Luna nueva
De pequeña quería ser farmacéutica, envolver los medicamentos con aquellos gestos rápidos, sin apenas mirar, y saber de todos los males. Hasta que cayó en mis manos un libro del Círculo de Lectores: Tiempo de nacer, tiempo de morir, del Dr. Christiaan Barnard, un dramón que narraba una pasión amorosa y al tiempo una historia médica. Barnard, autor del primer trasplante de corazón, era bronceado, lántropo y escribía libros. Yo quería ser él, en mujer. Hasta que tropecé con las matemáticas y me convertí en estudiante de letras. Es curioso, porque nunca fantaseé con ser plumilla como los de Luna Nueva, en la que los reporteros de sucesos trataban a su única colega femenina, la deliciosa Rosalind Russell, entre la condescendencia y la burla. No quise ser periodista, me hice. Estudiaba Filología, y empecé a trabajar en un periódico. Se hacía casi a mano; aún existían las linotipias, que mis amigas confundían con las lipotimias. Y sin épica, como si el destino me saliera al paso con una máquina de escribir, el periodismo se instaló en mi vida y en mi estómago como una helicobacter pylori, hasta convertirse en un marido vigoroso.
En las primeras redacciones que pisé siempre había mujeres, excelentes profesionales que nunca pasaron de jefa de sección. Estaba de moda repetir aquello de “hay que feminizar la prensa”, pero la cuota de informaciones protagonizadas por ellas era ínfima, y solo cabía en las páginas de sucesos o de espectáculos. Me considero afortunada: he asistido a una transición de los medios, no solo la digital. Por entonces, la violencia de género era tratada como “crimen pasional”, cosas del querer, del amor y los celos. La representación de lo femenino, y ahí están las hemerotecas, resultaba marginal y ociosa, ridícula y estereotipada. Y también he presenciado una congelación del liderazgo femenino. ¿Por qué las mujeres no son directoras de periódico? En este número recordamos la historia de Katharine Graham, a propósito del estreno de Los archivos del Pentágono, y como a afirma Montserrat Domínguez, directora del Huffington Post: “Ser mujer y aceptar un puesto directivo en entornos tan masculinizados es sólo para valientes. Entiendo que muchas mujeres lo rechacen porque, además de asumir las responsabilidades del cargo, hay que contar con el plus de desdén, machismo y condescendencia”.
Existe una cultura paternalista, cargada de superioridad, además del café, copa y puro, que sigue dominando los medios. Hace poco, Gloria Lomana, que fue una de las primeras directoras de informativos en televisión, contaba que en su despacho no se permitía tener las fotos de sus hijos. No podía ceder en ningún detalle que la debilitara acordonada por un tronío varonil. Las Katharine Graham, Barbara Walters, Oriana Fallaci, Joan Didion, Jill Abramson, Carmen de Burgos, Rosa Montero, Victoria Prego o Soledad Gallego-Díaz han ocupado la primera la de la prensa. Algunas renunciaron a la tarea de dirigir. Otras salieron corriendo. Pero sin su versión del mundo, sin su compromiso con la verdad, el periodismo que se hace hoy sería muchísimo peor.