Deslumbrante y adictiva
Por qué nos gusta tanto Lucia Berlin, esa revelación literaria con tintes de malditismo y sentimiento de epifanía, una escritora desconocida que murió el día de su cumpleaños –hace doce años– y ahora se ha convertido en un fenómeno literario en todo el mundo? Su libro de relatos Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara) bate récords de ventas mientras la crítica la encumbra, comparándola con la media distancia de Richard Yates o el realismo sucio de Carver y sus frigoríficos ruidosos. En los relatos de Berlin hay lavadoras que gotean y hombres que se quedan en el coche bebiendo, descamisados. Aunque en sus cuentos persiste un poso de alegría, también desborda exuberancia, belleza insólita e ironía.
En sus textos, que absorben su ir y venir vital, hay tequila, canoas, hamacas, viviendas heladas en edificios de oficinas en los que vive, donde apagan la calefacción de noche y los niños tienen que dormir con el mono de esquí. Ni un desdichado lamento. Un ritmo vertiginoso matiza el dolor y el vacío. Berlin engancha desde que una observa su foto de joven: ojos azules, pelo corto y crepado, mirada curiosa y soñadora, pose elegante. La imaginas en su juventud se mi aristocrática en Chile o en sus deambulares por El Paso, en sus múltiples oficios, en sus delirium tremens ,ensu muerte en un garaje que le prestó uno de sus hijos. Ella, mujer de frontera, siempre se situó en los márgenes. Tuvo un público fiel y recibió algún buen premio, pero fue una escritora secreta, de minorías. Lydia Davis, cuentista y una de sus máximas valedoras, asegura en el prólogo: “Siempre he tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano suben como la nata montada y acaban por cosechar el reconocimiento que se les debe”. Con Berlin por fin ha sucedido.
Los escenarios de sus historias, hospitales de urgencias, centros para alcohólicos, Cadillacs, viviendas de clase media, aulas, coinciden con los de su vida apabullante, “llena de color, aflicciones y heroísmo”, según su amigo Stephen Emerson. Tuvo una vida azarosa y tres maridos: un escultor, padre de sus dos primeros hijos, que la abandonó, y dos músicos de jazz, el último, Buddy Berlin, adicto a las drogas, padre de sus otros dos pequeños. Todos salen en sus cuentos. La familia es un país en sí mismo.
“Era una alcohólica empedernida, crónica. Pasaron más de diez años antes de que ni soñara que tenía un problema. He pasado por situaciones, he intentado entenderlas, hacerlas divertidas, extraer alguna verdad, miro de cerca allí donde estuve”, explica en un vídeo donde lee en voz alta sus relatos.
Mantuvo sola a sus cuatro hijos, fue profesora de secundaria, telefonista, auxiliar de enfermería y mujer de la limpieza. Berlin es una observadora audaz capaz de ver bajo la tapicería del sofá o en el hueco del asiento de autobús donde abandona las cosas que le regalan las señoras. “Siempre suben la voz un par de octavas cuando les hablan a las mujeres de la limpieza o a los gatos”, escribe.
En sus historias pasan cosas. Cambia de ritmo como quien cambia el paso en un baile, sorprendiendo a su acompañante. Es implacable y a la vez sabia. Expresa sentimientos extraños pero certeros: “¿Qué es el matrimonio, a fin de cuentas? Nunca lo he sabido muy bien. Y ahora es la muerte lo que no entiendo”. “Me encantan las casas, todas las cosas que me cuentan, así que esa es una razón de que no me importe trabajar como mujer de la limpieza. Se parece mucho a leer un libro”. Berlin es una mina. Un prodigio: pensamiento rápido, directo a la médula del hueso, capaz de demostrar la complejidad humana con palabras sencillas, imágenes insólitas y un exquisito sentido de la compasión y el precipicio.