ha dejado a Izquierda Unida herida por una cornada en la femoral; la que se postula para presidir la Comunidad de Madrid, se ha presentado en sociedad. El pasado miércoles fue la invitada del Foro Europa en sus desayunos en el Ritz -un caramelito para cualquier político, que dispone de un micro abierto, un público con pedigrí y porcelana con brioche- donde sólo llaman a los don alguien. Ella apeló a la unidad de la izquierda descontenta. “El cabreo de una cursi”, dice un diplomático de ella; “desleal” la han llamado desde los más elevados púlpitos. “Una tía dura, sí, pero siempre ha sido honesta, franca, y ha escalado desde abajo en su carrera política”, aseguran quienes la han conocido. Pero, ¿no es un baile de pasos cortos el de la audaz política que, además, es la novia del líder de Podemos? Es difícil obviar este dato, aunque por supuesto es del todo ruin utilizarlo para restarle credibilidad cuando, como política, ya ha dado sobradas muestras de que ella no es media naranja, sino naranja entera. Y siempre se ha mostrado educada y profesional cuando le han lanzado el veneno. Mucho más vehemente que ella fue Pablo Iglesias al ser preguntado por las polémicas subvenciones del Ayuntamiento de Rivas Vaciamadrid de y a la familia Sánchez: “Me llama la atención que, siendo mujer, caigas en este tipo de actitudes machistas”, le replicó a la periodista. Siendo consecuente, esperemos que el líder de Podemos le haya recriminado algo parecido a su colega Tsipras, quien ha considerado que no había ninguna mujer preparada para formar parte de su consejo ministerial. “La bella Tania”, así llamaban a la guerrillera amante o amiga del Che que, con rifle y boina, lo acompañó hasta Bolivia, donde caería en una emboscada. Ellas lucharon hombro con hombro con los camaradas revolucionarios, pero ellos se sentaron en los tronos del poder. El machismo de izquierdas duele más que el derechas, por cínico y enmascarado. Podemos reivindica la igualdad, cómo no, pero la paridad parece que no es una de sus prioridades. Otra cosa sería si contarán con Tania, Sánchez, que es de las ni se resigna ni va de comparsa. Para pasar de la ideología del descontento a las soluciones viables hay que poseer una fórmula en lugar de un repertorio de poses y egos. Luz que no se apaga / Rafael Sánchez Ferlosio Es una de las mentes más lúcidas de nuestro país, una pluma misteriosa y exquisita; Rafael Sánchez Ferlosio publica próximamente Campo de retamas, en el que retoma ese género del que siempre ha sospechado, pero al que vuelve una y otra vez: la máxima. “Los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la profundidad”, dice, pero también abomina su El Jarama. Él prefiere denominarlos pecios, como si se tratase de naufragados restos en el proceloso mar de su sabiduría, fulgores que brillan en nuestra memoria mucho después de leídos. Solo un ejemplo: “Mundo feliz aquel en que los niños no entendiesen ni remotamente la pregunta capital del verdadero corruptor de menores: ‘Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?’”. Rosas y lágrimas / Lady Gaga ¿Dónde han quedado aquel vestido de carne cruda, los gritos arties siguiendo el método Abramovic -o la fragancia de semen y sangre que, en sus propias palabras, huele “como una puta bien cara”- de Lady Gaga? Los personajes más extremos, que en su desvarío no logran disimular la cicatriz del alma, acaban siendo los más cursis, que es lo que siempre quisieron ser para salvarse. Como la escenificación de su compromiso con el actor Taylor Kinney: en París, rodilla en tierra y con anillo de diamantes en forma de corazón. “¡Él me dio su corazón en el día de San Valentín, y yo dije sí!”, escribió la cantante en Instagram. Pura melaza. De las performances hardcore a una alfombra con rosas y lágrimas. Palabra experta / Isabel Preysler En el mostrador de la parafarmacia del aeropuerto exponen My Cream, marca Isabel Preysler, una de las mujeres más populares y misteriosas de España. Un pozo sin fondo en el arte de recibir, sonreír y agradar, Preysler pasea una fina ironía e incluso sabe ser combativa. A lo largo de su vida, ha pronunciado más noes que síes, tentada con ofertas según ella, sobredimensionadas. En otro país puede que incluso la propusieran como embajadora chic. Viuda y forever young, acaba de lanzar su línea de cosméticos. “Gracias a ella no dejamos de vender otro producto, un colágeno llamado xhekpon (7 euros) que fabrican unos laboratorios de Rubí”, me dice el farmacéutico y añade: “En un vuelo vieron que se lo aplicaba” . Palabra de Preysler.

(La Vanguardia)

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21 de febrero de 2015
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Extrañas confesiones

Al principio, el silencio se instala en el reposacabezas con educada indiferencia y un muro imaginario se alza entre los asientos, como en algunas clases business donde en el brazo de la butaca se esconde una hoja de metacrilato a fin de separar tu aliento del de la persona de al lado. Te acomodas y te dices: ocho horas para dormir o leer. Aguardas, optimista, que tu compañera de viaje no sea una pelma y que coincida contigo en atesorar la soledad viajera de un vuelo sin turbulencias. Se te cae el chal. Lo recoge. Le das las gracias, sonríe, y sin saber por qué, a los quince minutos le estás contando tu vida. No sólo es eso. A esa extraña que ya se ha bebido dos vinos blancos porque le da respeto volar y prefiere adormilarse, llegas a pedirle opinión sobre un dilema que no has acertado a discernir ni con la ayuda de un doble de Freud. La conversación es entretenida y blanda, con cacahuetes, como delante del fuego. Al llegar a destino os intercambiáis los teléfonos y os despedís con un abrazo. Incluso proponéis visitaros, pero en el instante en que atravesáis la puerta giratoria que os devuelve a la rutina, sabéis que nunca más os volveréis a cruzar. Lo llaman “la fuerza de los lazos débiles”, y viene a ser como un baño de autocomplacencia para soportarnos. ¿Por qué confiamos en extraños? ¿A qué vienen esas confidencias con gente de paso, con un compañero de un viaje en tren o de una sala de espera? Los secretos anónimos que día a día se revelan a taxistas, entrenadores, peluqueros o enfermeras son todo un clásico. Antes fueron los mozos de cuadra, los limpiabotas, las madames y los conserjes o los ascensoristas. Sea como sea, persiste un instinto que empuja al ser humano a interactuar con quien está un peldaño por debajo en busca de aprobación. Según los estudios realizados por el sociólogo de Harvard Mario Luis Small, confiamos en los extraños más de lo que pensamos. “Alguien que no esté contaminado -nos decimos-, que pueda dar una opinión neutral”. Un complaciente autoengaño, pues, al igual que cuando nos enamoramos, seleccionamos lo más encantador e interesante de nuestra biografía. Los lazos débiles se forjan como nunca a través de internet: producen pálpitos, sonrisas, y te halagan como no lo hace tu cónyuge. Los amigos virtuales son más inconsistentes, pero también más ligeros que los reales, aunque ocupan tantas o más horas que los segundos. Los españoles dedicamos, de media, una hora y cuarenta y cinco minutos diarios a trastear con las redes sociales. Nuestra sociedad neonómada aísla tanto como acerca a extraños. Lo dejó bien dicho Blanche en Un tranvía llamado Deseo: “Ahora me toca confiar en la amabilidad de los desconocidos”. (La Vanguardia)

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18 de febrero de 2015
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Tentativa

Internet y los smartphones han sesgado la autoridad de secretarias, funcionarios y, en algunos casos, enfermeras, tradicionalmente responsables de poner en agenda visitas y citaciones. A menudo pienso en el trabajo de quienes se dedican a dar horas durante toda una jornada laboral. A veces en jornadas intensivas. Deben vivir dentro de un calendario: al día, semana, mes. O de un minutero que adjudica nombres a las 10.30, las 12.45 o a las 17.00 horas. Cuando una cita no es en firme escriben “tentativa”, porque hay citas que nunca quedan bien selladas. Se cambian, se alteran los nombres, se tachan líneas, se atrasan los planes por una llamada en espera. Pero quienes se dedican a dar horas muestran un obligado aplomo, por mucho que haya horas que se les resistan, incapaces de quedarse quietas, y no acaben de hallar acomodo. Basta una simple confirmación para tener hora fija. Una hora perseguida desde hace meses. Que de aparente urgencia acaba transformándose en aplazada rutina, como ir al dentista o cambiar los armarios de temporada. De la misma forma en que vivimos postrados ante la cultura de lo saludable, acostumbrados a adjetivar como tóxico desde un alimento a una persona o una relación, la ilusión de ordenar el caos persiste tanto en la vida profesional como en la privada. Hay personas que deben programar concienzudamente su ocio, ya que les angustia la hoja del día en blanco, sin planes ni obligaciones que les anclen en la actividad, y, sobre todo, otorguen un sentido a sus actos. La pereza, al igual que el miedo, han sido denostados por la cultura de la competitividad y el triunfo, y, aunque se sientan, deben de ser neutralizados por la vehemencia de la frenética actividad pautada. Pero en un país con más de cinco millones de desempleados, donde a veces parece que no quepamos todos, hay un puñado de horas libres que en lugar de ser estímulo parecen un ataúd. En la encuesta de empleo del tiempo que anualmente realiza el Departamento de Trabajo de EE.UU. se analiza también cómo ocupan su tiempo las personas sin trabajo. Más de un 20%, se dedican a ver la televisión o películas en el ordenador. Por sexos, ellas se aplican trabajando en casa y cuidando de la familia, mientras que ellos salen a buscar trabajo. Y, sorprendentemente, ni un 4% de los desempleados decide estudiar y formarse. Muchos de ellos, no obstante, insisten en llevar una agenda de sus jornadas improductivas, decididos a convertirlas en nutritivas. Por ello, cuando por fin han logrado una cita, debe de resultar enormemente frustrante que se cancele. En la llamada de la secretaria encargada de dar horas anida un tono adusto y parco en explicaciones. Representa la frialdad de quienes están terriblemente ocupados y viven el día como una tentativa para llegar muy alto. Hasta que sus horas también se desparramen en uno de esos vuelcos que da la vida. (La Vanguardia)

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16 de febrero de 2015
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El Boomeran(g)
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