Joana Bonet
Desde que los recibos de los taxis son expendidos por la máquina, en lugar de ser escriturados a mano por el conductor, casi ninguno espera propina, demostrando tanto que eran las empresas quienes pagaban ese plus de cortesía o agradecimiento en lugar del usuario como que la crisis se ha combatido a golpe de calderilla bajo la máxima popular de “todo suma”. Qué lejos queda la resaca post-euro, cuando algunos se ofendían si les dejabas una propina de céntimos, hasta el punto de echártela en cara.
La propina es un gesto entre encantador y feudal, tanto que a algunos tímidos les avergüenza. Decides si premias o castigas un servicio en el que tú sueles ser sujeto pasivo mientras el otro ejecuta la acción, en ocasiones transgrediendo la distancia proxémica y entrando con pasmosa naturalidad en el espacio íntimo. El que se establece a través de la navaja del barbero, el aceite de la masajista o el lápiz del maître que te llevarán a la gloria. A menudo dudamos entre nuestro yo agradecido y nuestro yo exigente: “dejé poca” o “he sido un hortera”. No importa que ganemos menos que el sumiller que nos ha descubierto nuevos placeres o que el peluquero que nos devuelve la personalidad -o eso creemos durante la primera hora-, aun así queremos celebrar su excelencia y reafirmarnos. Las hay mecánicas, políticas, y bipolares: lacónicas o excitadas. Sin olvidar las empáticas, como si por un instante se tendiera un hilo con el otro que ha tenido a bien servirte, por mucho que sea su trabajo.
“¿Por qué pagar más por la misma atención?”, se han preguntado economistas y antropólogos, llegando a levantar muros mentales contra la propina: en especial porque una gran parte de quienes la reciben no se volverán a cruzar en tu vida. Cuenta el escritor Julian Baggini que se ha demostrado empíricamente que las propinas decrecen cuando el porcentaje del PIB recaudado a base de impuestos crece. En el escandinavo Noma, el mejor restaurante del mundo, cuyo menú -siete platos maridados con otros tantos vinos- cuesta 268 euros, rondan el 3% de la cuenta, unos 8 euros: una limosna para su virtuoso personal.
Vladimir Nabokov, que vivió muchos años en un hotel suizo, tenía fama de ser espléndido con las propinas, detalle que Antonio Triguero, el barman que le servía, me desmintió: “No nos hubiéramos hecho ricos con él”. Abundan quienes quieren sentirse queridos a través de gestos ya no generosos, sino desprendidos. Pero también están los que, como Daphne du Maurier, escritora de cabecera de Hitchcock, cuestionan por qué es el cochero quien recibe la propina si son los caballos quienes han trabajado, sin reparar en que del cochero depende la motivación de los caballos.
(La Vanguardia)