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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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¡Ay nostálgia!

Cuántas veces te dijiste: qué dichosa sería si tuviese una llanura de tiempo para demorarme y explorar viejos papeles, ordenar libros, y eso significa detenerse en algunos, saboreando su hallazgo, quitándoles el polvo con una gamuza como de pequeña hacías con los vinilos. Ser una coleccionista de horas. Colorearlas lentamente, casi con lujuria, sabiendo que tienes un saco lleno. Pero el tiempo se ha roto, y cada día podría llamarse igual. Ha entrado la primavera por el balcón y los verdes intensos de los árboles empiezan a doler. Nuestro florecimiento, con suerte, llegará con las rosas de mayo.
 
Los días tienen picos de ansiedad. Te duchas y te vistes, quizás sea ese uno de los momentos más simbólicos del día. Te calzas unos zapatos, aunque por casa siempre anduviste con calcetines, no sea que se te vaya a olvidar su sujeción. Te alimentas de noticias, trabajas a ratos, vuelves a conectar con la pantalla, la gran ventana. El aire parece contagiado y aspiras su dolor, también una corriente de afecto que te nubla, como cuando a veces te quedas medio hipnotizada al escurrirse el agua por el desagüe formando círculos frenéticos. Ayer salí a pasear el perro a las ocho de la tarde. "Resistiré", bramaban los bloques de pisos de Prosperidad. En cada manzana el presidente de la comunidad ejercía de dj: Paloma San Basilio cantando Juntos , Y viva España de Manolo Escobar y Mi gran noche con Raphael exudando una alegría irreal en su estribillo.

Salta la alarma de la agenda, invalidada por completo: tenía un vuelo a las seis de la tarde, un vuelo gozoso con olor a perfume de vainilla. Pienso en cuántas parejas y familias habrá separado el confinamiento, haciéndoles sentir esa angustia rabiosa que provoca la pérdida del control. Cómo podías imaginar que llegarías a sentir el sabor terroso de la ausencia, incluso de los que viven a cuatro pasos. Pero el lamento es peor que un trapo de cocina, que al menos sirve para cumplir con la decencia. WhatsApp ejerce de latido histérico, marca los minutos con nuevas de un lado y de otro. Hasta me trae en delivery el pregón del alguacil de l'Albi, el pueblo de mi padre: "Quienes vayáis a comprar a las tiendas del pueblo tenéis que hablar lo mínimo. No hace falta que digáis ‘bon dia', ‘adeu', ni si hace frío o calor, eso no interesa a nadie. Lo único que interesa es que pase esta mierda lo más rápido posible. Y la única manera es haciendo bien las cosas". La civilización no ha desaparecido, sigue custodiada en los pueblos de piedra con campanario.

 

@bonetjoana 

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8 de abril de 2020
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Madrid, zona cero

El asfalto es más gris que nunca y transmite toda su dureza vaciado de vida. De repente, las ciudades se han convertido en un bodegón mudo, sin ambiciones, sin uso. Como el plato con la manzana a medio mondar, delante del pintor que atrapa un trozo de realidad y la paraliza con sus pinceles. Venecia sin góndolas; el Rastro madrileño libre de regateos; Times Square, sin olor a grasa requemada; la Rambla de Barcelona, inmaculada.

Al barrio aún no han llegado los militares, que en lugar de fusil deberían llevar una flor en el pecho. En la radio y la tele, la publicidad suena anacrónica: el mundo está en pausa, en una derivada de aquel arresto domiciliario que siempre nos sonaba a chollo cuando lo oíamos sobre algún infractor. Queremos entender la situación pero ignoramos cómo. ¿Cómo puede ser capaz un murciélago de derrotar al mundo? ¿Cómo es posible que nadie la previera, a pesar de la tragedia en China? "El virus de Wuhan", le ha llamado Mike Pompeo, secretario de Estado de Trump, buscando culpables, y a la vez entorpeciendo la única salida posible: la unidad global. Porque estamos ante una guerra silenciosa, sin morteros ni tanques. También sin líderes al frente. En su lugar, un balbuceo disonante de políticos que han mantenido posiciones encontradas ante la amenaza, lloriqueando por lo suyo, excepto Angela Merkel, que afirmó presta y sin eufemismos que entre el 60% y el 70% de la población alemana se contagiaría, dispuesta a abandonar el déficit cero a fin de paliar el impacto del coronavirus.
En la calle, todos somos parados que vamos a comprar el pan para regresar corriendo al refugio. Hay más hombres que mujeres; llevan una bolsa vacía bajo el brazo. La dependienta de una sucursal bancaria ha salido a fumar. Los estancos permanecen abiertos, el tabaco vuelve. Nos sonreímos, decimos: "Días difíciles" con un hueso de aceituna atascado en la garganta. Los perros apenas se saludan, olisquean la huella del pastor alemán del vecino, pero ya no se demoran, al trote como sus dueños que han dejado de pasear.

Empiezan a entrar mensajes que traen un aire de Navidad anticipada. Buscamos un árbol imaginario para agarrarnos a él y creer. En sus Despachos de guerra (Anagrama), el periodista Michael Herr -fue guionista de Apocalypse now - cuenta que la fe, incluso la amarga, siempre aparecía en las trincheras. "Como la del marine negro del que contaron que durante un intenso bombardeo, en Con Thien, dijo: "No os preocupéis, muchachos, Dios ya pensará algo". Pero mientras tanto, pensemos también nosotros, repensemos nuestro mundo.

 @bonetjoana

 

 

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4 de abril de 2020
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Sin el dolor no habríamos amado (Día 20)

Hacer cada día la cama. Fregar como nunca antes lo habías hecho. Tomarle la medida al polvo, que ejerce de notario del tiempo a través de esas partículas que se depositan sobre los muebles, arrastradas por las brisas y desintegradas por la luz del sol. Sentir que ordenar y abrillantar el espacio que te rodea supone ganarte el pan de cada día. Limpiar, además, la escoba, la fregona, las bayetas, desinfectar lo que arranca la suciedad. Tal es nuestra pequeña hazaña diaria: agarrar el estropajo como una manera de ordenar el caos, de ponerle marco a la incertidumbre, de rezar por los que mueren mientras desincrustamos la mierda.

Hoy no cotizan la lágrimas. Nos empequeñecemos al no ser capaces de comprender esas muertes sin contabilidad. ¿Qué ha sido de nuestro sistema sanitario de excelencia si los profesionales apenas pueden protegerse ellos mismos? ¿Y del control médico si no se puede diagnosticar a quien está infectado? Bien sabemos que no somos China ni Corea, y que los latinos tenemos fama de que se nos cae el tejado de casa encima. Se augura una vasta llanura de tiempo hasta alcanzar el dominio del virus. Aunque largo, se trata de un estado provisional, nos decimos, arrepintiéndonos de haber pensado algún día (pre-virus) que nuestra vida se hallaba en un impasse cuando en realidad desbordaba plenitud.

Han regresado las fronteras, y las fantasías de ponerle puertas al campo se han materializado. Cuando vemos películas y series, nos golpea el deseo de salir al ver a gente viajando, arrastrando una maleta, mirando por la ventanilla. La idea de viaje empieza a espesarse; recordamos el último, casi un milagro, pero a la vez rompemos las cadenas de un estilo de vida enfermo, agitado, que apenas nos permitía un instante de tedio para ver llover.

El clima también se desploma. Anoche granizaba, y el haz de luz de la farola convertía la lluvia de hielo en una ilusión infantil: chispas nevadas y cálidas revoloteando sobre sí mismas. La belleza no se ha ido. Estamos obligados a ejercitar el ojo, a hacer flexiones con la mirada para atraparla. Lo cotidiano nos absorbe, la casa, nido, refugio, casillero del ser, nos desafía. Dicen que los poemas no se terminan, se abandonan, y yo me abandono lentamente entre las páginas de la última antología de Joan Margarit "Sin el dolor no habríamos amado", recién salido de la imprenta de Chus Visor. Sus versos tienen algo de mantra y chimenea: "Los periódicos, sobre una butaca/ son como un animal de compañía/ que yace, indiferente, dormitando./ La soledad no conmemora nada./Es una geografía".

 
@bonetjoana 
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2 de abril de 2020
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Llave maestra

Has aguantado correctamente la cena de trabajo ; qué combinación tan odiosa la de beber vino haciendo deberes. Desde que ya tienes un pasado, decidiste declinar amablemente las invitaciones a degustar un menú vespertino como acto de servicio laboral, aunque de vez en cuando se cuela alguna si estás fuera de casa y la rutina no te recoge con sus hábitos cada vez más acolchados.

Es tarde y en tu interior ha ido creciendo un fuego, una indignación secreta que no va contra nadie. Tan sólo son las circunstancias. Sientes que te han arrebatado tu tiempo propio, esas últimas horas lánguidas, cada vez más imprescindibles para descargar los datos del día, o lo que es mejor, recrearse con las novelas de Delphine de Vigan o Julian Barnes:Las lealtades y La única historia , dos delicias publicadas por Anagrama, que estos días ha estado de aniversario y a muchos nos ha hecho recordar de qué manera fuimos desvirgados por su colección amarilla y ese je ne sais quoi herraldiano.
El caso es que llegas a la puerta de la habitación de hotel deseando desplomarte sobre el lecho accidental, arre pintiéndote de haber prostituido tus horas mezclando el consomé con detestables Excels, y la tarjeta magnética no abre. El piloto rojo insiste en su negativa. El cansancio no pesa, tumba. Por un momento te ves incapaz de bajar a la recepción y pedir una nueva llave. Tanto es así que recibes un rapto de nostalgia táctil: no hay nada más tranquilizador que sentir las llaves de casa en el fondo del bolso, tintineando con su promesa de felicidad, que por un momento te recuerda a las burbujas del champán.
Hemos intentado reducir el tamaño de nuestros enseres domésticos, y también hemos querido reemplazar virtualmente los cinco sentidos. Pero el tacto, menos exaltado hoy que la vista, el gusto o el olfato, procura un sentido de la experiencia más preciso y reconfortante que cualquiera de ellos. Descartes aseguraba que es el menos engañoso y, por tanto, el más seguro de los sentidos: "Lo que no se no toca no se ve".

Más fiables que las tarjetas magnéticas, las llaves metálicas pesan, abultan y se pierden. ¿Y qué? La resistencia a lo físico y tangible, reemplazado por lo inmaterial, ha modificado aparentemente nuestros hábitos. Comprobamos la carga del móvil en vez de hablar por él, fotografiamos lo que vemos en lugar de vivirlo, observamos constantemente la pantalla como si de ella fuera a surgir el Santo Grial. Pero los gurús que nos condujeron a la vida virtual de la hiperconectividad y la inmediatez anuncian ahora la emergencia de una era posdi gital en el 2020, cuando las llaves magnéticas nos vuelvan a fallar a esa hora en que o se abre la puerta o la derrumbas.

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9 de octubre de 2019
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Me cuesta tanto olvidarte

No soy capaz de despegar del paladar el estribillo de Me cuesta tanto olvidarte desde que se la escuché a José María Cano junto a su hijo Daniel, acompañándole al piano. No se trataba de un concierto, sino de la presentación -en el Congreso de los Diputados- de la Fundación Carme Chacón. Los Cano fueron buenos amigos de Carme. "La echo mucho de menos", confesó Daniel, de 23 años, que ha dado cuerpo a la extrema sensibilidad que alcanzan algunas personas con asperger. Su padre, más pintor que músico ahora, no suele cantar las canciones de Mecano, pero hizo una excepción y le puso palabras a un sentimiento que discurre entre quienes conocimos a la política singular y noble, competitiva y sentimental, hecha a sí misma, capaz de sellar el coraje con la poesía, la disciplina con la pasión.

Se lo cuento a Julia Otero, quien me dice que piensa muy a menudo en ella. Es una frase que oigo con frecuencia, en especial de mujeres. Tan joven, repetimos, y con un futuro prometedor. Tan valiente. ¿O acaso no abrió un buen pedazo del techo de cristal, desafiando la flecha del tiempo? Nunca nos acordábamos de que su corazón latía a tan sólo 35 pulsaciones por minuto: ella, con su vida intrépida, sus vuelos en Hércules, sus jornadas maratonianas y su vida familiar, no se permitía asomo de debilidad.
Hoy, Carme Chacón inspira una fundación que salva vidas de niños que sufren enfermedades del corazón.
Hace unos meses, un taxista me llevó a la estación de Sants y surgió el nombre de Carme. Al hombre se le hizo un nudo en la garganta y lloró silenciosamente, agarrado al volante. Y tras pedirme disculpas -innecesarias- me contó que había llevado a Carme en su taxi poco antes de fallecer. "Cuando ya había bajado, de repente vi un rostro cerca de la ventanilla: era ella, que me decía adiós con la mano. Me quedé impresionado por aquel detalle".

Hoy, Carme inspira una fundación que salva vidas. Tres niñas panameñas han sido ya intervenidas en Dexeus por el doctor Raúl Abella, quien nos impactó con una cifra helada: nuestra sociedad afronta tantos problemas que hay realidades que pasan inadvertidas, como los mil niños que mueren cada día en el mundo por enfermedades del corazón.

En el acto, la sonrisa solar de Carme emerge desde la pantalla. Zapatero asegura que la seguimos sintiendo, que empieza a vislumbrar la verdadera dimensión del personaje a medida que pasa el tiempo. Hay un momento en que servidora tropieza con las palabras en la presentación del acto y, en lugar de "la propia Carme" -el traicionero inconsciente-, dice "la pobre Carme". Rectifico, intento regresar al texto, pero pierdo algunos fonemas, me trastabillo... "Pobre", una manera de nombrar el infortunio, un lamento por la pérdida de su paso firme, taconeado con poder y hermosura. Al terminar, saludo a Miquel, su hijo de once años, y me lamento: "¡Ay, me he equivocado!". Él me responde: "Lo has hecho muy bien y no lo ha notado nadie porque no sabían lo que llevabas escrito". La misma sonrisa solar de su madre. Y el círculo de su memoria se extiende, cada vez más inabarcable.

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9 de octubre de 2019
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Clase ejecutiva

Viajes de trabajo, decimos. Ni rastro del turista que hemos sido en vacaciones. La piel más tenue y azulada alrededor de los ojos, el invariable maletín posado sobre la pequeña maleta de cabina, el teléfono escupiendo mensajes. Se trata de un protocolo universal que se resume en un formato de cola. Para pasar los controles, para acceder a tu asiento, para registrarse en un hotel previa identificación y pago; en definitiva, para demostrar tu inocencia. La cola de la vida te aguarda a deshora. Alguien te echará su aliento fétido sin ser consciente de ello, o hablará a grito pelado, o te pisará y quizá pedirá perdón, o no sabrá mantener la distancia social y querrás ahuyentar su mirada saltona. Verás a personas como tú que anticipan lo que les espera al llegar a destino: la reunión, el almuerzo ruidoso, el hotel con un cubrecama color chocolate que por un instante te encogerá el ánimo.

Cruzas avenidas, palpando el pasaporte, con un paso más enérgico, ¿o no será sólo una zancada extranjera que adoptas cuando estás lejos de casa? Tienes ansias de descubrir algo nuevo, algo que te produzca sensación de provecho, que haga merecer la pena el pasar dos, cinco, siete días añorando tus costumbres. Cuando enlazo varios viajes seguidos, se me adelgaza la voz. Algún familiar, por teléfono, me dirá “qué cansancio sólo de escucharte, no me extraña que estés afónica”. Y por un momento siento la mácula ­heroica del viajero profesional, dispuesto a cumplir su misión a pesar de la ira que acumula su estómago, de las durezas de los pies peregrinos, de un descorazonamiento que te abomba en el pecho, buen conocedor de que el azar anda de puntillas.

Llega un día en que los números de habitación te bailan en la memoria, y, cuando te despiertas a medianoche, no sabes si estás en Rennes o en A Coruña, en la 402 o la 204. Pierdes el dibujo del cuarto, su escena, y aunque te gustaría ser una de esas mujeres de Hopper que esperan, con la maleta ordenada y la ventana azul, sientes cómo el frío de las baldosas entra por los pies y te aturde. Detestas el estatus de viajera frecuente, pero eres capaz de repetir todos los pasos con los ojos cerrados. Has aprendido a apagar la luminotecnia hotelera del cuarto clase ejecutiva , a abrir el agua de cristal en una bisagra a falta de abrebotellas, o a desconfiar de ese café matarratas de hotel que complica aún más la expulsión de tu cotidianidad. Nos lo advirtió el melancólico Pavese: “Viajar es una brutalidad. Te obliga a confiar en extraños y a perder de vista todo lo que te resulta familiar y confortable de tus amigos y tu casa. Estás todo el tiempo en desequilibrio”. Y sí, ese es el verdadero problema: dejar la cabeza en casa, mientras el cuerpo soporta las áreas de turbulencias con un vahído solitario.

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25 de septiembre de 2019
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Lo superficial

Vivimos tiempos de preciosas superficies. Se dejan acariciar, lacadas y brillantes, o trenzadas y rústicas. Son vistosas, pero cuando quieres penetrar en ellas, conocerlas más allá del primer roce, no hallarás ni una gota de agua, porque debajo habita la nada.

Una tiene la sensación de habitar un lugar de cartón piedra donde casi todo es intercambiable. La palabra dada acaba a menudo traicionada, no solo en la política, también en las juntas directivas, las redacciones, en los patios y en los círculos sociales. Se debe a su baja cotización: la verborrea se desliza ligera, igual que si cabalgara sobre una cinta rodante. Hasta el punto de que quienes quieren consolidar el valor de la palabra repiten: “siempre, todo por escrito”.

“Vengaré mi raza” se dijo la escritora Annie Ernaux, hija de tenderos-taberneros, quien al recoger el premio Formentor 2019 el pasado viernes, mostró con qué profundidad ha buceado en su vida, etnóloga de sí misma, capaz de sumergirse hasta el fondo de la realidad y de su transfuguismo social. Ernaux recordaba en su discurso de recepción del premio el día en que le regaló un jarrón de opalina a su madre, un presente que le provocó un ataque de risa nerviosa: no sabía donde colocar aquel delicado objeto ni tenía idea de su valor. Un choque de clases dentro de la propia familia.

“De los cambios de las mujeres en los países árabes, vemos sólo la superficie”, me confiesa Joumana Haddad, escritora y activista libanesa. También participó en les Converses literàries y enfatizó acerca de lo absurdo de celebrar que las féminas puedan por fin conducir en Riad cuando en realidad no se les dispensa ningún tipo de respeto. “Cada vez que una se escapa de su yugo y llega a Europa, lo celebro” me dice. Haddad acaba de publicar en nuestro país La hija de la costurera (Random House Mondadori) donde evoca el oficio de su abuela y su madre, quien la empujó a formarse y aprender idiomas –habla siete–,como única salida posible.

Haddad ejemplifica la voluntad de profundizar en su cultura, comprender por qué aún tienen que distinguirse con ese velo convertido en seña de pertenencia -o, mejor dicho, de sumisión- en estos tiempos tan instagrameados que celebran el fashion hiyab como signo de liberación. “Llevan las cabezas cubiertas, pero unos leggins tan ajustados que apenas pueden andar”.

Banalidad que se mueve golpe de ocurrencia, y una vez viralizada se convierte en categoría de papel de fumar. Poco basta para satisfacer a los llamados influencers , que en verdad no demuestran más que su facilidad en ser influenciables. Una popular instagirl , me alertó de que sólo leía autoayuda, y se sinceró: “Los libros que me mandan a casa , y que son muchos, los dejo en la calle”. Le agradecí el aviso.

Lo superficial no necesita maceración ni vuelo. Basta un eslogan provocador, unas buenas uñas de colores, una simple pancarta y una mentira repetida hasta la saciedad, esa basura imposible de reciclar.

 

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23 de septiembre de 2019
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Al rescate

Cuando el lenguaje económico entra en un salón de belleza, admites una vez más la existencia de unos extraños y universales vasos comunicantes que acortan la distancia entre el mundo exterior y el interior. Así ocurre con el término rescate, que hoy ocupa un lugar predominante en los mensajes del marketing cosmético. Piel y cabello, barridos por los estragos de la polución y el sol, precisan una reparación de emergencia, piden a gritos un renacer. La jerga de la seguridad siempre ha tenido efecto como reclamo publicitario: del tan manido SOS al “factor de protección total”. Hidratación, nutrición, reconstrucción del folículo... todo ello prometen las mascarillas y tratamientos que se venden con la etiqueta rescue. Fueron las arcas desplumadas de la crisis del euro quienes gritaron primero a pleno pulmón la palabra rescate. Resumía a la perfección la debacle, y además le añadía literatura al valor del vil metal.

El malestar social no tiene atajos. El consumo de antidepresivos sigue creciendo, y son muchos los que se plantean tomar una pastilla de por vida para poder dormir o para no deprimirse tanto. Apenas recuperados de la anemia global que adelgazó todos nuestros sueños de grandeza, se anuncian los vientos de un nuevo ciclón financiero. Y un ambiente de desconfianza se extiende de nuevo, provocando una ola generalizada de ansiedad: fueron más de siete años de vacas flacas y todavía no habían llegado las gordas.

Queremos que nos rescaten. Y no sólo los champús que devuelven elasticidad y brillo a nuestro pelo, también los políticos decentes y flexibles, los profesores vocacionales capaces de inculcar pasión y conocimientos, los médicos que antes de reñirnos escuchan, los conductores de taxi –o VTC– que preguntan si la temperatura está a tu gusto... Que nos rescaten del exceso de las pantallas y de tantas palabras vanas, del ruido visual –leer online se ha convertido en una montaña rusa de líneas entre anuncios coloridos–, de la burocracia estéril, de la saturación de repeticiones, del “lo miraremos con cariño”.

Pero no son sólo bancos y exfoliantes quienes exploran la diferencia entre ser rescatadores o rescatados. Mucho se alentó desde el cine de Hollywood la figura del salvador, en la mayoría de ocasiones un hombre capaz de matar polillas y rinocerontes, de reemplazar un presente mediocre por un futuro soleado. Pero ese ideal de pseudopríncipes que escalaban fachadas y balcones fue aniquilado una vez que generaciones enteras de mujeres despertaron de la ingenuidad romántica y supieron que sólo ellas podían salvarse a sí mismas. ¿Quién nos rescatará si no es nuestro propio abrazo?

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18 de septiembre de 2019
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¿Desgracia o catástrofe?

La última oferta in extremis de Pablo Iglesias a Pedro Sánchez traía implícita la noción de ensayo, igual que plantean muchas parejas que se dan un “periodo de prueba” tanto antes de casarse como al separarse. Si no funciona, cada uno por su lado. Un auténtico atrapamiedos que inmunizase a los socialistas ante la posible trampa podemita de jugar al contragobierno una vez dentro.

Era de esperar que Sánchez, fiel a su colección de calabazas a la novia despechada que es Unidas Podemos, no se ablandara. “Ocurrencias”, vino a decir. No se queda para hablar por teléfono desde la tribuna de oradores del Congreso. Porque él es serio. Ha aprendido maneras en los sillones segundo imperio del Hôtel du Palais, en Biarritz, a la vera de Macron, y se ha rodeado de asesores que creen más en el algoritmo o la neurociencia que en la política de diálogo. Y, a medida que todo esto ocurría, las perneras del traje del presidente se iban estrechando, inaccesibles para la media española.

La escena parlamentaria de dos hombres de edades similares, exprofesores y padres, evitando todo contacto visual, negando la mirada del otro, resultó un espectáculo gélido. Una ración de desprecio bien poco ejemplar, sin la altura moral necesaria para flexibilizar la contrariedad. Los de Sánchez han olvidado que recibieron el gobierno de manos de Podemos y otras formaciones que, en un gesto histórico de responsabilidad, no pidieron entonces nada a cambio y pusieron rumbo de crucero. Pero la ­política es un juego complejo de intercambios. Apostarlo todo en unas nuevas elecciones planteadas como “yo o el caos” resulta una temeridad que puede acabar en desgracia y hasta en catás­trofe. En cierta ocasión le preguntaron al primer ministro británico Benjamin Disraeli cuál era la diferencia entre ­ambas. “Lo entenderá usted enseguida: si Gladstone –su adversario político– cayera al río Támesis y se ahogara, eso sería una desgracia; pero si alguien lo sacara del agua, eso sería una catás­trofe”, bromeó. Sánchez no puede permitirse bromear ni es un caballero del siglo XIX.

Estos días se ha condenado al juez Alba por conspirar contra su colega Victoria Rosell, diputada de Unidas Podemos. La historia produce escalofríos. Es la de un magistrado amigo de los poderosos que pretendió enterrar en vida a una intachable profesional. El episodio se suma a la cadena de espionajes, descalificaciones y hasta fake news con los que una mano negra ha querido cargarse al partido morado desde que emergió con la denominada nueva política.

Sánchez y los suyos insisten: “No conviene a España un gobierno endeble, inconexo y que no da estabilidad”. Sin embargo, resulta difícil disfrazar la irresponsabilidad que significa no llegar a un acuerdo; también comprender el empecinamiento en desestimar de antemano la idea de coalición. ¿Por qué? Lo llaman poder en la sombra: aquel que no elegimos pero en verdad nos dirige.

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16 de septiembre de 2019
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Política de horizonte

El verano nos abandona, a pesar de que nosotros hayamos olvidado ya su promesa de felicidad y rescatemos los calcetines para despegarnos el frescor de septiembre, como si quisiéramos anticipar el otoño y su paisaje de hojarasca a fin de regresar a las rutinas con mayor recogimiento.

Este fin de semana bajan sus persianas muchas piscinas públicas, esa conquista humana de azul ocioso, una metáfora perfecta del paraíso perdido y un pro­digio artificial en cuyas aguas cerradas somos ungidos por la ilusión de la li­bertad. Para la mayoría de los mortales se alejará hasta el próximo año la fantasía que conforman la piel brillante y el ba­ñador de licra, el aceite de coco, un ­trampolín y un Martini, las risas de los niños que se confunden con la cháchara de los pájaros. Puede que a estas alturas estén aburridos de humedad, cloro y tumbona, pero poco tardarán en volver a ­sentir ­deseos de zambullirse en sus panzas transpa­rentes.

Este verano se han multiplicado las llamadas piscinas infinity, o “piscinas de horizonte”, debido al efecto visual que producen, y más si tienen mar al fondo. Parece que los bordes hayan desapare­cido, ya no son un obstáculo, nada te ­separa de la ingravidez, por lo que los cuerpos sienten la ilusión de mecerse entre el agua y el aire. Eso sí, en la mayoría de ­las selfies los fotografiados dan la espalda al mar.

La transparencia es una tendencia ­global al alza que recorre desde la tecnología puntera hasta las prótesis dentales, pasando por los voluminizadores de cabello que se etiquetan como de “efecto invisible” o los bolígrafos que borran su propia escritura, aunque dejen tras de sí un troquelado. Es una ilusión infantil la de ser evanescente y liberarse de todo peso, y de ella se contagia incluso la política, esa gran piscina pública donde se chapotea de mala manera, ignorando normas y ­límites.

Nuestra época es aviesa con los marcos teóricos, resultado de la selección de teorías, conocimientos y métodos que dan forma a nuestro saber y nos permiten seguir avanzando en el camino del progreso. Hoy, la idea de bien común se es­fuma sin márgenes que la contengan; parece que el agua se desborda en cascada, pero sólo es un efecto óptico. Una nueva complejidad que emana de la tecnocratización ha traído consigo a un auténtico ejército de asesores y spin doctors que, igual que en el caso de los diseñadores de televisiones o piscinas, sólo aspiran a la perfección técnica. Tiran de sentimientos en lugar de razones. Sustituyen el ­cemento, muy necesario para compactar una voluntad colectiva, por vidrios de ­última generación, tan sofisticados e inmateriales que la convierten en una política infinity capaz de producir un galopante mareo.

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11 de septiembre de 2019
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El Boomeran(g)
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