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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Mujeres alfa

Ese bosquejo del sexo femenino intimidatorio y triunfalista. Esa etiqueta de mujeres de rompe y rasga, que imponen su ambición al sentido de la vida. Cada vez que escucho la expresión mujeres alfa siento un molesto cosquilleo. Mujeres que no dudan ni se quiebran, que anteponen sus intereses a sus credos, que sacan las uñas cada vez más pintarrajeadas y ridiculizan a los hombres porque no son capaces de hacer dos cosas a la vez. Triunfadoras que han conseguido sortear el determinismo -biológico y cultural- y reclaman más cuotas de poder. Me pregunto cuántas mujeres alfa conozco, y en verdad apenas logro identificarlas. Incluso aquellas cuyos logros las sitúan en la orla del reconocimiento público confiesan que aún no han conseguido librarse de la engorrosa sensación de impostura. Del gen de la inseguridad. De que se pongan en duda no sólo su preparación o su talento, sino sus ascensos. Cierto es que el retrato de las alfa es tentador. La erótica del poder femenino resulta vistosa, tan cinematográfica como irreal. El feminismo nunca clamó por un intercambio de papeles sexuales, sino por la igualdad de oportunidades para representarlos. Porque aunque ellas ganen más medallas olímpicas y se licencien con mayor proporción en las universidades, su índice alfa acaba languideciendo. Sólo el 4% de los consejeros delegados de las empresas de Fortune 500 son mujeres, y el 9% de los directores financieros. Los porcentajes son minoritarios en todos los ámbitos, desde la judicatura hasta los decanatos, y en política, a pesar de que arranquen el vuelo con fuerza, su paso suele ser breve y sin repuesto. Eso ocurre en Occidente. ¿Por qué? Aseguran voces como la de Anne-Marie Slaughter, que abandonó el Departamento de Estado norteamericano para dedicarse a sus hijos, que ellas tienen otro sentido de la ambición y no quieren imitar los patrones masculinos. Y así acaban rasando su vuelo de hembra alfa. Se trata de un debate controvertido que no debería descuidar el peligroso retroceso de la igualdad sexual en el mundo. Las violaciones impunes a mujeres indias que han emergido a la superficie a causa del asesinato de Amanat “porque andaba por la calle a las nueve de la noche”. Las niñas tiroteadas en Pakistán por defender su derecho a ir a la escuela. Las indonesias que ya no pueden subir en una motocicleta a horcajadas… “Queremos honrar a las mujeres con esta prohibición, porque ellas son criaturas delicadas”, aseguró el promotor de la norma. Todo eso sucede muy lejos de las listas de Fortune, pero tampoco ha faltado una dosis de publicidad incendiaria contra las llamadas políticas de género por parte de un obispo español. La buena noticia es que todas estas informaciones merecen titulares en los medios que demuestran que la realidad de las mujeres no cabe en una colección de matriushskas.

(La Vanguardia)

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7 de enero de 2013
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Cliteratura

El mercado del best seller ha encontrado un nuevo palo y un nuevo nicho: erotismo para mujeres. Después de las catedrales, los cálices medievales y los crímenes escandinavos tocaba escribir de sexo, aunque no hubiéramos podido predecir su poder evasivo. El fenómeno, a pesar de mantenerse fiel a los tópicos de género – la sexualidad perversa es la coartada para el amor absoluto-, ha sido tan explosivo que incluso se ha merecido una etiqueta juguetona: cliteratura. Así lo evidencia el éxito de Cincuenta sombras de Grey y su prole de sucedáneos. Nada que ver con aquella delicatessen en rosa chicle que una visionaria Beatriz de Moura junto al erotómano Berlanga se inventaron en plena transición, La Sonrisa Vertical. Erotismo y filología liberados de cualquier sonrojo con las reediciones de Sacher Masoch, el Divino Marqués, Laclos, la Duras y los noveles. Pero la desidia se fue apoderando del invento en pleno estrellato del sexo on line y acabó por languidecer el descorche de un género maldito. No hubiera podido ser de otra manera: ahora, un cuento de hadas con látigos, zurras y fustas triunfa en todo el mundo cuando las mujeres son mayoría en las universidades y han adquirido un elevado dominio en la expresión social. Porque aquí no se habla de liberación, sino de satisfacción, habida cuenta de que ya casi nada queda por transgredir y conviniendo en que el sexo es un microclima y ¡ay de quien pretenda sublimarlo o censurarlo! Hoy, las prácticas libertinas cohabitan en los dormitorios con galán y tocador y las múltiples ofertas de la tecnosexualidad han modificado los Epitelios tiernísimos. Es ocioso insistir en que el llamado porno para mamás rezuma, además de infantilismo narrativo, un código moral propio del Tea Party. Y que el masoquismo light es la excusa para buscar el viejo amor, desde tiempos de Tristán e Isolda. Aún y así, hay que atender al espejo en el que se refleja este boom de erótica couché: ellas son nicho de mercado, sujetos de deseo. Terminó el año con elevados porcentajes de excitación y plenitud femenina: según la encuesta HabitS, un 95% de las españolas se declaran muy satisfechas. Y o bien el listón está muy bajo o el triunfo del autoconocimiento ha aniquilado los últimos vestigios de mojigatería sin demasiada ostentación, sabiendo que entre pacatas y depredadoras existe amplia gama de grises en la que los Grey de turno son objetos tremendamente útiles para tomar la temperatura. PD. Conversación entre dos dependientas: -Oye, me pasarás otro libro de Grey. ¿Te los has leído todos? -No, ahora estoy con los de crímenes, que también me gustan mucho -Claro, es que tanto sexo cansa.

(La Vanguardia)

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2 de enero de 2013
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Vértigo

A pesar de cumplir años, del tabaco o de las pérdidas de la empresa, el ser humano está programado para confiar en el futuro. Cómo va a obsesionarse con los surcos nasogenianos, el cáncer de pulmón o el despido a la alemana cuando se descalza las zapatillas y respira la intimidad del cuarto mientras la noche sólo es un cuadro en la ventana. La vida es un saco de rutinas, incluso la de quienes habitan a la intemperie. A fuerza de costumbre, moldeamos nuestros días abrazando un liberador sentimiento de eficacia. Nos acomodamos a lo que tenemos sin permitirnos las aristas de la disidencia. “¿Qué más queremos? -decimos-. La felicidad completa no existe”, aunque percibamos un aire enrarecido por debajo la puerta. Da igual la trascendencia de nuestros logros, desde afinar un piano hasta suturar un tórax, lo importante es convencerse de que al final de la jornada uno se ha ganado el sueldo, asumiendo estoicamente que valemos lo que hacemos, a sabiendas de que hoy son casi seis millones los españoles desprovistos de identidad laboral. ¿Qué tipo de sociedad se puede permitir tanta exclusión cronificada hasta congelar el aliento? Las carencias personales con frecuencia se enmascaran cuando parece que el trabajo es la vida. Todo es urgente. Prioritario. El tiempo de los afectos se acumula los fines de semana, pero incluso los domingos por la tarde, espesados de indolencia, parecen añorar los teléfonos del lunes. Pocos mandatos humanos son tan incontestables como los de ocuparse y fortalecer los afectos, y de hecho en circunstancias adversas los unos acaban supliendo a los otros. Ante la desaparición de un ser querido, los humanos se abocan a la acción para escapar del abatimiento, mientras que ante la pérdida del trabajo se cobijan entre los suyos. “Los suyos”, “los míos”, asentimos, remarcando ilusoriamente el sentido de pertenencia, de igual forma que decimos “mi trabajo”, pues en verdad nos hacen creer que es nuestro hasta que un jefe decide expropiar al empleado de su actividad y, a ser posible, jibarizarlo. En cambio, casi nunca decimos mi propio yo. “Uno sólo es lo que puede ser cuando está solo, despedido o expulsado. El único momento en que puede verse y decir: esto es lo que hay, esto es lo que soy. El cargo es un espejismo social. Una trampa”, asegura mi amigo Basilio. Cierto es que el cargo acostumbra a ser un paracaídas que nunca se abre, de igual forma que la tarjeta de visita es un placebo. Después de un despido, con el lápiz de la mente se marca un paréntesis (pensar en signos procura un efecto calmante) a fin de escuchar los propios yos. El yo doliente conduce a la cueva hasta convertirse en miniatura, pero el yo confiado combate a base de cafés el efecto paralizador. Y exalta la belleza de la incertidumbre, descerrajada ya la puerta, sin blindajes ni bisagras, cantando como Sinatra que lo bueno está por venir.

(La Vanguardia)

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31 de diciembre de 2012
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La familia

 

 

Esta noche, en un extremo de la mesa, a la misma hora y en distintos lugares del mundo, alguien derramará una copa después de brindar. Se oirá el sonido del cristal al chocar contra el marisco y los cubiertos de domingo e, inevitablemente, los comensales se mojarán la frente con las burbujas y dirán “da buena suerte”, aunque sepan que se trata de una promesa ociosa. En algunas mesas, esta será la noche de la silla vacía. La de la ausencia doliente y la mudez con guirlache. Si la pérdida del padre, la hermana o la esposa es reciente, nadie querrá ocupar esa especie de casillero hueco que aún conserva el perfume de su antiguo propietario, como si fuera ayer. Porque no se excusará el segundo en que los presentes se sientan cerca de los muertos y aprieten los nudillos, con las mejillas sonrosadas de chimenea y vino, eso sí, del lado de la vida. Recuerdo que mi abuela, en el brindis de Nochebuena, aprovechaba para anunciar que al año siguiente ya no estaría entre nosotros, y siempre parecía convencida. Repitió esta especie de sortilegio durante quince años, ante las carcajadas de hijos y nietos, hasta que llegaron las Navidades en que su anuncio resultó innecesario. En otras mesas, por primera vez habrá un biberón y un gorro de Papá Noel ante el cual más de uno renunciará a su escepticismo navideño. Conjugarán la tradición con la tele encendida o poniendo a los niños a cantar villancicos, y todas las almas del globo se dejarán atravesar, aunque sea un instante, por una palabra de costumbre: familia. El relato de una mujer virgen concebida por una paloma, un buen hombre de oficio carpintero y un humilde portal con mula y buey -pese a Ratzinger- se repetirá como un relato infinito capaz de trascender la historia. Y en su nombre se reunirán todos aquellos que se sientan familia, aunque sean tan distintos a quienes una noche áspera y fría, en Belén, se convirtieron por los tiempos de los tiempos en el símbolo del misterio y del amor. También de la humildad y la fortaleza, de la pobreza y el abandono, hasta que tres astrónomos cabalgando sobre camellos salieron al encuentro de la estrella para regalarles prosperidad allí, entre paja y heno, donde yacía el hijo de Dios. Esta noche, en un extremo de la mesa, alguien brindará en voz alta y en nombre de todos deseará salud, trabajo y calefacción. Los cinco millones de hogares recortados como una casa de papel que ya no compran carne ni pescado hoy comerán cordero, conocedores de que el deseo se multiplica en la ausencia pero también de que el amor se engrandece con la presencia. Como si formara parte del prodigio, en hogares, hospitales, pensiones, hoteles, iglesias, prostíbulos, palacios y cárceles sus habitantes convendrán, sin resistencia, ser partícipes de este cuento. Y se abrazarán, como si al acariciarse la espalda pudieran transmitirse un poder que les hará más altos, más fuertes, más buenos.

(La Vanguardia)

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24 de diciembre de 2012
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El bostezo del mundo

El mundo también se divide entre quienes se aburren y quienes no conciben cómo la desgana puede envenenar las horas. Tantos libros por leer, tantos lugares por conocer, tantas realidades por descorchar. Uno de los adjetivos recurrentes en nuestro tiempo, que tanto vale para etiquetar no ya a individuos, sino a un vestido o a un modelo de teléfono, es divertido. La gente se dice: “Vayamos allí, que es un restaurante muy divertido”. Difícilmente se atreverían a decir lo contrario, claudicar frente a la curiosidad y, en su lugar, someterse a una especie de indolencia en la que aparentemente no ocurre nada, ni asomo del filo de novedad que nos engancha a fin de remover sensaciones, pero también conscientes de que sin el aguijón de lo que entretiene y recrea, atrae y arrastra, nos convertiríamos en zombis. Los habitantes de los años 10 de este siglo hemos sido programados para saltar de un estímulo a otro con el objetivo de exiliar el tedio de nuestras vidas. Por ello, hoy poseemos el mayor caudal de comercio de ocio de la historia. Sofisticadas formas de captar la atención para romper rutinas, tan lejos de aquella idea burguesa de Proust: la costumbre es la única aliada de nuestro espíritu, que, sin ella, no lograría serenarse y buscaría continuamente un nuevo acomodo. A pesar de que los centros comerciales hayan convertido las compras en un pasatiempo, de los parques temáticos y la pulsera del todo incluido, del florecimiento del ocio digital -que sólo en España movió casi 9.000 millones de euros el año pasado- y de la sobrevaloración de lo audaz, risueño y fresco -otro adjetivo que nos llena la boca-, nuestra sociedad nunca había bostezado tanto. Hace ya un siglo, el psicoanálisis atribuía las razones del hastío a los deseos inconscientes no cumplidos. Y la psicología moderna aseguró que se trataba de un desajuste entre nuestra necesidad de excitación y la falta de respuestas para satisfacerla. Un exhaustivo estudio realizado por un grupo de psicólogos de la Universidad de York, en Canadá, lanza ahora una nueva hipótesis: el aburrimiento podría estar causado por un déficit de atención, y por tanto derivaría más de nuestra interacción con las circunstancias que de las circunstancias en sí mismas. Según otros investigadores, es precisamente al estar inmersos en el tedio cuando nuestra mente lleva a cabo de forma automática una actividad cerebral extraordinaria. Eso es, divagar. Nunca hubiéramos cuestionado que nuestra capacidad de concentración pudiera ser responsable del hastío vital, pero de algo nos ilustra: a menudo salimos de nosotros mismos esperando que un anzuelo nos atrape, en lugar de convertirnos nosotros en el anzuelo. (La Vanguardia)

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19 de diciembre de 2012
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Huelga de musas

  En la sala del teatro, tres generaciones atrapadas entre la poesía y la canción, los versos de licor y los besos oportunos, el primer mar de la infancia y el “yo no pretendo fortalezas ni fortunas”. Una copa de vino sobre un altavoz. Juegos de humo y tinieblas de fondo en un escenario de cantautor. De cuero, de negro. Un concierto de tres horas, como los de antes, tan distintos al picadillo y al chisporreteo. Es Aute, que el año que entra cumplirá setenta. Un Aute que ya no canta “al alba” sino que acusa a las musas de ser un prodigio de mala educación. “La poesía viene de un lugar que nadie controla, nadie conquista”, cita parafraseando a Leonard Cohen. Y pertrechada en la butaca de respaldo corto, piensas qué lugar ocupan en nuestro fin de época estos trovadores que han logrado sacudirse la vejez agarrados a la palabra lenta. Aquellos que jamás ejercieron de portavoces de un partido político ni de un holding aunque han sido siempre militantes de la justicia social. Quienes fueron por libre y no han sido del bigote ni de la ceja, acaso por ello nunca dieron el pelotazo pero tampoco se han pasado de moda. Lejos de proclamas insurrectas, la forma de resistir es, ni más ni menos, cantarle al amor sin olvidarse de los “presuntos”. La protesta no toma la canción sino la calle. “Se están cargando el Estado de Derecho, un estado de derechas”, dice en el escenario Luis Eduardo Aute, buen conocedor de que en su microclima no se puede permanecer ajeno a los trending topics de la jornada. El ruido de afuera es infernal: la marea de las batas blancas, las togas insumisas, suicidios por desahucios, Berlusconi ahora sí-ahora no me presento, un exalcalde gallego socialista y beato asegurando que los niños catalanes que hablan castellano se parecen a los judíos perseguidos por los nazis. Y unos científicos que, muy oportunamente, se preguntan si el universo no será acaso una realidad artificial. “Al que no le afecten las cosas y no tenga un sentido moral de la vida acaba en Goldman Sachs”, me dijo en un ocasión y en catalán Aute, hijo de barcelonés de Gràcia emigrado a Filipinas. Ocurrió durante un verano, en el Sur, donde propuso que cada martes un grupo de niños y adultos pasáramos la tarde dibujando o escribiendo. “Dim-arts”, lo bautizó. En su libreto de canciones anida un buen pedazo de historia, desde el bombardeo en Manila que vivió de niño en plena guerra del Pacífico, hasta su relación con Gil de Biedma (del cual atesora unos poemas inéditos que acaba de musicar), quien amablemente, al frente de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, los mandó de vuelta a casa. Asegura que hoy el mejor compromiso es el de hacer buenas canciones. Y pienso que no hay resistencia más efectiva que la forma en que encabeza su último disco: “Verse en el futuro desde todo su pasado”. No existe otra manera de explicarnos, ahora que las musas han perpetuado su huelga.

(La Vanguardia)

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17 de diciembre de 2012
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Halcones y palomas

Supongamos que Catalunya y España cohabitan como una pareja condenada a entenderse, incluso en caso de que el divorcio que demanda una parte se consumara. Aún a sabiendas de que el amor no acostumbra a ser eterno, y que los matrimonios discurren por fases de atonía y desierto, no existe literatura que sostenga otras fórmulas de convivencia que el respeto. Mucho se ha abundado sobre el reparto emocional entre dos seres, y en uno de sus mitos: el sentimiento que los une no siempre es unívoco ni recíproco. Una de las partes acostumbra a ejercer el papel de demandante, enganchado al apego, mientras que la otra se convierte en demandado y aunque no le haga ascos al vínculo, este debe ser liviano. La voz popular asegura también que uno de los dos acostumbra a querer con mayor vehemencia al otro. Pero no se trata de una cuestión propia de un audímetro afectivo, sino de la forja del carácter. Ya lo advirtieron los clásicos: “Carácter es destino”. Veamos si no el estilo Wert, aprovechando su aquiescencia animal, que resucita con plenitud aquel antiguo debate entre halcones y palomas. La teoría de juegos estudia situaciones estratégicas en las que sus participantes eligen diferentes roles y formas de actuar para maximizar sus beneficios. Unos optan por cooperar porque les resulta más rentable, buscando la concordia y la armonía. Son las palomas. Por el contrario, los halcones atacan hasta que el otro se retira. Necesitan la confrontación para autorepresentarse y tratan de imponer sus ideas manipulando los sentimientos ajenos. En los temas que soliviantan a las hidras intestinales, como el asunto lingüístico, se demuestra que separan más los caracteres que las ideologías. La bravura y la provocación frente a la sensibilidad y la aceptación de unas bases que, visadas por los máximos organismos competentes, no sólo no son afuncionales sino todo lo contrario. Los halcones como Wert a menudo no persiguen una ilusión, sino un delirio. Así lo explicaba Freud: la ilusión a veces se convierte en creencia delirante cuando prescinde de su relación con la realidad. Manipuladora como el te quiero del miembro de la pareja que perpetúa el desamor, la cruzada de Wert contra el catalán tiene más que ver con la psicología que con las ideas. Si un sistema educativo legitima a jueces y padres -en lugar de a los pedagogos- para decidir sobre las materias curriculares como la lengua, ¿por qué no sobre todas las materias? Es más, ¿por qué no sobre los capítulos de un temario? Mientras en Catalunya exista la percepción de que los Wert Ortega consideran el catalán como lengua no española, que a nadie extrañe que se multipliquen los halcones y se extermine a las palomas.

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12 de diciembre de 2012
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Un parpadeo de felicidad

Cuando varias personas de edad y procedencia diferentes coinciden en una recomendación sabes que estás frente a algo que ha sido capaz de mover una idea o arrancar un parpadeo maravillado. Y deseas que te dejen formar parte de esas afinidades electivas. Así me ha ocurrido con el libro El encantador, de Lila Azam Zanganeh, en el que argumenta que la felicidad de Vladímir Nabokov “es una forma singular de ver, maravillarse y captar, o dicho de otro modo, de atrapar en una red las partículas de luz que nos rodean”. Y le atribuye al célebre escritor ruso haber inventado un estilo que embellece la realidad gracias al lenguaje y sus trucos, recordando uno de sus más coreados imperativos frente a sus alumnos: “Acaricia los detalles. Los maravillosos detalles”. Desde hace cuatro años tengo una historia a medio escribir congelada en una carpeta del ordenador, que debido al hecho de que una profesora se adentrara en la obra de un autor siguiendo un hilo tan arduo, discontinuo y a la vez absoluto como la felicidad, me vi obligada a descongelar. La historia trata de una larga conversación que mantuve con Antonio, quien fuera barman de Nabokov y su mujer Vera en el hotel suizo donde vivieron veinte años. “A ver si este fin de semana la termino”, me escucho decir a mí misma. Dicho bloqueo se ha convertido en uno de esos mitos personales que sin saber muy bien por qué dejamos suspendidos. Si hay algo que destaca en aquella reconstrucción de los rituales cotidianos de los Nabokov que me hizo Antonio fue el embellecimiento de la vida diaria y sus gestos, desde cómo relataba el paseo por los muelles del escritor para comprar los periódicos, hasta la educada lealtad con la que negaba que bebiera alcohol. “A veces me pedían que les subiera hielo”. ¿Hielo?, ¿no hemos quedado en que no bebían?, le pregunté aquella tarde feliz. En el centro de las noticias, nada menos cercano a un sentimiento de felicidad sobrevuela diciembre. Empieza la campaña de Navidad, y este año más que nunca el clima de alegría impostada zarandea los andamios de una sociedad que se manifiesta por su nuevo escenario carencial. Según un estudio de Jennifer Lerner, de la Universidad de Harvard, cuando estamos tristes tomamos decisiones económicas erróneas basadas en nuestra desesperación, en la falta de análisis de la situación en la que nos hallamos y en la necesidad de conseguir un placer inmediato, incluso aunque nos perjudiquen a largo plazo. Un tic psicológico con serias implicaciones económicas y políticas. La investigación asegura que la tristeza nos hace miopes y torpes, dispuestos a dejar pasar futuras ganancias. Nunca hubiera dicho que el impacto de la melancolía pudiera llegar tan lejos, aunque ya nos alertaron que saber mirar y maravillarse, captar la luz, acariciar y hermosear el lenguaje, garantiza un parpadeo de felicidad.

(La Vanguardia)

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10 de diciembre de 2012
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La tinta perdida

Lejos de entonar otro canto nostálgico, advierto que empieza a ser una excentricidad sacar una libreta para escribir algo más que un dato en unos tiempos donde lo físico se reemplaza por lo virtual, que además es ingrávido y requiere menos esfuerzo. Pertrechados en nuestra solitaria sala de máquinas, completamos la ilusión de estar conectados sin gastar más energía que la de un tecleo autodidacta. Desde el sexo al trabajo fijo o del ocio hasta las compras -showrooming se le llama a la nueva costumbre de ir a una tienda tan sólo a mirar modelos y precios para luego comprar on line-, la realidad cambia sus formatos y con ellos se desvanece una parte de nuestra idiosincrasia a la vez que se gesta el nuevo sesgo del presente. En las reuniones, mi cuaderno cada vez está más solo, rodeado de iPads y encantadoras pantallas en las que la gente escribe sin el susurro de la punta del bolígrafo sobre el papel. Ese sonido de mecedora, de tierno arañazo, de pulso inquieto que aguarda la pausa del párrafo, se sustituye por un adictivo y compacto cling. Atrás quedaron los mapas caseros o las postales abreviadas, ahora apenas escribimos a mano la carta a los Reyes de nuestros preescolares porque el género epistolar se proyecta vía e-mail, sin posibilidad alguna de perfumar el sobre para el enamorado cómo alguna vez hicimos de adolescentes. Dicen que al escribir a mano el cerebro recibe retroalimentación de nuestras acciones motoras. Y está científicamente probado que refuerza el proceso de aprendizaje al involucrar varios sentidos. Sin olvidar el fetichismo: empezar una libreta es un placer tan incontestable como el pan caliente o la sábana recién lavada. Hasta el extremo de que la editorial Steidl lanza un perfume de papel; que Mac y Microsoft crean una ilusión de escritura manuscrita a través del teclado; o que algunos ya no podemos vivir sin el papel panamá de nuestros dietarios. Un ensayo, The missing ink de Philip Hensher, avisa de cómo el gesto de la escritura registra nuestra individualidad y nuestra naturaleza más íntima. De nuestra verdad. Dentro de pocos días, la casa especializada en manuscritos y autógrafos Profiles in History pondrá en manos de afortunados coleccionistas más de 300 cartas escritas por Napoleón, Dickens, Einstein, Mata-Hari o John Lennon que podrán respirar y atesorar, subastadas a precio de oro. Hurgar en ellas es una suerte de voyeurismo literario que ilustra acerca de la expresión humana del conocimiento y las emociones. En una de ellas, escrito en tinta, Van Gogh subrayó estas palabras: “El dolor nos recuerda que no estamos hechos de madera. Eso es lo bueno de la vida”. Ni de madera ni de plasma.

(La Vanguardia)

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5 de diciembre de 2012
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Nuestros padres, esos desconocidos

Veo a la gente triste, deprimida, como si tuvieran la sensación de que nunca volverán a levantar cabeza, como si todo lo que han vivido hubiera sido mentira. No se carguen su historia. En esos 36 años de democracia ustedes han tenido muchos aciertos. Y se recuperarán. La historia nunca anda en línea recta, está hecha de subidas y bajadas. Miren nosotros, los argentinos, caímos mucho más abajo”. Quien habla así es Jorge Fernández Díaz, subdirector del diario La Nación y escritor. Un hallazgo. No se pierdan su último libro, Las mujeres más solas del mundo. Columnista político y analista de la vida cotidiana, defiende escribir sobre los sentimientos usando las armas del periodismo para llegar allí donde se producen esas intercesiones que nos hacen contradictorios, sin saber apenas por qué decimos lo que no hacemos, o al revés. “Nuestros padres son grandes desconocidos”, asegura. A él le ocurrió después de preguntarle a su madre cómo le iba su terapia. Carmina, una asturiana embarcada a los 15 años hacía Argentina huyendo de la posguerra, desgarrada y desarraigada, que, en los años del corralito, ayuda a emigrar a amigos con familias españolas. Pero se quiebra, y la familia la envía al psiquiatra. “¿Cómo te va, mamá?”, le pregunta un día el hijo, curioso, pensando de qué manera se comportaría su madre, una mujer intuitiva aunque de escasa preparación, ante una discípula de Freud. “Bien -le responde-, hablamos de mi vida, es muy comprensiva. Yo hablo, y ella llora”. “¿Quién llora?”, pregunta el hijo; “Ella, la doctora”. Fue entonces cuando Fernández Díaz decide entrevistarla y graba más de 50 horas de conversación: Mamá (RBA), ya difícil de encontrar en las librerías. La familia. Esa historia de adoración y distancia, de palabras no dichas y manchas detrás del cuadro. De tiempo que dejamos escurrir aun sabiendo que lo lloraremos algún día. Hoy, más de 400.000 familias españolas sobreviven con la escuálida paga de sus pensionistas, convertidos en escudo blindado ante la expropiación de la dignidad. Los padres. Ese lugar al que casi siempre podemos regresar. Lo más parecido en el reino humano a la tierra que nos arraiga. Y a pesar de que por fin ya sepamos que cuando nosotros los creíamos viejos ellos bailaban, y ¡de qué manera!, no logramos zafarnos de nuestra mudez, como si aún mantuviéramos viva la ahogada incomodidad que nos abochornaba cuando veíamos en la tele una escena de sexo sentados a su lado. También cuando mentíamos como ahora lo hacen nuestros hijos, relativizando la verdad e incluso el amor que les profesábamos, el mismo que, cuando se acabó la droga de la adoración, sustituimos por estúpidos sucedáneos. Lo más prodigioso es que ellos siempre han sabido que son unos grandes desconocidos, y así han querido continuar ejerciendo; ellos, que tan bien saben que todas las épocas son malas, pero casi nunca peores que las anteriores. Esos árboles. (La Vanguardia)

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3 de diciembre de 2012
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El Boomeran(g)
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