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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La hoguera de las tallas

A partir de los años cincuenta, la moda ha preferido los huesos a la carne. Ceñida, vaporosa o estructurada, la ropa se mostraba en sociedad ávida para sellar cinturas breves y ceñir el busto en el punto justo de sal. El ojo se acostumbró a las mujeres resumidas para apreciar la caída de los trajes sobre cuerpos reales aunque no lo parezcan. Porque la pasarela es una ficción movida por las agujas del sueño. Pero si Lisa Fonssagrives, Bettina Graziani o Twiggy hubieran “modelado” en la Francia de Hollande y de la ministra de Sanidad Marisol Tourraine, poco hubieran podido hacer en el Vaticano de la moda. Según Tourraine y el diputado Olivier Véran -neurólogo y autor de la propuesta de ley que estudiará la Asamblea- la moda debe de ser ejemplar y por tanto la delgadez debe de dejar de ser considerada un ideal. “Un índice de menos del 16 indica un estado de hambruna, y uno inferior al 18 demuestra una verdadera desnutrición”, dejó dicho. Los directores de casting, que muerden la palabra “gorda” de forma semejante a un mondadientes, han berreado contra la iniciativa. Y los popes de una industria que mueve decenas de miles de millones se muestran indispuestos ante la campaña que culpabiliza su canon estético como uno de los principales acicates que promueve la anorexia y bulimia. Ojalá la solución fuera tan simple para un trastorno multifactorial y complejo, aunque ello no exima la iconografía de mujeres calavéricas. No todas. Giselle Bundchen, la modelo mejor pagada del mundo, que anuncia su retirada a los 34 años. García Márquez no había escrito aún con esa edad El coronel no tiene quién le escriba ni Picasso había pintado el Gernika. Es el precio de la belleza, su temprana agonía. La de Giselle ha sido siempre ágil, de mujer gacela, flaca pero musculada, brasileña sin ser racial; la que hace surf, pare niños, diseña hawaianas y aunque sea la antítesis de Coco Chanel le pone chasis a la publicidad del N.º 5. En Francia se repite un viejo debate sobre índice de Masa Corporal (IMC) que ya atajó Esperanza Aguirre hace años en la Pasarela Cibeles pesando a las modelos y midiendo su IMC. No obstante, el actual fenómeno de las curvys se extiende con aquiescencia. Mientras antes, las tallas 46 y 48 se escondían en las trastiendas con modelos para ancianas, hoy la oferta se ha sofisticado. Candice Huffine, junto a Tara Lynn o Tess Holliday copan portadas y contratos, encantadas de conocerse con su sobrepeso -por otro lado, la talla media de la población femenina-. Otra XXL con sed de focos, Stefania Ferrairo, ha publicado en las redes su retrato con unas palabras escritas en su abdomen: “Soy una modelo”. Su cruzada personal se ha viralizado con frenesí. Ferrairo viene a decir que las tallas que la separan de Giselle no son un hándicap para que no la adjetiven. Como son las cosas, hoy he abierto un folleto con recomendaciones del dr. Valentí Fuster para que las mujeres se conciencien de su salud cardiovascular, y de una de ellas reza: mídase su abdomen, es más certero que el IMM, y si excede de los 82 cm, déjese de tallas y empiece a correr. Battle a la extremeña / José Antonio Monago Arranca la campaña de las elecciones locales y autonómicas con mucho flow, el que el barón rojo pepero, José Antonio Monago, ha querido darle a su rap “Extremadura, como única doctrina”. Con buen tino no se ha lanzado a frasear él mismo, y tampoco se ha enfundado una sudadera de capucha XXL y una gorra de béisbol. Es la B-girl Discípulo de la Rima quien desgrana eslóganes que parecen tan dirigidos a sus votantes como a sus compañeros de mesa de juntas en Génova. “Creer en las personas más que en los partidos, y más en la ideas que en ideologías” o “confiar en un Gobierno que siempre dice la verdad, en un Presidente más fuerte, más valiente y más capaz”. Los versos sueltos del PP se van reencontrando, y aunque no dan para un poema, aventuran una copla. Los mil escándalos / Tom Cruise En 30 años de carrera, a Tom Cruise le han destapado supuestos romances gais, alucinantes castings para encontrar esposa, banquetes a base de placenta filial y un incondicional apoyo a la Iglesia de la Cienciología. De actor revelación con un mechón rebelde sobre su rostro de chico bueno, al exceso de bótox y una sonrisa achinada al estilo Aznar. Ahora vuelve a las portadas del couché con una nueva miseria: a pesar de reivindicarse como padre, hace más de un año que no ve a su hija Suri, la niña que lleva bolso y zapatos de tacón desde los 3 años. Su agente afirma que siempre procura que no haya cámaras cuando está con ella. La cofradía de la Rumorología, excedida y cada vez más apestosa, juzga ahora su responsabilidad parental. El sueña tortillas / Antoni Puigverd “El cuaderno literario de un escritor de provincias”, “la distancia entre un mundo antiguo de los arados romanos y el nuevo mundo de la lava abrasiva”. Palabras despaciosas con las que Antoni Puigverd presentó en Madrid “La ventana discreta” -en una cuidada edición de Libros de Vanguardia-. Puigverd es un hombre con flema y reserva, determinación y romanticismo. Lo arropó un público mezclado, como sólo pasa en Madrid: Pérez Llorca, Casajuana, Montserrat Domínguez, Clara Sanchis, Miguel Ángel Aguilar o Jorge Fernández Díaz, José María Lassalle interpretó la sensibilidad de Puigverd desde la periferia de la periferia. “Una mirada calvinista”, según Màrius Carol. Un sueña tortillas cuyo gran consuelo es “pasear y mirar”, según el discreto observador.

(La Vanguardia)

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11 de abril de 2015
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Tormenta de arena

El único ruido que altera el paisaje son los motores del aire acondicionado, que aún no saben cómo silenciar en esta isla con nombre de cómic, Banana Island, bañada por el mar de Arabia y tan frente a frente de Doha como Algeciras de Tánger. El crepúsculo ha llegado hacia las siete, pero la luna llena refulge desde media tarde, enredada tras las cortinas de nubes. El skyline qatarí, cuando enciende sus luces, queda silueteado por un halo azul y fucsia: tal vez quieran imitar los rosados atardeceres que se deshacen en hebras. Artificial y a la vez ambicioso es ese trozo de Nueva York o Chicago en medio del desierto donde tan prioritarios son el control burocrático y la seguridad que cuando pagas en cualquier centro comercial te piden hasta el teléfono. Banana Island no es Katara, la popular playa donde las mujeres sólo pueden bañarse con un traje de licra o neopreno de la cabeza a los pies. Aquí se lucen indistintamente bikinis y niqabs, y la mezcla resulta tan liberal como obscena. El mar tiñe la calma de un plata semejante al papel de aluminio. El único movimiento extraño es el de una bandada de aves que se alzan en un vuelo nervioso. Han desaparecido las moscas. La temperatura es perfecta y una suavísima brisa actúa de mecedora. Pero, de repente, el paisaje se trastorna. Ninguna previsión meteorológica anunciaba tormenta. Tormenta de arena, arremolinada y salvaje. Se acerca deprisa. Una espiral blanca que apunta al cielo y parece capaz de tragarse la tierra. Las palmeras danzan, en trance; las alarmas se disparan cada minuto. Y la arena se filtra por debajo de las puertas, incluso por el ojo de la cerradura, hasta impregnar tu paladar. Lo leí en Kafka en la orilla, de Murakami: “A veces el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentado evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote”. Asegura que la tormenta de arena es metafísica y simbólica, pero que aun así te rasga la carne. Me acordé de sus palabras, consciente de que la literatura invade la vida con su componente premonitorio. Al leer, a veces actuamos como si quisiéramos prepararnos para lo que ignoramos; yo anoté esas líneas, las aprendí: “La persona que surge de una tormenta de arena nunca será la misma que penetró en ella”. Coches detenidos en medio de la nada, desaparecidos en el mar, caos, sirenas, y la arena pegada a la garganta. Había que tratar de dormir con el silbido del desierto recordando cuando, en los pueblos, se iba la luz y las mujeres nos hacían rezar a santa Bárbara. Tras las ventanas, el mar escupía barro. Amaneció con cinco centímetros de arena cubriéndolo todo, incluso las almas. (La Vanguardia)

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8 de abril de 2015
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Casa de muñecas

Cuando las niñas juegan con muñecas y les prestan su voz, lo hacen con tonos agudos y cadencias plañideras, al estilo de sus canales temáticos o de los tutoriales que tanto enganchan. En cambio para los muñecos, los Ken de turno, entonan con mayor determinación y gravedad, como si estuvieran enfadados. Al observarlas enfrascadas en sus ficciones, me pregunto acerca del insondable mecanismo -¿o es simple inercia?- por el que se repiten patrones y se perpetúan papeles. Al tiempo que cavilo en las resistencias culturales, una Barbie le pide a Ken que le traiga una bandeja con plátanos y naranjas. Lo hace serio pero encantado. Y no sólo es eso: Ken cocina mientras las sirenas se cambian de outfit, así lo dicen hoy las pequeñas bi-trilingües. En el cuarto de juegos donde espío, las muñecas se van solas al baile, de viaje de trabajo o al parque de atracciones. La generación de madres con permanente cara de velocidad -una especie que se resiste a abandonar la vida estresante, no vaya a ser que luego les quede un sentimiento no sólo vacío, sino de detrito- parece que ha dejado huella en el alma de las muñecas. Las que nos criamos con Heidi -que ahora regresa, con sus cuarenta tacos a la espalda- también jugábamos a cambiarle el outfit a nuestras muñecas recortables, sólo que los llamábamos conjuntos, como magdalenas a los cupcakes. Nuestras series no eran tan de caramelo a diferencia del rosificado mundo de las princess, en el que con siete años ya les hacen la pedicura y les dan masajes. Siempre había un personaje que encarnaba el mal, como la señorita Rottenmeier, que humillaba cada dos por tres a la pobre Heidi, según los criterios biempensantes de hoy una niña maltratada. En la última feria del juguete de Nueva York, Mattel ha presentado a la Barbie espía, que graba a los niños y manda la información a los servidores de la compañía. Sus detractores aseguran que se cruza el límite de la libertad del menor; sus defensores, que puede llegar a protegerlos. Mientras, la imagen de una pequeña refugiada siria que levanta las manos ante una cámara creyendo que se trata de un arma ha sobrecogido a millones de occidentales que tienen en sus casas a preescolares empachados de iPad y videojuegos. Algunos de ellos violentos. Nos llenamos la boca con la educación y progreso, pero persiste una anomia que converge en conductas miméticas: los pequeños acaban reproduciendo la frustración y la agresividad que les trasladan los mayores. Según la macroencuesta de violencia de género, más de un 12,5% de españolas la ha padecido. Y en lugar de ir remitiendo, y a pesar de la sensibilización colectiva, crece. Esta semana han muerto también dos niños en manos de su padre en lugar de estar jugando con sus casas de muñecos, allí donde representan el pequeño teatro del mundo, lo que ven en casa. (La Vanguardia)

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6 de abril de 2015
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La Francia ?vintage?

La adrenalina concentrada en sus pupilas, que se clavan como chinchetas allí por donde pisa. El mohín de distancia que media entre sus ojos caídos y la nariz aguileña. El pelo abrumado, con remolinos azabache que aún no se han dejado tomar por la canas. Y un taconeo al andar entre Gades y Clouseau. Sarko est de retour. Como el torero que tras un par de años de melancólica retirada, en la que ha aprendido lo largo que es el amor y lo corto que es el olvido, regresa al ruedo en busca de oreja y rabo. Eufórica resurrección la suya, la de un hombre que siempre ha andado erguido como si fuera alto. En verano un bohemian bourgeois sans chaussures, en invierno un ocioso expresidente que le llevaba a Carla la guitarra. Nadie había conseguido una diferencia tan abultada en la historia de la V República: la coalición de centro-derecha obtuvo 64 de los 101 departamentos. “Nunca una mayoría había perdido tantos departamentos. Nunca un gobierno en el poder había inspirado tanta desconfianza. Nunca una política había fracasado tanto”, dijo, con el golpe de efecto de la repetición demagógica en busca de piel y fibra. Los portales web se han puesto las botas. Sarko, a diferencia del hésitant Hollande, tiene estilo propio. En el Elíseo vestía trajes de Dior conjuntado con Carla. El hombre que, según contaba Yasmina Reza, se quedaba embobado ante la portada de Le Monde, no porque atrapara su atención un titular, sino porque le excitaba ese anuncio de Rolex tan dorado, ha vuelto para calmar el hambre de derechona en la otrora libertina Francia. Muchos socialistas decepcionados le votaron como coyuntural freno a la extrême droite Marine Le Pen, una mujer astuta y confiada que habla en nombre de la soberanía nacional y demuestra que la política nunca es un artefacto perfecto, ni falta que hace. Coincide su apoteósico comeback con otro revival derechista que arrasa en Francia y que ha convertido al expresidente Jacques Chirac en icono pop. Su rostro está en las camisetas y bolsas más trendy en París o Marsella. En Tumblr, una página devotamente titulada “Fuck Yeah Jacques Chirac” reúne algunas de sus mejores fotos: saltando un torno como un atleta en el metro, durmiendo impecable con antifaz en un vuelo presidencial o echando una bocanada de humo en un sillón de terciopelo malva. “El Cary Grant francés” y según Les Inrockuptibles, siempre un paso más allá, hipster avant la lettre. Su popularidad cayó como ahora la de Hollande, pero su legado, al menos estético, permanece. Sarkozy, recibido en esta secuela con escepticismo incluso por sus compañeros, se sueña de vuelta. Antes tendrá que salir victorioso del congreso de refundación del partido, demostrar que lo de las departamentales no ha sido solo un castigo a la falta de credibilidad y la división socialista, y vencer en las primarias conservadoras del 2016 para ser candidato. Pero, si la hombría de trajes cruzados, gafas XXL y cigarrillo en la comisura de los labios de Chirac se han impuesto, ¿por qué no van a hacerlo las pupilas hiperactivas y los tacones aflamencados de Sarko? Sin cinta / Rafa Nadal

Es la celebridad española que cae mejor, aseguran varios sondeos, y también el que ha marcado una era en la que el deportista se convirtió en el dios de la ejemplaridad. Sus músculos tan sobrehumanos, su coraje en la cabeza y el corazón. También la humildad. “Necesito la ayuda de mi equipo, pero sobre todo de mí mismo”, confesó tras perder con Fernando Verdasco y enganchar la quinta derrota -por sólo un título- en lo que va de año, el peor arranque en una década impecable. Hay que ser valiente para despojarse de la cinta del pelo y la raqueta de superhéroe y reconocer que la vida son ciclos, que la experiencia no siempre es un grado y que la elegancia se demuestra en las derrotas, así como en el aliento para no cronificarlas. Siempre noticia / Angelina Jolie

Tantos mortales con vidas anodinas, y esta mujer que, además de llamarse Bonita, colecciona azares y desafíos: Brad Pitt, familia multicultural, superheroína a ambos lados de la cámara, viajes a campos de refugiados como embajadora de la ONU, una hija que se viste como un niño. Ahora Angelina confiesa en el NY Times que sufre menopausia, palabra tabú que la mayoría de celebrities prefieren ignorar. Después de su doble mastectomía, se ha sometido a una extirpación de ovarios preventiva, provocando un debate sobre los protocolos médicos. Hace un tiempo anunció que se dedicaría full time a su compromiso social, y que aparcaba la interpretación. Visto en conjunto, es la faceta en la que menos ha destacado. Una grande / Margarita Rivière Se reía como si aún fumara, mujer de carcajada gozosa y mirada fina. Creó un estilo de periodismo con el que fijaba valiosas crónicas de nuestro tiempo, sublimadas en su tesis doctoral, La fama, que terminó a la edad de la jubilación; siempre tan autoexigente. La conocí en una conferencia en la Paeria de Lleida y le mostré mi interés por la moda: “No creas que es tan interesante, hay mucha estupidez”. Debía de tener la edad que yo tengo ahora. Nunca la abandonaron los interrogantes, fue generosa y cáustica, con su eterno pelo a la garçon y una alma bella: “Estoy muy inactiva, sólo ayudo a estudiantes y leo lo que me apetece (bueno, preparo otro libro de moda con calma chicha)”, me escribió hace un mes. Querida amiga, la ausencia quema. (La Vanguardia)

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4 de abril de 2015
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¿Dónde están los ?curvies??

No hay día en que no aparezca una noticia sobre las curvies, ni que la prensa de moda bien intencionada imprima el fenómeno en su portada con tipografías vistosas, a menudo en cursivas, a fin de interpretar más literalmente el movimiento de unas caderas estridentes. Bien diferente sería que, en lugar de curvies, las llamaran gordas, palabra de mal llevar que solo cuando es nombrada en primera persona, reconocida por una misma con humor o amargura, se exime de ánimo vejatorio. Curvy es un nombre rumboso que aporta un toque de novedad a la expresión tallas grandes. Grande es un eufemismo de gordo que equivale a de color por negro o a pompis por culo, aunque este último es un término fieramente recuperado por la hipermodernidad. Culo 10 se denomina a los módulos de entrenamiento para fortalecer, subir y ampliar el culo, siguiendo la enfebrecida tendencia de Kim Kardashian. Pero tanto el fenómeno curvy como el del culo 10 dejan tras de sí un hueco, o brecha, si lo prefieren, de género: ¿dónde están ellos? Los onerosos modelos con carnes prietas y rasgos perfectos no tienen ni portadas ni sección en los grandes almacenes, determinando, pues, que los hombres gordos sienten una profunda desafección no solo por la moda sino por sí mismos. En la alfombra roja, las panzas de Alec Baldwin, Russell Crowe, John Travolta o Leonardo DiCaprio forman despreocupadamente parte del establishment. Y nadie se atrevería a llamarles gordos como a Mariah Carey o Adele. «¿Qué panzó?», se preguntan como mucho acerca de esos tipos esbeltos que perdieron la cintura en algunas redes latinoamericanas, donde la apostura masculina sigue siendo velluda, pectoral y engominada. Las carnes derramadas de los Faletes del mundo no son tomadas en serio, y producen incluso mayor rechazo que las femeninas. Cero tolerancia a la gordura masculina en la imaginería contemporánea. Lo máximo que se permite es la existencia viral de los skinny fat (del-gordo), que es como se denomina a aquellos delgados con tendencia al sobrepeso, y cuyo encanto con ropa se esfuma cuando se la quitan. Un hombre que no va al gimnasio es un valor a la baja, un sujeto sospechoso cuya delgadez con su cuerpo pone en duda otras cualidades. Los hombres aún ganan a las mujeres practicando deporte. Juegan al pádel o al fútbol, levantan pesas, nadan cincuenta largos, corren por la ciudad y admiten que el paso del tiempo es una carrera de fondo en la cual no hay que desfallecer. Los mismos que no entienden la vida sin una toalla en la cintura. Ni ese baile de hormonas que provoca la acumulación de tejidos adiposos, ni tampoco arrugas en el canalillo. Los hombres envejecen mejor, se dice, y en ello puede que radique el freudiano complejo de la envidia del pene. La cuestión es que quienes juzgan más severamente a los hombres no son las mujeres, sino los propios varones, que compadecen la existencia de un hermano curvy. De momento, a unos los tienen encerrados en el armario, y a los otros, en los consejos de administración fumándose un puro. (La Vanguardia)

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3 de abril de 2015
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El bolso o la vida

Dicen: “Las mujeres siempre estáis buscando algo en el bolso”. La cabeza abocada en su oscura cavidad, revolviendo aún más su desorden, al encuentro de aquello que nos complete o nos calme, de algo que necesitamos imperiosamente. La mano agitando un revoltijo de llaves, kleenex, crema de cacao, un bloc de notas, toallitas húmedas, una chocolatina… A veces una madre en clase de ballet pregunta: “¿Tenéis un clip para el pelo?”. Y un brazo solidario lo saca de su milagroso fondo como de una chistera. También está el que recibe su ibuprofeno, paracetamol u omeprazol, porque de todo hay en esa mezcla de farmacopea y maletín de la señorita Pepis, un asidero gracias al que sostenerse. El bolso en la vida de la mujer es un territorio en sí mismo, un microcosmos, una señal tanto de su jerarquía vital como de su recogimiento. Ejerce de botiquín de primeros auxilios, pero también de contenedor que define su yo más íntimo e incluso revela o enmascara su personalidad. El filósofo Peter Sloterdijk afirma en Has de cambiar tu vida -una obra reveladora, capaz de adaptar el pensamiento clásico a nuestros gaseosos tiempos- que uno “se forja una forma de subjetividad enclavada en su interior, donde está ocupada prioritaria y permanentemente consigo mismo y sus estados internos. Se transforma en una especie de pequeño Estado…”. Y cita al espiritual y docto Marco Aurelio: “Piensa, finalmente, en retirarte hacia aquella pequeña región que eres tú mismo, y sobre todo no te disperses”. Claro que esos pequeños estados son tan provisionales como su propia subjetividad. Cualquier mujer podría rehacer su cronología a través de los distintos bolsos en los que ha transportado una parte de sí misma, aquello con lo que es capaz de recomponerse ante una nueva escena. Su sentido de pertenencia es casi inviolable. “Mi bolso”, decimos, con la misma rotundidad que “mi casa”. Si nos lo roban o lo perdemos, el efecto resulta devastador. ¿Cómo puede tacharse de frívola una representación tan sucinta de lo que proyectan las mujeres con sus bolsos colgados en bandolera, en el antebrazo, empuñados con firmeza o despreocupación? A pesar de que la alianza entre tecnología y biología, capitaneada por David Eagleman y otros neurocientíficos punteros, ha supuesto una auténtica revolución sensorial -capaz de devolver la vista implantando en la lengua un pequeño dispositivo eléctrico que envía señales al cerebro, por ejemplo-, la sensación de raigambre de una mujer que agarra su bolso o bien lo deja, indolente, sobre cualquier sitio, es tan terrenal como sensitiva, irreproducible por el misterio que perpetúa. (La Vanguardia)

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1 de abril de 2015
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Un tipo normal

Dicen: “un loco”. Pero una línea del informe fiscal ratifica la correspondencia entre la razón y el corazón de Andreas Lubitz minutos antes de estrellar un avión con 149 personas a bordo: su respiración era normal. Qué anotación tan francesa, tan eficazmente descriptiva, tan Simenon. El copiloto hizo descender el Airbus en silencio, sin sintomatología susceptible al oído: no le faltó el aire ni hiperventiló. Lacónicas dicen que fueron sus últimas respuestas cuando aún compartía los mandos con el piloto, antes de que este saliera de la cabina para orinar. Una eventualidad fisiológica, que acaso Lubitz había meditado, le permitió ejecutar su plan. La sangre y la conciencia congeladas, a punto de decidir el destino de cientos de personas. Sereno, sin sobresaltos. Respirando con normalidad. No hay móvil, ni explicaciones, ni está detrás el Estado Islámico, ni hasta el momento se han encontrado cómplices. Lubitz dejó de responder, blindado por las normas de seguridad que ahora se vuelven en contra al permitir el bloqueo unilateral de la cabina de vuelo, en este caso para mal. No es difícil imaginar la desesperación del piloto experimentado, diez años de vuelo y dos hijos, un hombre afable -dicen sus colegas- “un gran profesional” que de repente se ve despojado de su mando por una simple meada. La ideología de la prosperidad, amparada en el control, no ha podido evitar el escollo de la biología a pesar de sus extremados controles. Algunas compañías americanas tienen activado un protocolo para evitar estos casos: miccionar dentro, vete a saber cómo. “Era un tipo normal” siempre dicen los vecinos de los criminales, ejemplificando la mansa entrega de la buena gente frente a la paranoica alerta -siempre reactiva- de que el enemigo pueda sentarse a tu lado, respirando con normalidad. Hace unas semanas leía en El País una entrevista de Pablo Guimón a Darian Leader, un prestigioso psicoanalista británico que estudia la locura. Afirmaba: “Cuando la gente hace cosas terribles, a veces resulta que son muy sanos. ¿Qué es alguien sano mentalmente? Hay que eliminar la distinción entre salud y enfermedad mental, y ver a las personas en términos de estructura mental”. Leader asegura que no es lo mismo estar loco que volverse loco. Personalidades ansiosas, obsesivas, fóbicas, narcisistas, depresivas o bipolares han escrito gran parte de la historia de nuestra civilización. El estigma de la locura se ha paseado entre el genio y el electrochoque, entre la euforia y el aislamiento. La locura es morbosa, tan fascinante como temida para el cuerdo, que nunca está del todo seguro de serlo. Pero el nombre del mal se escuda muy a menudo en su desvarío a fin de buscarle una rápida (y satisfactoria) explicación a la tragedia, una simplificación para quedarse tranquilos. No digamos que era un loco, se volvió criminalmente loco. (La Vanguardia)

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30 de marzo de 2015
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Teorías conspirativas

Tuvo que cortarse el pelo para triunfar, aquella melena lacia a la manera de las modelos cuando van a un casting y saben que peinarse demasiado les pone años encima. El estilo casual siempre caracterizó a Robin Wright, paradigma de esas mujeres que han nacido para vivir en un rancho californiano, con su pelo desmayado y algo sucio, su jersey de punto grueso y el mejor de los accesorios: Sean Penn -19 años juntos y dos hijos-. Por ello no ha sido fácil desengancharle el segundo apellido (Wright-Penn) hasta que ha triunfado como Claire Underwood, esposa de Kevin Spacey en House of cards, serie preferida de periodistas, políticos y amantes de las tramas maquiavélicas. Claire es una incansable tejedora de intrigas para la que trepar en las altas cumbres es el pan de cada día. Su encaje con el dudoso pero a la vez implacable Frank destila tal verosimilitud que los estadounidenses lo prefieren al mismísimo Obama. A pesar de esa visión de la política llena de sombras, manejos y extravíos morales, el 57% de los telespectadores de la serie lo cambiarían por el otrora deseado presidente, quien parece que perdió su baraka. En cuanto a Sean Penn, novio de Charlize Theron, ha declarado recientemente: “Nunca me he sentido amado”. ¿Infancia traumática, trama conspiranoide o demasiado sexy para sentirse amado? Robin Wright, en cambio -a quien triunfar le ha costado 30 años-, dice que nunca había tenido tan pocos pelos en la lengua ni tantos orgasmos. Frank/Kevin tiene algo de Pedro J; un día se lo dije a su mujer, Ágatha Ruiz de la Prada, y me confesó que ella se lo había comentado aquella tarde. Movida por la energía de la coincidencia me animé: “Y tú tienes un algo de Claire/Robin”. “Gracias, ella me encanta”, me respondió. En Madrid se echan de menos las House of cards patrias, con sus conspiraciones y sus entregas por capítulos, que han tumbado a varias cabezas de león. Menos mal que ha reaparecido José Bono para colorear la escena, montando cenas con ZP y los chicos de Podemos. Bono podría interpretar una versión castellana de la serie de Netflix. El exministro anda ahora de gira, revelando secretillos de Estado mientras se ha extendido una mezquina rumorología acerca de su vida privada. A los tirantes y las camisas a rayas de Hermés les han sucedido los sincorbata, las camisas blancas y barbitas hipster. Transparencia por opacidad, realismo sucio por realismo mágico, utopía frente a austeridad. Lo naif quiere sustituir a lo de siempre, rancio y ajado. Pero siempre habrá marionetistas de Estado. Para que las teorías conspirativas triunfen hay que ser de una pasta especial. Existen personas abiertas de mente y rigurosas, y quienes, por el contrario, se muestran desconfiados y maliciosos. De esos “vicios intelectuales”, como los denomina el profesor Quassim Cassim, depende el éxito de la conspiración. Las leyes de la imitación social, los medios de comunicación y las series de moda que nos sirven conspiraciones a domicilio hacen el resto. Por eso queremos vivir en ellas, pantalla mediante. Casta y figura / Úrsula Corberó La lectura semanal de ¡Hola! es un sedante que apacigua la cruda realidad, expulsada de su couché. En cada número hay alguna perla que da fe de la complejidad psicológica del ser humano, así como de aquello que lo conforma. La guapa actriz Úrsula Corberó, nombrada embajadora de la Academia del Perfume, es entrevistada y fotografiada en el lujoso palacio Duarte Pinto Coelho, donde recuerda sus orígenes humildes: sus padres no tenían coche e iban en tren o haciendo autostop a las audiciones. Le preguntan a qué olía su infancia, y fiel a sus orígenes responde: “A campo y a caca de vaca”. ¿Y tu presente? “A laca”, responde. Ya lo decía Mae West: la chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes. Fotógrafo estrella / Mario Testino

Hace poco que ha alcanzado el millón de seguidores en la red social de fotografías Instagram, donde a menudo deja de lado su costoso equipo para capturar, smartphone en mano, una vista de la tarde cayendo sobre la torre Eiffel o la instalación que más le ha sorprendido en una galería de arte californiana. También da master classes gratuitas a través de la red social, consejos para triunfar en este enredado mundo donde se prefiere fotografiar las experiencias a vivirlas. “Cuando cuelgo una foto tiene que transmitirme algo. Se trata de vivir con los ojos bien abiertos”. Alcanzó la atención de los paparazzi desde que fotografió a Lady Di, y ya ha colonizado varios museos. Mediático, peruano y neoyorquino, divertido y rico.

(La Vanguardia)

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28 de marzo de 2015
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Al más alto nivel

La primera vez que oí la expresión, hace ya un par de años, no me atreví a preguntar a quién o quiénes aludía: “Estamos a la espera de un contacto al más alto nivel”, dijo un empresario con rictus grave, como si todos tuviéramos que saber de qué estábamos hablando. Pero ¿de quién se trataba?, ¿quién encarnaba ese “alto nivel”? Acaso un oligarca, el ángel custodio de los fondos de la banca andorrana, un diplomático sabelotodo o el jefe del CNI. La expresión intimidaba, y más cuando mis interlocutores la pronunciaban mascando la goma de la omnipotencia. Me vinieron a la cabeza narices aguileñas y barbas dionisiacas, tipos con el cabello recortado al estilo de los jugadores del futbolín. Seres misteriosos aunque forrados de venerabilidad, a la manera de los libros de texto plastificados. Símbolos que cotizan al mismo tiempo que la carcoma avanza por las boiseries de sus bibliotecas, como los personajes de Harold Pinter en el Invernadero -que estos días dirige Mario Gas en el madrileño teatro La Abadía-, víctimas de sus almas agotadas por una absurda hegemonía hasta que les corroe y destruye el propio abuso de poder. ¿A qué viene la opacidad que transmite la expresión “al más alto nivel”, y por qué se utiliza tanto? Quizá por tratarse de un genérico que nos conduce hasta el imaginario de una llave que lo abre todo. Del poder en mayúsculas. También es producto de una pedantería sin igual que engloba a mequetrefes, intermediarios y comisionistas. Puede que algunos lo denominen discreción, y por ello prefieran sustituir el sujeto por un complemento circunstancial en asuntos que van desde la negociación del pacto salarial “al más alto nivel” hasta la defensa del sector minero “al más alto nivel”. Cuando se puso de moda apoyar construcciones semánticas con “a nivel”, los guardianes del lenguaje alertaron acerca de lo que suponía tal terrorismo lingüístico, porque bien distinto es vivir a nivel del mar que llenarse la boca “a nivel político” cuando basta con decir “en política”. Es probable que algunos de ustedes hayan estado en reuniones al más alto nivel sin tener conciencia de ello, con orden del día, termos de café, jarritas de leche fría, platos con caramelos eucaliptus, algún fatigoso powerpoint, y un acta que lo recoge todo, aunque en verdad de nada importe el acta porque la decisión final se tomará “al más alto nivel”. Tendríamos que saber quiénes asisten a las verdaderas reuniones en la cumbre. Personas “de categoría”, se decía en los pueblos, con galones, títulos o, mejor dicho, influencia y “contactos”. La mascarada de “alto nivel” oculta los rostros que lo representan porque en lo que media el vuelo de una mosca pueden caer al más bajo nivel. (La Vanguardia)

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25 de marzo de 2015
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Dolor bajo la máscara

No es la primera vez que me ocurre: “Podrías ahondar en por qué las mujeres lloran más que los hombres”, le sugerí a un afamado periodista. “Esto es para ti, yo no lo puedo tratar porque me acusarían de machista”, me respondió seriamente. Ni hormonas ni lagrimales más pequeños, ni investigaciones científicas, ni entrecomillados… Todo palidecía ante la suspicacia y la prevención que sentía mi colega respecto a que un asunto, digamos de género, se le volviera en contra. Hace dos días, en una redacción, a la responsable de marketing le latía el estómago. Estaba felizmente nerviosa ante la posibilidad de un nuevo proyecto, y entre risas y nervios le dijo a su jefe: “Mira cómo me late el estómago, toca”. El sabio profesional, declinó amablemente la invitación. Hay más casos que rozan la paranoia: amigos que prefieren no subir con una mujer en un ascensor sin compañía de otros, directivos que ya han importado la máxima de los yankees: no encerrarse en un despacho con una mujer a solas. “No dejen entrar a uno de estos nuevos hombres en mi habitación”, murmuraban las protagonistas de las series de televisión cuando a finales del siglo pasado se habló del “nuevo hombre”. El que el mismo día jugaba a rugby y acunaba a sus hijos; el que no confundía la expresión de los sentimientos con la cursilería, ni la determinación con la testosterona. Hombres soñados que, al hacerse reales, se convirtieron en pesadillas, pues parecían demasiado depilados, presumidos o empáticos. En el 2003 escribí un libro sobre las masculinidades, y la mayoría de mis congéneres me espetaban: ¿por qué un libro sobre ellos cuando somos nosotras las que estamos en el punto de mira? La reivindicación de los hombres como padres -aunque para algunos empiece de verdad cuando se separan- ha cristalizado hoy en la aplicación cada vez más habitual de la custodia compartida. En las últimas campañas contra la violencia doméstica los protagonistas son hombres concienciados que la rechazan al igual que las féminas; en algunas ciudades, como Estambul, cientos de ellos se han manifestado en contra con minifalda como signo de protesta. Existe no obstante un dato que sobrecoge, y es el del abultado número de muertes de hombres jóvenes por suicidio: en Catalunya la primera causa de muerte entre varones de 30 a 44 años. Varias investigaciones relacionan esta brecha con la genética pero también aducen a un malestar vital que se refugia en el autocontrol para ocultar la inestabilidad. Y a la dificultad en pedir ayuda -y medicación-, a diferencia de las mujeres. En Newsweek leo que en el Reino Unido murieron más hombres por suicidio el año pasado que todos los soldados británicos caídos en combate después de la II Guerra Mundial. Una cifra asombrosa que indica la infinidad de historias silenciadas: el dolor detrás de la máscara. Un asunto que debería preocupar a ambos sexos por igual, sin suspicacias. (La Vanguardia)

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23 de marzo de 2015
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El Boomeran(g)
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