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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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¿Dónde están los ?curvies??

No hay día en que no aparezca una noticia sobre las curvies, ni que la prensa de moda bien intencionada imprima el fenómeno en su portada con tipografías vistosas, a menudo en cursivas, a fin de interpretar más literalmente el movimiento de unas caderas estridentes. Bien diferente sería que, en lugar de curvies, las llamaran gordas, palabra de mal llevar que solo cuando es nombrada en primera persona, reconocida por una misma con humor o amargura, se exime de ánimo vejatorio. Curvy es un nombre rumboso que aporta un toque de novedad a la expresión tallas grandes. Grande es un eufemismo de gordo que equivale a de color por negro o a pompis por culo, aunque este último es un término fieramente recuperado por la hipermodernidad. Culo 10 se denomina a los módulos de entrenamiento para fortalecer, subir y ampliar el culo, siguiendo la enfebrecida tendencia de Kim Kardashian. Pero tanto el fenómeno curvy como el del culo 10 dejan tras de sí un hueco, o brecha, si lo prefieren, de género: ¿dónde están ellos? Los onerosos modelos con carnes prietas y rasgos perfectos no tienen ni portadas ni sección en los grandes almacenes, determinando, pues, que los hombres gordos sienten una profunda desafección no solo por la moda sino por sí mismos. En la alfombra roja, las panzas de Alec Baldwin, Russell Crowe, John Travolta o Leonardo DiCaprio forman despreocupadamente parte del establishment. Y nadie se atrevería a llamarles gordos como a Mariah Carey o Adele. «¿Qué panzó?», se preguntan como mucho acerca de esos tipos esbeltos que perdieron la cintura en algunas redes latinoamericanas, donde la apostura masculina sigue siendo velluda, pectoral y engominada. Las carnes derramadas de los Faletes del mundo no son tomadas en serio, y producen incluso mayor rechazo que las femeninas. Cero tolerancia a la gordura masculina en la imaginería contemporánea. Lo máximo que se permite es la existencia viral de los skinny fat (del-gordo), que es como se denomina a aquellos delgados con tendencia al sobrepeso, y cuyo encanto con ropa se esfuma cuando se la quitan. Un hombre que no va al gimnasio es un valor a la baja, un sujeto sospechoso cuya delgadez con su cuerpo pone en duda otras cualidades. Los hombres aún ganan a las mujeres practicando deporte. Juegan al pádel o al fútbol, levantan pesas, nadan cincuenta largos, corren por la ciudad y admiten que el paso del tiempo es una carrera de fondo en la cual no hay que desfallecer. Los mismos que no entienden la vida sin una toalla en la cintura. Ni ese baile de hormonas que provoca la acumulación de tejidos adiposos, ni tampoco arrugas en el canalillo. Los hombres envejecen mejor, se dice, y en ello puede que radique el freudiano complejo de la envidia del pene. La cuestión es que quienes juzgan más severamente a los hombres no son las mujeres, sino los propios varones, que compadecen la existencia de un hermano curvy. De momento, a unos los tienen encerrados en el armario, y a los otros, en los consejos de administración fumándose un puro. (La Vanguardia)

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3 de abril de 2015
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El bolso o la vida

Dicen: “Las mujeres siempre estáis buscando algo en el bolso”. La cabeza abocada en su oscura cavidad, revolviendo aún más su desorden, al encuentro de aquello que nos complete o nos calme, de algo que necesitamos imperiosamente. La mano agitando un revoltijo de llaves, kleenex, crema de cacao, un bloc de notas, toallitas húmedas, una chocolatina… A veces una madre en clase de ballet pregunta: “¿Tenéis un clip para el pelo?”. Y un brazo solidario lo saca de su milagroso fondo como de una chistera. También está el que recibe su ibuprofeno, paracetamol u omeprazol, porque de todo hay en esa mezcla de farmacopea y maletín de la señorita Pepis, un asidero gracias al que sostenerse. El bolso en la vida de la mujer es un territorio en sí mismo, un microcosmos, una señal tanto de su jerarquía vital como de su recogimiento. Ejerce de botiquín de primeros auxilios, pero también de contenedor que define su yo más íntimo e incluso revela o enmascara su personalidad. El filósofo Peter Sloterdijk afirma en Has de cambiar tu vida -una obra reveladora, capaz de adaptar el pensamiento clásico a nuestros gaseosos tiempos- que uno “se forja una forma de subjetividad enclavada en su interior, donde está ocupada prioritaria y permanentemente consigo mismo y sus estados internos. Se transforma en una especie de pequeño Estado…”. Y cita al espiritual y docto Marco Aurelio: “Piensa, finalmente, en retirarte hacia aquella pequeña región que eres tú mismo, y sobre todo no te disperses”. Claro que esos pequeños estados son tan provisionales como su propia subjetividad. Cualquier mujer podría rehacer su cronología a través de los distintos bolsos en los que ha transportado una parte de sí misma, aquello con lo que es capaz de recomponerse ante una nueva escena. Su sentido de pertenencia es casi inviolable. “Mi bolso”, decimos, con la misma rotundidad que “mi casa”. Si nos lo roban o lo perdemos, el efecto resulta devastador. ¿Cómo puede tacharse de frívola una representación tan sucinta de lo que proyectan las mujeres con sus bolsos colgados en bandolera, en el antebrazo, empuñados con firmeza o despreocupación? A pesar de que la alianza entre tecnología y biología, capitaneada por David Eagleman y otros neurocientíficos punteros, ha supuesto una auténtica revolución sensorial -capaz de devolver la vista implantando en la lengua un pequeño dispositivo eléctrico que envía señales al cerebro, por ejemplo-, la sensación de raigambre de una mujer que agarra su bolso o bien lo deja, indolente, sobre cualquier sitio, es tan terrenal como sensitiva, irreproducible por el misterio que perpetúa. (La Vanguardia)

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1 de abril de 2015
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Un tipo normal

Dicen: “un loco”. Pero una línea del informe fiscal ratifica la correspondencia entre la razón y el corazón de Andreas Lubitz minutos antes de estrellar un avión con 149 personas a bordo: su respiración era normal. Qué anotación tan francesa, tan eficazmente descriptiva, tan Simenon. El copiloto hizo descender el Airbus en silencio, sin sintomatología susceptible al oído: no le faltó el aire ni hiperventiló. Lacónicas dicen que fueron sus últimas respuestas cuando aún compartía los mandos con el piloto, antes de que este saliera de la cabina para orinar. Una eventualidad fisiológica, que acaso Lubitz había meditado, le permitió ejecutar su plan. La sangre y la conciencia congeladas, a punto de decidir el destino de cientos de personas. Sereno, sin sobresaltos. Respirando con normalidad. No hay móvil, ni explicaciones, ni está detrás el Estado Islámico, ni hasta el momento se han encontrado cómplices. Lubitz dejó de responder, blindado por las normas de seguridad que ahora se vuelven en contra al permitir el bloqueo unilateral de la cabina de vuelo, en este caso para mal. No es difícil imaginar la desesperación del piloto experimentado, diez años de vuelo y dos hijos, un hombre afable -dicen sus colegas- “un gran profesional” que de repente se ve despojado de su mando por una simple meada. La ideología de la prosperidad, amparada en el control, no ha podido evitar el escollo de la biología a pesar de sus extremados controles. Algunas compañías americanas tienen activado un protocolo para evitar estos casos: miccionar dentro, vete a saber cómo. “Era un tipo normal” siempre dicen los vecinos de los criminales, ejemplificando la mansa entrega de la buena gente frente a la paranoica alerta -siempre reactiva- de que el enemigo pueda sentarse a tu lado, respirando con normalidad. Hace unas semanas leía en El País una entrevista de Pablo Guimón a Darian Leader, un prestigioso psicoanalista británico que estudia la locura. Afirmaba: “Cuando la gente hace cosas terribles, a veces resulta que son muy sanos. ¿Qué es alguien sano mentalmente? Hay que eliminar la distinción entre salud y enfermedad mental, y ver a las personas en términos de estructura mental”. Leader asegura que no es lo mismo estar loco que volverse loco. Personalidades ansiosas, obsesivas, fóbicas, narcisistas, depresivas o bipolares han escrito gran parte de la historia de nuestra civilización. El estigma de la locura se ha paseado entre el genio y el electrochoque, entre la euforia y el aislamiento. La locura es morbosa, tan fascinante como temida para el cuerdo, que nunca está del todo seguro de serlo. Pero el nombre del mal se escuda muy a menudo en su desvarío a fin de buscarle una rápida (y satisfactoria) explicación a la tragedia, una simplificación para quedarse tranquilos. No digamos que era un loco, se volvió criminalmente loco. (La Vanguardia)

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30 de marzo de 2015
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Teorías conspirativas

Tuvo que cortarse el pelo para triunfar, aquella melena lacia a la manera de las modelos cuando van a un casting y saben que peinarse demasiado les pone años encima. El estilo casual siempre caracterizó a Robin Wright, paradigma de esas mujeres que han nacido para vivir en un rancho californiano, con su pelo desmayado y algo sucio, su jersey de punto grueso y el mejor de los accesorios: Sean Penn -19 años juntos y dos hijos-. Por ello no ha sido fácil desengancharle el segundo apellido (Wright-Penn) hasta que ha triunfado como Claire Underwood, esposa de Kevin Spacey en House of cards, serie preferida de periodistas, políticos y amantes de las tramas maquiavélicas. Claire es una incansable tejedora de intrigas para la que trepar en las altas cumbres es el pan de cada día. Su encaje con el dudoso pero a la vez implacable Frank destila tal verosimilitud que los estadounidenses lo prefieren al mismísimo Obama. A pesar de esa visión de la política llena de sombras, manejos y extravíos morales, el 57% de los telespectadores de la serie lo cambiarían por el otrora deseado presidente, quien parece que perdió su baraka. En cuanto a Sean Penn, novio de Charlize Theron, ha declarado recientemente: “Nunca me he sentido amado”. ¿Infancia traumática, trama conspiranoide o demasiado sexy para sentirse amado? Robin Wright, en cambio -a quien triunfar le ha costado 30 años-, dice que nunca había tenido tan pocos pelos en la lengua ni tantos orgasmos. Frank/Kevin tiene algo de Pedro J; un día se lo dije a su mujer, Ágatha Ruiz de la Prada, y me confesó que ella se lo había comentado aquella tarde. Movida por la energía de la coincidencia me animé: “Y tú tienes un algo de Claire/Robin”. “Gracias, ella me encanta”, me respondió. En Madrid se echan de menos las House of cards patrias, con sus conspiraciones y sus entregas por capítulos, que han tumbado a varias cabezas de león. Menos mal que ha reaparecido José Bono para colorear la escena, montando cenas con ZP y los chicos de Podemos. Bono podría interpretar una versión castellana de la serie de Netflix. El exministro anda ahora de gira, revelando secretillos de Estado mientras se ha extendido una mezquina rumorología acerca de su vida privada. A los tirantes y las camisas a rayas de Hermés les han sucedido los sincorbata, las camisas blancas y barbitas hipster. Transparencia por opacidad, realismo sucio por realismo mágico, utopía frente a austeridad. Lo naif quiere sustituir a lo de siempre, rancio y ajado. Pero siempre habrá marionetistas de Estado. Para que las teorías conspirativas triunfen hay que ser de una pasta especial. Existen personas abiertas de mente y rigurosas, y quienes, por el contrario, se muestran desconfiados y maliciosos. De esos “vicios intelectuales”, como los denomina el profesor Quassim Cassim, depende el éxito de la conspiración. Las leyes de la imitación social, los medios de comunicación y las series de moda que nos sirven conspiraciones a domicilio hacen el resto. Por eso queremos vivir en ellas, pantalla mediante. Casta y figura / Úrsula Corberó La lectura semanal de ¡Hola! es un sedante que apacigua la cruda realidad, expulsada de su couché. En cada número hay alguna perla que da fe de la complejidad psicológica del ser humano, así como de aquello que lo conforma. La guapa actriz Úrsula Corberó, nombrada embajadora de la Academia del Perfume, es entrevistada y fotografiada en el lujoso palacio Duarte Pinto Coelho, donde recuerda sus orígenes humildes: sus padres no tenían coche e iban en tren o haciendo autostop a las audiciones. Le preguntan a qué olía su infancia, y fiel a sus orígenes responde: “A campo y a caca de vaca”. ¿Y tu presente? “A laca”, responde. Ya lo decía Mae West: la chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes. Fotógrafo estrella / Mario Testino

Hace poco que ha alcanzado el millón de seguidores en la red social de fotografías Instagram, donde a menudo deja de lado su costoso equipo para capturar, smartphone en mano, una vista de la tarde cayendo sobre la torre Eiffel o la instalación que más le ha sorprendido en una galería de arte californiana. También da master classes gratuitas a través de la red social, consejos para triunfar en este enredado mundo donde se prefiere fotografiar las experiencias a vivirlas. “Cuando cuelgo una foto tiene que transmitirme algo. Se trata de vivir con los ojos bien abiertos”. Alcanzó la atención de los paparazzi desde que fotografió a Lady Di, y ya ha colonizado varios museos. Mediático, peruano y neoyorquino, divertido y rico.

(La Vanguardia)

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28 de marzo de 2015
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Al más alto nivel

La primera vez que oí la expresión, hace ya un par de años, no me atreví a preguntar a quién o quiénes aludía: “Estamos a la espera de un contacto al más alto nivel”, dijo un empresario con rictus grave, como si todos tuviéramos que saber de qué estábamos hablando. Pero ¿de quién se trataba?, ¿quién encarnaba ese “alto nivel”? Acaso un oligarca, el ángel custodio de los fondos de la banca andorrana, un diplomático sabelotodo o el jefe del CNI. La expresión intimidaba, y más cuando mis interlocutores la pronunciaban mascando la goma de la omnipotencia. Me vinieron a la cabeza narices aguileñas y barbas dionisiacas, tipos con el cabello recortado al estilo de los jugadores del futbolín. Seres misteriosos aunque forrados de venerabilidad, a la manera de los libros de texto plastificados. Símbolos que cotizan al mismo tiempo que la carcoma avanza por las boiseries de sus bibliotecas, como los personajes de Harold Pinter en el Invernadero -que estos días dirige Mario Gas en el madrileño teatro La Abadía-, víctimas de sus almas agotadas por una absurda hegemonía hasta que les corroe y destruye el propio abuso de poder. ¿A qué viene la opacidad que transmite la expresión “al más alto nivel”, y por qué se utiliza tanto? Quizá por tratarse de un genérico que nos conduce hasta el imaginario de una llave que lo abre todo. Del poder en mayúsculas. También es producto de una pedantería sin igual que engloba a mequetrefes, intermediarios y comisionistas. Puede que algunos lo denominen discreción, y por ello prefieran sustituir el sujeto por un complemento circunstancial en asuntos que van desde la negociación del pacto salarial “al más alto nivel” hasta la defensa del sector minero “al más alto nivel”. Cuando se puso de moda apoyar construcciones semánticas con “a nivel”, los guardianes del lenguaje alertaron acerca de lo que suponía tal terrorismo lingüístico, porque bien distinto es vivir a nivel del mar que llenarse la boca “a nivel político” cuando basta con decir “en política”. Es probable que algunos de ustedes hayan estado en reuniones al más alto nivel sin tener conciencia de ello, con orden del día, termos de café, jarritas de leche fría, platos con caramelos eucaliptus, algún fatigoso powerpoint, y un acta que lo recoge todo, aunque en verdad de nada importe el acta porque la decisión final se tomará “al más alto nivel”. Tendríamos que saber quiénes asisten a las verdaderas reuniones en la cumbre. Personas “de categoría”, se decía en los pueblos, con galones, títulos o, mejor dicho, influencia y “contactos”. La mascarada de “alto nivel” oculta los rostros que lo representan porque en lo que media el vuelo de una mosca pueden caer al más bajo nivel. (La Vanguardia)

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25 de marzo de 2015
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Dolor bajo la máscara

No es la primera vez que me ocurre: “Podrías ahondar en por qué las mujeres lloran más que los hombres”, le sugerí a un afamado periodista. “Esto es para ti, yo no lo puedo tratar porque me acusarían de machista”, me respondió seriamente. Ni hormonas ni lagrimales más pequeños, ni investigaciones científicas, ni entrecomillados… Todo palidecía ante la suspicacia y la prevención que sentía mi colega respecto a que un asunto, digamos de género, se le volviera en contra. Hace dos días, en una redacción, a la responsable de marketing le latía el estómago. Estaba felizmente nerviosa ante la posibilidad de un nuevo proyecto, y entre risas y nervios le dijo a su jefe: “Mira cómo me late el estómago, toca”. El sabio profesional, declinó amablemente la invitación. Hay más casos que rozan la paranoia: amigos que prefieren no subir con una mujer en un ascensor sin compañía de otros, directivos que ya han importado la máxima de los yankees: no encerrarse en un despacho con una mujer a solas. “No dejen entrar a uno de estos nuevos hombres en mi habitación”, murmuraban las protagonistas de las series de televisión cuando a finales del siglo pasado se habló del “nuevo hombre”. El que el mismo día jugaba a rugby y acunaba a sus hijos; el que no confundía la expresión de los sentimientos con la cursilería, ni la determinación con la testosterona. Hombres soñados que, al hacerse reales, se convirtieron en pesadillas, pues parecían demasiado depilados, presumidos o empáticos. En el 2003 escribí un libro sobre las masculinidades, y la mayoría de mis congéneres me espetaban: ¿por qué un libro sobre ellos cuando somos nosotras las que estamos en el punto de mira? La reivindicación de los hombres como padres -aunque para algunos empiece de verdad cuando se separan- ha cristalizado hoy en la aplicación cada vez más habitual de la custodia compartida. En las últimas campañas contra la violencia doméstica los protagonistas son hombres concienciados que la rechazan al igual que las féminas; en algunas ciudades, como Estambul, cientos de ellos se han manifestado en contra con minifalda como signo de protesta. Existe no obstante un dato que sobrecoge, y es el del abultado número de muertes de hombres jóvenes por suicidio: en Catalunya la primera causa de muerte entre varones de 30 a 44 años. Varias investigaciones relacionan esta brecha con la genética pero también aducen a un malestar vital que se refugia en el autocontrol para ocultar la inestabilidad. Y a la dificultad en pedir ayuda -y medicación-, a diferencia de las mujeres. En Newsweek leo que en el Reino Unido murieron más hombres por suicidio el año pasado que todos los soldados británicos caídos en combate después de la II Guerra Mundial. Una cifra asombrosa que indica la infinidad de historias silenciadas: el dolor detrás de la máscara. Un asunto que debería preocupar a ambos sexos por igual, sin suspicacias. (La Vanguardia)

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23 de marzo de 2015
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La Florida española

Una cosa es que los políticos den ejemplo y otra bien distinta que se pongan de ejemplo, quizás porque están muy necesitados de ellos. Es el caso de Susana Díaz, una mujer a la que los hombres no temen ni desprecian, con Felipe González a la cabeza de su club de fans. Díaz acostumbra a alardear de las muchas horas que trabaja, así como de su claridad moral, de su alta graduación como socialista y servidora de Andalucía (en verdad, no ha tenido otro trabajo en su vida que no haya sido la política). El susanismo se remata con el arte de saberse vender a una misma. No de manera sutil, ni surreal, al estilo de los ingeniosos maestros andaluces del absurdo, sino llana y disfrutona. Abraza “al pueblo” como si fueran primos y sobrinos. Se escucha al hablar, interrogativa, con tan vibrantes golpes de aliteración que la colocan en el módulo de los oradores a los que parece que se les vaya a salir el corazón. Pero también tiene colmillo y experiencia y, de Despeñaperros hacia abajo, tirón popular así como una concentración de poder y competencias nunca vistas. Acostumbra a vestir de blanco y rojo, un color que repiten las políticas más seguras de sí mismas: Saénz de Santamaria, Rita Barberá, Tania Sánchez… Refinó la onda en su melena rubia, pero no escondió sus haches fonéticas, empeñada en hablarle a “la hente”, tan jondamente, con tal quejío, que casi te da pena “la gente”. Según Moreno Bonilla, su contrincante del PP, es un personaje sobrevalorado y soberbio. Los barones socialistas siempre han impuesto su nombre por encima de todos, bien lo sabe Pedro Sánchez; o los sempiternos aspirantes Madina y Chacón, que enseguida tuvieron la sombra de Díaz tapándoles en la foto. Andalucía es hoy el alambre político sobre el que caminan los socialistas españoles, su comunidad flagship. Digamos que hay nervios. Según los sondeos, Díaz ganará las elecciones andaluzas el próximo domingo, aunque con una talla apretada. Asegura que llega con una la ley de transparencia que permitirá a la ciudadanía saber en qué se gastan cada euro: la Andalucía saqueada y la subvencionada, la de los cursos de formación y la de los señoríos de Jerez -los terratenientes mantienen una relación amorosa con las políticas de la Junta-. Y ahí está Moreno Bonilla, que parece un tipo majo a quien Javier Arenas ha empujado en el último minuto para que saliera en la foto. En bandeja ha tenido los eres, los chóferes con cocaína, las sospechas sobre Griñán y Chaves… padres políticos de Susana. Pero ella se ha enfundado el fajín. Ha sido una campaña bronca, con barro e insultos. “Esto parece un tikitaka o más bien Pimpinela”, dijo de ambos Maíllo, el candidato de IU en el segundo debate de TVE. El PP no ha logrado gobernar en más de treinta años ¿cambiarán ahora las cosas? Moreno, licenciado en protocolo según su polémico currículum, ha llegado, con su felicidad y campechanía a disputar la plaza. Andalucía, la Florida española, con más monumentos que Roma y más guitarras que en el Guitar Hall of Fame de Nueva York. Ese sueño. Gais a la greña / Elton John ¡La que se ha armado con las declaraciones del diseñador Domenico Dolce en Panorama! La mitad de Dolce & Gabbana, católico practicante y provocador nato como han demostrado con sus campañas de publicidad -con y sin Madonna-, se declara contrario a los hijos con padres del mismo sexo. Elton John se ofendió: “¿Cómo te atreves a referirte a mis preciosos niños como ‘sintéticos’? Tu pensamiento arcaico no va acorde con los tiempos actuales, igual que tu moda, que nunca volveré a llevar”. Ricky Martin o Victoria Beckham secundaron el boicot de Elton, tachado de “fascista”, según los diseñadores. La perla del bochorno: una foto, un día después, del cantante entrando en el gimnasio con una bolsa de Dolce & Gabbana (que aún no ha quemado). Exquisitos frutos / Gemma Abrié Me la descubrió la agente de Silvia Pérez Cruz, y aprecié lo que hay en su voz de riesgo, terciopelo e innovación. En una escena jazzística internacional amenizada por diosas como Diana Krall, Esperanza Spalding y Melody Gardot, las jóvenes que han bebido de Fitzgerald y Holliday necesitan escenarios. Gemma Abrié, que vive en el Montseny, lleva una década sorprendiendo con su voz y su contrabajo, y el sábado 28 actuará en el ciclo ContraBaix de Sant Feliu de Llobregat junto al guitarrista Vicens Martí. Amiga de los poetas, paladeará Els fruits saborosos de Carner relacionando los diferentes frutos poéticos con estados vitales, desde la pasión o la ternura a la sabiduría. Abrié es una mujer y una voz sin miedo. Anacronismos / Jenny Scordamaglia ¿Qué relación guardan las tetas y los culos con las noticias? Según Miami TV, el canal que aterriza en España, se trata de alegato contra la censura. Así de burdo. El canal busca a presentadoras sin complejos, a las que no les pide el currículum sino una foto en top less. El modelo a seguir es el de la uruguaya Jenny Scordamaglia, que realiza entrevistas con el pecho y el trasero al aire, e incluso anima a sus invitados a que la toquen. “Tenemos un concepto diferente del entretenimiento, liberado de tabúes sociales y compartiendo un mensaje de vida positivo”, ha declarado Jenny. Programas de cocina sin ropa, debates picantes, y telediarios en los que lo que menos importa es la información. Ahorran en vestuario y estilistas, sí, y en neuronas. De Álex a Lee Ranaldo / Christina Rosenvinge Edificó su personalidad artística a comienzos del decenio de 1980 -es decir, hace 30 de sus 50 años- con unos nombres que quedarían grabados en la historia del pop español de todo signo, léase, Ella y Los Neumáticos, Magia Blanca pero, sobre todo, Álex y Christina y, finalmente, Christina y Los Subterráneos. Esta evolución sonora ha corrido pareja a la de su propia personalidad y experiencias vitales, siempre oteando el horizonte. Fue una de las primeras cantantes que se fue a Estados Unidos, donde entró en relación con la escena experimetnal neoyorquina (sobre todo con Lee Ranaldo, de Sonic Youth) que la animó a escribir y cantar en inglés. Su actual etapa artística arrancó en el 2007 con su, también estrecha, colaboración con Nacho Vegas que se fue ampliando hasta convertirse en una de las cantoras de la escena indie española más reconocidas. (La Vanguardia)

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21 de marzo de 2015
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De propinas y cocheros

Desde que los recibos de los taxis son expendidos por la máquina, en lugar de ser escriturados a mano por el conductor, casi ninguno espera propina, demostrando tanto que eran las empresas quienes pagaban ese plus de cortesía o agradecimiento en lugar del usuario como que la crisis se ha combatido a golpe de calderilla bajo la máxima popular de “todo suma”. Qué lejos queda la resaca post-euro, cuando algunos se ofendían si les dejabas una propina de céntimos, hasta el punto de echártela en cara. La propina es un gesto entre encantador y feudal, tanto que a algunos tímidos les avergüenza. Decides si premias o castigas un servicio en el que tú sueles ser sujeto pasivo mientras el otro ejecuta la acción, en ocasiones transgrediendo la distancia proxémica y entrando con pasmosa naturalidad en el espacio íntimo. El que se establece a través de la navaja del barbero, el aceite de la masajista o el lápiz del maître que te llevarán a la gloria. A menudo dudamos entre nuestro yo agradecido y nuestro yo exigente: “dejé poca” o “he sido un hortera”. No importa que ganemos menos que el sumiller que nos ha descubierto nuevos placeres o que el peluquero que nos devuelve la personalidad -o eso creemos durante la primera hora-, aun así queremos celebrar su excelencia y reafirmarnos. Las hay mecánicas, políticas, y bipolares: lacónicas o excitadas. Sin olvidar las empáticas, como si por un instante se tendiera un hilo con el otro que ha tenido a bien servirte, por mucho que sea su trabajo. “¿Por qué pagar más por la misma atención?”, se han preguntado economistas y antropólogos, llegando a levantar muros mentales contra la propina: en especial porque una gran parte de quienes la reciben no se volverán a cruzar en tu vida. Cuenta el escritor Julian Baggini que se ha demostrado empíricamente que las propinas decrecen cuando el porcentaje del PIB recaudado a base de impuestos crece. En el escandinavo Noma, el mejor restaurante del mundo, cuyo menú -siete platos maridados con otros tantos vinos- cuesta 268 euros, rondan el 3% de la cuenta, unos 8 euros: una limosna para su virtuoso personal. Vladimir Nabokov, que vivió muchos años en un hotel suizo, tenía fama de ser espléndido con las propinas, detalle que Antonio Triguero, el barman que le servía, me desmintió: “No nos hubiéramos hecho ricos con él”. Abundan quienes quieren sentirse queridos a través de gestos ya no generosos, sino desprendidos. Pero también están los que, como Daphne du Maurier, escritora de cabecera de Hitchcock, cuestionan por qué es el cochero quien recibe la propina si son los caballos quienes han trabajado, sin reparar en que del cochero depende la motivación de los caballos. (La Vanguardia)

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18 de marzo de 2015
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Los lagrimitas

Se dice que la sensibilidad hoy no se lleva, como si se tratara de un estampado de lunares, mientras la hipersensibilidad pertenece al reino de las nenazas y los blandengues, que así se habla. Determinación, coraje, competitividad, fortaleza, el mundo es de quienes se blindan ante el frío o el calor; pieles curtidas, inmunes al estruendo nacional. Gente sufrida a la que da igual dos que cuatro si al final consigue lo que quiere, sujetos impermeables frente a la pobreza moral. O aquellos que con diurnidad, cámaras y alevosía mandan callar soplando al dedo -por mucho que a toda una comandante se le salten las lágrimas de impotencia-. No padecer de hipersensibilidad parece una ventaja en estos tiempos de atajos y hojas Excel. Pero en el otro extremo están los PAS -personas altamente sensibles-. Los que se sienten abrumados fácilmente por las luces halógenas, la megafonía estridente, los olores fuertes o los tejidos bastos. Los mismos que al entrar en un taxi recomiendan temerosos al conductor que baje la radio y el aire acondicionado. En algunos casos, si estuviera en sus manos también le regalarían un desodorante. Los PAS creen que su vida interior es rica y compleja, y se entretienen escribiéndola con el lápiz de la imaginación. Son capaces de lagrimear o suspirar ante las cinco cúpulas de San Marcos, la vieja locomotora semienterrada por la nieve de Monet o unos espaguetis all’arrabbiata simples y perfectos. Existe un porcentaje de personas -una de cinco según Elaine N. Aron, que empezó a estudiar a las personas altamente sensibles a principios de los noventa- que resulta afectado por diferentes estímulos en mayor medida que el resto. “Cuando uno se reconoce como hipersensible probablemente tenga dudas de si es portador de un don o de una maldición”, leo en el Huffington Post, que incluye un vínculo al test de la hipersensibilidad: “¿Reflexiono sobre cualquier cosa más que los demás?, ¿me conmueven las obras de arte?, ¿cuando alguien se siente a disgusto, suelo saber lo que hay que hacer para hacerle sentir más cómodo (cambiar la luz o los asientos)?”. Los hipersensibles no siempre son introvertidos. Algunos han sabido desdoblarse a fin de evitar la parálisis, y aun así la estela del síndrome de Bartleby -”preferiría no hacerlo”- emerge como escudo para no enredarse en experiencias abrumadoras. Los PAS, que de jóvenes preferían los pubs a las discotecas, atesoran la soledad y en sus encierros atienden a los pequeños matices que diferencian lo estándar de lo especial. Heridos en exceso por las críticas, tienden al autorreproche y a fustigarse cuando no están satisfechos de sí mismos. También se les define como muy reactivos emocionalmente, observadores, educados y propensos a la melancolía, para la cual no se medican, ya que lo suyo no es ni defecto ni virtud, ni suerte ni condena. Forma parte de su vagar por la vida con los seis sentidos y una gastritis. (La Vanguardia)

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16 de marzo de 2015
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Alma de pelirroja

En Madrid ocurren estas cosas: decides que vas a escribir sobre Esperanza Aguirre y te la sientan al lado en la peluquería. No se crean que nos referimos a cualquier salón, se trata de Peque, una especie de café Gijón en femenino del siglo XXI. Aquí se reúne un público muy particular que se toca por los extremos: las artistas y las marquesas, Sisita Milans del Bosch y Susana Aldecoa, Pepa Bueno y Ana Rosa, Isabel Presley o Cristina Garmendia. El pedigrí del facherío y del rojerío -sin prejuicios- es convocado por esta visionaria del color que siempre anda a la búsqueda de lo único, ya sean lociones maceradas de abrótano macho o misteriosos pigmentos. Juana Plaza, Peque, criada en una corrala de Lavapiés en los desarrapados años de la guerra, de niña soñaba con ser fulana, sin saber bien a que se dedicaban pero eran las únicas que llevaban perfume y medias en el barrio. Hasta que se asomó a una peluquería de la Gran Vía y el olor a Rielis le produjo una conmoción stendhaliana. Hoy es una veterana alquimista del cabello que examina las cabezas de sus clientas con verdadera autoridad estética. En Peque no se habla de política, pero se respira poder y cocimiento de tomillo. “De ella, tienes que escribir de ella” me dice Aguirre, que acaba de ganar una batalla del Ebro, aunque no concluirá la guerra hasta que conquiste Madrid. Hace años, y a pesar de su amplio apoyo electoral, ya recibía la punición de Rajoy, que no la invitaba a sus famosos maitines. Peccata minuta. Era la punta de pañuelo de su condición de non-grata. Con su temido carisma, su instinto de supervivencia y desparpajo liberal ha llegado donde el corazón apuntaba, sin doblegarse ante las trompetas de Génova. Le pregunto por los motivos de su retirada y si en verdad fue una cuestión personal. Cuando le detectaron un cáncer, el médico le dijo que tendría que someterse a quimioterapia, y ella pensó en la vida sin mayúsculas. Aún se emociona. En el golf -handicap 6,5- y sus aficiones, el marido, sus nietos, el tiempo sacrificado, y sintió que tenía que dar un paso atrás. Al final bastó con radioterapia, pero a finales de 2012, “con el programa cumplido, la mayoría absoluta del PP y una persona muy cualificada para sustituirme, decidí que era el momento”. Tras meses de suspense y varios sondeos abrumadores la designaron candidata, pero echándole vinagre encima. Que si las mordidas de Granados y el ático de Nacho, que si Cifuentes y la guerra de rubias -pese a que esta ha declarado, entre conciliadora y temerosa, que “dos no pelean si uno no quiere”, Aguirre ya la ha marcado como esbirra del partido desde las Juventudes de Alianza Popular-, que si debía abandonar la dirección del PP de Madrid… “Las crisis son oportunidades”, responde mordiendo una manzana, con el pelo lleno de papeles de plata. Siempre la han perdido las despedidas. Lo suyo es la épica. No en vano corre la leyenda de ese cuarterón irlandés que camufla en Peque: “A ella sólo le levanto el pigmento porque tiene un fondo muy Tiziano; respeto alguna canicie que le hace de mecha y ya está”. Aguirre, una rubia con alma pelirroja. Viva el pañal / Ashton Kutcher Desde que Demi Moore lo presentó en sociedad, hace ya más de una década, Ashton Kutcher entró con pomada en el imaginario couché, sin estridencias ni desconfianzas. “Un buen tipo”, decían; el joven que sabe mecerse en brazos de la mujer madura; el origen de la constelación de las cougar o las MILF. Ahora, convertido en padrazo de una niña de cinco meses, Wyatt Isabelle, acaba de denunciar que “nunca hay cambiadores de pañales en los aseos públicos de hombres” en su Facebook. Un micromachismo que en este caso penaliza a los hombres, impedidos para cambiar un pañal en un lugar público. Los más de 18 millones de “me gusta” dan fe de lo que mueve Kutcher. Así se hace política de igualdad. La memoria vuelve / Eva Schloss No debió de ser nada fácil regresar de la muerte de Auschwitz. Y más aún cuando tu desaparecida hermanastra, Ana, acabó por encarnar el drama de la shoah gracias a su celebérrimo diario. Eran las dos caras de una moneda: “Yo era un potro de pelo rubio, curtida por el sol, ropa desaliñada de montar en bici. Ana se peinaba primorosamente, vestía blusas y faldas inmaculadas”. Eva Schloss ha tenido que dejar pasar casi 70 años para escribir Después de Auschwitz (Planeta), en el que late un impulso de vida para grabarnos a fuego: “Uno tiene que valorar los buenos tiempos -en el mundo hay belleza, personas maravillosas y momentos inspiradores- para encontrar las fuerzas que te permitan superar las dificultades”. Nunca es tarde.

(La Vanguardia)

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14 de marzo de 2015
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El Boomeran(g)
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