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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Un deseo como la sed – Almudena Grandes

 

Tras su escueta mesa de madera clara, en la pared, cuelgan figuritas de mujeres gordas que colecciona desde hace veinte años. Sobre la mesa, un Samsung –“mi hijo es programador y es antiMac–, puñados de llaves, calderilla, un paquete de Camel Essential, una taza donde se lee “Feliz Navidad”. Escribe en una silla sueca –”nunca me ha dolido la espalda”– y corrige en la butaca roja. Las estanterías están abarrotadas de traducciones de sus novelas en todos los idiomas. Coloca pequeños altares laicos con souvenirs, como un autógrafo de John Irving o la foto de Dionisia Manzanero, una de las trece rosas. Preside el despacho otra de Don Benito Pérez Galdós. / Emilia Gutiérrez

Almudena Grandes vive a un par de manzanas de la casa donde nació, en la calle Churruca, y con su ronquera quebradiza resume la sensación de eterno retorno: el periplo vital por el cual acabó regresando a un paso de la casa del abuelo, allí donde empezó a escribir. “Me hizo escritora el fútbol; toda la casa estaba comunicada, no tenía pasillos, y para que mi padre y mi abuelo pudieran ver el partido sin ruidos nos ponían a los niños a pintar. A mí no se me daba bien, y una tía abuela animó a que escribiera cuentos. Tendría 8 ó 9 años. Desde ese momento quise escribir, es lo que más me gusta en este mundo. Soy muy feliz cuando escribo, aunque a veces lo pase mal. Es un deseo similar a la sed: te sientes muy desgraciada cuando tienes sed y no bebes. Escribir es una actividad especular, como cruzar el espejo”.

Almudena Grandes (Madrid, 1960) lo atraviesa a diario, sea domingo o fin de año, en la habitación más pequeña de la casa pintada de verde pistacho. Las medidas sí importan: todo está pensando para evitar la dispersión. Escribe sin teléfono, bebe un té largo después de desayunar tostadas, zumo, yogur y nueces. Se quita el pijama y se pone “uno de esos conjuntos de homewear que pido que me regalen por Reyes, con los que pueda abrirle la puerta a un mensajero”. Calza unos Crocs forrados de lana de borrego: no se puede escribir con frío en los pies. A lo largo de la conversación, Grandes se definirá en varias ocasiones como “prusiana”, tranquila, nada ansiosa. De 9 de la mañana hasta las 15.00 pica y pule la piedra de su escritura (“Soy mas lista por la mañana que por la tarde”). Tiene las novelas pensadas y estructuradas en cuadernos: esquemas, apariciones de los personajes en cada capítulo, anotaciones en cuatro colores diferentes. Un detallada guía de instrucciones para avanzar con método. Se considera controladora, y no se desvía de su plan. Tampoco pone música, la distrae. En cambio no la alteran los ruidos que entran por el balcón ni las pausas obligadas a fin de despejar la cabeza: sea hablando con su amigo editor, Juan Cerezo, o poniendo al fuego un cocido.

Confiesa que no hay momento más perfecto en su vida que el de empezar una novela y saber que tiene tres años por delante. “Acabarla, en cambio, me produce una sensación de desahucio terrible, igual que si me expulsaran del mundo que tenía para mí”. De nuevo las medidas, tiempo y espacio, que en la escritura de Almudena importan igual que los bucles: todos sus títulos proceden de versos de poetas españoles, y sus novelas recogen la historia de la España del siglo XX. Los epílogos de ‘Los aires difíciles’ coinciden con los principios de Lulú de la misma forma que una cronología invertida”. Desconfía de las tendencias que apuntan a la brevedad: “Hay grandes propuestas que fracasan, la realidad no es siempre tan plástica como se supone. Los seres humanos siempre han necesitado que les cuenten cuentos, y más cuando todo es tan fugaz”.

Mauro, Irene y Elisa, sus tres hijos, la alientan y le muestran los quilos de papel de ‘Juego de tronos’ cuando tiene alguna crisis de formato largo. Ella lo paladea, se dice: “Voy a estar otra hora aquí, en este mundo lento”. Confiesa que la suya es una vida aburrida, pero bucea y escarba para lograr que “el lector sienta que le estás contando su vida, cuando en realidad estás contándole la tuya”. Nunca ha escrito la palabra ‘orgasmo’ porque le parece horrible: “Esquivo las palabras que no me gustan”. Siempre ha sido ahorradora, “austera antes que la Merkel”, no tiene vicios caros. “Al escribir, vivo dos vidas a la vez. Cuando la novela tira de ti vas con la lengua de fuera detrás del argumento. Es un estado de ánimo”. A veces confunde coches rojos que ve por la calle con sus propios recuerdos, como una especie de déjà vu, hasta que se da cuenta de que no le ocurrió a ella sino a uno de sus personajes.

Cuando visité a Almudena Grandes en su casa para describir su escritorio, me encontré con una mujer que amaba profundamente la literatura, con la que era capaz de vivir dos vidas a la vez. Impactada por su muerte, ha entrado demasiado pronto en la eternidad. Mis condolencias a Luis García Montero, familia y amigos.

Esta es la pieza que escribí para Cultura/s en La Vanguardia.

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29 de noviembre de 2021

Foto: Pedro Madueño

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Palmas en casa Wittgenstein

Aquella niña gitana que se bajó del carro para pedir limosna no llevaba zapatos. Debíamos de tener la misma edad, unos once o doce años, y quizás por ello sus pies callosos representaron para mí la peor de las humillaciones que podía imaginar, aparte del no ir al colegio. Espoleada por la urgencia, corrí a buscar unos zapatos viejos que le entregó mi madre. Aquella noche me acosté con el misterio encendido: pensaba en esas vidas desarraigadas y exiguas, pero también en su gracia, porque a pesar de la miseria aquella familia no parecía abrumada. No tardó en desvanecerse el sentimiento de eficacia que me había embargado al pensar que aquella chiquilla recorría caminos polvorientos con mis zapatos azules porque, cuando regresaron al cabo de dos meses, seguía descalza.

Me costó entender que sus pies prefirieran sentir el suelo, sin apreturas ni cordones. Ese fue mi primer descubrimiento sobre los gitanos, e hizo crecer mi interés por su manera de estar en el mundo. Su sentido de la libertad, que los ubicaba en los márgenes de la sociedad, almidonaba mi fantasía, arrebatada por el don de su música. En mi empeño, subí a las cuevas del Sacromonte, donde vivían pendientes del toque de guitarra; en Granada seguí la estela de los Morente, y en Cádiz, la de Camarón; además de aprenderme la Nana de colores, de Diego Carrasco y Remedios Amaya. También me aficioné a la fotografía de Jacques Léonard, un payo infiltrado en la vida cotidiana de aquellos que siguen defendiendo la fuerza de la comunidad en plena dictadura del individualismo.

Cuando la editorial Arcadia anunció la publicación de Wittgenstein, los gitanos y los flamencos de Pedro G. Romero, mi curiosidad se desbordó. La historia parte de un pretexto: en el 2015, un grupo de gitanos búlgaros y rumanos fueron invitados a la casa Wittgenstein, en Viena, para participar en un encuentro sobre la cultura romaní. Y el fin de semana se alargó a meses de ocupación, pues a los gitanos solo les habían pagado el billete de ida. El autor se sirve de esta excusa para analizar las formas de asentarse y habitar de esta comunidad, así como su bohemia y su desclasamiento, y recuerda no solo que a Wittgenstein le atrajeron siempre los no integrados, aquellos en itinerancia física y moral, sino que enseñó a sus alumnos de la aldea de Trattembach que la cinta mágica, mulengi dori, de los gitanos guarda relación con el sistema métrico universal, y podía, además, traer buena fortuna. Pedro G. Romero nos descubre que la falsa simetría que caracteriza a la mansión que el filósofo levantó sobre los escombros del Palais de la Kundmanngasse, incómoda para la mayor parte de sus moradores, fue justo lo que hizo sentirse a los gitanos como en casa. Una sincronía nada extraña teniendo en cuenta que Wittgenstein defendía “la adopción de una idea diferente de lo que hay que comprender (…) esa comprensión que consiste en ver las relaciones entre las cosas”, como escribe su biógrafo Ray Monk en Ludwig Wittgenstein, el deber de un genio (Anagrama).

La banca del capitalismo ha comprado no pocas veces el arte gitano, pagando a los flamencos para que derramaran el duende –como herramienta de conocimiento, o sea, el antiguo pathos, tan arraigado en Europa– sobre sus manteles. Como en aquella ocasión en la que Lola Flores bailó medio desnuda entre señoritos jerezanos y un vapor de otro mundo paralizó el aire. Si su arte ha logrado no solo permear, sino elevar nuestra cultura, ¿por qué nos empeñamos en mantener el estigma con el que tan a menudo los señalamos?

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18 de noviembre de 2021
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Otoño ‘happysad’

 

En sueños, confundo las casas en que he vivido. A veces los pasos nocturnos me llevan hasta un antiguo piso de alquiler del que conservo una llave, y, en mi rapto onírico, pruebo si todavía abre su puerta. Sin dificultad entro en la vivienda, que todavía contiene algunos muebles míos, e incluso unos labios de metal rojo con un agujerito para clavar una barra de incienso. A pesar de la vaguedad del espacio, los detalles emergen con claridad. Pero la casa no tiene bombillas. Me digo: “Bueno, solo estaremos aquí durante unos meses… hasta que encontremos otro lugar”, aunque la parte más angustiosa del sueño consiste precisamente en simular que no vivimos allí. En la pesadilla me debato entre la estupidez de mi acto y la búsqueda de una salida airosa.

Otra de mis casas soñadas es rural y emana un aroma a mandil encebollado y residuos de aceite. Tiene una mesa de comedor con mantel de hule y cuartos pequeños con edredones de color ala de mosca; una especie de laberinto conduce a sucesivas estancias igual de lúgubres y ajenas, hasta que, al fondo, veo una habitación luminosa y pienso que no todo está perdido: allí podré sobrevivir sin mo­rirme de tristeza pues la blancura lo redime todo.

Walter Benjamin soñó que iba con sus padres a visitar a la abuela, y en el pasillo de la casa se topaba con una serie de camas de niño con bebés vestidos de adulto sentados en ellas. “No me quedó más remedio que suponer que eran de la familia”, escribe. En su libro Sueños (Abada Editores), una maravillosa recopilación de algunos de los suyos, define así la textura del sueño: “El tedio es un paño gris, caliente y forrado por dentro con la seda más ardiente y colorida. En ese paño nos envolvemos al soñar: en los arabescos de su forro nos encontramos entonces como en casa”.

Freud afirmaba que todo sueño satisface un deseo, y acaso lo de soñar casas dentro de la casa que es el sueño trata de complacer un temor antiguo, el de hallar un lugar para vivir, justo cuando el mundo acelera sus motores prepandémicos. Más atascos y colapsos. Contenedores varados en un tránsito infinito. Gastar, viajar, regresar a la vieja idea de felicidad, que no de normalidad. Palpita una nostalgia de aquel mundo a medio gas de hace un año, que se solapa con la alegría del reencuentro; una sensación happysad, como dirían los anglosajones, justo cuando nos volvemos a ahogar en la maraña de urgencias que nos impide soñar en grande. A ver si Morfeo me lleva esta noche hasta una villa en la Toscana.

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11 de noviembre de 2021

Carmen Laforet / Wikimedia Commons

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¿Por qué amamos a Laforet?

 

La fascinación que siguen despertando la escritora Carmen Laforet y su obra maestra, Nada , es una pequeña victoria de la singularidad frente a la norma. De la libertad personal frente a los dictados de la ambición. ¿Cuántas veces ha ahondado la crítica en su bloqueo? “Cómo se puede no escribir sin dejar de ser escritora”, leemos en la biografía de Anna Caballé, Una mujer en fuga (RBA). La dificultad de conciliar la escritura con la vida forma parte del mito, además de su belleza. Qué bien quedan impresos sus retratos en blanco y negro, con camisa blanca y un pitillo. Su sonrisa, ajena al ruido, proyectada hacia su interior como hacen aquellas que ríen para dentro. Su media melena y su figura espigada. Su amistad intensa con la tenista que vestía las faldas palazzo de Schiaparelli, Lili Álvarez (“de todas mis amistades, tanto masculinas como femeninas, he estado enamorada siempre”). También su etapa mística, movida por un ansia de transcendencia.

En el centenario del nacimiento de la autora, tras reeditarse la mítica Nada –que sigue siendo un best seller–, se publica El libro de Carmen Laforet. Vista por sí misma ( Destino), con edición a cargo de su hijo pequeño y albacea, Agustín Cerezales Laforet. Se trata de un retrato íntimo trazado con extractos de sus diarios publicados en Abc –qué deliciosa prosa–, además de fragmentos de sus libros, entrevistas y correspondencia. A la pregunta: “¿Qué prefiere, mandar u obedecer?”, Laforet responde: “Pues no prefiero ninguna de las dos cosas. No me gusta mandar ni me gusta obedecer”. Esa contestación resume su carácter: una suavidad que se mece entre las afiladas aristas de todo proyecto vital, y una indolencia que será juzgada amargamente. Para ella viajar era una forma de mantener la mente en blanco, una moratoria frente a las responsabilidades que la atenazaban, incluida la obligación de escribir. Su hijo Agustín afirma que él nunca creyó que la inhibición, el trauma de la precocidad –escribir una obra maestra (premiada, además) con apenas 24 años–, ni la debilidad de carácter fueran las causas de su bloqueo. Quizá siguiese aquel pensamiento de Heidegger que induce a callar para dejar que el ser nos hable.

El enigma Laforet planea tanto sobre su escritura como su silencio. Su rebeldía también comprendía un escapismo inseparable de ella misma. Calló mejor que nadie, aunque hallase las palabras adecuadas bailando con el lápiz del pensamiento. Y fue capaz de atrapar los vapores cotidianos a fin de revelar un mundo en observación, macerado en su amor por la vida.

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22 de octubre de 2021

‘En Blanco’, de Coloma Fernández Armero. Editorial Tres Hermanas

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Orgullosamente viejas

Las mujeres de cabello color plata han dejado de esconderse. Avanzan por las calles del mundo con sus melenas entrecanas, recuperadas tras siglos de simulación, de lucha contra la despigmentación del alma. “Detestar las canas como se detesta a la marea alta cuando te deja sin playa”, escribe Coloma Fernández Armero en , cuya protagonista empieza a dejárselas a los cincuenta como quien estornuda.

Cuando cumplí treinta años estaba de moda decir que en la cincuentena nos volveríamos invisibles, incluso delante de un camión. Las querían jubilar prematuramente de la vida interesante, desescalaban ambiciones y emergía la decrepitud: compresas para la incontinencia, parafina para las manos artrósicas… En cambio, no ha sido hasta hace menos de cinco años cuando empezaron a proliferar los productos para la hidratación íntima: se daba por hecho que a partir de la cincuentena el sexo se convertía en personaje literario. Y la viagra femenina nunca acabó de llegar.

Aunque sepamos que, tanto estética como semánticamente, es algo terrible, nuestras nociones de psicología social nos autoboicotean y nos desbocan en la imprecisión: “Soy demasiado mayor”, “podría ser vuestra madre”, decimos en el mejor de los casos. En el peor, nos mata el lenguaje de teneduría: “Estoy fuera del mercado”. La culpa, me dice mi amiga Silvia, la tiene el audiovisual: “Nos educaron enseñándonos que Bogart, medio calvo y con más de 50, era follable, mientras ellas a los 30 solo hacían papeles de madre”. Follables y no follables, así se reparten los roles desde la mirada androcéntrica, que excluye del erotismo las pieles arrugadas, las manos con manchas y el cuerpo más vencido, sí, pero también más sabio y experimentado.

Afortunadamente, los libros nos devuelven a mujeres mayores que pertenecen al reino de los vivos: Margaret Atwood, Vivian Gornick, Annie Ernaux o Dubravka Ugresic, conjuradas con sus pinzamientos y sus risas gruesas para acabar con el temblor ante la juventud perdida. La aceptación de sus filamentos plateados traza, con humor y lucidez, una nueva cartografía del deseo. Y, al igual que tantas mujeres que viven su veteranía sin complejos, reivindican una existencia plena, a pesar del jarro de agua congelada que les vierte encima el funcionario al informarles de que no será necesario renovar más el DNI, que tienen licencia para morir.

La edad –hoy más que nunca, a causa del envejecimiento progresivo de nuestras sociedades– debe convertirse en cuestión política, a fin de devolverle la dignidad y visibilidad. “Aceptamos la edad como un don”, afirma Anna Freixas, que acaba de publicar un libro necesario, lúcido y desternillante, Yo, vieja. Apuntes de supervivencia para seres libres . No busquen naturalezas muertas arrinconadas: esas yayas pasita, las denomina Freixas, que se desentienden de todo y, entre la dejadez y el temor, apagan el interruptor, aunque se rebelen internamente cuando las tratan como bebés y les hablan con una azucarada condescendencia.

“La vejez es fea”, decía una mujer en el programa de Radio Gaga donde abordaron las vivencias y sentimientos de la todavía llamada tercera edad , un eufemismo repugnante. Anna Freixas advierte de la urgencia de construir una vejez afirmativa y confortable. Y apela para ello a la creatividad y al ingenio, a la transformación de una mirada que la desdramatice y reivindique su valor en lugar de vaciarla de sentido. Sean bienvenidas, pues, nuestras “orgullosamente viejas”.

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6 de octubre de 2021
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La escuela del fracaso

 

Desearíamos poner en nuestra puerta aquella calcomanía que la escritora María Gainza recuerda en su deslumbrante El nervio óptico (Anagrama): “Déjennos en paz, estamos atravesando una crisis”. ¿Quién osaría llamar a la puerta de nuestra casa, nuestro taller o nuestro corazón ante dicha inscripción? La vida es una colección de crisis. Con suerte se espacian, pero aun así aguardan agazapadas, como un pequeño bicho que se alimenta hasta no caber en el armario. Le basta esperar la hora en que revienten el ánimo, el estómago, las hormonas, la pareja, el trabajo, o en que la muerte cercana te dé una bofetada: de todo a nada. Nos gustaría pensarlas detenidamente, sentir el tiempo igual que una vasta llanura para meditar, y resolver de una vez por todas el problema como dicen hoy, “en micro y en macro”, aunque en realidad preferimos estar ocupados, apartados del foco de la crisis, que seguirá cabalgando a nuestro lomo.

Hemos agitado tanto la bandera de la felicidad que una pasta hecha de melancolía y tedio embadurna el planeta. La vida en pantalla es trepidante, por lo que algunos entran más en crisis. Ven a gente que sonríe y brilla, que parece estar perpetuamente enamorada. Que posa en rincones idílicos, brinda con cursilería y corta flores. Los profetas del pensamiento positivo nos convencieron de que el optimismo no era cosa de tontos. Por ello, los estilos de vida que engrosan la ideología del bienestar, la que más cátedra sienta entre todas, nos complacen tanto como nos torturan. A menudo nos gustaría ser nuestro yo ideal, disfrutar de la ar­monía, regresar a aquel estado fugaz, parecido a una alegre bolsa de aire puro en los pulmones. En la calle, en cambio, recibimos los manotazos de quienes andan con ira.

El libro de Gainza repasa algunas escenas biográficas de maestros del arte que deberían formar parte de una docta escuela del fracaso. “Cezanne decía: lo grandioso acaba por cansar. Hay montañas, que, cuando uno está delante, te hacen gritar ‘¡me cago en Dios!’, pero para el día a día con un simple cerro hay de sobra. Tu ciudad es una llanura gris pero cada tanto las nubes se corren y algo emerge en medio de la nada”. La vida no nos deja en paz, y, por ello, en nuestro constante reto de mantenernos en pie, seguimos luchando contra molinos de viento que a menudo sobrevaloramos. No combatimos las crisis deseando menos sino ambicionando más; tenemos esa triste manera de castigarnos.

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16 de septiembre de 2021

Foto: Ehimetalor Akhere (Licencia Unsplash).

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Sin relojes en Afganistán

 

“Una pérdida de tiempo, un puto discurso plagado de putas estupideces”. Esta frase tan mal hablada pertenece a la película Máquina de guerra, en la que Brad Pitt interpreta a un trasunto del carismático general norteamericano Stanley McChrystal. Y se refiere al discurso de Obama en West Point en el que anunciaba una terrible contradicción: enviaría más tropas al país que invadieron tras los atentados del 11-S, aunque se comprometía a emprender su retirada escalonada a partir del 2011. McChrystal, en cambio, quiere pelear en las regiones más hostiles para asegurar el país antes de la retirada. Es austero, duerme cuatro horas, moriría por sus tropas. “No ganamos la guerra porque no la libramos”, dice. El rearme silencioso de los extremistas no se hará esperar; se extiende una frase premonitoria de los talibanes: “Vosotros tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo”.

A la entonces ministra de Defensa, Carme Chacón, le interesaba McChrystal, con el que se reunió varias veces en Kabul junto al entonces Jemad, José Julio Rodríguez. Fluyó la empatía entre dos seductores. Intercambiaban mensajes, incluso Chacón llegó a variar algunas tácticas siguiendo las ideas del general. Ella tenía muy claro que aquello era una guerra, y siempre se refirió al conflicto como tal, sin eufemismos, porque no quería que le ocurriera lo que a Zapatero con la crisis.

De nuevo, la vida de una mujer vale menos que la de una cabra; no hay otra salida que el asilo En las Navidades del 2008 pude integrarme en el Falcon que viajaría hasta Manas para, desde allí –en un infernal vuelo en Hércules–, llegar a Herat, donde la ministra visitaría al contingente. Recuerdo bien al pastún que nos condujo en un autobús soviético hasta la base y los dormitorios de las militares, con ositos de peluche y un libro de Dulce Chacón sobre la litera. No pudimos salir de la base por el elevado riesgo de ataques. “¿Cómo es la vida en Afganistán? ¿Y la de las mujeres?”, preguntaba a quienes habían recorrido sus calles. Y relataban una vida medieval, donde muchas niñas estudiaban clandestinamente. Las mujeres vivían con las libertades limitadísimas, reservadas para una élite –el 20% de la población que colaboraba con los extranjeros–. Como Sharifef, refugiada en Madrid desde hace cinco años, que fue condenada al analfabetismo. Esta semana llegaron su madre y su hermana pequeña a Madrid. Forman parte de las 2.181 personas que han podido salir del aeropuerto de Kabul, de ellas 1.700 han pedido asilo en España, según fuentes de ­CEAR. Se sienten igual que extraterrestres, y el dolor por los suyos, retenidos en Herat, les hace sangrar los dientes.

El tiempo ha demostrado acertadas las críticas que el general McChrystal vertió contra Joe Biden –entonces vicepresidente de Obama–, al que tildó de miope. Hemos llegado al Caosistán, predijo antes de su relevo al frente de las tropas de la OTAN en Afganistán. Ahora, una década después, se acaba de desmontar la pantomima: un gobierno de cartón piedra apuntalado militarmente se ha derrumbado como un mal decorado, y ha permitido a las fieras recuperar el control. Fieras salvajes y crueles. De nuevo, la vida de una mujer vale menos que la de una cabra. Parece difícil pensar otra salida que no sea el asilo. “Desde España estamos liderando una campaña de salida de emergencia, para abrir corredores humanitarios”, me informan desde CEAR. Porque la solidaridad internacional parece el único paliativo ante un desastre anunciado y engordado a causa de las dioptrías geopolíticas de quienes todavía no han comprendido cómo se combate el fanatismo.

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10 de septiembre de 2021

La filósofa Simone Weil

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La queja y el saco roto

El mundo parece una oficina de reclamaciones colapsada. En cualquier rincón, por alejado y pacífico que parezca, habita un malestar. Pequeñas desesperaciones que engordan con su lamento. La oposición se lamenta de las acciones del Gobierno, sean cuales sean; los trabajadores se quejan ante sus jefes; hijos, madres y padres se quejan los unos de los otros, algunos por vicio, otros con desesperación. La queja no te deja tranquilo, siempre hay un motivo: que el vino blanco esté caliente, que el taxista equivoque la ruta y nos robe diez minutos de nuestra vida; que debamos operar digitalmente –cita previa mediante– con la administración porque ya no hay nadie al otro lado del teléfono.

O que, con la quinta ola, tengamos que volver a encerrarnos en casa a las diez en plena noche de verano; que nuestros hijos empiecen a contagiarse, atemorizados al dar positivo pues veían el virus tan lejano a ellos como la muerte, algo que solo les sucede a los otros.

Las quejas tienen categoría. Las hay de todo a cien y de alta costura. Unas se sobreactúan, mientras que otras se silencian. Grandes pensadores de la talla de Kant o Nietzsche –un verdadero quejica– alertaron de la infertilidad del lamento y las lágrimas, que continúan siendo noticia cuando asoman públicamente. La razón debería controlar aquella emoción, reducirla y disiparla. Restañar la herida en lugar de respirar por ella. En más de una ocasión, cuando he estado a punto de quejarme a las altas instancias, algún colega masculino cargado de buenísima intención me ha di­suadido: “Déjalo estar, no merece la pena: quedará en nada”. Pero la ofensa acallada acaba generando desprecio, e incluso inquina.

Simone Weil concebía la queja “como algo hermoso, incluso sagrado”, según cuenta la investigadora Deborah Casewell, codirectora del Simone Weil Network. Y resume su pensamiento, tan vigente: “Siempre que una persona llora por dentro –“¿Por qué me lastiman?”–, le están haciendo daño. A menudo se equivoca al tratar de definir el agravio, por qué y quién se lo inflige. Pero el grito en sí es infalible”. Weil, junto a Spinoza, Leibniz, Descartes, Olympe de Gouges, Tomás Moro, Voltaire o Émilie du Châtelet forman parte del interesantísimo libro de Víctor Gómez Pin El honor de los filósofos (Acantilado). La pensadora murió con apenas 34 años, y todos sus libros se publicaron póstumamente. T.S. Eliot y Albert Camus, que la distinguió como “el único gran espíritu de nuestro tiempo”, alabaron su lucidez y honestidad intelectual. Hoy se la recuerda por haber indagado las tonalidades del dolor. Supo discernir entre sufrimiento ordinario y aflicción, un sentimiento que acaba convirtiéndose en una pregunta interior: ¿por qué me pasa esto?

Weil, que se había conmovido hasta el llanto ante las hambrunas en China, le espetó en una ocasión a Simone de Beauvoir, defensora a capa y espada de la revolución: “¡Cómo se nota que nunca has pasado hambre!”. Para ella, la ética implica una actitud de atención, de compasión y amor hacia el otro. Y afirmaba que, si bien no tenemos la capacidad de crear un mundo mejor, sí debemos conducirnos en esa dirección.

En la actual saturación de quejas –y de señalamientos en busca de chivos expiatorios, malignos conspiradores culpables de las calamidades que padece la humanidad–, nadie escucha ni se detiene ante la aflicción de los demás, demasiado acuciados como estamos por imponer nuestros puntos de vista, reglas y procedimientos. Un gigantesco dique del que cuelga un cartel: “No se atiende a razones”.

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28 de julio de 2021

Denys Nevozhai (Licencia Unsplash).

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Una vida más pequeña

El mundo está enfermo, y seguimos tomándonos la vida como una carrera de Fórmula 1 aunque se trate de una pista de cochecitos de feria. De igual modo que dicen que la gente se divorcia porque cree en el amor, muchos quieren huir, bien porque creen en la felicidad, bien porque comparten aquel pensamiento de Séneca en su retiro: “Nada he reprobado excepto a mí mismo”. Tomo la idea de irse de uno mismo del libro La vida pequeña. El arte de la fuga (Anagrama), de José Ángel González Sainz, una meditación refrescante y lúcida sobre el olvido de vivir. El autor se pregunta tras la pandemia por la pérdida de significado. E invoca la tensión de la búsqueda, la verdadera alegría, la gratitud y la serenidad, el saber identificar lo realmente bueno, además de la necesidad de dejarse de lado a uno para poder ver con claridad lo atontada y envanecida que es nuestra existencia.

Pienso en los autores entre los que hurga –Hölderlin, Rilke, Montaigne, Thoreau, Camus–, grandes nombres, también populares, al contrario que el suyo, el de un prodigioso autor nada comercial al que sus indagaciones poéticas y filosóficas le han llevado a subrayar la necesidad de saber ver lo real. Su apelación a la vida pequeña está cargada de urgencia, pero nosotros seguimos instalados en las pantallas, como si conocer todo lo que sucede en ellas fuera a hacernos más listos, más divertidos, más completos. Bien lo saben las familias que estos días mandan a sus hijos a campamentos donde les exigen apagar los móviles. Piensan que no sobrevivirán a la desconexión. Pero ahí están la montaña y el río, las mejillas quemadas, las carreras de sacos y los bailes lentos. También el silencio, que acaso escuchan por primera vez. “Ningún amor verdadero empieza nunca sin su antesala de silencio y asombro”, se lee en La vida pequeña, de cuyas páginas una no querría moverse para que se le pegue esa forma de discurrir.

Stefan Zweig combatió el tópico de que los judíos quieren hacerse ricos por naturaleza; no, lo que querían era al­canzar algún tipo de espiritualidad moral, filantrópica o cultural, y por ello preferían que sus hijas se casaran con un poeta desheredado que con un rico comerciante (así se arruinaban en tres generaciones). Eso ocurría en el mundo de ayer. En el de hoy nos hemos quitado las mascarillas y ahí sigue el bruxismo, las mandíbulas apretadas y las bocas torcidas que anhelan una gran vida, aunque no nos quepa.

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14 de julio de 2021

La artista Violeta la Burra

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Memoria de Violeta

En aquella Barcelona preolímpica aspirábamos volutas de humo y de placer con las coplas de Violeta la Burra, la artista que, en los setenta, fue contratada por el parisino Paradis Latin, templo del travestismo euro­peo. Violeta aparcó su sueño para cuidar de su madre, y en los noventa actuaba en El Cangrejo, en esa Rambla que antes de turista fue libertaria, a derecha y a izquierda. La preferíamos a los dj de los clubs de moda, pues su vestuario era mucho más arriesgado y su capacidad de provocación nos convertía a todos en rapsodas. Cuando la jaleábamos para que nos contara historias, ella expresaba el dolor con distancia y verbo florido de guasa para que solo emergieran las luces.

Violeta, nacida como Pedro Moreno Moreno, murió el año pasado. Pobre. Inseparable del sintagma “bajos fondos”, donde recalaron todas aquellas trans –entonces llamadas travestis– que a algunos jóvenes nos abrieron un tercer ojo. Sí, porque aquellas criaturas que fusionaban lo femenino con lo masculino exhalaban el aliento transgresor de quien siente vivir en otro cuerpo y otro sexo. Su salida del casillero les había dado muy mala vida: no olvidemos que gais, lesbianas y trans salieron de las cárceles, acabada la dictadura, dos años después que los presos políticos.

Esta semana, con la aprobación de la ley trans, que vuelve a colocar a España en vanguardia de los derechos sociales, he recordado a las Violetas. A todas las que lucharon doblemente, sin victimismos ni focos, por su sexo sentido y los derechos de las mujeres. A las que siempre llevaban las pancartas en las manis del tardo-franquismo, a las más humilladas y vejadas, expulsadas del sistema y del DNI, a las que no tenían talento artístico ni picardía y soñaban con ser farmacéuticas o abogadas. Qué ridículo es pensar que con la ley oportunistas y majaderos se harán pasar por mujeres para tocarnos el culo en un baño a quienes nacimos con útero. Violeta, ¡va por ti!

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7 de julio de 2021
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