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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

Matthias Schröder. Unsplash

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La hora de Berlín

 

Hubo un tiempo en que España quiso regirse por los horarios alemanes como una manera de estar en el mundo a lo grande. La leyenda cuenta que Franco quería cenar a la misma hora que Hitler, y por ello sincronizó las agujas con el Tercer Reich (GMT+1:00). Hasta entonces nuestro país seguía el huso horario del Meridiano de Greenwich, igual que Reino Unido o Portugal, aunque, en verdad, ese alinearse con Alemania fue idea del ejecutivo de la zona republicana de 1938, de forma que cada bando tuvo su hora oficial. Y así, durante un año, media España vivió con el horario de invierno y la otra con el de verano, el que estrenamos el domingo con la amarga sensación de perder una hora de sueño y de vida. De despertar en la oscuridad primaveral, el único trino que podemos escuchar es de la alarma del teléfono.

Más allá del enfervorizado debate que siempre ha rodeado a esta cuestión, y de los intereses comerciales implícitos, de nuevo nos colocamos frente a la envanecida superioridad humana que pretende luchar contra el tiempo. Y, en cambio, no somos avaros con nuestras horas y nos conformamos con aprovechar las migas que nos quedan, como una forma de enfrentarnos a la vida con un solo ojo. “Cezanne es el primer artista que pintó usando ambos ojos” dijo de él Hockney, porque empezó a pintar un objeto desde dos ángulos, de lado y de frente, sin aplanar la imagen.

Las horas caen en saco roto. Y el mandato de la productividad acorta la mirada. El horario de verano es veneno para la salud, dicen algunos científicos. Nos altera los ritmos circadianos y empobrece la calidad del sueño, mientras que las noches con luz de día potencian nuestra mediterraneidad disoluta. Pero no es solo la hora fantasma lo que criticamos, también la imposición de un horario que no se rige por el sol, dictado por un espejismo de omnipotencia que, desprovisto de mirada lateral, tan solo enfoca de frente, desperdiciando tanta belleza.

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31 de marzo de 2022

John Jennings. Unsplash

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Escribir como quien da un paseo

Hubo un tiempo en que se debatía si era más fecundo escribir enamorada o, todo lo contrario, acomodarse en los grises para evitar una prosa con exceso de brincos. Kingsley Amis apreciaba mucho el estado de resaca, pues aseguraba que dicho malestar le aportaba cierta lucidez metafísica. Y la historia, por su parte, demuestra que se ha escrito no solo en todo trance, sino también en las circunstancias más extremas. Ahí están los cuadernos de Wittgenstein rasgados en las trincheras, los versos de Verlaine desde la cárcel de Mons o las líneas que Agota Kristof anotaba mentalmente en la fábrica de relojes suiza donde trabajó. No fue la única: Jacques Rancière habla en El espectador emancipado de aquellos obreros que, al salir de la cadena de montaje, escribían poemas y se desalineaban.

Cuesta imaginar, cuando todo es incierto y volátil, a quienes se entregan al folio como manera de resistir, o desaparecer. Un acto de fuga y a la vez de búsqueda, como necesidad de encuentro y acuerdo. Ahora llegan las obras concebidas durante los dos años de pandemia, un tiempo ralentizado en el que la muerte comía y cenaba con nosotros. Pienso en el pequeño acto de rebeldía que supuso para sus autores dejar de ser ellos en ese contexto enajenado, o acaso existir a través de las vidas de otros. “Es escritor el que persiste en su propia estupidez”, le escuché decir en una ocasión a Pablo d’Ors, capaz de resumir el verdadero sentido de la escritura, alejado de la vanidad que implica publicar.

La fina artesanía practicada por quienes arman una historia fatiga las manos a una de­terminada edad, pero las ideas disparan los dedos, que olvidan los dolores del cuerpo, reencarnado en los de sus personajes. Dos ejemplos: en La Loca (Ediciones B), Cristina Fallarás presenta una voz muy distinta de Juana I de Castilla, una mujer calumniada y encerrada durante 46 años en una sola estancia del monasterio de Tordesillas; con su prosa hipnótica, una cuchilla sobre hielo, desmonta la falacia histórica que estereotipó el personaje durante siglos. Y Ana Merino ha accedido al archivo personal de Joaquín Amigo, compadre de Lorca, para dar forma a Amigo (Destino), una apasionante novela de campus que se entreteje con una investigación poética e histórica.

Narrar sigue siendo la mayoría de las veces un acto improductivo –excepto para los best sellers–, aunque no conozco a nadie que pretenda hacerse rico con un libro. Para eso están los bitcoin, las start-ups, el arte NFT o la creciente industria de la marihuana legal. “Escribir es un lujo y un despilfarro”, sentencia Juan Evaristo Valls en su Metafísica de la pereza (Ned Ediciones), un formidable ensayo que dispara las sospechas en torno al llamado “mal del ímpetu” y desarrolla su contrario: la ética de la inoperancia. “El único gesto rebelde hoy es el de no hacer nada”, escribe. Y anima a dejar de producir, de conectar alarmas, responder correos, atravesar ciudades que son selvas.

Ya basta de ser infelices, de tragar ansiolíticos, abandonando la creatividad en el amor, en la mesa, en el punto de vista. “¡Parad! O de lo contrario el triunfo más grandilocuente se cernirá sobre vosotros y os aplastará con la tremenda furia de sus promesas”, insiste el autor.

Hoy, la sociedad del rendimiento da paso a otra más perezosa, que pugna por ampliar el tiempo de ocio, además de pensarse desde el cansancio. Y que, rubrica Valls Boix, entiende –y necesita– la escritura como “una larga espera en la que nunca sucede nada, y, por ello mismo, puede cambiar algo”.

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21 de marzo de 2022

Jorge Franganillo / Wikimedia

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El viento en Chernóbil

 

“La admiración de la tristeza”, así titula la premio Nobel Svetlana Alexiévich la tercera parte de su célebre libro Voces de Chernóbil, que abro de nuevo tras contemplar las imágenes de los soldados ucranianos pisando el suelo radiactivo de aquella tierra vetada para la vida humana, que se ha convertido en una reserva natural. Muchas casas permanecen abiertas en pueblos fantasma cuyas calles forman parte del bosque. Sus habitantes salieron corriendo cuando era ya demasiado tarde, con la piel a tiras o los pulmones reventados. Recuerdo bien un detalle: para no levantar sospechas de la peor catástrofe nuclear de la historia, el gobierno obligó a desfilar el Primero de Mayo a un grupo de niños en edad escolar mientras el viento, arremolinado de veneno, lamía sus mejillas. Ahora que el invasor ruso ha tomado la antigua central y domina su sarcófago, los soldados ucranianos deben defender su tierra, aunque esté contaminada. “De algo moriremos”, se decían.

El umbral del dolor de los rusos es más elevado que el del resto, afirmó Alexiévich, que tiene mucho de filósofa fatalista. La eterna contienda en aquella “región fronteriza” –significado literal de Ucrania– sigue centrándose en un imperialismo que busca, escapando al espíritu de los tiempos, el dominio de territorios estratégicos. ¿No decían que las guerras serían en adelante cibernéticas y diplomáticas, pura inteligencia? Y en el año del metaverso vuelven los tanques y los bombardeos, las familias refugiadas en el metro y un éxodo desamparado cuyo primer destino es la nada.

Los ojos de Putin parecen inyectados en una especie de inmor­talidad reactiva. Mira parapetado en unas enormes placas de hielo desde las que parece ver claro. Reactivar los reactores de Chernóbil –que no terminarán de desmantelarse hasta el 2064– también está en su mano. O ¿acaso no pretende que el mundo admire la tristeza que es capaz de derramar con tan solo mover las pupilas?

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3 de marzo de 2022

ELS JOGLARS TEATROS DEL CANAL fotografiado por el fotógrafo Pablo Lorente

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El tiempo está fuera de quicio

 

A veces las columnas te hablan antes de ser escritas. Por un lado, digamos el derecho, la mía me anima a escribir del Aristófanes de Els Joglars, y de cómo parodian ese reguero de conceptos que, de tanto repetirlos, se han desgastado igual que unos tejanos. Apelamos a la empatía las veinticuatro horas, marginando palabras que antes la comunicaban sin tanta pretensión, como cercanía o comprensión. Y ahí está la simpatía, esa cualidad efervescente arrinconada en nuestro mundo de empáticos antipáticos que, en su asunción de la moral dominante, uniformizan el pensamiento, a menudo tan global e intrascendente como esas cadenas de tiendas de camisetas replicadas.

El grupo teatral, en ¡Que salga Aristófanes! , se sirve de la cara B del teatro clásico, un contra-Sócrates y contra-Eurípides que, sin pretenderlo, inspiraría a generaciones de feministas: en su Lisístrata , las mujeres se declaran en huelga sexual hasta que se alcance la paz. La función, con un gigante Fontserè al mando, arremete también contra los derechos de los animales, la cancelación de artistas poco ejemplares, el lenguaje inclusivo, la sostenibilidad, las falsas denuncias de acoso –aunque los datos demuestren que son una anécdota– y hasta que exista un Ministerio de Cultura ¡y Deporte! Qué saludable ejercicio democrático es la crítica, y más aún cuando la sátira mezcla ruido con Schubert.

En cambio, por la izquierda, la columna me pide que repase los premios Goya, que reunieron todos los ingredientes del llamado pensamiento woke : la desigualdad de las mujeres, la galopante deshumanización de un mundo que ahoga al náufrago en lugar de salvarlo, los patrones abusones aplaudidos todavía por la moral del patriarcado o la necesaria pedagogía del perdón. El espectáculo nos ofrecía un espejo hiperbólico en el que unos se reconocían y otros se enajenaban.

“El tiempo está fuera de quicio”, exclama Hamlet. El fantasma del horizonte perdido ya planeaba en Shakespeare, y solo ha ido mudando de sábana. Hoy, sorprende aquel pensamiento de Virginia Woolf cuando anotó que hubo un día –ella lo fechó en 1910– en que el carácter humano cambió. Hoy en día seguimos pensando lo mismo, enrocados en la polarización de los bandos, atentos a la pretendida superioridad moral de la izquierda y al negacionismo de una derecha que satiriza las transformaciones de la experiencia sensible. Los tiempos están descoyuntados, sí, como siempre, por ello temblamos cuando se abren los escenarios, sea por la derecha o por la izquierda.

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25 de febrero de 2022

Fry, Roger Eliot; Virginia Woolf (1882-1941)

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Las croquetas de la abuela

 

En sus diarios, Virginia Woolf cuenta que tiene que dejar de escribir para guisar la cena. “Creo que ciertamente es verdad que una adquiere cierto dominio sobre la carne de salchicha y sobre el róbalo por el medio de hacerlos constar por escrito”. Woolf era una virtuosa literaria, pero eso no la eximía de las tareas impuestas a las damas hacendosas. De ahí que, en un ensayo sobre las profesiones femeninas, señale que “el deber de toda mujer escritora es matar al ángel del hogar”. Su sentencia caló, aunque solo entre nosotras, que decidimos acabar silenciosamente con el fantasma doméstico que se aparecía bajo la forma de una fregona, escapando de la abnegación propia de las buenas amitas de su casa. Y para ello contamos con complicidades inesperadas: las de nuestras propias abuelas y madres.

Curiosamente, hoy, en mi casa se oyen quejas con sorna. “Queremos comer unas croquetas de la abuela, pero tú no sabes cocinar”, me dicen, haciendo suya esa nostalgia que han comercializado las marcas de congelados. El caso es que ni mi madre ni mi abuela –como tantas otras– se preocuparon por enseñarme sus recetas. “Tú estudia”, me decían mientras bregaban entre los vapores de sus ollas. Ellas se quedaban con sus cuchillos frente a los fogones y yo me ocupaba de mis metáforas. Nunca tuve tanto tiempo propio como en aquellos años de estudiante ni volví a disfrutar de largas horas de lectura porque su gran transferencia fue la generosidad y el aliento para que lograra mi emancipación intelectual y profesional.

El viernes se celebró el día de la Mujer y la Niña en la Ciencia, y el sesgo de género volvió a aflorar. El número de mujeres que se dedican a las llamadas carreras STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) retrocede. Y mucho más después de la pandemia, cuando tuvieron que interrumpir sus estudios porque alguien tenía que preparar las croquetas de la abuela.

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16 de febrero de 2022

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¿Para qué nos quieren?

 

Nacemos y reproducimos desesperadamente los primeros gestos que nos rodean, de ahí nuestro oculto talento para la interpretación. Todos somos actores y actrices que nos preparamos para entrar en escena, y creemos que, actuando, podremos transformar algo. Para ello medimos nuestra impostura, y más cuando en este reino se impone como mandato la naturalidad, aunque sea forzada. “¡Sé más natural!”, le exige el asesor al candidato cuando posa bien alejado de toda espontaneidad.

Me deslumbran mis amigas actrices: con qué bravura dejan de ser ellas y encarnan personajes que parecen auténticos, absorbiendo un dolor o una frivolidad que nunca han experimentado. Ellas me recomendaron El actor y la diana, de Declan Donnellan, un libro que invita a descubrir los misterios de la vida. El dramaturgo, en lugar de preguntarse ¿por qué?, prefiere cuestionarse ¿para qué? El cambio es radical. Por ejemplo, nunca llegaremos a saber por qué Julieta se enamora de Romeo, pero sí que su misión en la vida es amarle desafiando al destino.

Así como la escritora, el chef o los músicos escriben, cocinan y componen para ser más queridos, en la vida minúscula solemos actuar para obtener afecto. En lugar de adeptos los llamamos seguidores, y las pantallas contribuyen a que establezcamos una falsa complicidad que revienta el ego. Mi amigo Basilio Baltasar me señaló una frase de la actriz Belén Cuesta en Jot Down que le había impactado, venía a decir: vivir del aprecio de los demás es una mierda. “Una filósofa”, apostilló Baltasar. Porque, confundidos por nuestras meritorias actuaciones, pensamos que el mundo nos debe algo. Que nos corresponde un aplauso. Y en este agudo proceso de infantilización de una ­socie­dad que necesita de palmeros para combatir el horror ­vacui, seguiremos preguntándonos equivocadamente ¿por qué no me quieren?, en lugar de ¿para qué me quieren?

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9 de febrero de 2022

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Cuatro mil semanas de lío

Perdemos tontamente el tiempo porque se nos ha olvidado que existe un “mundo que mundea a nuestro alrededor” (Heidegger), entregados como estamos a tanta pantalla. “Desactivad las notificaciones”, aconsejan los psicólogos que advierten de los peligros de una sociedad intoxicada de cortisol, la principal hormona del estrés. A la gente le gusta decir que está liada, es una forma de darse importancia y ocuparse de misiones que espantan el sentido de la vida. Cuando yo era una pobre mujer de siete cabezas que iba corriendo a todas partes, oí a mi hija decirle por teléfono a su padre: “Hablamos más tarde, que ahora estoy reunida”. La caricatura de mí misma que me devolvía fue una bofetada de sentido común.

¡Cuántos correos, llamadas, gestiones y reuniones superfluas hemos sumado a lo largo de nuestras carreras, robándonos a nosotros mismos un tiempo precioso e irrecuperable! El lío se ha convertido en emblema de prestigio social en nuestra sociedad hiperproductiva: cuanto más liados, más interesantes parecemos, asegura Oliver Burkeman en su libro Cuatro mil semanas: Gestión del tiempo para mortales, las mismas que calcula que se viven en una existencia de ochenta años. En él reflexiona sobre nuestra provisionalidad finita, y afirma que nunca lo tendremos todo bajo control ni conseguiremos dejar a cero la bandeja de entrada del correo. Pero alerta de la forma en que malgastamos las horas, de nuestra negligencia creativa y de la comodidad que nos empequeñece.

Aplaudimos la flexibilidad laboral como nueva conquista, pero nos rodean personas que han perdido la voz de puro agotamiento y que, a fin de afrontar su ansiedad, van aún más rápido, dispuestas a pelear amargamente contra sus molinos de viento. Lo dijo Marilynne Robinson: “El espíritu de los tiempos es el de una urgencia sin alegría”. Las buenas citas son muletas que nos ayudan a pensar más despacio.

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26 de enero de 2022

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Una rosa no es una rosa

Hibridamos arrebatadamente, ya no sabemos hacer otra cosa. El desafío humano ha consistido en crear aquello que no existía antes mediante variaciones. Así le ocurrió al jardinero Jean-Baptiste Guillot en 1867, cuando creó por casualidad en su vivero de Lyon una rosa de té tan fragante y perfecta que se la llamó “la France”. Su invento significó una bisagra: las de antes se llamarían ‘rosas antiguas’ y las posteriores –hasta hoy– ‘rosas modernas’. Evolucionar en la floración de una rosa fue considerado un auténtico hito por la sociedad francesa del siglo XIX, un hecho que visto desde la actualidad puede resultar fútil y hasta frívolo, aunque a los sensualistas su poética nos admire.

En la verdulería pienso en la rosa amarilla de Guillot cuando una mujer se ríe frente a unos tomates negros con forma de pimiento. Todavía nos sorprende que alguien se divierta sin un interlocutor enfrente, tanto que rápidamente pensamos que está loco en lugar de que es feliz. “Es que me hacen tanta gracia –me dice al fin–: son como de ciencia ficción”.

Avanzamos hacia una humanidad híbrida en la que no solo nos reiremos frente a melones rojos en forma de pepino, también de nuestros vecinos cíborgs o an­droides, que bajarán la basura tras haber escaneado hasta la última pulgada del descansillo. Los científicos avanzan sus predicciones sobre el futuro de la neurotecnología, teniendo en cuenta el desarrollo de las interfaces mente/máquina y la computación en sus variedades clásica y cuántica en busca de un alma de acero. Lo real y lo artificial se meterán juntos en la cama aunque­ ya no hagan una cuchara con sus cuerpos, sino una cubertería entera con sus data.

Al tiempo, una contratendencia de feroz nacionalismo –en respuesta a tres décadas de fluida globalización– recorre el mundo ofreciendo a sus ciudadanos acurrucarse en la familiar cama nacional bajo una manta calentita tejida con identidad y reafirmación. Sin embargo, el pensamiento híbrido nos empuja hacia una nueva supervivencia con la voluntad de mezclar, combinar, reunir o incorporar distintas naturalezas en nuevas fórmulas que se alejan de los enfoques binarios. Los modelos híbridos de coches son más respetuosos con el planeta; las coaliciones políticas están obligadas a entenderse, y marcas exclusivas como Balenciaga y Gucci se fusionan en una colección, convirtiendo a la competencia en aliado. Siempre ha sido una cursilería decir que juntos somos más fuertes, sí, de otra manera será complicado poder aspirar el olor de nuevas rosas.

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14 de enero de 2022

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La mala conversación

La madre de Sócrates fue comadrona, por lo que él supo desde niño que la vida se arranca de las entrañas con delicadeza y determinación. Y decidió hacer lo mismo con el conocimiento sirviéndose de la ma­yéutica, un método según el cual sus interlocutores indagaban en sí mismos hasta parir una idea, una metáfora todavía en uso, igual que decimos “¡menudo parto!” al culminar un trabajo arduo y laborioso.

“Para que nazcan las ideas se requiere una partera. Ese fue uno de los mayores descubrimientos jamás realizados”, señala Theodore Zeldin en su ya célebre y deliciosa Historia íntima de la humanidad (Plataforma Editorial), donde evoca al padre de la ética como un incansable interrogador que únicamente inventó la mitad de la conversación, ya que, sin respuestas, las preguntas no son más que apuntes para el diálogo. La conversación completa fue cosa de mujeres desde el Renacimiento, y en el XVIII, las salonnières eclosionaron: abrían sus casas para que hombres y mujeres inteligentes reaccionaran ante el efecto de la palabra cruzada, aunque según un misógino Voltaire eran “mujeres que en el ocaso de su belleza necesitaban hacer brillar el aura de su ingenio”. Los salones acabaron por ser aburridos porque la vanidad los pervirtió, pero hoy seguimos admirando aquella tradición de nuestros antepasados que se perdían en coloquios sin un fin concreto, un arte efímero cosido de percepciones, reflexiones, agudeza y humor.

España es un país donde se conversa poco y se discute mal, porque la perspectiva del otro incomoda y solivianta. Por ello, uno de los consejos más universales ha sido el de hacerse el tonto –máxime si una es rubia– a fin de no arriesgar alumbrando ideas para no levantar suspicacias ni envidias. Pasar inadvertidos, y hablar, como decía un escritor inglés, como el papel pintado. Así nos va: tras dos mil años de conversación continuamos silenciando lo que de verdad importa.

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23 de diciembre de 2021

Eli Solitas. Unsplash

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En la muerte de los otros

 

La perplejidad ante la muerte nos reseca las palabras, y solo se nos ocurren tópicos, aunque lo que sintamos no se parezca a nada. Los últimos estertores son acaso más angustiosos para quien, del lado de la vida, acompaña la respiración de un ser querido cuyo cerebro va apagándose hasta expulsar un último hilo de aire, suavísimo, igual que una mota de paz. El silencio es el único claro en el que podemos permanecer tras el im­pacto de la pérdida, además del llanto, porque quedamos devastados frente a lo absurdo de la existencia. “El hombre no sería él mismo un hombre sin la muerte, que es la que hace las grandes existencias, la que les brinda su fervor, ardor, su tono”, escribe Vladimir Jankélévitch en su clásico Pensar la muerte, donde rompe con la tradición manriquiana de entender la existencia como un río que ine­xorablemente nos lleva a morir, y por tanto no consideraba la vida humana como una línea entre dos extremos. Según el pensador, alumno de Henri Bergson, que se sirvió de clásicos y contemporáneos, de filosofía y ciencia, para reflexionar sobre la vida y la muerte, estas “no son nunca dadas juntas en una experiencia simultánea. En el nacimiento la nada está antes, mientras que en la muerte está después”.

La noticia de un fallecimiento es sin duda la más transcendental en la vida de un ser humano, no hay otra que le gane en peso. Bien lo sabe la familia cuando lo comunica al resto, el periodista cuando escribe el titular, el médico que certifica la defunción. Desde hace unos años he hecho mío aquel poema de Mario Benedetti: “Ya cuando nos casamos / los an­cianos estaban en los cincuenta / un lago era un océano / la muerte era la muerte / de los otros. / Ahora veteranos / ya le dimos al­cance a la verdad / el océano es por fin el océano / pero la muerte empieza a ser / la nuestra”.

Pienso en todos aquellos que ya no están. No volveremos a verlos, y su mudez se nos antoja al principio ridícula, después insoportable. “No existen los seres humanos fuertes”, decía el otro día Benjamín Prado, amigo de Almudena Grandes. Nos dejó helados su pérdida, huérfanos de la vehemencia con la que expresaba las cosas y proyectaba su ansia de escribir: “Es como una sed”, me confesó. En los dos últimos años se han acumulado las ausencias, y tal vez como muro ante el frío, tan solo recuerdo sus risas. Las de Luis Eduardo Aute, tan silenciosamente elegantes; las de Ivana Markovich, que se reía con todo el cuerpo y en eslavo; las de Enrique Campos, que se doblaba literalmente de risa al tiempo que aplaudía; las de Marta Garau, que vivía con la sonrisa puesta; las de José María Cámara, cuando me regalaba en El Qüenco de Pepa historias pillas de Julio Iglesias; las de Montserrat Franquesa, con quien aprendimos a reírnos como los mayores en el colegio de monjas; las de Sylvia Polakov, con su gracejo esnob y la cámara siempre al cuello.

Apenas pensamos en la muerte. Nuestras fantasías narcisistas se recrean en el funeral y en la pena de los que todavía nos quieren y nos aguantan, y poco más. Ahuyentamos la mera idea porque parece si no que invitemos a la parca a merodear a nuestro lado.

Joan Carles Trallero, en ¿Morirme yo? No, gracias (Libros de Vanguardia), afirma que pensar en ella “va ligado a pensar en nuestra vida, a conectar con aquello que de verdad nos sostiene”. Incluso cuando nuestra aflicción amenaza con abatirnos. En cambio, el miedo a la muerte responde a desperdiciar los días que nos quedan, sin escuchar su susurro interior: ¡rápido, tu vida!

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10 de diciembre de 2021
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El Boomeran(g)
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