Nos llamaban rockeras, y nos complacía. Todavía cortas de identidad, sentíamos la cadera suelta, desplazada por el ritmo sincopado, los riffs de guitarra y las voces rotas. Nos interesaba más la estética del rock que los acordes de quinta rompiendo la barrera del sonido. A veces bastaba una chaqueta de cuero y la melena despeinada para creerse bendecida por la ruptura de los ideales burgueses.
Cuando Burning entonaba “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?” y Nacha Pop recordaba a la Chica de ayer jugando con las flores de su jardín, nos sentíamos interpeladas. ¡Éramos nosotras! Pero también soportábamos que Lennon en Run of life cantara que prefería ver a la mujer de sus sueños muerta que con otro hombre. Hoy, en cambio, criticamos las letras de los hits que escuchan nuestras hijas, del rap al trap, pasando por el reguetón, sin recordar aquel rock misógino y abusón que tanto nos fascinaba. Con él practicábamos una especie de vaciado de contenido, agarrándonos a sus formas, a su actitud, a la chulería sexy.
Asistí al concierto de Lenny Kravitz en Madrid, y me resultó asombroso que saludara encomendándose a la palabra amor, la más repetida durante su actuación. Con su look icónico, dejaba asomar un breve top metalizado al estilo Rabanne, Lenny empezó a rezar cantándole a Dios I belong to you. Sin estupor, ese temazo que siempre sonó romántico se convertía en una oración ante un público devoto. El músico explicó en The Guardian que halló refugio en la espiritualidad tras descubrir en terapia que no quería ser como su padre; él rompería con “la maldición de la infidelidad” familiar. Tan en serio se lo ha tomado que suma nueve años de celibato.
Es curioso que el prestigio moral de las estrellas del rock se haya medido más por la transgresión y el escándalo que por la excelencia y el compromiso, enredados en el cliché de los malotes melenudos de negro riguroso.
En el concierto de Lenny, el factor femenino se deslizó por el escenario entre todos los músicos: en su ropa, en sus sombreros, en sus cinturas. Una sensualidad encantada impregnaba el antiguo Palacio de los Deportes, sin ingenuidad, con curvas. En el minuto 3.44 de I belong to you, en su estribillo, sentí que la segunda voz me conducía a lo que todavía quiero ser en la vida. Esa levedad profunda. Ese eco. Ese rock.
