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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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¿Para qué nos quieren?

 

Nacemos y reproducimos desesperadamente los primeros gestos que nos rodean, de ahí nuestro oculto talento para la interpretación. Todos somos actores y actrices que nos preparamos para entrar en escena, y creemos que, actuando, podremos transformar algo. Para ello medimos nuestra impostura, y más cuando en este reino se impone como mandato la naturalidad, aunque sea forzada. “¡Sé más natural!”, le exige el asesor al candidato cuando posa bien alejado de toda espontaneidad.

Me deslumbran mis amigas actrices: con qué bravura dejan de ser ellas y encarnan personajes que parecen auténticos, absorbiendo un dolor o una frivolidad que nunca han experimentado. Ellas me recomendaron El actor y la diana, de Declan Donnellan, un libro que invita a descubrir los misterios de la vida. El dramaturgo, en lugar de preguntarse ¿por qué?, prefiere cuestionarse ¿para qué? El cambio es radical. Por ejemplo, nunca llegaremos a saber por qué Julieta se enamora de Romeo, pero sí que su misión en la vida es amarle desafiando al destino.

Así como la escritora, el chef o los músicos escriben, cocinan y componen para ser más queridos, en la vida minúscula solemos actuar para obtener afecto. En lugar de adeptos los llamamos seguidores, y las pantallas contribuyen a que establezcamos una falsa complicidad que revienta el ego. Mi amigo Basilio Baltasar me señaló una frase de la actriz Belén Cuesta en Jot Down que le había impactado, venía a decir: vivir del aprecio de los demás es una mierda. “Una filósofa”, apostilló Baltasar. Porque, confundidos por nuestras meritorias actuaciones, pensamos que el mundo nos debe algo. Que nos corresponde un aplauso. Y en este agudo proceso de infantilización de una ­socie­dad que necesita de palmeros para combatir el horror ­vacui, seguiremos preguntándonos equivocadamente ¿por qué no me quieren?, en lugar de ¿para qué me quieren?

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9 de febrero de 2022

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Cuatro mil semanas de lío

Perdemos tontamente el tiempo porque se nos ha olvidado que existe un “mundo que mundea a nuestro alrededor” (Heidegger), entregados como estamos a tanta pantalla. “Desactivad las notificaciones”, aconsejan los psicólogos que advierten de los peligros de una sociedad intoxicada de cortisol, la principal hormona del estrés. A la gente le gusta decir que está liada, es una forma de darse importancia y ocuparse de misiones que espantan el sentido de la vida. Cuando yo era una pobre mujer de siete cabezas que iba corriendo a todas partes, oí a mi hija decirle por teléfono a su padre: “Hablamos más tarde, que ahora estoy reunida”. La caricatura de mí misma que me devolvía fue una bofetada de sentido común.

¡Cuántos correos, llamadas, gestiones y reuniones superfluas hemos sumado a lo largo de nuestras carreras, robándonos a nosotros mismos un tiempo precioso e irrecuperable! El lío se ha convertido en emblema de prestigio social en nuestra sociedad hiperproductiva: cuanto más liados, más interesantes parecemos, asegura Oliver Burkeman en su libro Cuatro mil semanas: Gestión del tiempo para mortales, las mismas que calcula que se viven en una existencia de ochenta años. En él reflexiona sobre nuestra provisionalidad finita, y afirma que nunca lo tendremos todo bajo control ni conseguiremos dejar a cero la bandeja de entrada del correo. Pero alerta de la forma en que malgastamos las horas, de nuestra negligencia creativa y de la comodidad que nos empequeñece.

Aplaudimos la flexibilidad laboral como nueva conquista, pero nos rodean personas que han perdido la voz de puro agotamiento y que, a fin de afrontar su ansiedad, van aún más rápido, dispuestas a pelear amargamente contra sus molinos de viento. Lo dijo Marilynne Robinson: “El espíritu de los tiempos es el de una urgencia sin alegría”. Las buenas citas son muletas que nos ayudan a pensar más despacio.

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26 de enero de 2022

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Una rosa no es una rosa

Hibridamos arrebatadamente, ya no sabemos hacer otra cosa. El desafío humano ha consistido en crear aquello que no existía antes mediante variaciones. Así le ocurrió al jardinero Jean-Baptiste Guillot en 1867, cuando creó por casualidad en su vivero de Lyon una rosa de té tan fragante y perfecta que se la llamó “la France”. Su invento significó una bisagra: las de antes se llamarían ‘rosas antiguas’ y las posteriores –hasta hoy– ‘rosas modernas’. Evolucionar en la floración de una rosa fue considerado un auténtico hito por la sociedad francesa del siglo XIX, un hecho que visto desde la actualidad puede resultar fútil y hasta frívolo, aunque a los sensualistas su poética nos admire.

En la verdulería pienso en la rosa amarilla de Guillot cuando una mujer se ríe frente a unos tomates negros con forma de pimiento. Todavía nos sorprende que alguien se divierta sin un interlocutor enfrente, tanto que rápidamente pensamos que está loco en lugar de que es feliz. “Es que me hacen tanta gracia –me dice al fin–: son como de ciencia ficción”.

Avanzamos hacia una humanidad híbrida en la que no solo nos reiremos frente a melones rojos en forma de pepino, también de nuestros vecinos cíborgs o an­droides, que bajarán la basura tras haber escaneado hasta la última pulgada del descansillo. Los científicos avanzan sus predicciones sobre el futuro de la neurotecnología, teniendo en cuenta el desarrollo de las interfaces mente/máquina y la computación en sus variedades clásica y cuántica en busca de un alma de acero. Lo real y lo artificial se meterán juntos en la cama aunque­ ya no hagan una cuchara con sus cuerpos, sino una cubertería entera con sus data.

Al tiempo, una contratendencia de feroz nacionalismo –en respuesta a tres décadas de fluida globalización– recorre el mundo ofreciendo a sus ciudadanos acurrucarse en la familiar cama nacional bajo una manta calentita tejida con identidad y reafirmación. Sin embargo, el pensamiento híbrido nos empuja hacia una nueva supervivencia con la voluntad de mezclar, combinar, reunir o incorporar distintas naturalezas en nuevas fórmulas que se alejan de los enfoques binarios. Los modelos híbridos de coches son más respetuosos con el planeta; las coaliciones políticas están obligadas a entenderse, y marcas exclusivas como Balenciaga y Gucci se fusionan en una colección, convirtiendo a la competencia en aliado. Siempre ha sido una cursilería decir que juntos somos más fuertes, sí, de otra manera será complicado poder aspirar el olor de nuevas rosas.

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14 de enero de 2022

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La mala conversación

La madre de Sócrates fue comadrona, por lo que él supo desde niño que la vida se arranca de las entrañas con delicadeza y determinación. Y decidió hacer lo mismo con el conocimiento sirviéndose de la ma­yéutica, un método según el cual sus interlocutores indagaban en sí mismos hasta parir una idea, una metáfora todavía en uso, igual que decimos “¡menudo parto!” al culminar un trabajo arduo y laborioso.

“Para que nazcan las ideas se requiere una partera. Ese fue uno de los mayores descubrimientos jamás realizados”, señala Theodore Zeldin en su ya célebre y deliciosa Historia íntima de la humanidad (Plataforma Editorial), donde evoca al padre de la ética como un incansable interrogador que únicamente inventó la mitad de la conversación, ya que, sin respuestas, las preguntas no son más que apuntes para el diálogo. La conversación completa fue cosa de mujeres desde el Renacimiento, y en el XVIII, las salonnières eclosionaron: abrían sus casas para que hombres y mujeres inteligentes reaccionaran ante el efecto de la palabra cruzada, aunque según un misógino Voltaire eran “mujeres que en el ocaso de su belleza necesitaban hacer brillar el aura de su ingenio”. Los salones acabaron por ser aburridos porque la vanidad los pervirtió, pero hoy seguimos admirando aquella tradición de nuestros antepasados que se perdían en coloquios sin un fin concreto, un arte efímero cosido de percepciones, reflexiones, agudeza y humor.

España es un país donde se conversa poco y se discute mal, porque la perspectiva del otro incomoda y solivianta. Por ello, uno de los consejos más universales ha sido el de hacerse el tonto –máxime si una es rubia– a fin de no arriesgar alumbrando ideas para no levantar suspicacias ni envidias. Pasar inadvertidos, y hablar, como decía un escritor inglés, como el papel pintado. Así nos va: tras dos mil años de conversación continuamos silenciando lo que de verdad importa.

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23 de diciembre de 2021

Eli Solitas. Unsplash

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En la muerte de los otros

 

La perplejidad ante la muerte nos reseca las palabras, y solo se nos ocurren tópicos, aunque lo que sintamos no se parezca a nada. Los últimos estertores son acaso más angustiosos para quien, del lado de la vida, acompaña la respiración de un ser querido cuyo cerebro va apagándose hasta expulsar un último hilo de aire, suavísimo, igual que una mota de paz. El silencio es el único claro en el que podemos permanecer tras el im­pacto de la pérdida, además del llanto, porque quedamos devastados frente a lo absurdo de la existencia. “El hombre no sería él mismo un hombre sin la muerte, que es la que hace las grandes existencias, la que les brinda su fervor, ardor, su tono”, escribe Vladimir Jankélévitch en su clásico Pensar la muerte, donde rompe con la tradición manriquiana de entender la existencia como un río que ine­xorablemente nos lleva a morir, y por tanto no consideraba la vida humana como una línea entre dos extremos. Según el pensador, alumno de Henri Bergson, que se sirvió de clásicos y contemporáneos, de filosofía y ciencia, para reflexionar sobre la vida y la muerte, estas “no son nunca dadas juntas en una experiencia simultánea. En el nacimiento la nada está antes, mientras que en la muerte está después”.

La noticia de un fallecimiento es sin duda la más transcendental en la vida de un ser humano, no hay otra que le gane en peso. Bien lo sabe la familia cuando lo comunica al resto, el periodista cuando escribe el titular, el médico que certifica la defunción. Desde hace unos años he hecho mío aquel poema de Mario Benedetti: “Ya cuando nos casamos / los an­cianos estaban en los cincuenta / un lago era un océano / la muerte era la muerte / de los otros. / Ahora veteranos / ya le dimos al­cance a la verdad / el océano es por fin el océano / pero la muerte empieza a ser / la nuestra”.

Pienso en todos aquellos que ya no están. No volveremos a verlos, y su mudez se nos antoja al principio ridícula, después insoportable. “No existen los seres humanos fuertes”, decía el otro día Benjamín Prado, amigo de Almudena Grandes. Nos dejó helados su pérdida, huérfanos de la vehemencia con la que expresaba las cosas y proyectaba su ansia de escribir: “Es como una sed”, me confesó. En los dos últimos años se han acumulado las ausencias, y tal vez como muro ante el frío, tan solo recuerdo sus risas. Las de Luis Eduardo Aute, tan silenciosamente elegantes; las de Ivana Markovich, que se reía con todo el cuerpo y en eslavo; las de Enrique Campos, que se doblaba literalmente de risa al tiempo que aplaudía; las de Marta Garau, que vivía con la sonrisa puesta; las de José María Cámara, cuando me regalaba en El Qüenco de Pepa historias pillas de Julio Iglesias; las de Montserrat Franquesa, con quien aprendimos a reírnos como los mayores en el colegio de monjas; las de Sylvia Polakov, con su gracejo esnob y la cámara siempre al cuello.

Apenas pensamos en la muerte. Nuestras fantasías narcisistas se recrean en el funeral y en la pena de los que todavía nos quieren y nos aguantan, y poco más. Ahuyentamos la mera idea porque parece si no que invitemos a la parca a merodear a nuestro lado.

Joan Carles Trallero, en ¿Morirme yo? No, gracias (Libros de Vanguardia), afirma que pensar en ella “va ligado a pensar en nuestra vida, a conectar con aquello que de verdad nos sostiene”. Incluso cuando nuestra aflicción amenaza con abatirnos. En cambio, el miedo a la muerte responde a desperdiciar los días que nos quedan, sin escuchar su susurro interior: ¡rápido, tu vida!

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10 de diciembre de 2021
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Un deseo como la sed – Almudena Grandes

 

Tras su escueta mesa de madera clara, en la pared, cuelgan figuritas de mujeres gordas que colecciona desde hace veinte años. Sobre la mesa, un Samsung –“mi hijo es programador y es antiMac–, puñados de llaves, calderilla, un paquete de Camel Essential, una taza donde se lee “Feliz Navidad”. Escribe en una silla sueca –”nunca me ha dolido la espalda”– y corrige en la butaca roja. Las estanterías están abarrotadas de traducciones de sus novelas en todos los idiomas. Coloca pequeños altares laicos con souvenirs, como un autógrafo de John Irving o la foto de Dionisia Manzanero, una de las trece rosas. Preside el despacho otra de Don Benito Pérez Galdós. / Emilia Gutiérrez

Almudena Grandes vive a un par de manzanas de la casa donde nació, en la calle Churruca, y con su ronquera quebradiza resume la sensación de eterno retorno: el periplo vital por el cual acabó regresando a un paso de la casa del abuelo, allí donde empezó a escribir. “Me hizo escritora el fútbol; toda la casa estaba comunicada, no tenía pasillos, y para que mi padre y mi abuelo pudieran ver el partido sin ruidos nos ponían a los niños a pintar. A mí no se me daba bien, y una tía abuela animó a que escribiera cuentos. Tendría 8 ó 9 años. Desde ese momento quise escribir, es lo que más me gusta en este mundo. Soy muy feliz cuando escribo, aunque a veces lo pase mal. Es un deseo similar a la sed: te sientes muy desgraciada cuando tienes sed y no bebes. Escribir es una actividad especular, como cruzar el espejo”.

Almudena Grandes (Madrid, 1960) lo atraviesa a diario, sea domingo o fin de año, en la habitación más pequeña de la casa pintada de verde pistacho. Las medidas sí importan: todo está pensando para evitar la dispersión. Escribe sin teléfono, bebe un té largo después de desayunar tostadas, zumo, yogur y nueces. Se quita el pijama y se pone “uno de esos conjuntos de homewear que pido que me regalen por Reyes, con los que pueda abrirle la puerta a un mensajero”. Calza unos Crocs forrados de lana de borrego: no se puede escribir con frío en los pies. A lo largo de la conversación, Grandes se definirá en varias ocasiones como “prusiana”, tranquila, nada ansiosa. De 9 de la mañana hasta las 15.00 pica y pule la piedra de su escritura (“Soy mas lista por la mañana que por la tarde”). Tiene las novelas pensadas y estructuradas en cuadernos: esquemas, apariciones de los personajes en cada capítulo, anotaciones en cuatro colores diferentes. Un detallada guía de instrucciones para avanzar con método. Se considera controladora, y no se desvía de su plan. Tampoco pone música, la distrae. En cambio no la alteran los ruidos que entran por el balcón ni las pausas obligadas a fin de despejar la cabeza: sea hablando con su amigo editor, Juan Cerezo, o poniendo al fuego un cocido.

Confiesa que no hay momento más perfecto en su vida que el de empezar una novela y saber que tiene tres años por delante. “Acabarla, en cambio, me produce una sensación de desahucio terrible, igual que si me expulsaran del mundo que tenía para mí”. De nuevo las medidas, tiempo y espacio, que en la escritura de Almudena importan igual que los bucles: todos sus títulos proceden de versos de poetas españoles, y sus novelas recogen la historia de la España del siglo XX. Los epílogos de ‘Los aires difíciles’ coinciden con los principios de Lulú de la misma forma que una cronología invertida”. Desconfía de las tendencias que apuntan a la brevedad: “Hay grandes propuestas que fracasan, la realidad no es siempre tan plástica como se supone. Los seres humanos siempre han necesitado que les cuenten cuentos, y más cuando todo es tan fugaz”.

Mauro, Irene y Elisa, sus tres hijos, la alientan y le muestran los quilos de papel de ‘Juego de tronos’ cuando tiene alguna crisis de formato largo. Ella lo paladea, se dice: “Voy a estar otra hora aquí, en este mundo lento”. Confiesa que la suya es una vida aburrida, pero bucea y escarba para lograr que “el lector sienta que le estás contando su vida, cuando en realidad estás contándole la tuya”. Nunca ha escrito la palabra ‘orgasmo’ porque le parece horrible: “Esquivo las palabras que no me gustan”. Siempre ha sido ahorradora, “austera antes que la Merkel”, no tiene vicios caros. “Al escribir, vivo dos vidas a la vez. Cuando la novela tira de ti vas con la lengua de fuera detrás del argumento. Es un estado de ánimo”. A veces confunde coches rojos que ve por la calle con sus propios recuerdos, como una especie de déjà vu, hasta que se da cuenta de que no le ocurrió a ella sino a uno de sus personajes.

Cuando visité a Almudena Grandes en su casa para describir su escritorio, me encontré con una mujer que amaba profundamente la literatura, con la que era capaz de vivir dos vidas a la vez. Impactada por su muerte, ha entrado demasiado pronto en la eternidad. Mis condolencias a Luis García Montero, familia y amigos.

Esta es la pieza que escribí para Cultura/s en La Vanguardia.

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29 de noviembre de 2021

Foto: Pedro Madueño

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Palmas en casa Wittgenstein

Aquella niña gitana que se bajó del carro para pedir limosna no llevaba zapatos. Debíamos de tener la misma edad, unos once o doce años, y quizás por ello sus pies callosos representaron para mí la peor de las humillaciones que podía imaginar, aparte del no ir al colegio. Espoleada por la urgencia, corrí a buscar unos zapatos viejos que le entregó mi madre. Aquella noche me acosté con el misterio encendido: pensaba en esas vidas desarraigadas y exiguas, pero también en su gracia, porque a pesar de la miseria aquella familia no parecía abrumada. No tardó en desvanecerse el sentimiento de eficacia que me había embargado al pensar que aquella chiquilla recorría caminos polvorientos con mis zapatos azules porque, cuando regresaron al cabo de dos meses, seguía descalza.

Me costó entender que sus pies prefirieran sentir el suelo, sin apreturas ni cordones. Ese fue mi primer descubrimiento sobre los gitanos, e hizo crecer mi interés por su manera de estar en el mundo. Su sentido de la libertad, que los ubicaba en los márgenes de la sociedad, almidonaba mi fantasía, arrebatada por el don de su música. En mi empeño, subí a las cuevas del Sacromonte, donde vivían pendientes del toque de guitarra; en Granada seguí la estela de los Morente, y en Cádiz, la de Camarón; además de aprenderme la Nana de colores, de Diego Carrasco y Remedios Amaya. También me aficioné a la fotografía de Jacques Léonard, un payo infiltrado en la vida cotidiana de aquellos que siguen defendiendo la fuerza de la comunidad en plena dictadura del individualismo.

Cuando la editorial Arcadia anunció la publicación de Wittgenstein, los gitanos y los flamencos de Pedro G. Romero, mi curiosidad se desbordó. La historia parte de un pretexto: en el 2015, un grupo de gitanos búlgaros y rumanos fueron invitados a la casa Wittgenstein, en Viena, para participar en un encuentro sobre la cultura romaní. Y el fin de semana se alargó a meses de ocupación, pues a los gitanos solo les habían pagado el billete de ida. El autor se sirve de esta excusa para analizar las formas de asentarse y habitar de esta comunidad, así como su bohemia y su desclasamiento, y recuerda no solo que a Wittgenstein le atrajeron siempre los no integrados, aquellos en itinerancia física y moral, sino que enseñó a sus alumnos de la aldea de Trattembach que la cinta mágica, mulengi dori, de los gitanos guarda relación con el sistema métrico universal, y podía, además, traer buena fortuna. Pedro G. Romero nos descubre que la falsa simetría que caracteriza a la mansión que el filósofo levantó sobre los escombros del Palais de la Kundmanngasse, incómoda para la mayor parte de sus moradores, fue justo lo que hizo sentirse a los gitanos como en casa. Una sincronía nada extraña teniendo en cuenta que Wittgenstein defendía “la adopción de una idea diferente de lo que hay que comprender (…) esa comprensión que consiste en ver las relaciones entre las cosas”, como escribe su biógrafo Ray Monk en Ludwig Wittgenstein, el deber de un genio (Anagrama).

La banca del capitalismo ha comprado no pocas veces el arte gitano, pagando a los flamencos para que derramaran el duende –como herramienta de conocimiento, o sea, el antiguo pathos, tan arraigado en Europa– sobre sus manteles. Como en aquella ocasión en la que Lola Flores bailó medio desnuda entre señoritos jerezanos y un vapor de otro mundo paralizó el aire. Si su arte ha logrado no solo permear, sino elevar nuestra cultura, ¿por qué nos empeñamos en mantener el estigma con el que tan a menudo los señalamos?

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18 de noviembre de 2021
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Otoño ‘happysad’

 

En sueños, confundo las casas en que he vivido. A veces los pasos nocturnos me llevan hasta un antiguo piso de alquiler del que conservo una llave, y, en mi rapto onírico, pruebo si todavía abre su puerta. Sin dificultad entro en la vivienda, que todavía contiene algunos muebles míos, e incluso unos labios de metal rojo con un agujerito para clavar una barra de incienso. A pesar de la vaguedad del espacio, los detalles emergen con claridad. Pero la casa no tiene bombillas. Me digo: “Bueno, solo estaremos aquí durante unos meses… hasta que encontremos otro lugar”, aunque la parte más angustiosa del sueño consiste precisamente en simular que no vivimos allí. En la pesadilla me debato entre la estupidez de mi acto y la búsqueda de una salida airosa.

Otra de mis casas soñadas es rural y emana un aroma a mandil encebollado y residuos de aceite. Tiene una mesa de comedor con mantel de hule y cuartos pequeños con edredones de color ala de mosca; una especie de laberinto conduce a sucesivas estancias igual de lúgubres y ajenas, hasta que, al fondo, veo una habitación luminosa y pienso que no todo está perdido: allí podré sobrevivir sin mo­rirme de tristeza pues la blancura lo redime todo.

Walter Benjamin soñó que iba con sus padres a visitar a la abuela, y en el pasillo de la casa se topaba con una serie de camas de niño con bebés vestidos de adulto sentados en ellas. “No me quedó más remedio que suponer que eran de la familia”, escribe. En su libro Sueños (Abada Editores), una maravillosa recopilación de algunos de los suyos, define así la textura del sueño: “El tedio es un paño gris, caliente y forrado por dentro con la seda más ardiente y colorida. En ese paño nos envolvemos al soñar: en los arabescos de su forro nos encontramos entonces como en casa”.

Freud afirmaba que todo sueño satisface un deseo, y acaso lo de soñar casas dentro de la casa que es el sueño trata de complacer un temor antiguo, el de hallar un lugar para vivir, justo cuando el mundo acelera sus motores prepandémicos. Más atascos y colapsos. Contenedores varados en un tránsito infinito. Gastar, viajar, regresar a la vieja idea de felicidad, que no de normalidad. Palpita una nostalgia de aquel mundo a medio gas de hace un año, que se solapa con la alegría del reencuentro; una sensación happysad, como dirían los anglosajones, justo cuando nos volvemos a ahogar en la maraña de urgencias que nos impide soñar en grande. A ver si Morfeo me lleva esta noche hasta una villa en la Toscana.

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11 de noviembre de 2021

Carmen Laforet / Wikimedia Commons

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¿Por qué amamos a Laforet?

 

La fascinación que siguen despertando la escritora Carmen Laforet y su obra maestra, Nada , es una pequeña victoria de la singularidad frente a la norma. De la libertad personal frente a los dictados de la ambición. ¿Cuántas veces ha ahondado la crítica en su bloqueo? “Cómo se puede no escribir sin dejar de ser escritora”, leemos en la biografía de Anna Caballé, Una mujer en fuga (RBA). La dificultad de conciliar la escritura con la vida forma parte del mito, además de su belleza. Qué bien quedan impresos sus retratos en blanco y negro, con camisa blanca y un pitillo. Su sonrisa, ajena al ruido, proyectada hacia su interior como hacen aquellas que ríen para dentro. Su media melena y su figura espigada. Su amistad intensa con la tenista que vestía las faldas palazzo de Schiaparelli, Lili Álvarez (“de todas mis amistades, tanto masculinas como femeninas, he estado enamorada siempre”). También su etapa mística, movida por un ansia de transcendencia.

En el centenario del nacimiento de la autora, tras reeditarse la mítica Nada –que sigue siendo un best seller–, se publica El libro de Carmen Laforet. Vista por sí misma ( Destino), con edición a cargo de su hijo pequeño y albacea, Agustín Cerezales Laforet. Se trata de un retrato íntimo trazado con extractos de sus diarios publicados en Abc –qué deliciosa prosa–, además de fragmentos de sus libros, entrevistas y correspondencia. A la pregunta: “¿Qué prefiere, mandar u obedecer?”, Laforet responde: “Pues no prefiero ninguna de las dos cosas. No me gusta mandar ni me gusta obedecer”. Esa contestación resume su carácter: una suavidad que se mece entre las afiladas aristas de todo proyecto vital, y una indolencia que será juzgada amargamente. Para ella viajar era una forma de mantener la mente en blanco, una moratoria frente a las responsabilidades que la atenazaban, incluida la obligación de escribir. Su hijo Agustín afirma que él nunca creyó que la inhibición, el trauma de la precocidad –escribir una obra maestra (premiada, además) con apenas 24 años–, ni la debilidad de carácter fueran las causas de su bloqueo. Quizá siguiese aquel pensamiento de Heidegger que induce a callar para dejar que el ser nos hable.

El enigma Laforet planea tanto sobre su escritura como su silencio. Su rebeldía también comprendía un escapismo inseparable de ella misma. Calló mejor que nadie, aunque hallase las palabras adecuadas bailando con el lápiz del pensamiento. Y fue capaz de atrapar los vapores cotidianos a fin de revelar un mundo en observación, macerado en su amor por la vida.

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22 de octubre de 2021

‘En Blanco’, de Coloma Fernández Armero. Editorial Tres Hermanas

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Orgullosamente viejas

Las mujeres de cabello color plata han dejado de esconderse. Avanzan por las calles del mundo con sus melenas entrecanas, recuperadas tras siglos de simulación, de lucha contra la despigmentación del alma. “Detestar las canas como se detesta a la marea alta cuando te deja sin playa”, escribe Coloma Fernández Armero en , cuya protagonista empieza a dejárselas a los cincuenta como quien estornuda.

Cuando cumplí treinta años estaba de moda decir que en la cincuentena nos volveríamos invisibles, incluso delante de un camión. Las querían jubilar prematuramente de la vida interesante, desescalaban ambiciones y emergía la decrepitud: compresas para la incontinencia, parafina para las manos artrósicas… En cambio, no ha sido hasta hace menos de cinco años cuando empezaron a proliferar los productos para la hidratación íntima: se daba por hecho que a partir de la cincuentena el sexo se convertía en personaje literario. Y la viagra femenina nunca acabó de llegar.

Aunque sepamos que, tanto estética como semánticamente, es algo terrible, nuestras nociones de psicología social nos autoboicotean y nos desbocan en la imprecisión: “Soy demasiado mayor”, “podría ser vuestra madre”, decimos en el mejor de los casos. En el peor, nos mata el lenguaje de teneduría: “Estoy fuera del mercado”. La culpa, me dice mi amiga Silvia, la tiene el audiovisual: “Nos educaron enseñándonos que Bogart, medio calvo y con más de 50, era follable, mientras ellas a los 30 solo hacían papeles de madre”. Follables y no follables, así se reparten los roles desde la mirada androcéntrica, que excluye del erotismo las pieles arrugadas, las manos con manchas y el cuerpo más vencido, sí, pero también más sabio y experimentado.

Afortunadamente, los libros nos devuelven a mujeres mayores que pertenecen al reino de los vivos: Margaret Atwood, Vivian Gornick, Annie Ernaux o Dubravka Ugresic, conjuradas con sus pinzamientos y sus risas gruesas para acabar con el temblor ante la juventud perdida. La aceptación de sus filamentos plateados traza, con humor y lucidez, una nueva cartografía del deseo. Y, al igual que tantas mujeres que viven su veteranía sin complejos, reivindican una existencia plena, a pesar del jarro de agua congelada que les vierte encima el funcionario al informarles de que no será necesario renovar más el DNI, que tienen licencia para morir.

La edad –hoy más que nunca, a causa del envejecimiento progresivo de nuestras sociedades– debe convertirse en cuestión política, a fin de devolverle la dignidad y visibilidad. “Aceptamos la edad como un don”, afirma Anna Freixas, que acaba de publicar un libro necesario, lúcido y desternillante, Yo, vieja. Apuntes de supervivencia para seres libres . No busquen naturalezas muertas arrinconadas: esas yayas pasita, las denomina Freixas, que se desentienden de todo y, entre la dejadez y el temor, apagan el interruptor, aunque se rebelen internamente cuando las tratan como bebés y les hablan con una azucarada condescendencia.

“La vejez es fea”, decía una mujer en el programa de Radio Gaga donde abordaron las vivencias y sentimientos de la todavía llamada tercera edad , un eufemismo repugnante. Anna Freixas advierte de la urgencia de construir una vejez afirmativa y confortable. Y apela para ello a la creatividad y al ingenio, a la transformación de una mirada que la desdramatice y reivindique su valor en lugar de vaciarla de sentido. Sean bienvenidas, pues, nuestras “orgullosamente viejas”.

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6 de octubre de 2021
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El Boomeran(g)
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