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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine

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El mundo ha cambiado

Ciudades emergentes, levantadas en el desierto o en el páramo con rascacielos que parecen decorados, representan el mundo que llega. Un nuevo mundo con más pantallas pero también más bicicletas. Con una economía furiosa que sustituye a la ideología y elige «mercados» como la palabra del año. Centros de poder cada vez más femeninos; mujeres a quienes no les tiembla el pulso como Angela Merkel y Christine Lagarde en una sociedad hipercomunicada, donde los smartphones son extensiones de uno mismo, su yo portátil. La idea de Europa, disuelta como un azucarillo en el café, necesita de la fórmula mágica para volver a solidificarse. 2011 ha sido un año difícil y traidor. Lejos de emprender una recuperación hemos ido hacia atrás, como los cangrejos, aún conscientes de que el mundo se mueve a dos velocidades: la de los que están en el vértice de la pirámide y la de los que reptan a su alrededor. La piel cambiante de los tiempos entierra sueños, pero también trae oportunidades, acompañada por un cambio de mentalidad: menos artificios y ambiciones, y más curiosidad. Ese es el verdadero idealismo que enarbolan generaciones de jóvenes y nuevos emprendedores en todo el planeta. ¿Y cómo respira la moda ante este nuevo escenario? Bailando. Así lo percibí hace un par de meses en Milán, en el desfile de Anna Molinari cuando el mambo número 4 de Tito Puente se repetía desde la primera hasta la última salida. Y se multiplicaba en el de Dolce & Gabbana, inspirado en una sagra, la feria tradicional siciliana, con un tendido de luces de colores, y mucho, mucho brillo. La pasarela ha reaccionado como hicieran nuestros antepasados en aquellos felices 20. La era del jazz, en la que las primeras flappers que se liberaron de la esclavitud de los corsés e hicieron de su físico una diversión, inspira una moda que quiere seguir danzando refugiada en su bello escapismo. En tiempos de crisis aumentan las ventas de barras de labios rojas y el lujo crece. El sector ha aumentado su crecimiento un 25% este año en nuestro país, según la Asociación Española del Lujo. Aunque los gobiernos tiemblen, los dorados y los strass se multiplican en las propuestas de los diseñadores casi como un acto de resistencia: lejos de someterse a una sobriedad aséptica, lo festivo y deslumbrante ocupa el foco. La moda como antidepresivo. También como una posición hedonista y un espejismo. Vuelve el esplendor del jazz, el recuerdo de sus saxos y los estampados decó reinterpretados por los creadores. Vuelve el Gran Gatsby, a punto de estrenarse un remake con Leonardo Di Caprio, y aquellas lágrimas conmovidas de Daisy Buchanan ante las bonitas camisas de Jay. Porque la belleza también duele. En los albores del crash del 29, algunos hombres de negocios elegían el Waldorf Astoria para saltar al vacío. Mientras, sonaba la música como si aquel desconcierto sólo pudiera digerirse con volutas de humo, plisados fortuny y las novelas de Scott Fitzgerald. Hoy, como entonces, se habla de generación perdida, para que la fama, juventud y superficialidad son valores aceptados pero inseguros. Mejor apostar por el talento, la responsabilidad y la empatía ante el nuevo mundo que está naciendo. Eso sí, bailando. Feliz 2012. (Marie Claire)    

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22 de diciembre de 2011
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Escalera al cielo

Debo de tener cinco años. En la foto lloro mientras unos brazos me alzan hasta sentarme sobre un elefante. Apenas tengo recuerdos de esa edad, pero extrañamente conservo intacto el motivo de aquel llanto. La piel del elefante raspaba, tan sólo eso, el roce animal y la marca de un frío rugoso en mis muslos. Debió de ser mi primera tarde en el circo. A medida que fui creciendo supe que el mayor atractivo no se hallaba dentro de la carpa, que, en días ventosos, rodeaban hombres con elásticos negros que luchaban por asentarla. El mayor espectáculo consistía en pasearnos entre las roulottes. Ver dónde vivían la trapecista o el payaso. Atisbar tras las puertas casi siempre entreabiertas, los maillots de pedrería en el suelo, una revista de moda francesa, los zapatos de cristal. La vida nómada donde el trailer se adapta al cuerpo o viceversa. La leyenda de una gente educada en el desapego que viajaba de un lado a otro con la casa a cuestas y los músculos tan flexibles como sus zapatos. La gente del circo ejerce de ilusionista apátrida y con sus malabares contagia la idea de que todo es posible, incluso andar al revés. Estas navidades he regresado al circo con mis hijas. Cinco generaciones de artistas en el Raluy. Jóvenes y mayores, rubios y asiáticos, acróbatas laureados que en el descanso venden bolsas de patatas, y princesas de Cachemira que cuando no actúan ayudan a sostener las cuerdas de la tramoya . No solo trabajan como una gran familia sino como una empresa en la que todos hacen de todo, los que han sido presentados como grandes estrellas del circo mundial se convierten al rato en operarios, aquella que antes vendía entradas, ahora es la misteriosa acompañante del fakir. En una ocasión leí que una trapecista mexicana, cuando tenía vacaciones, se iba de visita a los circos de los amigos. Ni pensar en una casa estable. En una vida newtoniana. En el Raluy se habla catalán. En el Cirque du Soleil, un idioma inventado. El primero es casi una reliquia, con sus caravanas de época, el backstage del segundo cuenta con 275 empleados y una sala de máquinas que ni los Rolling Stones. Pero en ambos casos sólo importa un verbo: volar. Despegarse del suelo. En el último espectáculo de la compañía canadiense, todo el mundo vuela. Aros, pañuelos, hombres y mujeres, escaleras hacia el cielo que alcanzan alturas siderales. La misión es elevarse aunque no encuentro otra palabra más precisa que la catalana «enlairar-se». «El encuentro del arte virtual con lo extraño», así definen su último espectáculo, Zarkana. Cierto es que lo extraño ?lo raro, lo deforme, lo diferente? siempre ha tenido un gran papel en el circo, antaño representado por enanos, fieras o mujeres barbudas. Pinche aquí para ver el vídeo Desde hace más de un siglo, el circo se ha visto en peligro de extinción, amenazado por una nueva y pujante cultura del ocio. Hoy, el sueño humano de volar ha sustituido la deformidad por la levedad. Pero no es sólo la superación de límites físicos lo que sorprende de estos artistas, sino cómo se ponen en la piel de los otros. En la era del empatía ?que por sí sola, y lo aclara bien Steven Pinker, no sirve para nada? los valores del trabajo bien hecho, un mayor afán de cooperación y solidaridad y unos horizontes compartidos son la base de nuestra supervivencia. Tony Judt escribía en El refugio de la memoria sobre la gente fronteriza y mostraba su gusto por los confines, por los lugares donde las lealtades y las afinidades convergen «y donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad como una condición normal de vida». Lo veo representado por esa gente del circo. Ahí está el trapecio, donde uno se lanza y vuela y el otro para y recibe. Y siempre, aunque invisible, hay una red.

(La Vanguardia)

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21 de diciembre de 2011
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La soledad de Juan Nadie

Hay un patrón de conducta universal que sigue bien representado por dos figuras antagónicas pero complementarias: el poli bueno y el poli malo. El primero atemoriza y destruye, el segundo alienta y consiente. El uno avisa: «te voy a bajar el sueldo». El otro dice: «puedes salir a fumar cuando quieras». Ambos representan la figura de la autoridad bipolar que aprendemos desde que empezamos a jugar a papás y a mamás. Reñir y premiar. Atacar y consolar. Sin duda un esquema manipulador que, con su juego de contrarios, ha resultado burdamente efectivo. Lo peor de todo es que ambos están conchabados y actúan para dominar al pobre diablo, al John Doe ?Juan Nadie?, al Joseph K. de Kafka, al Jean Valjean de Los miserables, al Humberto D. del neorrealista De Sica o a la adolescente Precious de la película de Lee Daniels. Una absurda e injusta adversidad se ceba sobre ese ciudadano universal, el desamparado mortal que no logra entender absolutamente nada. Decía Ortega que el mundo se divide entre gente que manda y gente que obedece. Pero que la obediencia no puede ser permanente si el obediente no otorga al jefe el verdadero sentido de la autoridad. Para ello es necesaria la ejemplaridad. Y cuando en un pueblo faltan hombres ejemplares, añadía el filósofo, la decadencia es inevitable. Hoy, la actualidad está secuestrada por la crisis y la corrupción. Y resulta perverso que ambos temas compartan página como asuntos paralelos y acaso interrelacionados. Porque en la España que dejamos atrás, la que fue octava potencia mundial, han abundado los polis malos disfrazados de buenos. Tipos que a pesar de tenerlo todo en la vida, hijos sanos y rubios, un amplio living y un teléfono solicitado, han cometido tropelías a las cuales sólo puede conducir una pérdida de sentido de la realidad. Mientras se anuncian recortes y despidos a diario, afloran nuevos casos de gente enriquecida por su cargo o su matrimonio. ¿Cuándo se cruza la línea y se aceptan cohechos, se desvían fondos, se cobran comisiones en cash o se reciben relojes y trajes de cuarta? ¿Cuándo la usura y la mezquindad se dan la mano con el complejo de Dios? ¿Y dónde está aquella voz de la conciencia que tanto nos atemorizaba de pequeños? La de quien roba un libro, se cuela en el metro o se va sin pagar de un bar sin poder luego mirar a la cara a sus hijos. Chirac, el político más estimado en Francia, es condenado por malversación dejando una legión de desamparados. Y aquí en España el juicio de Gürtel, las investigaciones sobre Pepe Blanco o Urdangarín, los chanchullos del Palma Arena o la CAM muestran una realidad esquizofrénica: mientras se hundía el barco, cuatro mandamases aprovechaban para arrasar las arcas; pero es que aquí, hasta hace cuatro días, se aplaudía al listo que burlaba la ley.

(La Vanguardia)

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19 de diciembre de 2011
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Comprad, malditos

Hay familias que deciden pasar la tarde entera en un centro comercial. También pandillas de adolescentes, parejas de enamorados, mujeres solas. Los idealistas sienten nostalgia de una época en la que se mataban las horas de forma más noble, la misma que hoy resulta decadentemente stendhaliana: paseos por el botánico, confesiones en viejos cafés europeos, escritura de buró o secreter ?porque hubo tiempos en los que además del sofá cama o del mueble bar también tuvimos armario escritorio?. Las llamadas moles, esos no lugares intercambiables en cualquier latitud, representan la estructura de una ciudad en miniatura donde pasar la tarde sin frío ni calor, garantizando orden, seguridad, custodia ?la mayoría cuenta con corralitos para niños?, y también templos, representados por los establecimientos más adorados, para algunos los cines, para otros Dior. En varios lugares del mundo, desde Nashville hasta Teherán o Riad, los centros comerciales son los únicos espacios públicos donde se puede ver y ser visto, aunque sea con burka. Si bien el acto de comprar se asocia íntimamente al sexo femenino y a sus veleidades, hoy se ha convertido en uno de los pasatiempos hipermodernos: una actividad lúdica protagonizada por un mecanismo de deseo ?«Lo quiero. ¿Lo necesito? Lo compro»?, aunque la precariedad obligue a convertir ese deseo en placer interruptus. No hay nada más reparador que comprar para otros e imaginar su felicidad, renovando el vínculo que te une a ellos. Pero estar dispuesto a gastar dinero para conseguir un hipotético beneficio exige un acto premeditado. Y ahí es donde la crisis, con su inusitado calvinismo, frena este acto que, como pocos, resulta angustioso y a la vez liberador. Cada vez compramos menos por impulso, y los escaparates son la mejor metáfora del deseo agonizante. Tú estás a un lado del cristal, a veces mirando tu propia sombra, mientras al otro lado unos maniquíes lucen una chaqueta justo como a ti te gustaría hacerlo. Entras en el establecimiento y un aroma especial te abstrae, ralentizando el paso del tiempo. La vida no es como uno la había imaginado, te dices, pero el consumo siempre ha sido una panacea que ayuda a digerir tal frustración, suscitando un sentimiento reparador. El mismo que los niños sienten al lamer un caramelo, o que los adultos obtienen cuando reciben un halago. Por ello resulta tan gratificante practicar el shopping, antaño una necesidad elemental y hoy un acto sofisticado y hedonista que se ha convertido en un motor de las economías modernas, las mismas que cruzan los dedos confiando en que el dinero se moverá durante estas fiestas a fin de poder sacar los pies del abismo. La sección de perfumería de los grandes almacenes tiene un elevado componente terapéutico. Hay quien no puede pagar un psicólogo y acude a los probadores de perfumes, dejándose querer por las vendedoras y sus papeles secantes con gotas de novedad. La multiplicación infinita de este ritual se traduce en cifras: en España, el sector del lujo ha aumentado un 25% su facturación. El Grupo Puig, por ejemplo, facturará este año cerca de 1.300 millones de euros. Y L’Oréal creció, gracias a la cosmética más exclusiva, casi cinco mil millones en el tercer trimestre del 2011. Las motivaciones del perfume son casi siempre simbólicas: un olor que te identifique. Pero también representa una secuencia de tiempo en la cual el mundo es un castillo de hadas, pulcro, oloroso como un jardín y debidamente empaquetado, mientras sentimos ese leve pellizco al deslizar la tarjeta de crédito por la ranura, un gramo de adrenalina en el paso ahuecado de las horas. (La Vanguardia)

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14 de diciembre de 2011
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El amor no tiene atajos

El simbolismo navideño es ante todo luminoso. Los tendidos de luces que cuelgan en las avenidas, cada vez más parcos, nos devuelven el aire festivo del encantamiento. Como si unas manos invisibles engalanaran el mundo que se dispone a abrazarse fraternalmente alrededor de un pavo. La parafernalia de la Navidad siempre lleva lazo, ramita de acebo y huele a canela y naranja, que el marketing olfativo etiqueta como aroma navideño. Se calcula que en estas fiestas la gente se gastará una media de 352 euros en regalos. También aseguran que el acto de regalar a menudo complace más a uno mismo que al destinatario. Ocurre igual que cuando se organiza un viaje: la máxima felicidad se alcanza al prepararlo, organizando rutas en una prolongación del deseo que busca un espejo en la realidad. Las expectativas nos fortalecen a la vez que nos desamparan. Por ello en vísperas de fiesta nos envolvemos con un lazo imaginario. El tan coreado amor universal acaba por rozar la mejilla de los cínicos y los outsiders, que se extraditan de los festejos. Y se acerca a ese ser interior que custodiamos, una especie de yo íntimo que nada tiene que ver con el yo social. El mensaje navideño vende bien y trae calor en plena escarcha: chispas de reconfortante fuego que adormecen las carencias. La idea de la familia emerge ante la necesidad de hacer piña en plena precariedad. En cuanto al amor, incluso los antirrománticos, en su fuero interno, albergan esa fantasía. ¿Por qué si no se siguen vendiendo libros de Jane Austen, ahora también en Kindle? Su ingrediente principal es la heroína que se debate entre un mundo insidioso y sus propias convicciones, esto es, la voz de su corazón, o mejor dicho, de su inteligencia. Amor y matrimonio. El hombre perfecto aunque sin brillo y el hombre atractivo aunque inconveniente. Claro que los finales felices de Austen son determinantes para mantener su hechizo, pero su admirable perspicacia y su capacidad de mantener en vilo al lector, mostrándole que difícilmente en el amor se hallan trajes a medida, son las claves de su éxito inagotable. El ensayista William Deresiewicz recuerda que, cuando se sumergió en la obra de Jane Austen, un viejo profesor le llamó la atención sobre la escena de una de las primeras obras de la autora, La abadía de Northanger, en la que Catherine le dice a Henry: «He aprendido a amar a un jacinto». Y ante la perplejidad de Deresiewicz, su profesor continuó: «Austen está diciendo que tenemos que aprender a amar las cosas, y que eso es algo que no sucede por sí mismo». La adicción al deseo conduce al autoengaño y a la euforia de la conquista le sigue la nostalgia del enamorar. Después sobreviene el tedio. Sobre todo porque aún se considera que el amor debe llegar de fuera, no de dentro. Y que a amar no se aprende, cuando se trata de la asignatura más ardua de todos los tiempos.

(La Vanguardia)

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12 de diciembre de 2011
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La literatura devuelve la vida al pasado físico

Gracias a Scott Herring, un profesor de literatura norteamericana, releo de manera distinta Las uvas de la ira, y especialmente el capítulo donde narra la huida de los Joad a través del desierto de Mojave hasta alcanzar el valle central de California, como tantos americanos que protagonizaron las migraciones internas durante la Gran Depresión. A pesar de la fama de exagerado de Steinbeck, Herring ?un apasionado del hiking y autor de Lines on the Land: Writers, Art, and the National Parks? demuestra que en el caso del viejo camión serpenteando una colina con el motor hirviendo, el escritor no hermoseaba a lo grande. Más allá del paralelismo con el éxodo judío, la descripción era literal y representaba con exactitud un problema de los coches de finales de los años treinta: sus penosos refrigeradores y anticogelantes. Los motores se calentaban, renqueaban hasta la extenuación bajo el sol del desierto, y mientras lo escribo asoma la imagen del Chrysler verde de mi padre que en los viajes largos también necesitaba hacer paradas, como los caballos. Y es que la literatura nos devuelve a esos lugares de la memoria en un estallido sinestésico capaz de palpar un tiempo vivido. En mi caso, los viajes en coche de Catalunya hasta Galicia conforman uno de los recuerdos de infancia más felices. No quería llegar nunca a destino, para seguir cobijada en aquel ensueño con el olor de cuero viejo tras la ventanilla empañada, de los Paxton mentolados que fumaba mi madre y con los cassettes de Chavela Vargas o María Dolores Pradera. Hoy no hay paxtons ni cassetes, tampoco aquel olor característico de motor recalentado. La literatura es un precioso estuche que contiene los contornos físicos del tiempo. Porque conocer el pasado, como indica Herring, significa conocer que llevaba la gente en sus bolsillos, qué hacían con las aguas residuales, dónde dormían sus perros… ¡De qué forma se ha desvanecido el olor del pasado! Primero, por la escasa importancia que ocupa la infracotidianidad, tal volátil, en el discurso social. Sólo se registra lo importante, lo trascedente, mientras la breve memoria de la vida privada se resume en un anecdotario. Segundo, porque el tiempo no es algo externo a nosotros. «Vive en nuestro interior», escribe Siri Hustvedt en Un verano sin hombres, y continúa, «Sólo vivimos el pasado, el presente y el futuro, y el presente es demasiado efímero para que seamos plenamente conscientes de él: sólo después lo recordamos y entonces lo hacemos de forma codificada, si no se disuelve en la amnesia. La conciencia es producto de la dilación.»  Sí, producto de la dilación, del maceramiento de las ideas que se alumbran. También de la reconstrucción. Las clases de literatura también son clases sobre la realidad. De lo que significa que nuestros antepasados incluso llegaran a dormir dentro de armarios. Durante toda la segunda mitad del siglo XX latió en todas las disciplinas artísticas norteamericanas, de la literatura al cine, pasando por la pintura o la música, una dicotomía: frente al análisis crítico que los teóricos, sobre todo europeos (Herring irónicamente los simplifica: «los franceses»), han aplicado a las obras artísticas, muchos autores y académicos norteamericanos proponen un acercamiento menos intelectual y más sensitivo. Da igual que pensemos en William Faulkner o John Ford, por poner dos buenos ejemplos, existe una tradición ?tan norteamericana? de enormes creadores que rechazan sistemáticamente considerarse artistas, así como cualquier interpretación «intelectualizada» de sus obras. El peregrinaje oakie desde el Dust Bowl hacía la soleada California nos remite tanto a Las uvas de la ira como a las canciones de Woody Guthrie («Atravesando las arenas del desierto ruedan ?en sus coches, evidentemente?, dejando atrás aquella vieja meseta polvorienta»). Recuperar la intrahistoria, algo cien por cien americano. Qué comían, cómo eran sus zapatos, cuánto sufrían los refrigeradores de sus vehículos en un peregrinar comparado con el que Moisés lideró hacía Israel. La Biblia es la Biblia, y en cada mesilla de motel el viajero encontrará la suya para aventajar su soledad. A día de hoy, en la Ruta 66 siguen congeladas algunas escenas de entonces, como espectros: casas abandonadas con la vajilla en la alacena, la huella de una huida desesperada, las viejas zapatillas junto a la cama. Adjunto una traducción del texto de Scott Harring, publicado en The Chronicle of Higher Education en agosto de este año.

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8 de diciembre de 2011
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Rebeldes y burgueses

El vigilante de la sala parece un hombre tranquilo que mira a un punto fijo mientras Pedro Almodóvar, subido a unos tacones, y Fabio McNamara, con una chaquetilla de torero, cantan y chillan desde una pantalla gigante. La escena pertenece a un programa de La edad de oro, emitido por TVE. Y hoy forma parte de la nueva colección permanente del Centro de Arte Reina Sofía: De la revuelta a la posmodernidad (1962-1982). Veinte años en los que nos hemos hecho mayores a pesar de la omnipotencia infundada por el horóscopo, los yogures y las hormonas. Le pregunto al guardia si está entretenido. Me responde que ya son demasiadas repeticiones de la actuación como para interesarse mientras podría estar pensando: «Estas mamarrachadas». El número, musicalmente rudimentario, se deja admirar. Sorprende la irreverente frescura de aquellos modernos ochenteros, cuando, hace veinte años, dos hombres maquillados como mujeres en un escenario resultaban una provocación. Nada que ver con el prefabricado Marilyn Manson. La rebeldía era tierna, una pose frente al aburguesamiento que escapaba de los guiones clásicos. Un «que nadie nos diga cómo tenemos que gastar o malgastar la vida». El sentimiento más pujante ante la magnífica colección del museo orquestada por Manuel Borja-Villel procede de la evidente defunción de la neovanguardia. Aquello que fue tan rabiosamente novedoso hoy es antiguo; aun así, conserva la tozudez de provocar, la obsesión por ser absolutamente moderno. En la sala, la alarma de seguridad del muro de Sol LeWitt, un gorgojeo, se confunde con los trinos de las cotorras ?vivas? que protagonizan una instalación del grupo Tropicália y el visitante camina sobre arena de playa, en el centro de Madrid. No hay distanciamiento con la obra sino una desdramatización: no busques más allá del ahora, «lo que ves es lo que hay», un encuentro físico con el arte que desplaza la figura romántica del artista. La gente, más que mirar, se queda pensando, como si intentara desentrañar un jeroglífico. Hasta que percibe el grito que se amaga detrás de cada obra. «Los sesenta son algo más que la patria del inconformismo, son la plantilla comercial de nuestros tiempos, un prototipo histórico para la construcción de máquinas culturales que transforman la alienación y la desesperación en conformismo», escribe Thomas Frank en La conquista de lo cool. El libro llega a España más de una década después de su publicación, aunque su tesis sigue vigente: la revolución contracultural incentivó al mercado y provocó el nacimiento del consumismo moderno con un claro mensaje: «Si quieres ser único, compra lo mismo que los demás». En publicidad, hay ejemplos de cómo la transgresión se ha ido convirtiendo en docilidad: desde los eslóganes para que fumaran las mujeres, bien reflejados en la cuarta temporada de Mad men, hasta las canciones contra la guerra de Iraq en los anuncios de Nike. O Lennon, Dylan o Marley, que continúan sonando con ecos protestones, sólo que ahora envolviendo a mujeres de Madison Avenue. No hay más que ver la última iniciativa de El Corte Inglés: una planta dedicada al arte para vender obras a plazos, a fin de que todo el mundo pueda lucir un buen cuadro en casa y pagarlo como un electrodoméstico. Toda revolución cultural que se levanta para matar al padre e instaurar un arte puro acaba acomodándose y es adoptada como signo de estatus una vez que se ha desvanecido su vigencia. Incluso el espíritu asambleario de los indignados ya se ha contagiado y sirve para vender tarifas planas, eso sí, con épica: «La gente ha hablado y esto es lo que nos ha pedido», dice la voz en off de Telefónica, jugando con fuego.

(La Vanguardia)

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7 de diciembre de 2011
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¿Ignorantes pero felices?

Por fin, y desde la ciencia, alguien se dedica a indagar en una vieja leyenda: «La ignorancia es felicidad». En cuatro palabras se representa un mundo donde los sentimientos son músculos anestesiados y la conciencia un pájaro volando. La incómoda sensibilidad ante los problemas ajenos que distrae del propio oficio del vivir. Cinco estudios realizados por la Sociedad Americana de Psicología en plena bofetada de la crisis financiera revelan que mucha gente prefiere ignorar los problemas sociales y que esa es la mejor forma de confiar ciegamente y depender de sus gobiernos. Sorprende, por un lado, la ausencia de un espíritu crítico, pero sobre todo la falta ya no de compromiso con el bien común, sino de curiosidad. Vivir en la inopia, desatender los lazos con un mundo desajustado e incluso evitar estar informados en la era de la información parecen actitudes inmaduras y poco ejemplares, aunque enraizadas e incluso aceptadas en sociedad. Me llegan los ecos de aquellos debates de bachilleres que nos apasionaban y nos hacían tomar partido: el arte comprometido frente al arte por el arte, la sed de justicia social o la torre de marfil, Bertolt Brecht o Thomas Mann. Mientras algunos biólogos sostienen que el altruismo está programado en los genes, como recuerda Richard Sennett en El respeto ?una lectura de máxima actualidad a pesar de que el libro tenga ocho años?, muchos son los filósofos que han demostrado que no puede haber compasión sin solidaridad. Cierto es que la compasión nunca debería sustituir a la justicia, y que la piedad a menudo significa desigualdad como manifestaba Hannah Arendt, quien dedicó su tesis doctoral a san Agustín y los significados del amor al prójimo, la caridad y la benevolencia como formas de acercarse a Dios. O de amarse a uno mismo. En la calle, algunos indigentes empiezan a robar comida. No tiran de los bolsos ni buscan el iPhone, tan sólo un par de bolsas del supermercado que te arrebatan de las manos. A los comedores sociales, que este año han duplicado su demanda, como el de San Vicente de Paúl en la calle Martínez Campos de Madrid, cada vez acude más gente en traje y corbata. La fragilidad con la que se mece el Estado de bienestar prepara de nuevo el camino hacia la caridad de los nuevos pobres. Las sociedades modernas se han acostumbrado a que la prosperidad sea lo natural, también los servicios públicos, sin cuestionar su utilización y las trampas habituales que se cometen contra el sistema, desde un dinerito en negro hasta eliminar el IVA. Ignorar el sufrimiento ajeno se inscribe en la dinámica de la fatiga de la compasión; el engorroso asunto de la injusticia mundial empuja al sálvese quien pueda. Pero cerrar los ojos para ser más felices representa uno de los mayores insultos, no sólo hacia los demás, sino hacia la propia inteligencia. (La Vanguardia)

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5 de diciembre de 2011
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Los muros mentales

A menudo establecemos un confín invisible pero preciso para marcar nuestro territorio. Un sombreado imaginario que demarca nuestro lado de la cama, nuestro lugar en la mesa, nuestros estantes del armario. Los espacios propios confieren seguridad, y más cuando son tácitamente respetados, porque procuran un sentimiento parecido al de transitar por la vida con una casilla asignada. En las primeras viviendas modernas, la casa era el living, un único espacio donde se comía, se dormía y se amaba. En las aldeas, hace cuarenta años, aún existían casas de ese tipo, sin rastro de vida privada. Recuerdo que estuve en una de ellas, no sin cierto terror: un inmenso comedor que parecía un hospital, con cuatro o cinco camas dispuestas una al lado de la otra en las que mayores, enfermos y niños dormían sin secretos porque aún no había anidado la fantasía de una habitación propia. Junto a la progresiva extinción del espacio común, representado sucintamente por el comedor, empezaron a proliferar viviendas de pasillos interminables, angostos y sombríos; la espina dorsal, el sendero doméstico que separaba derecha e izquierda asignando estancias a los diferentes miembros de la familia, apremiados en algún momento del día por una razonable fuga social. Casas con múltiples paredes que fueron aliviando su opacidad a finales del siglo XX, cuando lo doméstico adquirió lo diáfano como ideal y surgieron los primeros lofts. Ahí estaba resumido el paradigma de la posmodernidad: un espacio multifuncional, con tendencia al vacío, sin cortinas en las ventanas y con la bañera en medio del dormitorio, y una sobrevaloración de los metros cúbicos representada por los techos altos. Una respuesta romántica, en definitiva, ante la asfixiante falta de espacio de las metrópolis. Hoy hemos vuelto a las puertas y a los tabiques. A los compartimentos y a las casillas. También a los muros mentales que levantamos para mantener nuestro recalcitrante individualismo a pesar de hallarnos bajo la mirada panóptica de infinidad de cámaras y pantallas. Leía anteayer en The New York Times que las vallas y los muros están de moda. No sólo los físicos, los que se levantan para endurecer y electrificar las fronteras con México, sino los invisibles, como nuestro instinto territorial. Los que dividen, clasifican y legitiman las diferencias, como el nuevo telón de acero económico que Merkel y Sarkozy planean para la UE. Muros que en tiempos de incertidumbre producen una sensación de seguridad y tranquilidad, de orden y geometría para los que están dentro. El resto, extramuros. Desde la muralla del emperador Adriano, construida para defender la civilización romana de los bárbaros pictos, hasta el muro de los lamentos en Jerusalén, las de Constantinopla o la Gran Muralla china se levantaron bajo el influjo de una poderosa idea: protegerse. Hace apenas veintidós años que se derribó el muro de Berlín, parecía nacer un nuevo mundo. Pero la abolición de viejas fronteras trajo nuevas servidumbres y también nuevas fronteras. El autor del artículo al que me he referido, Costica Bradatan, profesor de Filosofía en la Universidad de Texas, asegura que tras un repaso histórico, las paredes deben ser consideradas como una bendición: «Un muro es siempre una provocación, y la vida sólo es posible como respuesta a las provocaciones; un mundo sin muros pronto ser convertiría en algo viejo y pasado». Pero al igual que en la película de Buñuel El ángel exterminador, o en Bartleby, el escribiente apostado contra una pared noche y día, el tabique que retiene a sus protagonistas sólo existe en su cabeza. Los muros reales nos protegen o nos separan. Los mentales nos extravían.

(La Vanguardia)

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30 de noviembre de 2011
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Ellos, valientes; ellas, complacientes

La igualdad entre hombres y mujeres está garantizada en 139 países del mundo como claro indicador de civilización y progreso que ha desactivado una tradición mal entendida, la que aprovisionó de corsés a unas y de máscaras a otros a fin de cumplimentar un papel social afortunadamente hoy trasnochado. Por ello, cada vez es más doloroso aceptar que entre los jóvenes se perpetúen estereotipos, e incluso que se aprecie un retroceso. No me refiero sólo a esos tecnosexuales que aligeran cada vez más los compromisos, curtidos consumistas con una mirada más pragmática que idealista. En Mis universidades cuenta Maxim Gorki que en sus tiempos de proletariado un perista le dijo: «Tú eres un idealista». «¡Idealista!, ¿qué quiere decir idealista?». «Uno que no tiene caprichos ni envidias, sólo curiosidad». Entre las chicas, la curiosidad abre boca con las Bratz, continúa con Hannah Montana y todas esas celebrities que acaban detenidas en Melrose Avenue por conducir borrachas, y acaba solidificándose en una versión disneychannel del cuento de hadas: la joven incomprendida que acaba siendo rescatada por su príncipe, hermoso pero sobre todo rico ?lo que en otros tiempos se llamaba un buen marido? y que siempre, siempre, paga la factura del restaurante. Esa es la espectacular visión del mundo licuado que centenares de muchachas exhiben en sus espacios virtuales, las nietas de quienes quisieron despedazar a Barbie ahuyentándola de la vida de sus hijas y hoy ven como, en una pesadilla diabólica, se ha ido reconstruyendo y ha terminado clonándose bajo un cerrado aplauso, y no sólo llenando los patios de colegio o las puertas de las discotecas, sino dando las noticias económicas de Bloomberg. En las aulas de secundaria arrasan las llamadas populares o guays. Su mayor diversión consiste en representar una vida social activa en la que hay que cambiar constantemente de maquillaje, además de competir febrilmente por los favores de los muchachos. Volver al clásico intercambio de cromos: belleza por poder, entrega por estatus, toallas con las iniciales bordadas por manutención, hijos por diamantes y, a las malas, pensión compensatoria. En el estudio sobre juventud y papeles difundido el pasado viernes con motivo del día Contra la Violencia de Género, se reincide en que más allá de las leyes, desterrar los monolíticos papeles de género puede tardar, como mínimo, una generación. El 44% de las chicas cree que para realizarse necesita el amor de un hombre: el chico debe protegerla, ella complacerle; los celos son una prueba de amor. Y sí, ellos son agresivos y valientes porque «forma parte de su naturaleza», mientras que ellas son tiernas y sumisas. Hasta que un día, las más afortunadas agarren el bolso y salgan a la calle a comerse el mundo sin haber digerido sus propias frustraciones. ¡Una generación más!

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28 de noviembre de 2011
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