Joana Bonet
Veo a la gente triste, deprimida, como si tuvieran la sensación de que nunca volverán a levantar cabeza, como si todo lo que han vivido hubiera sido mentira. No se carguen su historia. En esos 36 años de democracia ustedes han tenido muchos aciertos. Y se recuperarán. La historia nunca anda en línea recta, está hecha de subidas y bajadas. Miren nosotros, los argentinos, caímos mucho más abajo”. Quien habla así es Jorge Fernández Díaz, subdirector del diario La Nación y escritor. Un hallazgo. No se pierdan su último libro, Las mujeres más solas del mundo. Columnista político y analista de la vida cotidiana, defiende escribir sobre los sentimientos usando las armas del periodismo para llegar allí donde se producen esas intercesiones que nos hacen contradictorios, sin saber apenas por qué decimos lo que no hacemos, o al revés.
“Nuestros padres son grandes desconocidos”, asegura. A él le ocurrió después de preguntarle a su madre cómo le iba su terapia. Carmina, una asturiana embarcada a los 15 años hacía Argentina huyendo de la posguerra, desgarrada y desarraigada, que, en los años del corralito, ayuda a emigrar a amigos con familias españolas. Pero se quiebra, y la familia la envía al psiquiatra. “¿Cómo te va, mamá?”, le pregunta un día el hijo, curioso, pensando de qué manera se comportaría su madre, una mujer intuitiva aunque de escasa preparación, ante una discípula de Freud. “Bien -le responde-, hablamos de mi vida, es muy comprensiva. Yo hablo, y ella llora”. “¿Quién llora?”, pregunta el hijo; “Ella, la doctora”. Fue entonces cuando Fernández Díaz decide entrevistarla y graba más de 50 horas de conversación: Mamá (RBA), ya difícil de encontrar en las librerías.
La familia. Esa historia de adoración y distancia, de palabras no dichas y manchas detrás del cuadro. De tiempo que dejamos escurrir aun sabiendo que lo lloraremos algún día. Hoy, más de 400.000 familias españolas sobreviven con la escuálida paga de sus pensionistas, convertidos en escudo blindado ante la expropiación de la dignidad.
Los padres. Ese lugar al que casi siempre podemos regresar. Lo más parecido en el reino humano a la tierra que nos arraiga. Y a pesar de que por fin ya sepamos que cuando nosotros los creíamos viejos ellos bailaban, y ¡de qué manera!, no logramos zafarnos de nuestra mudez, como si aún mantuviéramos viva la ahogada incomodidad que nos abochornaba cuando veíamos en la tele una escena de sexo sentados a su lado. También cuando mentíamos como ahora lo hacen nuestros hijos, relativizando la verdad e incluso el amor que les profesábamos, el mismo que, cuando se acabó la droga de la adoración, sustituimos por estúpidos sucedáneos. Lo más prodigioso es que ellos siempre han sabido que son unos grandes desconocidos, y así han querido continuar ejerciendo; ellos, que tan bien saben que todas las épocas son malas, pero casi nunca peores que las anteriores. Esos árboles.
(La Vanguardia)