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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Cuerpos de desfile

Cuando los operarios levantan el plástico de la línea que delimita la pasarela, los fotógrafos preparan el flash y se hace el silencio. Serán sólo quince, veinte minutos, igual que un polvo rápido que deje ganas de más e impida que asome el delantal del aburrimiento. El desfile de moda, por mucho que hayan intentado buscarle sustitutos, es un formato tan ­vigente como el primer día, cuando lo inventó Worth, hace más de un siglo. Consiste en una secuencia repetitiva, un ir y venir efímero: se va una modelo y entra otra, y así hasta cincuenta salidas que o bien hacen caer el párpado o asombran al ojo.
La redactora de moda llega a Nueva York, París o Milán con su ropa negra, su abrigo camel y sus gafas de sol vistosas. En la recepción del hotel le guardan las invitaciones, y a veces la miran con cierta envidia. “Oh Dior, c’est belle!”, suspira la chica de conserjería al entregar el sobre. Ya en la habitación, la redactora se descalza, extiende sobre la cama las entradas y suspira. Suele faltarle la más importante, y está dispuesta a pelearla. A descubrir si alguien le ha escamoteado el pase o si este año ha sido descartada. No se imaginan la cantidad de público que aguarda fuera para ver si una varita mágica los conduce hacia dentro.
En los fashion shows la gente se viste mucho más que para ir a la ópera o a una boda. Se trata de llamar la atención, de crear tendencia al otro lado de la pasarela. El paseíllo de egos es cómico y produce hartura, igual que las ­influencers haciéndole monerías a la ­cámara, o las viejas editoras esfor­zándose por mantener su silla. Existe un acuerdo tácito por el que cada desfile empieza con media ­hora de retraso. El público profesional es una tribu muy señalada que va en ­peregrinación y que, cuando aguarda la espera en su asiento, se refugia en la pantalla del smartphone a fin de no tener que dar conversación a nadie.
Resulta asombroso que en menos de veinte años el mundo haya cambiado tanto mientras, en un sector tan vanguardista e insatisfecho como la moda, el desfile continúa siendo la fórmula elegida por diseñadores y multinacionales para mostrar sus colecciones al mundo. Pero algo sí ha cambiado: la vigilancia a la diversidad en los castings. Según las recientes conclusiones de un estudio del portal The Fashion Spot, únicamente los de Nueva York consiguen el aprobado al incluir a modelos transgénero, de diferentes razas, tallas y edades. Esos quince minutos orquestados para que las modelos caminen sobre la nada siguen cargados de significado. Lo que no desfila no existe, lo que no se muestra no es visible. Y la declinación de la belleza en plural urge más que la necesidad de crear deseo, de ponerle rostro a la felicidad que se escapa.
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10 de abril de 2019
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Caminantes con camino

Andamos más que nunca, aunque no vayamos a ninguna parte. Andamos para salvarnos, para alargar la vida produciendo endorfinas y luchando contra el colesterol. Contamos nuestros pasos gracias a las aplicaciones que se ocupan de registrar los kilómetros que recorremos al día o nos proponen rutas aleatorias. Ayer, cuatro pisos y 7.000 pasos, marcaba la mía. Da gusto que te informen de tus pisadas. Nunca se me hubiera ocurrido registrarlas, pero vivimos en una era de cálculo que introduce nuestras vidas en hojas de Excel. Todo se contabiliza: las horas de sueño, las calorías consumidas, los gigas de memoria ocupados... Las mediciones de nuestros hábitos más sencillos se han impuesto gracias a la tecnología de bolsillo, pues traen implícitas promesas de redención. Nos atamos a ellas, nuevos cordones umbilicales que nos hacen sentir mejores. La actual ideología del bienestar ha alertado del sedentarismo como principio del mal, y cada vez son más los andarines urbanos que recuperan un hábito propio de nuestros ociosos antepasados: pasear.
En el libro ilustrado Mujeres que pisan fuerte (Maeva), su autora, Karin Sagner, entiende el paseo como estado de transición y de observación. En su día, Baudelaire negó la existencia de flâneuses, ya que física y moralmente las mujeres no tenían la libertad de los hombres para acceder a las calles de la ciudad, al verse reducidas a objeto de la mirada de los caballeros paseantes. Aún a principios del siglo pasado una mujer sola en la calle no era sino una prostituta. ¿Y qué es entonces una flâneuse? Aquella que no sólo contempla, sino también participa, que se detiene en los detalles y amplía la mirada; Virginia Woolf, siempre precisa, expresó la diferencia en una carta a una amiga: “Deambular, contemplar, olfatear… Hay un modo de caminar que busca descubrir más que llegar a un sitio”.
Desde el ancho de las aceras hasta los nombres de las calles, el urbanismo no ha sido concebido desde una perspectiva inclusiva ni mucho menos feminista. Y, a pesar de que las mujeres avancen con pasos firmes, el miedo persiste entre las caminantes solitarias que no pueden abandonarse al ensueño y deben velar por su seguridad. Caminar es descubrir. Bien lo resumió Walter Benjamin: “Caminar sin rumbo, deambular y perderse en la multitud es la forma de empezar a encontrar nuevos rumbos”.
Desde hace unos años, la venta de zapatos de tacón cae progresivamente. En la pasarela apenas se ven. Según un estudio de la consultora de mercado NPD Group, el año pasado bajó un 12%, mientras la de zapatillas deportivas creció un 37%. El zapato ha mutado su carga fetichista, y en verdad parece una secreta venganza: chanclas, crocs, cuñas, tacones cuadrados o bailarinas sustituyen a los stilettos. Coincide con un tiempo en que las mujeres se calzan las deportivas para avanzar en el espacio público que les había estado vedado. Caminar es descubrir, pero también resistir.
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8 de abril de 2019
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Un Papa sin móvil

Países que venden armas, como España, y claman a todo pulmón por la paz en el mundo. Católicos de misa dominical que abominan del extranjero que no tiene adónde ir ni adónde regresar, pero al que esclavizan porque acepta hacer el trabajo que ya nadie tolera por dignidad. Jóvenes engañadas que conforman ese monstruo invisible llamado trata, repudiadas por los suyos y marcadas de por vida en el ­viejo-nuevo mundo.
Muertos escondidos en las cunetas, no vaya a ser que aún caminen. Un buque de piratas buenos que rescatan a náufragos, Open Arms, retenido por un Gobierno ­socialista, y aplaudido por hombres y mujeres que a la noche descorchan una botella de vino en sus casas. El papa Francisco denunció con firmeza –en ese gran documento periodístico que consiguió Jordi Évole– la cadena de injusticias que reducen ese artefacto llamado sociedad a un vertedero de hipocresía. Actores de un tiempo desnudo de compasión –“el mundo se ha olvidado de llorar”, afirmó– que han sustituido los verdaderos valores por el cumplimiento de cuatro liturgias. Y el amor a sí mismos por el amor al prójimo. Nunca antes se había escuchado un discurso tan socialmente pro­gresista en boca de un líder espiritual de Occidente.
Un Papa rojo, corrieron a llamarle algunos con efecto mediático. “Excepto en la homosexualidad y el feminismo, parece Pablo Iglesias con sotana”, decían en las redes. La programación quiso que fueran de seguido en La Sexta: 61.000 tuits el Papa, 65.000 Pablo Iglesias. Bergoglio se refugió en la hermenéutica para explicar la doble moral que regía entre los curas y las familias que durante siglos abusaron de menores y lo consintieron bajo la omertà. Y el dogma relució en sus palabras cuando se tocaron asuntos referentes a sexo y género. También se mostró sesgado en los lugares comunes que avivan el estigma de lo raro cuando las sonoras cuentas de los obispos y sacerdotes depredadores merecería una reflexión sobre la sexualidad reprimida y la pederastia como perversa consecuencia.
Con todo, Francisco es una rara avis en la jerarquía eclesiástica. Un hombre sencillo, sin móvil ni papamóvil, que no calza los zapatos rojos de Sumo Pontífice ni el anillo del Pescador de oro (el suyo es de plata dorada). Y que no escatima en críticas a la actual tendencia de los medios hacia la coprofilia, “el amor por la caca”, en sus propias palabras. Estamos rodeados de titulares de basurero, noticias construidas tan sólo para descalificar y destruir al contrario. En España, el ministro Marlaksa asegura que ya se han drenado las cloacas del Estado. Pero persiste un tufillo que va y viene, entreteniéndonos con sus bajezas para que no calibremos la magnitud de tanta injusticia en un mundo que se ha olvidado de llorar.
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3 de abril de 2019
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En manos de Robocop

Deslizo el pasaporte electrónico por el lector y miro obediente a la cámara con los ojos bien abiertos, esperando el clic de la foto. La máquina sustituye al policía. Ya no interactúas con él. No sientes que te atisba prevenido, ¿o responsable?, ni te pregunta por el motivo del viaje en ese diálogo torpón en el que debes validar tu presunta inocencia y poner cara de turista. Pero algo falla. La barrera de metacrilato se bloquea y se requiere una presencia humana a fin de resetear la frontera electrónica. Entras a un país sin ser interpelado por una persona, y esto podría ser una ventaja, aunque me pregunto si hay más probabilidades de error en la inteligencia humana o en la artificial.
No los vemos a diario, pero no sólo se han introducido en las cadenas de producción de las fábricas y en los hospitales. Sueldan, cortan, descargan, atornillan, ayudan a las tareas más repetitivas, operan en el quirófano. Exponentes de una tecnología que, en positivo, contribuye a que desaparezcan trabajos de parias, pero que en negativo aspira a sustituir el calor humano imitándolo tan precisamente como sea posible.
Nos llegan noticias de androides cada vez más humanizados. En el pasado Mobile World Congress presentaron a Sophia, capaz de apoyar sus reflexiones con gestos emocionales. “Un robot ­podrá ganarle una partida de ajedrez a un humano, pero no competir con él contando un chiste”, me cuenta Sergio Martín, que en el 2015 lanzó YuMi –contracción spanglish de you –, el único robot del mundo verdaderamente colaborativo. De doble brazo, y sin ­cabeza.
Me desahogo con el superingeniero de ABB Robotics & Move, suspirando ante la idea de la vejez que nos aguarda, asistidos por robotitos que bien podrían acabar fulminantemente con nosotros. “Ya no están enjaulados, antes eran ­peligrosos porque no eran conscientes de su entorno y se movían con velocidad”, cuenta. Me angustio más aún. Y Martín insiste en su falta de empatía, sensibilidad, sentido de la justicia o capacidad de amar. “Tenemos que hablar siempre de un entorno de colaboración, no de sustitución”.
A pesar de que más de 200 expertos de catorce países pidieron por carta a la Comisión Europea que repensara el proyecto, es probable que pronto existan dos clases de personas: las humanas y las electrónicas. Según la resolución sobre las reglas de derecho civil de robótica aprobada por el Parlamento Europeo en el 2016, se admite otorgar “personalidad” a los robots. Y se habla de derechos. Hay controversia. Bill Gates ha propuesto que paguen impuestos; y Elon Musk alerta de aquellos concebidos como armas autónomas. En unos tiempos en los que las distopías son tan gratas y populares, no deberíamos olvidar que algo trascendente ocurre cuando se utiliza tanto la palabra inteligencia como atributo de teléfonos, edificios y ahora de artificios que, según los agoreros, en veinte años serán mil millones de veces más capaces que nosotros.
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1 de abril de 2019
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Señora Derecha

O es fenomenal, estupendo y bárbaro, o es lo peor de lo ­peor. La cara lavada con jabón de avena, la compra en Mercadona con shopping bag imitación de Goyard o Hermès, encargados a un subsahariano en Marbella: “Es un chaval muy majo, ¿eh? Un moreno. Se lo pides, y a los tres días te lo trae envuelto a la playa..., pero todo secreto, ¿eh? ¡Parece que estés comprando droga!” (señora sonriente con un ejemplar falso de Birkin en la calle Corazón de María). El despilfarro siempre ha sido algo de muy mal gusto entre las familias bien, aunque muchas votantes del PP que moran en el norte de Madrid sacan cada invierno los visones a pasear. Eso sí, cada vez más precavidas para que no se los rocíen con espray.
Sus hijas treintañeras son más discretas, con sus coletas flojas y sus Converse All Star, pero no esconden un permanente mohín de fastidio. Trajinan con dos, tres hijos, la familia entendida como estatus, los días cortos, las noches largas. En su casa les enseñaron que “ser de derechas es más majo que las pesetas”, y han ido aceptando la diversidad a golpe de conveniencia –o exotismo–, pero siguen convencidos de perpetuar el cruce endogámico de buenos apellidos. Hay chicas de derechas chisposas, ligonas, o incluso avinagradas que un día se quitan una piel acorchada, se convierten en artistas, se casan con otra mujer y les cambia el rictus.
En los partidos de derechas arrasan las mujeres alfa, aunque en ninguno de ellos exista paridad, porque rechazan el sistema de cuotas. Las hay que sostienen que si no hay más jefas es porque a las mujeres biológicamente les va más el perfil bajo. En el patrón de corte, no son inseguras, ni les persigue el síndrome de la impostora, tampoco acusan la brecha laboral, ni se quejan por los equilibrios de la conciliación, y afirman que nunca han sido mandadas por ellos. Y que ­mucho menos lo serán por una pandilla de feministas vergonzosas. Ignoro qué quieren demostrar con su rechazo a los movimientos igualitarios que, en apenas dos años, han creado más conciencia y bibliografía que nunca. ¿Que están más dotadas que el resto? ¿Que a ellas siempre las han tratado como personas, más allá de su condición sexual?
No saben cuánto celebro que no hayan padecido violencias ni maledicencias, que cobren igual o más que ellos, que no sean estigmatizadas –y despe­didas– por reducir su jornada laboral, que se hayan repartido la crianza y la educación de sus hijos con sus parejas, y que sobre ellas no hayan caído rayos y truenos obligándolas a postergar sus sueños. Con todo, no deberían desentenderse de aquellas que aún van en el furgón de cola, porque si no, ¿qué sentido tiene su liderazgo?
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27 de marzo de 2019
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Del lazo al bucle

Nunca me gustaron los lazos, aunque saber atarse los cordones de los zapatos represente un rito de pasaje para pequeños y ancianos. Ni lacitos en la cabeza con los que se repeina a las niñas flor, ni mucho menos en la cintura, presentándolas en forma de regalo a punto de desenvolver. Los lazos, tan fantasiosos como innecesarios, me han producido alipori porque subrayan la condición relamida de adorno. Cuando nuestras antepasadas portaban con pesadumbre miriñaques y corsés, se las llenaba de lazos en el cuello y las enaguas por si alguien no se había enterado de que no eran más que un objeto decorativo. De terciopelo o de seda, ya las damas de la corte de Luis XVI los reemplazaron por broches, que expresaban su grado de influencia.
El lazo surge de una banda que se anuda juntando dos extremos y creando dos óvalos, y si bien altera la forma original no tiene por qué unir cabos, igual que una declaración de amor a uno mismo. Tras la irrupción del sida, el símbolo del lazo rojo se extendió como proclama visible para crear conciencia y desengrasar tabúes; desde entonces, sus circunstancias y colores han ido mutando para adscribirse a cada causa. Pero hay lazos con vocación de bucle que cronifican su naturaleza de enredo y nos condenan a la repetición. Habría que preguntarse qué valor tienen tanto la defensa como el repudio de los lazos amarillos. Por qué los líderes políticos, en lugar de actuar contra el florecimiento de las casas de apuestas que captan a los jóvenes, el aumento del consumo de opiáceos, las manadas cobardes y abyectas que ahora violan en grupo o las listas de espera tercermundistas, enquistan el conflicto de los lazos, empeñados unos en ponerlos y otros en quitarlos, evidenciando que nosotros somos los otros para los demás, y que incluso podemos llegar a serlo de nosotros mismos.
Vivimos una actualidad de cartón piedra que entierra los verdaderos problemas que padecen las personas reales, cada vez más exhaustas ante los lazos amarillos, el Brexit que llega y no llega, convirtiendo a los británicos en europeos de postín, o la crisis venezolana, con Guaidó reconocido por medio mundo, mientras la otra mitad ayuda a Maduro, bien instalado en el trono bolivariano, a mantener el bastón de mando. Subyace una pusilánime filosofía de fondo: dejar que los asuntos se resuelvan por sí mismos, permitir que entren en bucle para que la provisionalidad se convierta en tendencia. No se cortan las hemorragias, todo lo contrario: se dejan abiertas heridas que vacían de sentido la resolución y la responsabilidad. La política se ralentiza, se atasca, entra en loop, y vamos envejeciendo con la sensación de una partida infinita, saliendo y regresando a la misma casilla, porque toda negociación parece siempre infértil al haberse fulminado el fair play de la escena, ahora encabronada en un bucle amarillo casi negro.
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25 de marzo de 2019
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El largo bostezo

Ella tiene 76 años y aún quiere bailar. Le salió pretendiente, y lo primero que pensó fue en los boleros que podrían arrancarse juntos. Estaba algo acomplejada porque tiene dos años menos que él y se creía demasiado vieja. La coquetería es uno de los mayores logros de la autopercepción, tanto en mujeres como en hombres. “Parece más viejo que yo”, me dijo mi amiga tras preguntarle sobre el primer encuentro, aún con el agradable sabor de la novedad que al cabo de una semana se había gastado del todo. “Me aburre”, me confesó entonces. Porque aquel hombre apenas guerreaba con curiosidad o conversación, y no tenía piernas para bailar ni ojos para guiñar. Sólo quería que alguien le preparara la cena cada noche con el telediario encendido.
El tedio consiste en una de las anomalías más graves que nos inhiben y marchitan nuestros días. A menudo lo producimos nosotros mismos, y por ello buscamos estímulos que lo neutralicen. Pero al interés hay que amaestrarlo, igual que al espíritu hay que regarlo de endorfinas. El psicoanálisis sostuvo que el aburrimiento se debía a un deseo inconsciente incumplido. Sartre –mucho más olvidado hoy que su pareja, Simone de Beauvoir– lo entendió como una ­paradójica crisis filosófica: “Surge donde hay demasiado y, al mismo tiempo, no hay suficiente”; y para Schopenhauer, reflejaba el vacío profundo de nuestra existencia. Lo opuesto es lo excitante, algo que nos gustaría colonizar permanentemente. Pero, tras una jornada expuestos a incesantes tareas, ruidos urbanos, gestiones, compras y niños, ansiamos esa llanura insípida que representa la hora ociosa. Y, así, todos somos responsables de nuestra apatía.
Un paréntesis de atención, la distorsión entre el ideal perseguido y lo que la vida nos ofrece, la falta de motivación e incluso el silencio o la calma, todo esto produce para algunos una sensación definida como cansancio del ánimo. Uno de nuestros más lúcidos intelectuales, el filósofo Javier Gomá, habla de “la enfermedad del aburrimiento” como de una de las pandemias del siglo XXI, y la conecta con la política, tan ­alejada hoy de la ciudadanía. Y aún va un paso más allá, para salir de las ca­sillas marcadas: “Nos inventamos la ­polarización, las pasiones políticas, la crispación”.
Cabría preguntarse qué nos pasa cuando dejamos de imaginar, un verbo capaz de plantarle cara a una de las averías de este siglo que contribuyen al aumento de las adicciones y de la depresión. Pero el nuevo aburrimiento tiene además otro componente: el déficit de relaciones humanas en una época en la que ya no nos olemos ni tocamos y sólo nos vemos a través de la pantalla, cada vez más huérfanos de piel.
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20 de marzo de 2019
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Infarto

Nunca es previsible un infarto, por mucho que utilicemos el término cuando esperamos ansiosos una noticia o aguardamos un desenlace. “Una final de infarto”, dice el locutor jugueteando con el exceso de tensión contenida y la incertidumbre ante el resultado. E incluso utilizamos la adjetivación para glorificar una compra o un paisaje que sobrepasan lo imaginado.
Pero el paro cardiaco carece de poesía. Súbito, veloz, seco, se presenta allí donde no se le aguarda, siempre a deshora, sofocando el pecho y bañando las manos de un sudor helado. Las dos veces que lo he visto de cerca, en personas queridas, no hubo sombra anticipatoria. Recuerdo la conmoción que me produjo el pecho quemado y resucitado, aquel olor a chamusquina en la UVI; también la imagen mental de un corazón necrosado a medias que de repente, tras varios cateterismos, angioplastias y stents, reacciona de nuevo. Me lo enseñó hace años el doctor Valentín Fuster en el Mount Sinai, junto a unos enfermeros indios que contemplaban en el monitor cómo el órgano volvía a bombear con plenitud e iba aumentado el vigor del latido. Fue una experiencia espiritual.
Aprendimos a vivir con y sin freno ahuyentando la idea de la muerte, ese fin inexorable y al mismo tiempo ajeno, en lugar de considerar que forma parte de nuestra condición humana. No queremos intuir su reflejo, aunque los más aprensivos tememos que pretenda alternar con nuestra tos o nuestra fiebre. En España, el infarto produce menos miedo que el cáncer, las enfermedades degenerativas o el ictus, según una encuesta de la farmacéutica AstraZeneca, a pesar de que un tercio de quienes lo sufren fallecen en el acto. ¿De qué sirve tener más o menor temor si solemos vivir de espaldas al propio fin?
Hace unos días murió una compañera, la redactora jefa de S Moda, Mar Moreno, a causa de un infarto agudo de miocardio. Sólo tenía 44 años e, igual que la mayoría de los que nos dedicamos a este oficio, había trajinado con multitud de planillos y sumarios, titulares y destacados, además de remaquetar en páginas sencillas, corregir ferros y esperar el primer ejemplar horneado en la imprenta. Jornadas intensas en busca del mejor contenido para sus lectores, esa vocación que distingue a los convencidos. “La vida cambia en un instante”, escribía la mejor relatora del duelo, ­Joan Didion, aunque para muchos siga siendo la de cada día. Débora Vilaboa, experta odontóloga, me recordaba que los periodistas acostumbramos a tener mala boca y nos cargamos la dentadura con nuestra vida de infarto. Eso era antes, le digo, gente de mal vivir que bebía y fumaba al teclado, porque ahora todos corremos, bebemos zumos detox, hacemos yoga y pensamos que somos capaces de controlar nuestros días mientras el tiempo corre sin contemplaciones.
Ha muerto una periodista de una ­redacción vecina y en la nuestra nos ­hemos quitado el sombrero sintiéndonos parte del mismo todo: criaturas que indagamos sobre el futuro, excepto el nuestro.
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18 de marzo de 2019
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Trabajosos

Para los jóvenes recién licenciados, empezar a trabajar equivale a romper el cascarón y sentirse identificados con aquel patito feo de sus cuentos de niños, aún lejos de convertirse en cisne. No se reflejan con nitidez en la mirada de los otros, que apenas reparan en ellos cuando dejan en el suelo su mochila de ­becario y se lían un cigarrillo para bajar a fumar al sol.
Ignoran cómo podrán ganarse la vida; los que tienen un sueldo cobran apenas 400 euros por una media jornada en la que se sienten medio inútiles, conserjes sin puerta ni llaves a quienes los séniors piden un café, perpetuando bilateralmente el sistema de escalafones, pues a veces son ellos mismos quienes se ofrecen a traer unos capuchinos. Disimulan un miedo deforme, oceánico, lento. ¿Qué será de ellos en una sociedad donde la cultura del trabajo se ha devaluado como norte? El laborismo entendido como una manera de hallar sentido y músculo a la vida ha sido enterrado. Los jóvenes milénicos han visto como sus mayores ejercen de equilibristas sin dejar de repetir que están agotados. A ellos los recargaban, a su vez, de actividades extraescolares para tenerlos igual de ocupados, pero no cuajó el piano ni el ballet, delirios paternales que auguraban una sucesión de metas abandonadas.
Acaso los becarios que buscan su oportunidad no serán nadie hasta el día en que esté de baja un compañero y desempeñen su función incluso mejor que él. Un golpe de suerte. Una moneda al aire. El paro sigue golpeando a los veinteañeros –un 30% en España–, no obstante, no salen de la universidad hasta el cuello de deudas, y esa es una de las grandes victorias de la socialdemocracia respecto al despechugue neoliberal. En Estados Unidos, el déficit de los estudiantes con las financieras que subvencionan sus carreras ha crecido cerca de un billón americano. Los testimonios de los chavales que viven sin techo en alguno de los veintitrés campus de la Universidad Estatal de California tumban cualquier principio de dignidad humana. Homeless universitarios que duermen en sus coches, se duchan en el gimnasio y guardan el cepillo de dientes y las mudas en taquillas como las de la Humboldt, conocida como la universidad del hambre.
Su prioridad vital hoy, más que un amor o una familia de película, es tener un trabajo que disfruten. Los denominados salarios emocionales de empresas que acortan la brecha entre la identidad profesional y personal. Más allá de ofrecer guarderías y chill outs en la azotea, estas se rigen por la motivación, el intercambio de conocimientos y alentar el talento, la única forma –además de transformarse en cisnes– de ­aumentar la exigua productividad nacional.
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13 de marzo de 2019
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Ni perras ni bichas

Se acuerdan de Lorena Bobbitt y del impacto que produjo en el imaginario colectivo su cuchillo enfebrecido? Ocurría en 1993, en un apartamento humilde en el que Lorena (Gallode de soltera) soportaba a diario las borracheras de John, un exmarine que la maltrataba repetidamente. El caso fue motivo de chanza en todos los idiomas. El trozo de miembro en una bolsa de plástico, dispuesto para serle injertado, protagonizó un serial de interés público y urológico. Los hombres cerraban los ojos angustiados por lo que entrañaba aquella venganza: ¿y si las mujeres empezaban a cercenar falos con jamoneros a modo de protesta? Al principio, la opinión general se posicionó del lado del John, hasta que se conoció la terrible historia de aquella mujer –Amazon acaba de estrenar un documental sobre el caso–. Tras 45 días de ingreso psiquiátrico, ella fue absuelta. Bobbit se hizo actor porno.
Eran tiempos en los que Madonna cantaba con los pechos al aire, aunque la violencia contra las mujeres se saldaba con una multa a precio de menú del día. Al humorista Miguel Gila se le reía este chiste en los sofás tresillo: “Acabo de matar a mi mujer y no sé si he hecho bien o mal”. Un político vasco, Jesús Eguiguren, era arrestado durante 17 días por haber causado múltiples golpes y heridas en el cuero cabelludo a su mujer, quien días después lo eximía del delito asegurando que se había caído por la escalera. Los varones españoles, a la cola de Europa junto con los italianos, dedicaban 30 minutos a las tareas domésticas.
En la América de Clinton se sucedían casos de mujeres que nunca quisieron estar en el ojo del huracán, pero a las que el roce con la sexualidad poderosa las estigmatizó de por vida. Con cuánta crueldad se trató a Monica Lewinsky, que nunca levantó cabeza, mancillada y despreciada; lo último que he leído acerca de ella es que suplica el perdón de Hillary. “¿Por qué las recordamos como perras y no como víctimas del sexismo?”, se pregunta Allison Yarrok, autora de un ensayo sobre los años noventa, cuando bitch rimaba con rich y todo lo excesivo y sexualizado vendía. El marketing del poder femenino parecía halagador, sin embargo resultaba tramposo al enfundar al estereotipo de mujer ambiciosa en unos drapeados salvajes con los que difícilmente podía sentarse en una mesa de trabajo.
En estas tres décadas, las mujeres han ido despojándose de atributos simbólicos y se han calzado las zapatillas para ocupar el espacio público que les había sido negado. También han redefinido la feminidad, un concepto secuestrado por el constructo patriarcal que había envejecido muy mal. El pasado 8-M las mujeres –y muchos hombres– demostraron por segundo año consecutivo que su fuerza es determinante en el nuevo orden político-social. El feminismo ha logrado salir de los márgenes para devenir el pulmón de la sociedad, por mucho que le busquen adjetivos que amortigüen su pujanza, tan imparable como innegociable.
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11 de marzo de 2019
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