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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La carrocería

Si en el ámbito profesional, cuando hace una propuesta o se discute una idea en equipo, alguien le dice “no me siento cómodo”, active la señal de alarma. Entienda que le dan un no, adornado. Creen que escogen una manera elegante, pero la fórmula, entre compungida y egoísta, resulta una exhibición de superioridad en toda regla. “No me gusta, no lo veo, no funciona…”, hay muchas maneras más secas y más sinceras de rechazo. Es probable que sea una traducción del anglosajón unconfortable, una manera fina de decir no apelando a lo oportuno, lo fácil y proporcionado. A defender la llamada zona de confort, el disturbio que supone cualquier decisión o cambio. Pero experimentar es probarse como ser humano, y a menudo significa equivocarse. Este es el espíritu s tart-upque agita el mundo, no puede permitirse anteponer comodidad a desafío, por pequeño que sea.
Digámoslo por una vez al revés: los treinta son los nuevos cincuenta gracias a la tecnología y el emprendimiento. Bastan una idea audaz y un jefe menor de treinta años. El baremo de la confianza se ha invertido: un nativo digital con camiseta y mochila, sin hijos, empeñado en darle vueltas a la nube, inspira mayor confianza que un ejecutivo cincuentón con brillante expediente, los chavales adolescentes, la madre con cáncer y un maletín de cuero. Zuckerberg tenía 19 años cuando inventó Facebook, y muy lejos de caer en la desgracia de la precocidad, de despuntar antes de tiempo y convertirse en un maldito Rimbaud, aprendió a multiplicar el negocio, y como los gurús de Palo Alto, viste sudadera y se sienta en cuclillas.
Tad Friend escribe en The New Yorker acerca del ageism –edadismo, según la Fundéu– en EE.UU. La discriminación por edad en el ámbito laboral aumenta y seis de cada diez americanos de entre 45 y 60 años han sido ofendidos e incluso marginados porque ya son talluditos. Se extiende otro tipo de duelo. Tanto, que las palabras de Ralph Waldo Emerson vuelven a describir socialmente las calles: “El tiempo cae sobre la ciudad. Pero, en las prisas y el bullicio de Broadway, si uno mira a la cara a los viandantes, hay abatimiento o indignación en los mayores, cierta sensación disimulada de estar heridos”. Qué fatal paradoja la de nuestra era antiaging: ¿por qué vamos a vivir los 120 años que la ciencia calcula para el 2050 si con apenas 45 se nos pasa el borrador? Entre experiencia y empuje, resulta más atractivo lo segundo; sin embargo, cada vez somos más viejos: la media de edad española es de 43 años. Hablo con una directiva con cuerpo de treinta y DNI de cincuenta, muy optimista: “El seniorality se valora cada vez más en las empresas”, me dice. Algo tendrán que inventar para acomodar semejante carrocería.
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17 de enero de 2018
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Cien francesas y el ardor

Hace unas semanas, en la presentación de un libro, el director de un periódico digital me saludó con dos besos y a la vez posó su mano en mi rodilla. Estábamos sentados uno al lado del otro, y su gesto no fue propio de un sobón. Nada que ver con esos señores que al despedirse te cogen por la cintura con rumba en el cuerpo, o te estrujan como si acabaras de llegar de la Luna. Lo primero que pensé fue decirle “Me too”, pero la prudencia me contuvo: tal vez no hubiera entendido la broma. Porque a nuestro alrededor, y no sólo en el telediario, se ha extendido un clima de alerta que algunos quieren entender como la imposición de un nuevo protocolo de las relaciones sociales entre hombres y mujeres. Los hay que reclaman con ironía un nuevo manual, “para no meter la pata”. “Nos quedaremos sin hombres”, dicen las más alarmadas. Algunos se cuestionan la frivolidad de señalar en las redes a un acosador sexual y se interrogan sobre la credibilidad de algunas mujeres, “cuatro pelanduscas y oportunistas”. Mi colega Chus confiesa que sufre en el metro cuando va apretadísimo, y piensa en lo mal que deben de sentirse algunos hombres, en la incomodidad que hoy les habita. Los mismos que hace cuatro días se sentaban de forma que el mundo cabía entre sus piernas.
El debate se extiende a partir del manifiesto de las cien francesas que se han plantado frente al puritanismo de las norteamericanas, según ellas: una colección de pánfilas que no saben aguantar ni disfrutar de las importunidades masculinas. En cambio, minimizan la denuncia de violaciones y acosos reproducidos en todas las esferas. En su lugar se quedan en la anécdota: “…ellos sólo se equivocaron al tocar una rodilla, tratar de robar un beso, hablar sobre cosas ‘íntimas’ en una cena de negocios, o enviar mensajes sexualmente explícitos a una mujer que no se sintió atraída por el otro”, escriben y se refieren a una caza de brujas. Las señoras Deneuve y Millet encabezan su particular basta ya políticamente incorrecto. Están bien autorizadas: la señora Millet vendió más de tres millones de libros relatando sus prácticas sexuales con más de 150 personas a la vez. Es un as de las relaciones de todo tipo. A la diosa Deneuve, la entrevisté en una buhardilla del hotel Orfila de Madrid y lo envolvió todo de un hielo azul y una carcajada ronca. Ellas y sus 98 compatriotas apelan al derecho a la importunidad como parte del flirteo sexual. Pero implícitamente lo hacen al derecho a humillar. A mí me hacen pensar en esos tipos torpes, pesados, molestos que acaban hundiéndose a sí mismos. Porque la seducción es un baile que no entiende de presión ni de roces bruscos. Ni de abuso de poder, dolor o sometimiento. Es alegría y placer. Y eso no aparece en el relato de las denuncias. Querer deslegitimar la confesión pública y valiente de muchas mujeres cuyo silencio ha conformado un buen ladrillo del techo de cristal es un pésimo esnobismo.
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15 de enero de 2018
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Alfombra negra

Pocos colores han interesado por igual a jóvenes y sacerdotes, han sido blandidos por luteranos, fascistas o anarquistas, y enaltecidos por el rock y la moda. El negro fue el primer color de un coche –el modelo T de Ford–, así como de los trajes de novia cuando los matrimonios no se entendían por amor sino por conveniencia. De las black box de los magos a los guantes largos de Gilda, los existencialistas y las femmes fatales, listas, cisnes y tarjetas opacas, la bola 8 del billar, el cine y la novela noir, las Harley, el brutalismo o el punk. El negro es el mayor comodín: veamos si no como para unos consiste en el no color mientras que Renoir lo consideraba el rey de la paleta, y eso que los impresionistas lo rechazaban porque, según ellos, en la naturaleza no existe: tan sólo el ocaso que lo iguala todo.
El negro representa lo sucio, lo negativo – de-nigrar– y lo malo: pinta negro o tienes la negra. Es mítica aquella declaración de Muhammad Ali en un programa de la BBC, en 1972: “Jesucristo es blanco, Santa Claus es blanco, Tarzán de la jungla es blanco, Miss América es blanca, Miss Mundo es blanca… cuando vas al cielo atraviesas la Vía Láctea, y, antes, te lavas los dientes con una pasta de dientes que los deja más blancos…”. Ese mismo año, Jane Fonda acudía a los Oscars completamente vestida de negro –eso sí, por Yves Saint Laurent– porque, según ella, no había nada que celebrar: era el principio del fin de Vietnam y el ultraconservador Nixon estaba a punto de ser reelegido. Fonda parecía tan cerca del maoísmo que la prensa norteamericana la había rebautizado “Hanoi Jane”. Su solitaria reivindicación de entonces inspiró la masiva y clamorosa denuncia en la última gala de los Globos de Oro, demostrando que el negro une, estiliza y reduce riesgos. Nunca he aceptado otro estampado que el de las rayas marineras; el negro en mi armario viene a ser como el jazz en mi altavoz, el café de la mañana o el chocolate amargo por la noche.
A menudo, las mujeres que han jugado en campos minados por la masculinidad han adoptado las formas de los hombres, y, en lugar de vestir una feminidad de colorines, se han inclinado por la sobriedad. Me sumo a entre quienes piensan que si alguien abusa de ti, no hay que callárselo durante diez años. Entre las mujeres vehementes y orgullosas, la reacción suele ser instantánea, aunque a veces resulte temeraria. Qué sabe nadie acerca de los recovecos de la personalidad de aquellas más vulnerables, que se paralizan tras un ataque. La fuerza del grupo neutraliza la inseguridad o el miedo a la calumnia.
No hay duda en que la gala del pasado domingo fue un avance para la igualdad, sí, pero su unidad cromática logró que hombres y mujeres parecieran más iguales que nunca.
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10 de enero de 2018
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Deber de Estado

Recuerdo cuando, hace años, se daba la cifra anual de los asesinados por ETA. El número caía como un golpe seco contra la libertad de los demócratas. Nos hacíamos un ovillo pensando en los niños que asistieron a la muerte de sus padres sobre los adoquines ensangrentados. Actuaron entonces la política y la sociedad civil, con las familias de las víctimas a la cabeza, además de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Si leyéramos que en el 2017 hubo 48 víctimas mortales por terrorismo en España, nos sentiríamos atravesados por un rayo, y los gobernantes se llenarían la boca de solemnidad y hablarían del enemigo número uno de una sociedad civil pacífica e inocente.
Pienso en los muertos de primera y los de segunda: 48 mujeres han falle­cido a manos de sus parejas o exparejas en el año que hemos despedido. Tenían entre 18 y 85 años. Algunas eran madres, otras sólo tuvieron tiempo de ser hijas. No eran poderosas. Mujeres normales y corrientes, con sus silencios y sus risas francas, que llevaban la fiambrera al trabajo, dejaron una novela a medio leer en la mesilla de noche, que antes de tener ojeras negras, bailaban. Desde el 2003 se registran oficialmente las muertes por violencia machista. Y ya suman casi mil. Ninguna medida ha sido suficiente. A principios del pasado año se anunció a bombo y platillo “un pacto de Estado contra la violencia machista”. Respiramos. No se aprobó hasta el verano, por mayoría pero sin unanimidad (debido a la abstención de Unidos Podemos). El Gobierno tenía dos meses para ponerlo en marcha: hoy en día sigue en dique ­seco. Hace pocos días, el Gobierno se reunió con las comunidades autónomas para acordar las primeras 26 medidas –de las 213 que contiene el acuerdo–, para las que aún no existe presupuesto. Desde luego, una voluntad más firmemente expresada que implementada. La historia de las mujeres siempre al ­ralentí. Al tiempo que los políticos discutían y se demoraban, casi cincuenta hombres las iban matando. Jessica re­cibió cinco tiros a bocajarro delante de su hijo, y a Andrea la estampó contra una gasolinera de Benicàssim. Amor de pólvora. También asesinaron a ocho niños: una agónica muerte en vida para ellas, las que osaron salir del círculo vicioso que confunde el vínculo con la dependencia.
En su controvertido Down girl: the logic of misogyny (Oxford), la filósofa Kate Manne expone un sólido argumento sobre la violencia sexual: “La visión de los violadores como monstruos exonera por caricatura”, escribe, instándonos a reconocer “la banalidad de la misoginia”. Cómo tomarse en serio un asunto tan complejo si no se arranca su raíz envenenada: el machismo. Los asesinos son seres humanos, igual que nosotros, que degradan su propia condición y acaban convirtiéndose en inhumanos. Acaso sean necesarias 213 medidas para atajar el terrorismo de género, pero, por favor, no pospongan más la aplicación de las cinco más vitales para detener este desangre.
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8 de enero de 2018
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Gente ‘bian’, genios y díscolos

Madrid es una cabalgata continua. No hay pueblo que se entregue al roscón y al chocolate caliente con mayor ahínco que los vecinos de Chamberí o Legazpi. Aquí los Reyes Magos no traen, si no que te echan unos regalitos. Así dicen los castizos. Las tradiciones hay que respetarlas, en eso está la gente cargada de razón, como decía hace poco el inmenso Rafael Sánchez Ferlosio en una entrevista a El País: “¡Cargarse de razón! Hay personas que ponen muy buena voluntad en cargarse de razón. Pero la expresión es lo genial. Es un castellano maravilloso”. El año terminó con un homenaje cálido al escritor, en su 90 cumpleaños. El Madrid esquinado tiene encanto. En la parroquia de San Carlos Borromeo de Entrevías, la de “los curas rojos”, se celebran las liturgias navideñas con los fieles sentados a la mesa. “No hay mayor tradición evangélica que la de congregarse alrededor de una mesa”, dice el cura Javier Baeza, que ha acogido, como cada día del año, a musulmanes, niños perdidos y chavales recuperados. La gente “bian”, que decía Umbral, encarga el roscón en las pastelerías Mallorca, Viena Capellanes, el Horno de San Onofre y, por supuesto, El Corte Inglés, hitos de la peregrinación de un Madrid cargado de razón, aunque no por ello menos kitsch.
 
Entrevisto a Agatha Ruíz de la Prada, que es una mujer cargada de razón, kitsch  y marquesa de Castelldosríus, y le pregunto por el sentido de la aristocracia: “Son cosas de familia, como los políticos. Hace poco coincidí en una cena en la embajada americana, estaba con el esposo de Cayetana y viene una señora diciendo que el problema de Cayetana fue que se creyó que ser Duquesa de Alba era lo mejor del mundo. Y yo me di la vuelta y le conteste: Vamos a ver es que estoy bastante de acuerdo con ella: no hay nada mejor que ser Duquesa de Alba. A mí me han educado enseñándome que no hay nada mejor. Es algo que yo he mamado. Ser reina es más, pero es un coñazo. Cayetana era todo lo bueno y nada de lo malo. Era lo más. Hacía lo que se le daba la gana desde que se levantaba hasta que se acostaba”.
Agatha, al igual que la duquesa de Alba o la madre de Niña Pastori –gran personaje de humor descubierto por Bertín Osborne-, hace lo que le da la gana. También las aristócratas solteras y sin ánimo de casarse, que se abren paso en la corte. Ahí está María Zurita, prima del rey Felipe, empresaria y traductora, que ha engendrado a su hijo in vitro y siendo madre soltera, lo que plantea un bendito dilema de fondo acerca de la genética de sangre azul. En la entrevista a Agatha  Ruiz de la Prada que se publicará en el próximo número de Fashion &Arts, cuenta su vida después del divorcio (con burka) de Pedro J. Ramírez, y regresa al estado de permanente asombro. “Si yo hubiera tenido muchísimo dinero, me habría comprado una finca espectacular, en Argentina, o un barcazo de vela. Él, no. Él siempre “yo me compraría un periódico”. El campo no le gusta, y no ha tocado un perro en su vida, le daban angustia, miedo y asco. Yo, en cambio, podría tener sesenta”, asegura.
Otro que se pone el mundo por montera es Antonio Banderas, que se ha hecho con Picasso y la mejor taberna malagueña a la par. Con su calva impostada para interpretar al artista, y su mirada cada vez más oriental, cuando posa junto a su novia holandesa pasea un aire entre Zidane y Norman Foster y una hiperactividad de revista: presenta colección cápsula de gafas de sol y carteras, tiene línea de perfumes, un proyecto escénico en el Teatro Alameda y acaba de comprar ‘El Pimpi’, uno de los locales más famosos y con más solera de Málaga. Además, estas semanas rueda la segunda temporada de la serie "Genius", producida por National Geographic y Fox, y centrada en los primeros años parisinos del artista que marcaba la z como él. Banderas había querido ser Picasso con  Carlos Saura pero el proyecto no prosperó. Uno de los episodios más insólitos de aquella época fue el affaire des statuettes. Géry Pieret, un protegido del poeta Guillaume Apollinaire -del que este año se conmemora el centenario de su muerte- robó en el Louvre una serie de estatuillas ibéricas, algunas de las cuales acabarían en manos de Picasso. Cuando la Mona Lisa desapareció del museo en 1911, Apollinaire y Picasso fueron los primeros sospechosos. Intentaron lanzar sus tesoros hurtados al Sena. El poeta acabó detenido, y el pintor declaró solemnemente ante la policía que no conocía a su amigo. Se libró de toda condena. Quizá sea de entonces aquel pensamiento picassiano tan repetido: "los buenos artistas copian, los grandes roban". Genios y monstruos van juntos en el imaginario, igual que talento y delirio. La sociedad siempre se ha enfrentado al dilema de tener que soportar la verdad sobre sí misma. Y los niños lo saben. Por ello alargarán todo lo que puedan su fe en la magia, con y sin roscón de Reyes.
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6 de enero de 2018
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Feliz vídeo nuevo

¿Por qué durante estas Navidades, igual que se pone de moda la bota mosquetera o el gazpacho de remolacha, hemos recibido una sobredosis de vídeos? ¿Cuáles son las razones por las que se ha instaurado esta fórmula de desearnos un feliz año nuevo, provista de narración aunque ausente de compromiso? Dos minutos de imágenes épicas, una tipografía imitando la manuscrita –porque se lleva más la copia que el original– y un lema: desde el wonderful world a “bailar, bailar, benditos”. Embobada me quedé viendo las coreografías de Fred Astaire, Cyd Charisse, Gene Kelly y hasta Chaplin a ritmo del contagioso Born to be alive, y agradecí el detalle. Pero la magia se desvaneció cuando lo recibí por segunda vez, de la misma forma que los christmas virtuales de un trébol de uvas con una orden: “Agarrad fuerte vuestros deseos y dejaos llevar”. Lo original pasó a convertirse no sólo en repetición, más bien en fastidio. Bien es verdad que aquellas felicitaciones navideñas de Ferrándiz a menudo parecían la misma, pero, al abrir el sobre cerrado, el momento suspendido entre lo de fuera y lo de dentro, sentías un soplo de intimidad incomparable a las virtuales en serie.
Los británicos siempre han sabido abonar la tradición con la audacia. En un país donde tener papel de seda con firma propia y sobres con iniciales –y forro de color– es de una absoluta normalidad, no es difícil entender que se gasten algo más de 380 millones de libras en felicitaciones impresas. Sin embargo, la novedad de la temporada ha sido un modelo que incluye un código QR y permite ver un mensaje personal en vídeo de quien nos manda la tarjeta. Se trata de la evolución 2.0 de aquellos chips que hacían sonar Los peces en el río cuando abríamos las postales navideñas, que mi imaginación sitúa sus orígenes en la época del pelotazo, donde todo tenía que sonar a casino o a cascabel.
Siento envidia de los amigos que siguen mandando felicitaciones de papel y que no son de bancos, mutuas, ni de Frutería Charito. Algunas van con foto, otras con un dibujo infantil o una imagen de Saul Leiter, junto a unas letras escritas a mano, elegidas entre todas para ti. Y ahí está la paradoja: mientras el marketing vende la personalización, la pieza dedicada, la exclusividad para que te sientas miembro de un club privilegiado, entre nosotros empobrecemos la comunicación. Y nos apuntamos un afecto multitudinario, disperso y pseudooriginal, que entre nuestros contactos del teléfono reproduce la manera de actuar en las redes sociales: el bucle. En su cinta Adiós al lenguaje, Godard, pionero en utilizar el vídeo allá en los setenta, alertaba del poder colonialista de la imagen en la comunicación: “Con el lenguaje va a pasar algo...” decía. Y sí que pasó.
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3 de enero de 2018
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De la sororidad a la mamarrachada

Habrá que analizar detenidamente cuáles han sido los factores por los cuáles en este 2017 la palabra del año, según la editorial Merriam-Webster, especializada en diccionarios, ha sido “feminismo”, aunque uno destaca entre todos con su rayo de obviedad leonina: Donald Trump. El día después de su investidura, la “Marcha de las mujeres” logró que una de las palabras más desdeñadas –en todos los idiomas–, falseada, peluda incluso, alcanzara su cúspide. Quién lo hubiera dicho, venció a “federalismo”, o “empatía”. El feminismo salió de los márgenes, de las asociaciones de mujeres, los cafés filosóficos, las cátedras de género y las columnas de opinión, y pisó la alfombra roja. Enseguida llegaron las monjas ortodoxas, las que insisten en hablar en nombre todas las mujeres: “ojo con banalizarlo; cuidado con ese feminismo chic de camiseta, una moda pasajera”. La igualdad de las mujeres ha sido siempre un asunto vacilante –cinco pasos adelante, tres hacia atrás–, pero ríete de las camisetas y los hashtags: gracias a su onda expansiva, mujeres de todo el mundo buscaron su significado en el diccionario. Por fin. Hace veinte años, en España el término resultaba tremendamente incómodo y, desde la ignorancia y el prejuicio, producía rechazo. Nunca había estado tan presente entre políticos jóvenes, como Irene Montero, que tan bien argumentan las desigualdades estructurales de la sociedad, que aún debe de empujar para acabar con múltiples brechas. Además de la salarial y la de representación –ya sea en la esfera pública, la universidad o la ciencia, e incluso en el reparto de papeles en el cine–, la del acoso sexual, cuyo combate ha iniciado una carrera sin fin.
Otra de las palabras de este año, cuya actualidad se confunde con una serie de Netflix, ha sido “sororidad” , término robado del convento: del latín sor, cuyo significado es ‘hermana’. El concepto, desarrollado por el feminismo hace años, hace referencia a la “amistad entre mujeres diferentes y pares, cómplices que se proponen trabajar, crear y convencer, que se encuentran y reconocen en el feminismo, para vivir la vida con un sentido profundamente libertario”, según la definición propuesta por la activista mexicana Marcela Lagarde. Y a ese carro se sube la serie “Las chicas del cable”, cuya segunda temporada se estrena en pleno apogeo de la militante sinergia femenina. La plataforma y la actrices, Blanca Suárez, Nadia de Santiago, Maggie Civantos y Ana Fernández, subrayan la imagen de mujeres que no se dejan pisotear, que hacen de la unión su mejor arma, un argumento bien distinto al de esa ficción que ha mitificado los arañazos entre féminas. Nada más lejos de la elegancia con la que muchas protagonistas de ficción asisten a la infidelidad de sus maridos, como ocurre en la segunda entrega de “The Crown”, que ha encandilado con su versión del personaje de la reina Isabel II. En el discurso televisado de la reina, una tradición que este año cumplía sesenta años, hizo un guiño metareferencial a la serie en la que se recrea el momento en el que la monarca decide dirigirse a la nación por televisión con el fin de acercar a la familia real y sus súbditos, de forma que el pasado 25 la reina comenzó su mensaje con las siguientes líneas: “Hace sesenta años, una mujer joven habló sobre la velocidad del cambio tecnológico mientras presentaba la primera retransmisión televisiva de este tipo. Ella describió aquel momento como un hito histórico. Seis décadas después, esa misma presentadora ha evolucionado de alguna manera, igual que la tecnología que describió”. Después vino la declaración de amor y gratitud a su compañero de vida y trono, el Duque de Edimburgo, también muy favorecido en Netflix: “sé que su apoyo y su sentido del humor único seguirán estando tan presentes como siempre”. Único, y siempre polémico, la serie recoge el momento en que, sin sombra de tacto, pregunta: “Eres una mujer, ¿verdad?” al recibir un regalo de manos de una keniata. A buen seguro conoce el afilado pensamiento de Bacon: “la imaginación consuela al ser humano de lo que no es; el sentido del humor de lo que es”.
Tampoco Melania Trump suele pasar desapercibida; la Casa Blanca la ha ensanchado, signo visible de que no encuentra su papel. Acartonada, con exceso de peluquería y botox, se ha disfrazado de mamá Noel para estas fiestas, y ha mostrado cómo concibe la decoración al mundo entero. ¿El resultado? “Sobredosis de espíritu navideño”, como ha titulado algún medio su display con decenas de abetos nevados, y niños afroamericanos tejiendo guirnaldas con ella. No obstante, las mamarrachadas de Melania producen compasión, a diferencia de las de nuestras kardashians locales, las Campos, que a golpe de visonazo, gorros de sherpa y botas de après-ski pasean la horterada por Nueva York. ¿Le hacía falta a Tele 5 coronar el año con esa estampa de chocarrería y mal gusto, a esas mujeres tan parecidas a la madrastra y las hermanastras de Cenicienta, buscando un par de zapatos en la Quinta Avenida? El minimalismo, definitivamente, ha sido derrotado en 2017.
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2 de enero de 2018
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Fronteras

Vas dejando atrás el paisaje y, a pesar de que lo conozcas al detalle –las torres de la petroquímica que humean al atravesar Tarragona, las aldeas amontonadas que solapan sus fachadas blancas y pardas alrededor del campanario, los túneles que penetraron las sierras y cuyo paso de la oscuridad a la luz sigue deslumbrándote, la moqueta de espiga amarilla que cubre las lindes del campo hasta tocar vía, e incluso el verde polvoriento de los árboles bajo la niebla, que nunca pensaste que podrías olvidar–, todo pierde nitidez cuando el tren llega a destino. Puedes medio inventártelo, es lo que solemos hacer cuando recordamos. Asumimos palabras que nunca se dijeron exactamente, pero que intuimos que querían pronunciarse. Nos dejamos influir por una foto para amañar nostalgia. Ocurre lo mismo con los rostros que no vemos desde hace tiempo y que, a pesar de sernos tan familiares, se desvanecen en nuestra memoria, incapaces de perfilarlos con exactitud, por mucho que los añoremos.
Recordar es una actividad en la que hay que emplearse con tiento, pues implica tanta exigencia como imaginación. El pasado siempre se trastoca al reconstruirlo. Por ello, los paisajes físicos y los imaginados son igualmente plásticos en nuestra percepción. A veces recordamos cosas que nunca sucedieron de la forma en que las evocamos, pero ya se han convertido en parte de los mitos que nos explican. Y nos agarramos a ellos, sabiéndonos incapaces de recuperar la factualidad de los hechos. El mundo real con frecuencia nos expulsa de sus costuras, de forma que edificamos un paisaje interior habitado por la ­misma voluntad con que seguimos las instrucciones de un medicamento: “mantener en lugar seco y seguro”.
Acaba el año, y resulta algo parecido al final de cualquier trayecto. Y aunque los ecosistemas se revuelven, y determinadas barreras se desdibujan, especialmente las que tienen que ver con lo temporal y climático –la de día-noche, la semana laboral, la sensación de invierno-verano– o las tecnológicas, otras se levantan, casi siempre políticas (ergo económicas), que amenazan con agrandar la brecha que separa a los buenos de los malos, aunque esa percepción dependa de qué lado hayas caído: del de los ricos o los pobres, los mexicanos o los americanos, los españoles o los catalanes… Tras dejar atrás el paisaje del año que se despide, buscaremos un horizonte en el 2018 que nos sirva de acicate, de zanahoria al final del palo, para coger impulso. Pero ¿qué es, si no, el horizonte?, ¿un límite visual, un efecto óptico? “El horizonte está en los ojos y no en la realidad”, decía sabiamente Ángel Ganivet. Igual que los recuerdos, igual que las fronteras.
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27 de diciembre de 2017
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Juanita y Ramón

Cada Navidad, después de comer, con el mantel mojado de cava y un reguero de migas del turrón de Alicante, ella abría la caja de los habanos y él escogía uno, entre la avidez y el cálculo. Los niños esperábamos con ansia la vitola, el colorido anillo de papel que garantizaba su procedencia, y luego nos quedábamos embobados mirando como Juanita desvirgaba el puro: mascaba las hojas quebradas del tabaco en su boca, ensalivaba lo justo, y cuando ya estaba listo, lo encendía con una mecha alta y anaranjada. Tras aspirar dos caladas, se lo pasaba a Ramón, goloso del humo que saborearía en boca, y tras las primeras volutas redondas, él echaba la espalda hacia atrás y el mundo se convertía un lugar de mayores que algún día también sería nuestro. Era entonces cuando Ramón y Juanita se cogían la mano, igual que una pareja de jóvenes. Fue nuestra primera lección de amor y resistencia. Habían pasado una guerra: mataron a los suyos en la cuneta, soportaron nieblas espesas, la cárcel, el hambre, los estraperlos para sobrevivir. Y aun y así, ella nunca abandonó la belleza, los versos que escribía de joven, la idea de la felicidad al alcance de la mano, como esas cajas de galletas variadas que eran su festín. Él fue soltando los lastres que tanto había glorificado y redujo su vida a dos actividades diarias: tocar el piano y criar conejos; ella, que siendo madre numerosa tuvo criadas y cocinera, se pasaba la mañana barriendo. Me costaba comprender por qué lo hacía sin descanso, hasta que mi madre me descubrió su treta: “Es su manera de escuchar el piano”. Nosotros vivíamos en el segundo piso, ellos en el primero. Cuando me enfadaba con mis padres, me refugiaba en su comedor ante su regocijo. Por supuesto, siempre me daban la razón, me ponían el plato de la cena y, en una ocasión, ya jovencita, mi abuela me llamó en secreto a su cuarto, abrió un cajón y sacó un paquete de Winston: “Te lo traje de Andorra, ¡pero no te vicies, eh!”. Cuando celebraron las bodas de oro asistimos a una misa en una pequeña capilla; al terminar, él fue hacia el órgano y se agarró al bolero ante Cristo y su amada: “Solamente una vez”…
Recuerdo otra ocasión en que regresamos de viaje antes de hora, y me los encontré bebiendo una botella de champán y desenvolviendo el surtido de galletas Cuétara como unos abuelos traviesos. Ramón había tenido siete vidas, accidentes y reveses. Juanita, que había estudiado con las monjas dibujo y literatura, era diabética. Sólo le tenía miedo al fuego. Nos instruyó a mojar los ceniceros antes de vaciarlos en la basura. Leían el periódico con lupa. Ella a veces le decía: “Por qué no tocas un tango…”. Hace demasiados años que ya no se sientan a comer con nosotros en Navidad, que no escuchamos en su piano a Piazzolla o el Ave María de Schubert, sin embargo permanece intacta aquella escena de amor que no he vuelto a ver en mi vida: cuando ella le encendía su habano.
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26 de diciembre de 2017
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Carmenismo y poesía

Poetas que huyen de la marginación romántica.Conducen, corren, hacen cola, tienen hijos, besan, toman cañas, escriben sin respiraciones lentas. Hubo un recital sabatino de puente aéreo en la Residencia de estudiantes de Madrid, ese lugar al que siempre hay que regresar para entender quienes fueron los primeros modernos. Joan Margarit y Luis García Montero leyeron sus versos en catalán y castellano. Luego lo replicarían en Barcelona. Hay que vivir para escribir: la suya es una poética de la experiencia. Los presentó el profesor y crítico Jordi Gracia: “Son poetas líricos que van más allá de sus desasosiegos privados e inquietudes íntimas; en ellos hay un intento de comprender la realidad pública, de solidaridad y reacción ante los cambios”. Y alertó acerca de la actual desubicación social y política de García Montero, y de la herida que no cierra, la de estar vivo, del gran Margarit. En uno de sus últimos poemas –perteneciente a “Un hivern fascinant” (Proa)/ “Un invierno asombroso” (Visor), curiosa traducción del adjetivo–,recuerda a su abuela meando de pie, abriendo las piernas bajo las faldas: “Fue ella quien me enseñó que el amor es/ claridad y dureza al mismo tiempo,/ que sin coraje nadie puede amar/ No era literatura: no sabia leer”. Entre el público, Juan Cruz, Ángel Gabilondo, Basilio Baltasar, Almudena Grandes, Julio Rodríguez –ex Jemad y ahora Secretario General de Podemos Madrid– o Alicia Gómez-Navaro, directora de la Residencia, aplaudieron el aforismo de Margarit: “la libertad es una librería”. Y en pleno clima electoral, se evocó el diálogo progresista español, y también al agitador Ángel González, del que su hijo literario, García Montero, recordó que “conviene aprender a perder para no darse nunca por vencido”.
 
Manuela Carmena debe de hacer suyo este mantra. En su gobierno totum revolutum la batalla es continua. Madrid está dividido entre los que están con la alcaldesa y se tronchan con la parodia que Joaquín Reyes hizo de ella esta semana en El Intermedio –“Soy Carmena, jueza importadora de la democracia, alcaldesa y abuela de todos los madrileños, incluida Esperanza Aguirre”–, y aquellos que no pueden ni verla pero fingen respetarla –“ella es una buena mujer, pero tiene a su alrededor a un equipo de radicales ineptos”, argumentan–. El pasado lunes, destituyó al responsable del Área de Economía y Hacienda, Carlos Sánchez Mato, después de que el edil, que lideró la bronca con el ministro Cristóbal Montoro a santo de la intervención de las cuentas del consistorio de la capital, anunciara que no apoyaría el plan de ajuste municipal. “No puedo permitir que el edil de Hacienda no apoye su propia propuesta”, razonó Carmena al comunicar uno de esos movimientos de ajedrez político que no dejan contentos ni a propios ni a extraños. En su lugar nombró a Jorge García Castaño, hoy en día errejonista y fiel servidor de la alcaldesa, pero vinculado desde su militancia universitaria a IU. Su designación consolida el ascendente de Podemos dentro del gobierno municipal, y, al mismo tiempo, refuerza su control sobre dicha concejalía, clave en el futuro del proyecto que encabeza, si es que por fin anuncia su candidatura a las elecciones municipales de 2019 y logra revalidar el cargo. Cierto es que la crisis que Carmena tiene sobre la mesa, con ocho ediles que se revuelven contra ella, parece sacada de un drama shakespeariano, pero no debemos olvidar que la ex jueza ha conseguido romper con aquella desencantada definición de Paul Valéry de la política: “el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que le atañe”. Es decir: de desactivar a jóvenes tan ambiciosos como amateurs.
 
Podríamos recomendarle el mantra del poeta a otra madrileña de pro afín al carmenismo, la reina de la Puerta del Sol: Cristina Pedroche. La celebrity vallecana encarna, junto a su marido, el cocinero David Muñoz, el populismo con chándal de táctel –“el traje regional de Vallecas”, como le dijo al Gran Wyoming ante la indignación de muchos de sus vecinos­–. Mimada por las marcas de medio pelo, e imagen del perfume Sex Symbol, ahora se prepara para dar de nuevo las campanadas “He construido un evento. Ahora no es sólo comerse las uvas, es criticarme para bien o para mal”, ha asegurado, añadiendo que se vestirá como le dé la gana.
En cambio, en los rastrillos benéficos propios estas fechas, el de Nuevo Futuro, con la infanta Pilar y su hija Simoneta Gómez-Acebo a la cabeza, o el de Carmen Lomana, las señoras visten a medio camino entre la burguesía vallisoletana de toda la vida y la chaqueta típica de Bavaria. Revolver, comparar, curiosear, enredar… un mercadillo, decía Dubravka Ugrešić, es la lección más breve y eficaz sobre la vida humana: “una sesión de psicoterapia, un encuentro delirante con uno mismo”. No le falta razón. En los mercadillos navideños, la cursilería es bienvenida en forma de delantales de dama solidaria, cachivaches dorados, zambomba y jarana almendrada, además de ese hilo musical navideño que se repite año tras año, y que a nadie le parece mal. 
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23 de diciembre de 2017
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El Boomeran(g)
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