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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Poeta de frontera

Por correo electrónico Manuel Vilas me advierte: “soy un escritor itinerante: tengo tres sitios donde escribo: Madrid (Pozuelo), Zaragoza y Iowa City. Tendría que elegir uno: Madrid, creo”.  Todo un detalle. Con las maletas preparadas, nos recibe en una urbanización junto a su pareja, la también escritora Ana Merino. En la entrada hay una estantería con libros publicados por ambos.

 

Manuel  Vilas (Barbastro, Huesca, 1962) es un narrador y poeta de la realidad, del amor, de España, de los coches, de las ciudades extranjeras, del asombro que produce la vida.  Algunos de sus poemas se titulan  así: 7 Gintonics, McDonald´s, Madza 6, El crematorio, Los cobardes, Cambrils, El sol, Yo soy el amor, España, una poeta inglesa te odió, Think is over, Orange o Acapulco.  Huele a perfume intencionadamente varonil. Le pregunto cual utiliza: “la Kenzo”, responde. Los perfumes le seducen desde que husmeaba en el tocador de su madre: “los aromas me abren una puerta de conocimiento, un olor dormido abre  la memoria”. El pasado mes de marzo se publicó su “Poesía Completa (1980-2105)” (Visor). Puede leerse como un retrato íntimo y a la vez de la España de los últimos treinta años. Contiene tanta energía como amor y devastación. Dispara con las cenizas de Walt Whitman: “es el padre de todos, de Elliot, de Auden, de Lou Red, de los Sex Pistols… es la exaltación caótica de todo”. Sus versos reúnen tanto rock como vermús de provincias. Poesía autobiográfica que actúa de azote, abrazo y carcajada solitaria, capaz producir en el lector un reconocimiento de los pliegues cotidianos.“A los 13 años, cuando me di cuenta de que no tenía ningún talento musical, me puse a escribir: lo típico, poemas de amor”. Ganaba premios literarios, hasta que en 1980 le dieron el Premio Zaragoza. Revuelve recuerdos: “no consigo conectar mi pasado con mi presente. Tengo la sensación de haber vivido varias vidas, y eso hace que no consiga recordar. Me lo tendré que inventar. Cualquier cosa, antes que no tener pasado”.

 

Escribe bien casi en todas partes. No le afectan el paisaje ni el clima. Detesta el portátil aunque vive con él. Archiva. Quema impresoras: “un texto en pantalla no es nada”. Escribe cada día, si no se siente desdichado. Siempre con música. Es su mayor analgésico: “por mal día que haya tenido, llego a casa, pongo a Lou Red y ya está”. Nunca lleva chandal: “detesto la estética pequeño-burguesa. Pinta bien pero siempre acaba mal”. Acaso es de lo que se siente más orgulloso: “toda mi literatura ha sido un intento de salir de lo pequeño burgués; es una gran invención occidental, tentadora pero cobarde. Niega esas grandes pasiones de la vida,  casa mal con la literatura”. Sus horas más fértiles para escribir son de 11 a 13. A veces de noche. O todo el día. 

 

A ratos ataca la nevera; pulsiones. Antes bebía: “una botella diaria ginebra, hasta que me caía. Tuve un par de ingresos. Cuando Fernando Marías leyó “Gran Vilas” me dijo: ‘este es el libro de un alcohólico’, y me hizo caer en la situación. Pronto voy a cumplir dos años sin beber”. Lo dejó solo. Vilas, que “bebía por dolor”, ahora escribe sobre ello, y asegura no haber renunciado a la ebriedad como ejercicio mental. Hablamos del ritmo de sus versos: “es una relación erótica con el español, un

ensimismamiento con las vocales y consonantes. Es como tocarlas”.Toma el sol, consciente de que es poco de escritor. Cita a Cernuda, o a Gil de Biedma, poetas afines. Asegura que el primer sorprendido de lo que escribe es él mismo, y se considera un enigma para sí mismo: “cuando escribí el poema de mi madre, la elegía a la muerte de mi madre, me di cuenta que había llegado hasta a un límite del conocimiento del amor, de la vida con un ser humano. Al llegar a fronteras vitales que nunca antes había pisado me siento bien”. Le asombran la vida y su exaltación. Tanto del bien como del mal. Le fascina el lujo: “me produce una felicidad inmediata, me inspira, es amor. Es como si dios me estuviera hablando. Que me venga a buscar un Mercedes 600 con conductor es una conquista de la maestría y la inteligencia humanas, y todo eso dedicado a mi”. 

 

La primera en leer sus originales es su compañera, Ana Merino, que “enjuicia muy bien. Un escritor termina su manuscrito y no sabe si ha escrito una inmensa mierda o  una genialidad. ¿A quien le da esa responsabilidad tan importante? Solo puede hacerlo con alguien que tenga una complicidad amorosa”. En su escritura itinerante, Vilas tiene miedo a viajar, o mejor dicho, a no regresar y quedarse perdido en un no-lugar. Busca el límite, y cuando lo logra, se sobrecoge.

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31 de mayo de 2016
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Guerra al tacón

Es una mala noticia para las feministas metrocincuenta o metrosesenta que se le declare la guerra al tacón, a esos zapatos de altura que Julia Roberts o Kristen Stewart se quitaron en nombre de la libertad, permitiendo que sus delicados calcañares pisaran el alquitrán recalentado de la Costa Azul. Poco mérito tiene la primera con su 1,75 m, y estoy segura que no las hubieran detenido por calzar unas bailarinas, pero las reivindicaciones requieren un lenguaje plástico, un símbolo que contenga dolor y a la vez placer, que tenga foto. El código de vestimenta del festival de cine obliga a las mujeres a llevar tacones. Sin duda se trata de un asunto verdaderamente galante; también los exigen para franquear las puertas de los clubs más privados de intercambios de parejas. Hay en ese caché escénico una voluntad de mostrar la feminidad más exaltada, y por ello la siempre tan masculina organización del evento ha consentido esa línea anacrónica en los requerimientos a sus participantes féminas.
Que en este siglo palpitante los zapatos altos sean un dictado es un disparate con mecha de fuego. Una recepcionista de la firma de servicios profesionales PwC fue despedida en Londres al negarse a ir con tacones. Se presentó su primer día con zapatos planos y el jefe le anunció que tenía que cambiárselos. La chica respondió que aquello era discriminatorio y la echaron. Desde una plataforma on line ha conseguido las firmas necesarias para que el Parlamento británico revise la ley que autoriza a las empresas privadas a dictar el tipo de calzado de sus empleados.
No obstante, hay muchos tacones que son razonadamente elegidos. Sus portadoras sienten un vínculo directo con ellos. Recolocan su cuerpo, arquean la espalda y pisan con eco. Temen tener que pagar pronto impuestos por llevarlos. Cuenta Vicente Verdú en sus deliciosos Enseres domésticos (Anagrama) que “el zapato, en cuanto a eslabón entre tiempos y especies, nunca duerme”. Es una declaración personal e histórica “porque se relaciona con las prendas de primera necesidad”. No negaré que haya una intención de sorpasso en esas directivas que se sostienen sobre stilettos de diez centímetros jornadas enteras, ataviadas de autoridad estética y rigor profesional. Pero el fetichismo erótico sigue pesando en la composición de unas caderas balanceantes. Es Venus en un pedestal. Es el andar de una mujer como ideograma de deseo –por eso funciona con tanta efectividad la pasarela–, la querencia de diversas civilizaciones por elevarse unos centímetros del suelo a riesgo de torturar su pies. A fin de poder amortiguar el dolor y dar rienda suelta al placer, una empresa norteamericana, Thesis Couture, ha reclutado a ingenieros aeronáuticos para patentar la suela del futuro, que permitirá andar sobre prominentes tacones casi flotando, como si pisáramos la Luna. Lo escribe en sus sofismas Vicente Núñez: “Futuro es desobediencia”. Tacones eternos.
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30 de mayo de 2016
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Sin frenos ni tacones

Produjo un vicio complaciente el admirar a esas dos mujeres fuertes y encantadoras, Thelma y Louise, paladear su vehemencia, fraternidad y empatía, incluso en el dolor. Se erigieron en dos heroínas comparables al más bravo de los machos en busca de adrenalina, hasta el extremo de ser enaltecidas –no tanto las actrices como sus personajes– y reventar las taquillas (más de 45 millones de dólares solo en EE.UU.). Cuántas veces, al contemplar a una pareja de mujeres con gafas de sol y al volante, hemos dicho: “Parecéis Thelma & Louise”. El ansia de libertad que exhalan deja en segundo plano su final, una feliz tragedia.
En ese Cannes tan glamuroso y controvertido se acaba de celebrarse el 25.º aniversario del film. El premio Women in Motion reunió a Susan Sarandon –actriz todoterreno que igual arremete contra Woody Allen que declara su deseo de rodar porno femenino– y Geena Davis, estandarte de una feminidad de mejillas sonrosadas y labios carnosos. Juntas celebraron la mitificación de un film que aúna victoria y derrota con exaltación whitmaniana y que le valió un Oscar a su guionista, Callie Khouri, el primero obtenido por una mujer en solitario. La crítica saludó la versión femenina de un género fundamental en el cine norteamericano como las road movies, películas de compañerismo y fuga, de almas inconformistas que resoplan contra lo establecido. Buena parte de las feministas valoraron que Thelma & Louise alcanzaran lo que los existencialistas llamaron trascendencia: “Habiendo experimentado lo que supone tomar sus propias decisiones, no están dispuestas a renunciar a esa libertad. Una decisión extraordinaria que ennoblece a Thelma y Louise, los personajes y la película”, sentenció Linda López McAlister, en Feminist Film Reviews.
A pesar de que sus protagonistas acaben despeñándose voluntariamente por el Gran Cañón, no cabe entender la cinta como apología del suicidio. Pero ahí está el vértigo tan liberador como autodestructivo. La determinación de no volver atrás. Una decisión que nos remite al club de las escritoras suicidas que prefirieron abandonar en lugar de aflojar. O cuya locura fue mortal. En 1941, Virginia Woolf se llenó los bolsillos de su abrigo de piedras de todos los tamaños, rumbo hacia el río Ose. Le dejó una carta a su marido, Leonard. “No creo que dos personas pudieran ser más felices de lo que hemos sido tú y yo”. Ella oía voces y no quería sufrir más. En 1963 Alfonsina Storni se dejó llevar por las aguas de un mar embravecido; en su último poema había escrito: “Si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido”. Se trataba de un dolor difícil de sobrellevar: el ánimo negro, los neurotransmisores en fuga, un pesar por ser criaturas atravesadas de melancolía y abismo. Sylvia Plath, Anne Sexton, Alejandra Pizarnik antes de tomarse un frasco de barbitúricos: “Sucede que oigo que la noche llora en mis huesos”.
Sarandon aprovechó ese Cannes misógino donde las prostitutas de lujo tienen la agenda llena y las mujeres siguen siendo minoría en las películas –en Hollywood nueve de cada diez estrenos han sido realizados por hombres– para arremeter contra la industria del cine: “Hoy no se hubiera filmado esta película”, dijo. Robin Wright ha conseguido equiparar su salario con el de Kevin Spacey en House of cards peleando. No ocurre con la mayoría, actrices que viven en precariedad, sin voz ni papeles y que no pueden permitirse mostrar sus pies ennegrecidos sobre la alfombra roja de La Croisette como hicieron Julia Roberts y Kristen Stewart. Los tacones se erigieron en símbolo de opresión en un momento muy Thelma & Louise. Aunque puede que sea mucho más eficaz y elegante no bajarse de ellos: basta con encontrar tu horma.
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28 de mayo de 2016
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París no es para niños

En la cola de embarque, en el aeropuerto de Orly, unos hombres se abren paso gracias a sus maletines negros, con los que empujan muslos y espaldas ajenas. Es la quinta jornada de huelga general en menos de dos meses en la Francia de François Hollande y estos tipos que emulan las carteras ministeriales se abalanzan por encima de los carritos de bebé. Le llamo la atención a uno de ellos, que también embiste la sillita con su tripa de amplio perímetro. Ni se inmuta. Me dedico a ayudar a todos los padres y madres bloqueados por los portadores de maletines con mocasines y traje, a fin de que ocupen el primer lugar en la fila tal y como les corresponde. Ayudar a niños siempre te inviste de una autoridad fuera de lo común. El vuelo se retrasa de nuevo.
Estudiantes de los liceos y universidades, conductores de autobús, policías o controladores aéreos bloquean puentes y bulevares protestando contra la nueva reforma laboral aprobada por decretazo. También contra los rigores económicos, como la tasa de casi el 10% de paro. El malestar se esparce por las callejuelas de Montmartre pero de noche, con lluvia y policía, la gente sale a divertirse. “París no es una ciudad para niños”, me dice una joven argentina que le cambia el pañal al crío... “Qué diferencia respecto de Londres o cualquier ciudad americana, donde se tienen atenciones”, añade. Cierto es que en París se fuma mucho. Sigue siendo una ciudad de Gitanes y de vino tinto, de jazz y de chansonniers con organillo, de mujeres flor de Dior , de lavanda de Grasse y de axilas agrias, esa insoportable falta de higiene que sitúa a los franceses entre los europeos que menos se duchan.
Los taxistas portugueses de París son otro clásico. Conducen en silencio con una sonrisa triste. Le pregunto a José si llegaremos a la hora: “Creo que no”, me responde con pesar. Le hablo de su pesimismoydesu saudade. No ha leído a Pessoa, conduce doce horas al día. “¿Qué se sabe del avión de Egyptair?”, le pregunto. “No mucho, en la radio sólo ponen música por la huelga”. Militares pasean, fusil en ristre, por las avenidas. Frente a una de las terrazas más concurridas de la Madeleine se detiene una patrulla. Miran, desfilan entre las mesas. Mis amigos parisinos ya están acostumbrados. “Nos protegen”. En la zona de la República se manifiestan los nuevos indignados, mientras que, en la plaza Vendôme, el hotel Ritz anuncia su próxima reapertura, remozado tras las huellas de Proust, Hemingway, Scott Fitzgerald y lady Di. Alicatar las tragedias históricas exige hoy gases lacrimógenos y pasamontañas. El caos no tiene fin. Incluso la fortaleza del corazón se desinfla y encoge. Definitivamente, París no es una ciudad para niños.
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25 de mayo de 2016
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A media voz

Hay muchos asuntos en la vida que requieren una conversación en voz baja, pongamos por ejemplo el amor o la muerte. Observo a una pareja de edad indeterminada en un restaurante: él le acaricia la mano, ella la barbilla. Se miran como si hubieran conseguido atravesar una frontera minada. Él va a decirle algo, pero en ese preciso instante un camarero se instala detrás de ellos con una mesa auxiliar y se dedica a apilar vajilla. Recuerdo por un momento ese instante en que la cinta del vídeo se enganchaba de mala manera justo cuando esperábamos ansiosos el final de la película: arrollábamos la bobina, pero acababa fatalmente torcida. Estoy sentada dos mesas más atrás, y el sonido de cada taza, de cada cubierto, retumba en mi entrecejo hasta hacerme perder el hambre. Del mismo modo, el estruendo corta de tajo su intimidad de pareja. Ya lo anticipó Schopenhauer: el ruido es la más impertinente de todas las formas de interrupción. Los platos chocan contra ellos mismos con tanta rabia que parece que vayan a romperse. ¿Qué placer puede sentir alguien en comer rodeado de escandalera? ¿Acaso les hace sentir menos solos? ¿O poseen el don de anestesiar la sensibilidad y abstraerse en su conversación, también a gritos? Los detesto tanto del mismo modo que los admiro. Inmunes al ensordecedor jaleo, como si no fuera con ellos, como si les transcendiera, se han acostumbrado al alboroto conformados y contentos.
Leo los interesantes artículos sobre las “Estridencias en los espacios públicos” que firma Albert Molins Renter en La Vanguardia; en verdad los estaba esperando. Restaurantes que anteponen la rentabilidad a la contaminación acústica, locales donde cuanto más grita uno más cree que se divierte. O calles en las que megafonías, ladridos y bocinas transforman la mañana en una maraña de rugidos. También recuerdo aquella noche en un centro de cuidados paliativos en la agonía de un ser muy querido. Las puertas batían cada dos por tres, cerradas a portazos. Se escuchaban –y te azotaban– los gritos de un paciente que chillaba: “¡Me meo!”. El aparato de aire acondicionado bramaba en el pasillo. Ni el silencio que exige a su alrededor la muerte lograba desterrar aquel estruendo que deben de soportar los pacientes de todo tipo, no sólo los terminales, también las recién paridas o los pacientes que despiertan a la vida en una UVI desde su cama articulada.
Existe verdaderamente una conexión directa entre el silencio y la intimidad. Los lugares comunes siguen relacionando la cultura latina con el vocerío, incluso lo consideran, erróneamente, una forma de tolerancia. Porque el ruido es invasor, penetra en las sienes hasta producir jaquecas, altera la tensión sanguínea, reduce la libido, atonta y limita la circulación de palabras e ideas. Pero, en nuestra sociedad, la vida silenciosa o bien no cotiza o se convierte en un artículo de lujo en lugar de un síntoma de progreso.
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23 de mayo de 2016
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Carisma y fuego

Había en su capacidad de respuesta y su resolución, en su arrojo y su temperamento, una libertad que pocos personajes públicos se han atrevido a exhibir, pero en aquellos años en que la transición nos regaló varios juguetes nuevos, éramos demasiado jóvenes para advertirlo. Lola Flores formaba parte de un folklore mesetario que había comido en la mano de Franco y bailado para oligarcas y señoritos de Jerez. Allí, los dueños del sherry aún recuerdan una noche en una taberna de El Puerto de Santa María en la que Lola acabó bailando desnuda encima de la mesa un flamenco desgarrado a puerta cerrada. Los británicos, mezclados con los gitanos, lloraban ebrios de su piel dorada. Lola Flores hizo historia a caballo de su carisma.
“No sabe cantar, ni sabe bailar, pero no se la pierdan”, ese fue el juicio del crítico de The New York Times al que, allá por 1953, le tocó cubrir la primera actuación de La Faraona en Manhattan. Jean Cocteau definió el flamenco, que tanto le impresionó en sus viajes a España, como “una concepción dialectal del mundo”. Quizá por eso el sensitivo cronista fue capaz de captar el arte de Lola Flores aún sin entenderlo. El flamenco es, ante todo, una actitud en la que, como escribe Cocteau, la influencia de la palabra flama tiene un papel determinante “porque el bailarín parece escupirlas por la boca y apagarlas con las manos sobre el cuerpo y con los pies sobre el tablado”. No en vano se llamó de joven la Niña de Fuego. Y no solo encima de un escenario: sus múltiples romances, siempre al límite: desde Manolo Caracol hasta Gary Cooper o el Junco, pero acompañada siempre de su fiel Antonio el Pescadilla (ella fue una de las primeras en anunciar públicamente que el amor, en lugar de romperse, se transforma) y sus repetidísimas anécdotas contribuyen a que su leyenda siga creciendo popularmente. En Hollywood ya habrían rodado el remake de su biopic. Y en Francia, que tienen otro tipo de prejuicios pero casi nunca contra los artistas, le lloverían homenajes a nuestra Joséphine Baker.
Aunque hablara con gracia ceceante y su cuarterón gitano le hiciera sentir el compás al estilo de los grandes, empezando por el paladar y terminando en el tacón, sus trajes de faralaes y su clavel en el pelo inhibían a los enemigos del folklore, que ella transcendió. Hoy, en cambio, observamos viejos vídeos suyos y sorprende esa Lola de España que vivió adelantada a su tiempo. Esta semana se cumplieron 21 años de su muerte, y volvió a ser fenómeno viral una vieja intervención en La clave –ni más ni menos– en la que daba consejos para participar en el Festival de Eurovisión, anticipando el fracaso de la participante española en esta última edición, uno más en una ya larga mala racha del made in Spain. Flores aseguraba que ella no era una buena candidata, que no cantaba bien. “Que lleven a Rocío Jurado, ya veréis como acaba primera o segunda”. Lo de quedar segunda refleja absolutamente al personaje: precavida, con esa listeza que dan el hambre y las fatigas.
En una ocasión, allá por los setenta, montó en cólera en un teatro al que acudió a ver una obra en la que Paco España se atrevía a imitarla. Interrumpió la representación a gritos una y otra vez, y se encaró con el público que hacía cola para comprar las entradas de la siguiente función. La cosa llegó a los tribunales, y fue condenada por alteración del orden público a dos días de arresto domiciliario y 250 pesetas de multa. Después vino la llantina por Hacienda. Ella era el espectáculo. Inimitable. Sexual, abierta, seductora, devota de Cristo, madre, artista que se iba hasta el precipicio cuando actuaba porque sólo desde el límite podía volcar su cuerpo hacia adelante, como si bebiera del suelo al bailar, arañando la tierra.
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21 de mayo de 2016
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Pozos negros

No puedo pasar por alto el caso Van der Dussen, ese holandés que habla el castellano deslizando las vocales como mantequilla sobre pan y cortando las consonantes en una roca. Vi la entrevista que le hizo Jordi Évole en Salvados recién salido de la cárcel, exculpado después de doce años entre rejas, condenado por tres agresiones sexuales en una misma noche, que él siempre negó. En su juicio nunca se comprobó su coartada. Llevaba tres años en prisión cuando una prueba de ADN inculpó, en al menos uno de los casos, a Mark Philip Dixie, un ciudadano británico, asesino y violador. Su historia contiene carga literaria: clase media-baja holandesa, un chaval problemático y bronco que anda entre bajos fondos y reformatorios, una hermana y una novia que se prostituían… Lo detuvieron paseando por Fuengirola. El suyo era el retrato robot del violador; se merecía ser el autor de aquellas animaladas, debieron de pensar los agentes: turistas y mujeres respirarían tranquilos. Que se pusiera chulo le arrebató el minuto de duda. Según leo en varios reportajes, su juicio no cumplió con las garantías mínimas, y una maraña burocrática apretó aún más el nudo. Tuvo ocasiones de aligerar su pena si confesaba, incluso de obtener permisos y poder acompañar a su madre en la agonía de un cáncer terminal. No le permitieron ni una videoconferencia. Su determinación, su inflexibilidad en defender su inocencia, eriza los principios: encerrado a la sombra 23 horas al día, una sola en el patio, bajo la lluvia o el sol.
Van der Dussen pagó caro su desarraigo, sus tumbos de chico malo. Su padres eran pensionistas y su entorno no garantizaba ejemplaridad. No tenía red: ni un primo abogado, ni una novia tenaz que persiguiera al picapleitos de oficio que sólo lo visitó una vez en la cárcel. Hay presos –y muertos– de primera, y los hay de segunda: no sólo golpea el hambre, también la intemperie, física y moral, que padecen los descastados, los últimos parias: el aliento del miedo pegado a la nuca, la impotencia al ser señalado. Una sociedad civil tan crítica como empática y vigilante es la única mota de esperanza que puede incidir a fin de paliar los efectos de la (in)justicia, un artefacto que no es perfecto, y menos cuando corrientes populistas se cruzan en su norte: culpables a precio de ganga y carpetazo a casos delicados. Joseph Brodsky fue deportado a una granja colectiva del norte de Rusia para remover estiércol a causa de su actitud “asoviética”. En el juicio, la juez le preguntó quién le había concedido el nombre de poeta. El joven contestó: “No lo sé, Dios tal vez”. Dios como provocación, cuando todo parece perdido y nadie contesta de nuestro lado.
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18 de mayo de 2016
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A las seis, en casa

El pasado 12 de mayo, que muy oportunamente era el día de la fibromialgia y de la fatiga crónica, se publicaban en La Vanguardia tres noticias convergentes en un asunto común: los malabarismos de las mujeres trabajadoras para educar y disfrutar de sus hijos. El primer billete trataba de Ada Colau y de un nuevo epígrafe que figura en su agenda: “conciliación”. Entre reuniones y eventos, la alcaldesa se reserva un par de horas para estar con su hijo, pero la información añadía que a la hora bloqueada para ese fin asistía a un acto público. Colau a menudo se ha lamentado del difícil equilibrio entre trabajo e hijos, una renuncia a la que obliga su cargo. Igual que la de tantas madres que trabajan. La conciliación no existe: en España es un fracaso monumental, con el plus de unos horarios tan alargados como antieuropeos.
La segunda noticia del 12 de mayo la protagonizaba la directora de operaciones de Facebook y gurú del nuevo feminismo, Sheryl Sandberg, quien enviudó hace un año. Su libro Vayamos adelante, un auténtico superventas, alentaba a la ambición femenina, a sacudirse el miedo y poder con todo. La criticaron por elitista. ¿Qué podía enseñar una mujer de clase alta con un marido entregado que la apoyaba en todo a tantas madres supervivientes? Ahora Sandberg ha querido rectificar, y ha reconocido la dura vida de las madres solas, de las que pasó de largo en su oda a la superwoman. Le han llegado los llantos desconsolados de los niños que no sabe calmar, y no hay nadie a su lado; las tardes de domingo lluvioso en las que todo está por hacer pero no hay nada para hacer, algo que se parezca un poco a las escenas de comedor familiar.
La tercera noticia –puede incluso que la solución a las anteriores– venía con el titular de Anna Gabriel, quien defendía la cocrianza: un grupo de seres que sin necesidad de vínculo amoroso o sexual conviven y crían a sus pequeños en común, sin sentimiento de paternidad individualizada. La coparentalidad múltiple no está aceptada legalmente, aunque durante años la hayan ejercido miembros de la misma familia; abuelos y tíos, e incluso vecinos, amigos, tutores. Una red y una tribu. Pero el sentimiento de madre, de padre, es algo tan personal que resulta inverificable. Mi pálpito, mi quimera, mi amor hacia mis hijas no es exclusivo, pero nunca será comparable a los otros, porque tanto usted como yo sabemos cuán rápidamente moriríamos por ellos, a pesar de que cada día les robemos horas que les pertenecen. Las empresas dispuestas a flexibilizar las jornadas deben saber que serán más productivas (fíjense en Iberdrola, por ejemplo), porque para sus empleados es como si cada día hubiera Champions: a las seis, a casa. No hay espina más difícil de sacar que la sensación de abandonar a un hijo mientras asistes a una reunión que en el grueso de una vida representará una absurda insignificancia.
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17 de mayo de 2016
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Deslumbrante y adictiva

Por qué nos gusta tanto Lucia Berlin, esa revelación literaria con tintes de malditismo y sentimiento de epifanía, una escritora desconocida que murió el día de su cumpleaños –hace doce años– y ahora se ha convertido en un fenómeno literario en todo el mundo? Su libro de relatos Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara) bate récords de ventas mientras la crítica la encumbra, comparándola con la media distancia de Richard Yates o el realismo sucio de Carver y sus frigoríficos ruidosos. En los relatos de Berlin hay lavadoras que gotean y hombres que se quedan en el coche bebiendo, descamisados. Aunque en sus cuentos persiste un poso de alegría, también desborda exuberancia, belleza insólita e ironía.
En sus textos, que absorben su ir y venir vital, hay tequila, canoas, hamacas, viviendas heladas en edificios de oficinas en los que vive, donde apagan la calefacción de noche y los niños tienen que dormir con el mono de esquí. Ni un desdichado lamento. Un ritmo vertiginoso matiza el dolor y el vacío. Berlin engancha desde que una observa su foto de joven: ojos azules, pelo corto y crepado, mirada curiosa y soñadora, pose elegante. La imaginas en su juventud se mi aristocrática en Chile o en sus deambulares por El Paso, en sus múltiples oficios, en sus delirium tremens ,ensu muerte en un garaje que le prestó uno de sus hijos. Ella, mujer de frontera, siempre se situó en los márgenes. Tuvo un público fiel y recibió algún buen premio, pero fue una escritora secreta, de minorías. Lydia Davis, cuentista y una de sus máximas valedoras, asegura en el prólogo: “Siempre he tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano suben como la nata montada y acaban por cosechar el reconocimiento que se les debe”. Con Berlin por fin ha sucedido.
Los escenarios de sus historias, hospitales de urgencias, centros para alcohólicos, Cadillacs, viviendas de clase media, aulas, coinciden con los de su vida apabullante, “llena de color, aflicciones y heroísmo”, según su amigo Stephen Emerson. Tuvo una vida azarosa y tres maridos: un escultor, padre de sus dos primeros hijos, que la abandonó, y dos músicos de jazz, el último, Buddy Berlin, adicto a las drogas, padre de sus otros dos pequeños. Todos salen en sus cuentos. La familia es un país en sí mismo.
“Era una alcohólica empedernida, crónica. Pasaron más de diez años antes de que ni soñara que tenía un problema. He pasado por situaciones, he intentado entenderlas, hacerlas divertidas, extraer alguna verdad, miro de cerca allí donde estuve”, explica en un vídeo donde lee en voz alta sus relatos.
Mantuvo sola a sus cuatro hijos, fue profesora de secundaria, telefonista, auxiliar de enfermería y mujer de la limpieza. Berlin es una observadora audaz capaz de ver bajo la tapicería del sofá o en el hueco del asiento de autobús donde abandona las cosas que le regalan las señoras. “Siempre suben la voz un par de octavas cuando les hablan a las mujeres de la limpieza o a los gatos”, escribe.
En sus historias pasan cosas. Cambia de ritmo como quien cambia el paso en un baile, sorprendiendo a su acompañante. Es implacable y a la vez sabia. Expresa sentimientos extraños pero certeros: “¿Qué es el matrimonio, a fin de cuentas? Nunca lo he sabido muy bien. Y ahora es la muerte lo que no entiendo”. “Me encantan las casas, todas las cosas que me cuentan, así que esa es una razón de que no me importe trabajar como mujer de la limpieza. Se parece mucho a leer un libro”. Berlin es una mina. Un prodigio: pensamiento rápido, directo a la médula del hueso, capaz de demostrar la complejidad humana con palabras sencillas, imágenes insólitas y un exquisito sentido de la compasión y el precipicio.
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14 de mayo de 2016
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La virtud del error

Un profesor de Psicología de la Universidad norteamericana de Princeton, Johannes Haushofer, se ha convertido en fenómeno viral gracias a un nuevo formato de currículum vitae. En lugar del resumen “de vida” que solemos ventilar con una enumeración de estudios, trabajos e idiomas, Haushofer ha optado por recopilar la lista de sus fracasos profesionales. “La mayoría de lo que intento fracasa, pero esos fracasos son a menudo invisibles, mientras que el éxito resulta siempre visible. Me he dado cuenta de que esto provoca en otros la impresión de que la mayoría de las cosas me van bien”. Y de seguido enumera esos tropiezos a los que hace referencia: los cursos a los que se le ha negado el acceso, las plazas de profesor que no alcanzó, las solicitudes de fondos para investigación que le fueron denegados y las publicaciones académicas que nunca llegaron a ver la imprenta. No hay duda de que se trata de un grado de transparencia ejemplar que pocos pueden permitirse, precisamente sólo aquellos que han alcanzado un objetivo, después de andar desenfocados o de caerse varias veces y volverse a levantar.
El triunfo parece ser el único lado de la vida del que se puede estar. El fracaso es opaco. Se arrastran excusas y disfraces, pero a menudo resultan vanos intentos de amortiguar el dislate. Qué diáfano espectáculo de derrumbe se escenifica hoy en la escena política. Vuelven las promesas y suenan deslavadas. Rajoy se presenta como símbolo de “la concordia y la España moderada”, mientras que Sánchez quiere garantizar “un cambio seguro que una lo que la derecha ha separado”. Por su parte, Rivera alerta de la necesaria regeneración que “no será posible si no hay cambios en los gobiernos de España”. E Iglesias se siente llamado a “tratar de juntar y unir todas las piezas del cambio”. Si no supiéramos que detrás de sus palabras hay una colección de frustraciones y desidias, de incapacidad de alcanzar un acuerdo que pedían a gritos tanto la sociedad civil como el Ibex 35, les votaríamos a todos. La campaña puede llegar a ser muy cansina y empachosa, igual que cuando alguien insiste en darte de comer y ya habías almorzado. De nuevo carteles, mítines sudorosos, banderines ondeantes, debates para elegir al más listo y una glorificación de sus virtudes, minimizando –cómo no– sus errores. En estos tiempos distópicos, habría que empezar a probar nuevas fórmulas para colocar un mensaje, por lo que sería encantador que se sustituyera la vieja palabrería del “yo acuso” por la del “yo confieso”, al estilo del profesor Haushofer. La historia ha dado suficientes pruebas de que sólo desde la aceptación del error pueden regenerarse las pieles muertas.
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11 de mayo de 2016
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El Boomeran(g)
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