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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La otra vida interior

Hay un momento en la vida de los deportistas en que confluyen dos aspectos cuya combinación resulta un tanto inquietante: una vez son padres, corren a posar en ropa interior. Se erigen en los mejores modelos de calzoncillos –¿se han fijado en el uso común del diminutivo?, quizás por ello acostumbremos a pronunciar la cursilada de braguitas como si bragas ,al igual que calzones, fuese una grosería– y se exhiben medio desnudos con autoridad y determinación. Desde el rey de la metrosexualidad, David Beckham, pasando por Cristiano, el hasta ahora pudoroso Iker Casillas, al que pronto veremos en bóxer mirando a un punto lejano para darle más misterio a la pose: los futbolistas estrella son por definición apolíticos y narcisistas. La marca para la que posa el portero del Oporto ha asegurado que Iker hablará pronto de sus preferencias en lencería: que si slip, algodón o licra, blanco, estampado, clásico o divertido. Nada de nimiedades, puede que incluso logre hacer pedagogía siguiendo aquella célebre frase de Dorothy Parker según la cual “la brevedad es el alma de la ropa interior”.
Estos días en el Victoria & Albert Museum hay largas colas para visitar la exposición Undressed: una breve historia de la ropa interior, que reflexiona sobre el uso de la lencería en Occidente desde el siglo XVIII hasta la actualidad. Es curioso que un tema tan cotidiano y aparentemente banal atraiga a tanto público en tiempos de desnudez a golpe de clic. En la muestra se abordan las razones más utilitarias al por qué los seres humanos cubrimos nuestras partes íntimas con pequeñas telas: del pudor a las rozaduras, la higiene o la metáfora de mantener los órganos sexuales reservados. Lo más curioso, no obstante, es que la muestra durará un año, hasta marzo del 2017, porque hoy en día forma parte de la cultura pop, no sólo como producto, sino también como sueño: me refiero al imaginario colectivo creado por los ángeles de Victoria’s Secret, a pesar de su raíz hortera y tira na, en los neor romanticismos afrancesado sola recuperación del corsé y sus anecdotarios. En 1778 la duquesa de Devonshire escribía a un amiga sobre ese invento diabólico y admitía una de las máximas de la moda: “El orgullo no siente dolor”.
Puntillas, transparencias, tamaños y colores informan acerca de nosotros y de la sociedad en la que vivimos. Hablan de lo que queremos ser: ya sea la pronunciada sexualización o el infantilismo de ciertas prendas. No hay nada más peligroso en la vida de una mujer que unos calzoncillos divertidos: cuando emergen con sus cazafantasmas, bobesponjas o minions, el erotismo se transforma en plastilina. Igual que puede ocurrirle a un hombre cuando ella se embute en un pijama afelpado de ositos. En ambos casos se niega lo que en verdad representa la ropa interior compartida: una conversación en voz baja sobre la vida íntima.
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9 de mayo de 2016
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Una mujer libre

Vivió en eterno combate –ella misma se autodenominó “castor de guerra”–, luchando por su felicidad y su libertad: “Lo único real es la vida, puesto que la muerte no se piensa”. Hace una semanas, se cumplieron 30 años de su desaparición, un 14 de abril de 1986, en la casa que habitara desde la muerte de Jean-Paul Sartre: el 11 bis de la calle Victor-Schoelcher de Montparnasse. Aquel año, España ingresaba en la Comunidad Económica Europea, los enfrentamientos raciales en la Sudáfrica del apartheid estaban a la orden del día y al presidente Reagan le iba a estallar el Irangate. La “hermana mayor” del feminismo tenía 82 años, y una neumonía se llevaba con ella a una de las pensadoras más sólidas y genuinas del siglo XX.
Simone de Beauvoir fue acusada de frialdad intelectual y de promiscuidad bisexual. De plegarse a las veleidades libertinas de su eterno amante, Jean-Paul Sartre, a pesar de su amor incondicional, libre y por encima de todo intelectual. Tuvo éxito en la vida, fue influyente, escribió una nueva biblia del feminismo, El segundo sexo, que continúa siendo el gran libro acerca de la emancipación de las mujeres. No obstante, se mostró severa, nada autocomplaciente y en su obra dominó una visión pesimista de las astucias femeninas. Quería que todas las mujeres fueran como ella, hasta el autoreproche final de haber sido demasiado crítica: “No he sido suficientemente sensible a los obstáculos con los que ellas tropezaban, he considerado globalmente a las mujeres incapaces de dar muestras de independencia”.
De Beauvoir tenía clarísimo que “el problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres”, y con los suyos supo resolverlo –y dar ejemplo–. Pero para ello es imprescindible tener claro que la mujer debe “no amar con su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse”. Ese día, escribe, “el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal”. De ahí su célebre (y magnífica) frase que afirma que “No se nace mujer: llega una a serlo”.
De Beauvoir y Sartre estrenaron el living apart together. Se trataban de usted y se amaron toda la vida. En Cartas al Castor, él se despide así: “La amo, la beso con toda la fuerza y ternura posible, pequeño gran encanto. Beso por todas partes su carita y sus mejillitas”. Uno de los puntos centrales de su “monta tanto, tanto monta” vitalintelectual-literario, un verdadero mito de nuestro tiempo, está en su radical igualdad. Se quisieron, pero los dos tuvieron relaciones paralelas, ambos escribieron, publicaron, vendieron miles de ejemplares de sus obras y se hicieron célebres; crearon opinión hablando de la lucha de clases o el colonialismo, y ninguno estuvo nunca por encima del otro, algo verdaderamente inusual, en la vida y las letras. Pero su pacto tuvo aristas. Ella sintió más de una vez celos de sus amantes, en especial cuando se enamoró de Dolores Vanetti en Nueva York. “Sufrir no es una debilidad, es el precio que hay que pagar por tener garantizada la libertad para uno mismo y el otro”.
A las mujeres nos sigue costando ganar premios importantes (de la talla del Goncourt, que ella recibió en 1954 por Los mandarines), crear opinión (vendió 20.000 ejemplares de El segundo sexo la semana en que llegó a las librerías francesas, y desde entonces lo han leído millones de personas), conseguir la deseada igualdad (que caracterizó su vida y por la que ella tanto luchó). Aunque quizá se equivocara al juzgar, como escribió, que la fuerza que nos construimos las mujeres debe servirnos de refugio.¿No sería mejor que fuese nuestra credencial para salir del refugio?
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7 de mayo de 2016
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Dentro del armario

A medida que cumplimos años, identificamos con mayor rapidez a quienes tienden a replegarse hacia dentro en lugar de mostrar sus plumas de colores. No son fóbicos sociales, aunque compartan características con ellos. Lo que les inhibe nada tiene que ver con el miedo irracional a mostrarse, a que sus tripas hagan ruido, a ser humillados públicamente. Aunque prefieran resguardarse en sus espacios seguros, tampoco encajan con los llamados hogareños, ya que una de las razones más apreciadas de su aislamiento es la soledad que habitan, celosos de su silencio. Vestir la soledad es acaso una de las asignaturas principales de los humanos. Porque el sentido de la independencia consiste también en saberse ocupar de uno mismo “en la salud y en la enfermedad”.
Pero en el gesto de refugiarse en un pequeño mundo domado por una colección de rutinas, o dimitir de la agenda social y dejarse ver poco, la parálisis se confunde con rebeldía y la pereza con misantropía. A veces boicoteamos nuestra propia agenda. Incluso con el ojo pintado, la llave del gas cerrada y el bolso a punto, y decidimos quedarnos en casa. No puede esperarnos nada mejor que nuestros pies descalzos en posición horizontal, nos decimos, en lugar de un jolgorio ajeno y ensordecedor. En los actos sociales siempre hay alguna silla vacía. Alguien que, en el último momento, decide evadirse del compromiso. A veces me pregunto por ese breve instante, el fogonazo neuronal por el cual abortan sus pasos, y en lugar de dirigirse hacia el evento, se van a la cama sin remordimientos.
En su última novela, Desde la sombra (Seix Barral), Juan José Millás instala a su protagonista dentro de un gran armario. Vive allí, asomado a la vida de una familia. Y a pesar de las incomodidades que supone esa morada, el hecho de abandonar el armario le produce angustia y claustrofobia, de tan despedazado que se siente del mundo real. Millás es un portentoso iluminador de sombras, las mismas que conducen a crearnos nuevas identidades. De entrada parece un asunto de enajenados o esquizofrénicos, pero en verdad afecta a los vértices de la pirámide, es decir, a los poderosos. Millás toca un asunto muy actual: estamos rodeados de personajes inventados que no son los que dicen ser. Desde los capitostes de Manos Limpias hasta la colección de hombres ejemplarmente encorbatados –y alguna mujer con bolsos de Vuitton–, que nunca dejaban su silla vacía en una cena. Pero en realidad no eran ellos, sino su sombra la que se movía en los salones, la misma que hubieran tenido que encerrar en un armario; replegarse en lugar de quererse comer el mundo con sus plumas de colores ,hasta convertirse en un peligro público. Esos sí son locos peligrosos.
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4 de mayo de 2016
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¿Son los tontos más felices?

Hay añoranzas que producen sonrojo, y aunque sea un decir ligero, escuchamos: “Los tontos son más felices”. Claro que los memos nunca emitirán tal sentencia, que sólo se puede afirmar desde la superioridad intelectual, la de esos listillos desdichados que se lamentan de su abultado cociente intelectual: ¿acaso es el causante de que se les aneguen los días y las noches en un mar de sinsentido? La idea de felicidad es incorruptible aunque perviva con cierta nostalgia: por un lado se considera el fin máximo al que puede aspirar una vida, pero por otro son pocos los que logran alcanzarla –al menos durante veinticuatro horas seguidas–. La linealidad del tiempo de los propósitos se rompe cuando dejamos atrás la adolescencia y ya no todo es posible. Desde el grito animoso de carpe diem, que los clásicos lograron colarnos como mandamiento existencial, los equilibrios entre ser un individuo pensante y autocrítico y la consecución de un estado de plenitud han flojeado en un mundo acuciado por la insatisfacción permanente.
Pensar menos, aflojar metas, ser más indulgentes con uno mismo, respirar hondo, dormir ocho horas... la bienintencionada autoayuda y la ideología del bienestar nos aleccionan a diario con recetas para alcanzar una vida más plena. “Pero si lo tienes todo”, escuchamos a nuestro alrededor cada vez que alguien sucumbe al vacío y es incapaz de encontrar buena razón para levantarse de la cama. Cuando las necesidades básicas están cubiertas, se goza de salud, se tienen cuatro amigos, alguna habilidad –al menos en aquello a lo que le dedicamos más horas–y se pueden tomar decisiones de forma independiente se obtiene, según la psicología positiva, un pasaporte para entrar en el reino feliz.
Según los estudios de Raj Raghunathan, profesor de la Universidad de Texas en la McCombs School of Business de Austin, una mayor educación o una mejor situación económica no sirven de mucho para predecir si alguien será o no feliz, más bien todo lo contrario: “Predicen unas mayores probabilidades de insatisfacción en la vida”. Raghunathan razona sobre la amargura que produce la competencia: muchos quieren ser el mejor, y creen que consiguiendo premios, reconocimientos o un aumento de sueldo se sentirán realizados, “pero pasados dos meses, tener más dinero ya no les basta”. Por ello argumenta que no hay que querer ser el número uno, sino sacarle el mejor partido a lo que uno sabe hacer. En verdad, la receta suena a consuelo para tontos. Nuestro mundo no es perfecto ni armonioso. André Comte-Sponville, padre del positivismo, consideraba que “la sabiduría es la máxima felicidad dentro de la máxima lucidez”. La inteligencia, la capacidad crítica y la lucidez no son grilletes de una cadena que nos ata a la infelicidad, sino las redes necesarias para atrapar, como mariposas, los instantes dichosos que pasan de largo.
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2 de mayo de 2016
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La fama, ese mal fardo

Muere un hombre en el ascensor de su casa, es Prince. A la noticia le suceden las reacciones populares más conmocionadas. Se siente el impacto de perder a una criatura tocada por el genio, capaz de levantar a millones de almas y contagiarlas con su ritmo hasta conectarlas por unos instantes con la parte de su yo que más aprecian, la más instintiva, la que sacan pocas veces. Existe una mezcla de lejanía y a la vez proximidad en las muertes de las estrellas musicales, pues en verdad han penetrado en una especie de intimidad universal constituida por una colección de instantes en los cuales lograron que mudara nuestro ánimo o nos hicieron tan buena compañía en la medianoche. Prince lo tenía todo, o mejor dicho, pudo haberlo tenido todo incluso después de haber perdido pie y de vivir la herencia de una fama exaltada cuando treinta años atrás anudó por igual las tripas de megalómanos y analfabetos musicales con su Purple rain. Era un músico colosal, y sus conciertos rompían el tiempo cronológico: puro mito vivo. Pero le sobraba un fardo pesado: la fama. No existe peor veneno que el de haber alcanzado una cima, caer de lado, y aun y así enderezarse como si todo fuera bien. Jugó con su identidad para fastidiar a las compañías discográficas; fue rebelde y respondón, provocador, histriónico y lascivo. Era previsible sospechar que detrás de su leyenda pesarían toneladas de soledad, y una se lo imagina atravesando las estancias de una vivienda de 25.000 metros cuadrados en la que, en los buenos tiempos, llegaron a trabajar cien personas. A las estrellas caídas siempre las acaba encontrando muertas alguien del servicio, así ocurrió con Michael Jackson o Amy Winehouse, por citar dos casos recientes. Qué estropicio el haber alcanzado la gloria y tener que arrastrarla el resto de la vida junto a la incomodidad de sentirse juzgado o esquinado. La fama nos atrae, nos sustrae, nos obsesiona incluso, pero pocas veces se ha enfocado el problema con perspectiva: desde fuera se percibe como un poderosísimo imán, pero desde dentro a menudo es una jaula dorada. Edgar Morin explicaba en su clásico ensayo sobre el estrellato la relación bidireccional entre este y su público: ?La estrella es diosa. El público la convierte en tal. Pero el star system la prepara, la adereza, la forma, la fabrica. La estrella responde a una necesidad afectiva o mítica que no es creada por el star system. Pero sin el star system, esta necesidad no encontrará sus formas, sus apoyos, sus afrodisiacos?. Así, las celebridades llegan a tener un côté sagrado, y su muerte trágica ?como la de Prince? renueva uno de los ritos mágicos más arcaicos y universales: el sacrificio, el saldo negativo de una vida glorificada. (La Vanguardia)

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27 de abril de 2016
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Realismo sucio

La imagen es tan reconocible que apabulla: la ropa se amontona encima del sanitario, los frascos medio vacíos en la soledad de la estantería de cristal, junto a la brocha de afeitar, el jabón sobre el mármol, las baldosas amarillentas. El lienzo parece incluso desprender un aroma a agua de lavanda. Los objetos penetran con tal nitidez y literalidad en la retina que el público que estos días acude a Realistas de Madrid en el Museo Thyssen se acerca y aleja de los cuadros asombrándose de que aquello esté pintado y no sea real. Porque los aseos desconchados de Antonio López, los largos pasillos y el pescado a medio limpiar en las cocinas pintados por Isabel Quintanilla o las persianas echadas de Amalia Avia representan el trazo de la existencia de la clase media española, aquella que durante tantos años creyó en el principio de la retribución: si lo hago bien, seré recompensado; si invierto cuatro chavos en bonos, tendré un montoncito para los estudios de los hijos. El sistema reventó, nunca había habido parados tan cultos y bien formados. Y el futuro se fue escaqueando. En España se denomina clase media a todos aquellos hogares que, superando el umbral de riesgo de exclusión social ?fijado en 14.700 euros anuales?, tienen una renta inferior a 60.000 euros. Una gran parte de los ciudadanos con trabajo no alcanzan dicha cantidad ni juntando dos salarios. Su desesperación roza tal extremo que sólo desean que pasen los días para llegar a fin de mes y poder respirar al menos un domingo. Desde el 2013, la Reserva Federal norteamericana lleva a cabo una macroencuesta para ?monitorizar los estatus económico y financiero de los consumidores? del país, y en su última edición arroja un dato punzante: preguntados acerca de cómo financiarían un gasto imprevisto de 400 dólares, el 47% respondió que, para hacerlo, debería vender o empeñar alguno de sus objetos de valor. En España, las familias que no pueden afrontar gastos imprevistos son el 41% según datos del INE. Si durante las décadas de los cincuenta y sesenta el desarrollo económico democratizó la prosperidad ?con sus deseos y sueños al alcance de la mano?, los años diez de este nuevo siglo han globalizado la inseguridad económica. Al otro lado del gran charco una gran parte de las familias no se sienta a comer juntos ni un día a la semana. La precariedad pervierte las rutinas. De norte a sur, de este a oeste, decrece aquella clase con la que tan legítimamente se ha identificado la mayoría, como la piel de zapa mágica de la novela de Balzac, sólo que en este caso no es su empequeñecimiento el que resta energía vital a sus miembros, más bien al revés: son sus miembros quienes, a fuerza de hacer funambulismo, han acabado reducidos a la mínima expresión, ya sea en la Pennsylvania de los Wyeth o el Madrid de Antonio López, tantos paisajes domésticos donde sólo se come pescado una vez al mes. (La Vanguardia)

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25 de abril de 2016
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Excéntrica acidez

Por qué Dorothy Parker sigue fascinando a los jóvenes casi cincuenta años después de su muerte? Algunas de sus frases se encuentran en cualquier anaquel de citas célebres: ácidas y perversas, cargadas de autoparodia, tratando de abrir las cortinas políticamente incorrectas del amor, los hombres, la bebida o la política. Parker es un clásico en Twitter y Tumblr y sus cápsulas literarias son viralizadas por la generación post-Nocilla y el feminismo adolescente. ?Tres son las cosas que nunca tendré: envidia, profundidad y suficiente champán?. Su rebeldía autodestructiva no tenía límite: ?Me gusta tomarme un Martini. Dos como mucho. Después del tercero estoy debajo de la mesa. Después del cuarto estoy debajo del anfitrión?. Tampoco llegó a enderezar su desastrosa relación con el dinero, que tanto despreciaba pues vivía rodeada de cheques sin cobrar pese a acumular facturas impagadas: ?Las dos palabras más importantes del inglés son cheque adjunto?. Cuentista, dramaturga, crítica teatral, humorista, guionista y poeta, su biógrafo John Keats llegó a compararla con Hemingway. Y cuentan que tan obsesionada estuvo con la aprobación del autor de Por quién doblan las campanas que, en el lecho de muerte, hizo prometerle a su amiga Lillian Hellman que Hemingway apreciaba su obra y a ella misma. Ambos comparten la maestría en el terreno del relato corto. Edmund Wilson, crítico y albacea literario de Francis Scott Fitzgerald, resumió así su aportación a las letras: ?Cuando compras un Dorothy Parker tienes de verdad un libro. No es Emily Brönte o Jane Austen, pero se ha tomado el trabajo de escribir bien y ha puesto una voz en lo que ha escrito, unos momentos de experiencia que nadie más ha transmitido?. En 1915, con veintidós años, entró en Vogue ?cobrando diez dólares a la semana?, pero su ambición era tan grande como su desparpajo y pronto cambiaría de redacción a Vanity Fair. Temida y odiada ?y finalmente despedida? por sus críticas, se convirtió en una columnista fuera de serie y en una brillante tertuliana. Ella misma fue consciente de que su poesía ligera, o flapper ?en referencia a las chispeantes y despreocupadas mujeres de su época? no la haría pasar a la posteridad literaria. Durante toda su vida persiguió una gran novela que no fue capaz de escribir. Y tampoco salvaba su trabajo en Hollywood, donde, en cambio, escribió guiones memorables como la primera versión de Ha nacido una estrella o los diálogos del de La loba: (¿quién no recuerda el vestido rojo de Bette Davis en la cinta, a pesar de ser rodada en blanco y negro?). Pero su belleza y descaro, su lengua viperina y su gusto por la ropa, los perfumes y sombreros caros, sus años en una suite del hotel Volney y su debilidad por la autodestrucción la convirtieron en un personaje que estuvo por encima de su obra. Y es que el verdadero tamaño de Parker se mide por la cantidad de anécdotas y citas memorables que dejó y no por el lugar que le corresponde en el Olimpo de las letras. Y eso que su excéntrica elegancia y su ingenio ácido siguen dando cuerpo a volúmenes inéditos, como la compilación de sus críticas teatrales Complete Broadway, 1918-1923, que vio la luz el pasado año. Dorothy Parker tenía una oreja acomodada a la conversación banal, de la que extraía oro literario. Según algunos expertos en su obra, buena parte de la amargura que impregnó su vida tiene que ver con su preclaro juicio: la plena conciencia de que la Dorothy Parker personaje eclipsó a la Dorothy Parker escritora. (La Vanguardia)

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23 de abril de 2016
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Vida de hotel

Uno de mis reportajes soñados consiste en visitar habitaciones de hotel recién abandonadas por sus huéspedes. No es fácil que te lo permitan. Las cadenas hoteleras aluden a sus políticas de privacidad: prefieren que no husmees en sus tripas a fin de evitar que desveles secretos, digamos ?profesionales? o que entorpezcas el trabajo de sus empleados. He logrado, como mucho, atisbar con disimulo tras alguna puerta entreabierta, cuando las camareras dejan el carrito en el pasillo como un artefacto perfecto que contiene todo lo necesario para borrar la huella de sus ocupantes. Acaso será la sensación de provisionalidad o de ?tiempo muerto? la que empuja a tanta gente a llenar la bañera en los hoteles y a contemplarse desnuda en sus espejos de cuerpo entero como casi nunca hace en casa. ¿Por qué muchos dejan las toallas usadas en el suelo y las puertas de los armarios abiertas? ¿O por qué buscan desesperadamente, antes de dormir, el chocolate en la mesilla de noche, o en su defecto el socorrido Kit Kat, que no suele faltar en el minibar? El resumen de su paso por una estancia de la que se sienten legítimos inquilinos durante unas horas se cartografía en unos movimientos apenas visibles pero muy elocuentes acerca del comportamiento humano cuando se exilia de su intimidad. El gran Gaston Bachelard aseguraba que sin su casa ?el hombre sería un ser disperso. Lo sostiene a través de las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida?. La habitación de hotel multiplica ese efecto, pues ofrece una promesa de seguridad y de vida subrogada, aunque sea efímera. Basta un cartel en la puerta ?ese ?No molestar? que significa tantas cosas? para sentirse a salvo. No obstante, cuando cae la tarde y el cuarto queda en penumbra, la soledad se llena de sombras. Enciendes la luz de la mesilla, pero la estancia cobra un aire irreal y desenfocado. Hace unos días se viralizaba una nota que un cliente dejó en la cama: ?Si encuentras esto, significa que no han cambiado las sábanas?. Como huésped frecuente, a menudo me he encontrado algunos intrusos: unos mocasines bajo la cama, unas lentillas en la caja fuerte o un jarabe en el minibar. El descubrimiento te paraliza: sientes que son objetos ilegítimos que invaden tu sensación inmaculada de ser la única dueña ?provisional? de aquel espacio. Pero el factor humano te hace evocar todo aquello que olvidaste y nunca reclamaste en una habitación de hotel, y te preguntas quién llevará tu perfume o saldrá a la calle con tus gafas de sol, qué parte de ti abandonaste descuidadamente en la habitación de un hotel donde mezclaste intimidad con melancolía, libertad con temor, cama grande con sexo, carta de almohadas con dolor de cuello. (La Vanguardia)

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20 de abril de 2016
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Amor a la francesa

Los romances públicos producen una mezcla de fascinación y escepticismo porque el discurso amoroso continúa padeciendo una extrema soledad, como anticipaba Roland Barthes cuando quiso diseccionar el lenguaje de los amantes. ?Es un discurso tal vez hablado por miles de personas (¿quién lo sabe?) pero al que nadie sostiene; está completamente abandonado por los lenguajes circundantes o ignorado, o despreciado o escarnecido por ellos?, afirmaba sus Fragmentos de un discurso amoroso . De ahí, por ejemplo, ese regodeo mundano que se ha posado en la pareja de Vargas Llosa e Isabel Preysler, porque más allá de la recreación en sus miradas devotas, o de ese cuidado que extreman al encajar sus manos, no esconden su declaración permanente de amor sino todo lo contrario: asientan la voluntad de apurar cada instante el uno junto al otro. Siempre que no pertenezcan a la farándula, los amados acostumbran a replegarse ante el imperativo de la discreción: no suelen hacer proselitismo de su relación atendiendo al decoro social, que se rompe sólo en excepciones, como el beso esperado de los recién casados que el público jalea maliciosamente intuyendo la pasión, que aguarda su hora. Por ello la exhibición de las parejas triunfantes, aún en línea ascendente, produce un sentimiento de fervor en la plaza. Así ha ocurrido en Francia con la pareja formada por Enmanuel Macron ?ministro de Finanzas de 38 años, exbanquero de Rothschild como Georges Pompidou, hiperactivo y ahora activista? y Brigitte Trogneux, veinte años mayor, profesora de Arte Dramático y cómplice de una historia de amor clandestina y exaltada. Él tenía 16 años cuando cayó a sus pies. Ella hubiera podido ir a la cárcel. Cuando Macron, ya financiero boyante, cumplió los 29 se casaron. Hoy pasean su amor por las calles de París igual que dos muchachos. El ministro francés, que ahora encabeza un colectivo ciudadano que cristaliza las ?ganas de cambio en la gente? ?y que en un ataque de egolatría lleva sus propias iniciales EM: En marche?, se postula como rival de Manuel Valls. Su pasión le ha sumado puntos: ?A estas alturas, toda Francia está al corriente de esta historia de amor que tanto fascina al electorado femenino?, publicaba el diario Le Monde. Madame Macron acompaña a su marido a las reuniones y mora en su despacho, sin sueldo: ?No soy parte de la decoración. Bueno es frotar y limar nuestro cerebro con otro, y aquí nos los frotamos y limamos mucho?, afirmaba en un documental, parafraseando a Montaigne. Según leía hace unos días en La Vanguardia, el ministro dice que Brigitte crea ?un ambiente relajado a su lado y trabaja feliz?. La nueva estrella de la política francesa y su mujer han decidido vivir su amor haciendo gala de un idealismo sentimental que pretende traspasar una frontera virgen entre los de su casta: que la vida pública no devore a la vida privada. Toda una heroicidad. (La Vanguardia)

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18 de abril de 2016
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Encanto y rebeldía

Confiaba en el futuro, incluso cuando ya estaba muy enferma. Siempre terminaba sus correos asegurándome que algún día encontraríamos el tiempo para tomar un té y unas pastitas, o un granizado de limón. Nunca pensé que aquel iba a ser su último mail, datado el 2 de marzo de 2015: ?Qué gusto leerte, ya ves que cada vez más gente quiere saber cosas de moda. Todo lo que me llegue te lo pasaré ya que yo estoy muy inactiva y sólo me dedico a ayudar a estudiantes y leer lo que me apetece. (Bueno, preparo otro libro de moda con calma chicha). Estoy fastidiada de salud así que estoy por casa descansando todo lo que puedo. Ganas de verte, todas. Pero no te preocupes lo más mínimo y atiende bien tus trabajos, algún día hablaremos. Te convoco ya a la presentación de mi primera novela el 25 de marzo en la Bernat (19 horas), Clave K, un thriller político (e irónico). Seguro que lo pasas bien. Es un texto escrito en los noventa y que, por motivos políticos, fue ninguneado por las editoriales. Ya te explicaré si te interesa. El asunto me divierte bastante?. Margarita Rivière (Barcelona, 1944-2016) murió cuatro días después de la presentación de su desternillante novela. Fue su último logro, y a la vez una demostración de que la justicia poética existe. Nunca se abandonó, de la misma forma que nunca se dio importancia a pesar de haber roto techos con ambición, rigor y esa media distancia que siempre le ponía entre lo importante y lo trivial. Fue una de las primeras periodistas que alteró el orden de las noticias durante la transición. ?Las mujeres ganaremos en el mundo del periodismo cuando consigamos cambiar el orden de prioridad de las noticias?, afirmaba en una entrevista que ahora recupera la exposición Margarita Rivière: obrint portes, organizada por el Col·legi de Periodistes de Catalunya, en la que se reivindica su figura poliédrica, la de quien supo hincarle el diente a la política, escarbar bajo la piel de la moda, comparar la fama a un santoral laico, y no perder nunca el espíritu crítico y al mismo tiempo hedonista. Contaba una anécdota de su época de jefa de sección del Diari de Barcelona, que le costó años digerir: ?Tristán de la Rosa le presentó todo el equipo al director Josep Pernau e iba diciendo: Enric Sopena, una estupenda pluma, y así uno tras otro hasta que me tocó el turno y dijo: Margarita Rivière, de buena familia?. Mujer de risa gruesa, pelo corto, jerséis de punto y zapato plano, Margot no entendía de poses ni artificios. ?Era como un mar, una persona con la que navegarías?, la definió Josep Martí i Font en el acto de homenaje del Col·legi de Periodistes. Según Xavier VidalFolch: ?Tenía calidad de mando, sin miedo a la competencia?. ?Su mirada era transparente?, afirmó Margarita Sáenz-Díez, primera compañera de redacciones junto con la que andaba kilómetros para alcanzar el inhóspito baño de mujeres de la redacción. Con su amigo Santiago Dexeus escribió varios libros divulgativos, entre ellos La aventura de envejecer: ?Fue un desastre, nadie quería ser aventurero ni mucho menos envejecer. Ella propuso cambiarlo por Vivir la madurez con optimismo. Y se vendió la tirada completa?, contó Dexeus. Su obra bebe de la amplia tradición europea que interpreta el aire de los tiempos desde la semiótica, la historia y la filosofía. Amaba con la misma pasión a Mozart y Rossini que a Coco Chanel. Margarita Rivière es el mejor ejemplo de intelectual afrancesada, rigurosa, desprejuiciada y rebelde aunque nunca descreída sino comprometida con su tiempo y su género sin integrismos ni ñoñerías. Ambicionó, luchó y vivió intensamente. (La Vanguardia)

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16 de abril de 2016
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