

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine.







Muere un hombre en el ascensor de su casa, es Prince. A la noticia le suceden las reacciones populares más conmocionadas. Se siente el impacto de perder a una criatura tocada por el genio, capaz de levantar a millones de almas y contagiarlas con su ritmo hasta conectarlas por unos instantes con la parte de su yo que más aprecian, la más instintiva, la que sacan pocas veces. Existe una mezcla de lejanía y a la vez proximidad en las muertes de las estrellas musicales, pues en verdad han penetrado en una especie de intimidad universal constituida por una colección de instantes en los cuales lograron que mudara nuestro ánimo o nos hicieron tan buena compañía en la medianoche. Prince lo tenía todo, o mejor dicho, pudo haberlo tenido todo incluso después de haber perdido pie y de vivir la herencia de una fama exaltada cuando treinta años atrás anudó por igual las tripas de megalómanos y analfabetos musicales con su Purple rain. Era un músico colosal, y sus conciertos rompían el tiempo cronológico: puro mito vivo. Pero le sobraba un fardo pesado: la fama. No existe peor veneno que el de haber alcanzado una cima, caer de lado, y aun y así enderezarse como si todo fuera bien. Jugó con su identidad para fastidiar a las compañías discográficas; fue rebelde y respondón, provocador, histriónico y lascivo. Era previsible sospechar que detrás de su leyenda pesarían toneladas de soledad, y una se lo imagina atravesando las estancias de una vivienda de 25.000 metros cuadrados en la que, en los buenos tiempos, llegaron a trabajar cien personas. A las estrellas caídas siempre las acaba encontrando muertas alguien del servicio, así ocurrió con Michael Jackson o Amy Winehouse, por citar dos casos recientes. Qué estropicio el haber alcanzado la gloria y tener que arrastrarla el resto de la vida junto a la incomodidad de sentirse juzgado o esquinado. La fama nos atrae, nos sustrae, nos obsesiona incluso, pero pocas veces se ha enfocado el problema con perspectiva: desde fuera se percibe como un poderosísimo imán, pero desde dentro a menudo es una jaula dorada. Edgar Morin explicaba en su clásico ensayo sobre el estrellato la relación bidireccional entre este y su público: ?La estrella es diosa. El público la convierte en tal. Pero el star system la prepara, la adereza, la forma, la fabrica. La estrella responde a una necesidad afectiva o mítica que no es creada por el star system. Pero sin el star system, esta necesidad no encontrará sus formas, sus apoyos, sus afrodisiacos?. Así, las celebridades llegan a tener un côté sagrado, y su muerte trágica ?como la de Prince? renueva uno de los ritos mágicos más arcaicos y universales: el sacrificio, el saldo negativo de una vida glorificada. (La Vanguardia)

La imagen es tan reconocible que apabulla: la ropa se amontona encima del sanitario, los frascos medio vacíos en la soledad de la estantería de cristal, junto a la brocha de afeitar, el jabón sobre el mármol, las baldosas amarillentas. El lienzo parece incluso desprender un aroma a agua de lavanda. Los objetos penetran con tal nitidez y literalidad en la retina que el público que estos días acude a Realistas de Madrid en el Museo Thyssen se acerca y aleja de los cuadros asombrándose de que aquello esté pintado y no sea real. Porque los aseos desconchados de Antonio López, los largos pasillos y el pescado a medio limpiar en las cocinas pintados por Isabel Quintanilla o las persianas echadas de Amalia Avia representan el trazo de la existencia de la clase media española, aquella que durante tantos años creyó en el principio de la retribución: si lo hago bien, seré recompensado; si invierto cuatro chavos en bonos, tendré un montoncito para los estudios de los hijos. El sistema reventó, nunca había habido parados tan cultos y bien formados. Y el futuro se fue escaqueando. En España se denomina clase media a todos aquellos hogares que, superando el umbral de riesgo de exclusión social ?fijado en 14.700 euros anuales?, tienen una renta inferior a 60.000 euros. Una gran parte de los ciudadanos con trabajo no alcanzan dicha cantidad ni juntando dos salarios. Su desesperación roza tal extremo que sólo desean que pasen los días para llegar a fin de mes y poder respirar al menos un domingo. Desde el 2013, la Reserva Federal norteamericana lleva a cabo una macroencuesta para ?monitorizar los estatus económico y financiero de los consumidores? del país, y en su última edición arroja un dato punzante: preguntados acerca de cómo financiarían un gasto imprevisto de 400 dólares, el 47% respondió que, para hacerlo, debería vender o empeñar alguno de sus objetos de valor. En España, las familias que no pueden afrontar gastos imprevistos son el 41% según datos del INE. Si durante las décadas de los cincuenta y sesenta el desarrollo económico democratizó la prosperidad ?con sus deseos y sueños al alcance de la mano?, los años diez de este nuevo siglo han globalizado la inseguridad económica. Al otro lado del gran charco una gran parte de las familias no se sienta a comer juntos ni un día a la semana. La precariedad pervierte las rutinas. De norte a sur, de este a oeste, decrece aquella clase con la que tan legítimamente se ha identificado la mayoría, como la piel de zapa mágica de la novela de Balzac, sólo que en este caso no es su empequeñecimiento el que resta energía vital a sus miembros, más bien al revés: son sus miembros quienes, a fuerza de hacer funambulismo, han acabado reducidos a la mínima expresión, ya sea en la Pennsylvania de los Wyeth o el Madrid de Antonio López, tantos paisajes domésticos donde sólo se come pescado una vez al mes. (La Vanguardia)

Por qué Dorothy Parker sigue fascinando a los jóvenes casi cincuenta años después de su muerte? Algunas de sus frases se encuentran en cualquier anaquel de citas célebres: ácidas y perversas, cargadas de autoparodia, tratando de abrir las cortinas políticamente incorrectas del amor, los hombres, la bebida o la política. Parker es un clásico en Twitter y Tumblr y sus cápsulas literarias son viralizadas por la generación post-Nocilla y el feminismo adolescente. ?Tres son las cosas que nunca tendré: envidia, profundidad y suficiente champán?. Su rebeldía autodestructiva no tenía límite: ?Me gusta tomarme un Martini. Dos como mucho. Después del tercero estoy debajo de la mesa. Después del cuarto estoy debajo del anfitrión?. Tampoco llegó a enderezar su desastrosa relación con el dinero, que tanto despreciaba pues vivía rodeada de cheques sin cobrar pese a acumular facturas impagadas: ?Las dos palabras más importantes del inglés son cheque adjunto?. Cuentista, dramaturga, crítica teatral, humorista, guionista y poeta, su biógrafo John Keats llegó a compararla con Hemingway. Y cuentan que tan obsesionada estuvo con la aprobación del autor de Por quién doblan las campanas que, en el lecho de muerte, hizo prometerle a su amiga Lillian Hellman que Hemingway apreciaba su obra y a ella misma. Ambos comparten la maestría en el terreno del relato corto. Edmund Wilson, crítico y albacea literario de Francis Scott Fitzgerald, resumió así su aportación a las letras: ?Cuando compras un Dorothy Parker tienes de verdad un libro. No es Emily Brönte o Jane Austen, pero se ha tomado el trabajo de escribir bien y ha puesto una voz en lo que ha escrito, unos momentos de experiencia que nadie más ha transmitido?. En 1915, con veintidós años, entró en Vogue ?cobrando diez dólares a la semana?, pero su ambición era tan grande como su desparpajo y pronto cambiaría de redacción a Vanity Fair. Temida y odiada ?y finalmente despedida? por sus críticas, se convirtió en una columnista fuera de serie y en una brillante tertuliana. Ella misma fue consciente de que su poesía ligera, o flapper ?en referencia a las chispeantes y despreocupadas mujeres de su época? no la haría pasar a la posteridad literaria. Durante toda su vida persiguió una gran novela que no fue capaz de escribir. Y tampoco salvaba su trabajo en Hollywood, donde, en cambio, escribió guiones memorables como la primera versión de Ha nacido una estrella o los diálogos del de La loba: (¿quién no recuerda el vestido rojo de Bette Davis en la cinta, a pesar de ser rodada en blanco y negro?). Pero su belleza y descaro, su lengua viperina y su gusto por la ropa, los perfumes y sombreros caros, sus años en una suite del hotel Volney y su debilidad por la autodestrucción la convirtieron en un personaje que estuvo por encima de su obra. Y es que el verdadero tamaño de Parker se mide por la cantidad de anécdotas y citas memorables que dejó y no por el lugar que le corresponde en el Olimpo de las letras. Y eso que su excéntrica elegancia y su ingenio ácido siguen dando cuerpo a volúmenes inéditos, como la compilación de sus críticas teatrales Complete Broadway, 1918-1923, que vio la luz el pasado año. Dorothy Parker tenía una oreja acomodada a la conversación banal, de la que extraía oro literario. Según algunos expertos en su obra, buena parte de la amargura que impregnó su vida tiene que ver con su preclaro juicio: la plena conciencia de que la Dorothy Parker personaje eclipsó a la Dorothy Parker escritora. (La Vanguardia)
