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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

EFE/Torben Christensen

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Kravitz y el rock de las chicas

 

Nos llamaban rockeras, y nos complacía. Todavía cortas de identidad, sentíamos la cadera suelta, desplazada por el ritmo sincopado, los riffs de guitarra y las voces rotas. Nos interesaba más la estética del rock que los acordes de quinta rompiendo la barrera del sonido. A veces bastaba una chaqueta de cuero y la melena despeinada para creerse bendecida por la ruptura de los ideales burgueses.

Cuando Burning entonaba “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?” y Nacha Pop recordaba a la Chica de ayer jugando con las flores de su jardín, nos sentíamos interpeladas. ¡Éramos nosotras! Pero también soportábamos que Lennon en Run of life cantara que prefería ver a la mujer de sus sueños muerta que con otro hombre. Hoy, en cambio, criticamos las letras de los hits que escuchan nuestras hijas, del rap al trap, pasando por el reguetón, sin recordar aquel rock misógino y abusón que tanto nos fascinaba. Con él practicábamos una especie de vaciado de contenido, agarrándonos a sus formas, a su actitud, a la chulería sexy.

Asistí al concierto de Lenny Kravitz en Madrid, y me resultó asombroso que saludara encomendándose a la palabra amor, la más repetida durante su actuación. Con su look icónico, dejaba asomar un breve top metalizado al estilo Rabanne, Lenny empezó a rezar cantándole a Dios I belong to you. Sin estupor, ese temazo que siempre sonó romántico se convertía en una oración ante un público devoto. El músico explicó en The Guardian que halló refugio en la espiritualidad tras descubrir en terapia que no quería ser como su padre; él rompería con “la maldición de la infidelidad” familiar. Tan en serio se lo ha tomado que suma nueve años de celibato.

Es curioso que el prestigio moral de las estrellas del rock se haya medido más por la transgresión y el escándalo que por la excelencia y el compromiso, enredados en el cliché de los malotes melenudos de negro riguroso.

En el concierto de Lenny, el factor femenino se deslizó por el escenario entre todos los músicos: en su ropa, en sus sombreros, en sus cinturas. Una sensualidad encantada impregnaba el antiguo Palacio de los Deportes, sin ingenuidad, con curvas. En el minuto 3.44 de I belong to you, en su estribillo, sentí que la segunda voz me conducía a lo que todavía quiero ser en la vida. Esa levedad profunda. Ese eco. Ese rock.

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24 de abril de 2025

Las cosas humanas de Katherine Tuil (Adriana Hidalgo Ed.)

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¿Qué se puede hacer con este dolor?

 

Hace diez años un chico modélico, un rubio nadador llamado Brock Turner, violó a una chica que había bebido demasiado en el campus de la Universidad de Stanford. En el juicio, Brock atribuyó su acción a la influencia de “la cultura de fiesta y las conductas de riesgo”, lo que hoy se denomina “cultura de la violación”. El juez se mostró piadoso con un muchacho que tan solo fue condenado a seis meses –cumplió la mitad–. El estupor de Biden o Harris, entonces fiscal general, resultó estéril. Mientras que la coca, el alcohol y las bragas que los chavales deben alzar como un trofeo –previa caza de sus portadoras– siguen prodigándose entre estudiantes de élite.

El libro Las cosas humanas de Katherine Tuil (Adriana Hidalgo/Amsterdam) se inspira en este caso para activar el entramado de voces subjetivas que entonan su verdad. La contundencia del agresor choca con la incomodidad de la agredida. “¿Usted se masturba?”, “¿Tenía novio?”, “¿Por qué no pidió auxilio?”, “¿Sintió placer?”, le preguntan abogados y jueces que, más allá de los hechos, enjuician la vida sexual de la demandante. Las feministas francesas de los setenta reclamaban que estos procesos tuvieran alcance público –así lo quiso Gisèle Pelicot– a fin de destapar el calvario que mortifica a todas aquellas que no encajan con el perfil de la buena víctima.

Que solo un 8% de las españolas denuncie una agresión sexual demuestra la poca confianza en la justicia y la falta de red. Vergüenza, estigma y el miedo a que su palabra no valga. Lo repitió la denunciante de Alves al inicio del proceso: “No me creerán”. A pesar de la infradenuncia, cada día se notifican 14 violaciones y 55 agresiones sexuales. Una de cada cuatro solo se lo cuenta a la policía. El secreto ensordecedor es el refugio de las mujeres heladas, conscientes de que serán señaladas por haberse metido en la boca del lobo. Se acercaron demasiado, bailaron con su agresor –como en el caso Alves– cuya denunciante incluso entró en el baño con él, y perdió “fiabilidad” y brillo.

Así lo afirman los jueces del TSJC que echaron de menos un vídeo, mira por dónde, demostrando que la sexualidad sigue siendo un terreno resbaladizo, embarrado por los mitos de toros salvajes y mantis religiosas. El nuevo paradigma de la igualdad no ha conseguido terminar con el bucle de revictimización de una mujer violada. Y ¿qué se puede hacer con este dolor?

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3 de abril de 2025

'Vivir en zapatillas' de Pascal Bruckner (Siruela, 2024)

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La vida en zapatillas

 

La relación entre enfermedad y literatura o entre la inmovilidad y el arte es tan prolija como fecunda. Jorge Herralde me contó en una ocasión que gracias a la tuberculosis pasó un año leyendo a Sartre, y esa lectura le ayudó a articular el malestar que sentía ante una sociedad frente a la que tenía muchas cosas en contra. El editor cortó con los amigos de entonces y emprendió una nueva senda: “Me adecué a la parte más levantisca de mi tiempo, versus la parte más convencional, burguesa o directamente facha”.

Mucho me ha intrigado el efecto desatascador que produce la convalecencia. De pequeña, idealizaba esos balnearios donde se refugiaban autores como Màrius Torres, Salvat-Papasseit, Katherine Mansfield, Chéjov o Gesualdo Bufalino para calmar sus crisis con toses ensangrentadas. Desde el asma de Marcel Proust hasta la columna quebrada de Frida Kahlo, quedarse postrados en un lecho, expulsados de la vida activa –también de todas sus servidumbres–, entraña el paradójico acceso a una lucidez que se antoja incompatible con la vida frenética y competitiva.

En una reunión de amigas, todas ellas muy exitosas, les conté que empezaba a identificarme con el título del último ensayo de Pascal Bruckner, Vivir en zapatillas (Siruela), que analiza la tentación –y el peligro– de renunciar al mundo actual y achicarse. Todas me miraron raro, y ya no me atreví a confesarles que, desde hace un par de navidades, mi lista de regalos deseados ha sido colonizada por sábanas blancas de 300 hilos, calcetines de cachemir o zapatillas forradas con pelo de borrego. Toda una declaración de intenciones y certidumbres: ¿cómo concebir una ráfaga de felicidad sin el placer de sentirse a salvo con un libro y los pies ca­lientes?

La democracia liberal sigue en shock ante la acometida de un trumpismo desatado y sin complejos, que hace apología de la ignorancia y la grosería. Sin olvidar la vileza. Cierto es que, mientras unas deseamos andar en zapatillas por la vida, sin necesidad de pasar por un sanatorio, otros se calzan botas de escalar para dominar el vértigo en las escarpadas pendientes. La tentación de alejarse del debate público es recurrente, pero ¿quiénes adiestrarán a la generación que posee la llave de un futuro que ahora mismo es aún más fungible que el presente?

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18 de marzo de 2025

Eric Yerno

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Nada es para tanto

 

Pueden tenerse deseos cuando se está a punto de morir; el primero: “Vamos a desdramatizar la muerte”. Pueden dictarse caprichos postrado ya en el lecho –un mes sin poder comer sólido–, como pedir ese licor amargo que a uno le daban como premio de niño, el Aperol. O una mousse de chocolate y el suflé de queso que le preparaba su madre, Mimí. Se puede decir: “Para mí ahora cada día es Navidad”. Así lo hizo Eric Yerno, un viejo amigo que murió en viernes 13, el pasado mes de diciembre.

Francés de padre granadino y audaz comunicador, moldeó la escena de la moda en España junto a Kenzo o Albert Elbaz. No en vano, era nieto de una maniquí de atelier nacida en Orán. Lo que ocurrió con Eric fue que, sin ánimo de ejemplaridad, nos regaló a familia y amigos una clase magistral de saber irse. Abrigado por su sarcasmo, exhibiendo su humor negro hasta el final –“preferiría no reencarnarme, por si me toca ser hormiga”–, no escatimó en dulzura. Es más, la paladeaba como el caviar al pronunciar “es adorable”. No quiso cortejo fúnebre. Su madre y su hermana llevan unas perlas con sus cenizas dentro, acaso un acto de belleza final.

En nuestra cultura quejumbrosa y trágica, pero absorta al tiempo en las despampanantes luces de la felicidad, poco hemos sabido convivir con la muerte. En el cementerio de Praga, sobre las tumbas, se levantan estatuas de parejas que regurgitan una luz melodiosa, inclinados uno sobre el otro, como en un poema de Emily Dickinson. Saber vivir entraña saber morir. De ahí que, hoy, cuando la enfermedad es mucho más que una metáfora, florezcan los libros que abordan el duelo y la muerte, los mismos que hace diez años hubieran sido expulsados de cualquier estantería. Ese tabú, ese mal fario. Ese algo que ya no está allí pero estuvo.

A Eric le llevé uno de esos libros, el de Delphine Horvilleur: Vivir con nuestros muertos (Asteroide). Una semana después me contó que lo había ojeado tan solo para comprobar la traducción. En su lugar, prefirió las páginas de Le barman du Ritz, de Philippe Collin, una historia de la Francia ocupada con dry martinis. Llegó hasta la página 314, justo cuando el barman cumplía su misma edad, sesenta años, y brindaba con Cocteau, Jünger y Florence Gould. Sí, Eric, nada es para tanto.

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27 de febrero de 2025
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La caprichosa rueda de la fama

 

Cuando un personaje alcanza la fama, un escuadrón de publicistas levanta a su alrededor un muro para protegerlo de aquello que precisamente perseguía: el éxito. Todos los artefactos del capita­lismo de la vigilancia caerán sobre él como una maldición. Perderá los privilegios de la gente anónima –que son innumerables– y precisará incluso de protección física.

Los más sensatos se dirán que no merece la pena, que esa clase de admiración es una circunstancia que poco tiene que ver con uno mismo, pero una mayoría será feliz dentro del traje, dejándose conducir en el asiento mullido de un coche oscuro. Si una celebrity no cuenta con seis empleados provistos de pinganillos que correteen inquietos a su alrededor, como si aguardaran una ambulancia, no pasa de famosillo. Bien lo saben esos mánagers cuyo papel consiste en multiplicar el atractivo de su representado mediante un relato que lo convierta en personaje, vaciando a la persona.

Los periodistas estamos acostumbrados a las entrevistas “de promoción” con estrellas que solo se pliegan a ellas por exigencias del contrato, pautando minutos y preguntas. “No se habla de la vida personal”, recuerda el agente de turno, escoltado por dos asistentes enfadados. Incluso insisten en traducir personalmente una frase para modificarla, y sus semblantes acaban por inhibir la ambición de quien pregunta tratando de huir de lugares comunes para hallar un latido de significación entre tanta palabra hueca. “Last one”, avisa con desdén la guar­diana, si se agota el tiempo concedido.

Me pregunto cuál es el secreto para que la imagen de unos se mantenga firme y la de otros se disipe. Juguetes rotos, llamamos a aquellos que alcanzaron la cumbre y acabaron reventados. La fama es una compleja maquinaria que deglute y clona, encumbra y aniquila. Porque esos personajes públicos que imitamos o ridiculizamos, cuyos nombres utilizamos para una mascota o como una broma entre amigos, son un espejo de aquello que nos atrae y, a la vez, nos repugna. Por lo demás, la fama siempre ha sido un envase al vacío.

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23 de enero de 2025

Libros de Asteroide, 2024

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Reivindicación de la dulzura

 

El Caribe es un estado mental, más allá de su mar turquesa o esmeralda, un mar cambiante de azules donde la luz despliega toda su verdad. “Dios está en el paisaje”, leo en Las propiedades de la sed de Marianne Wiggins (Libros del Asteroide). Basta con alzar los ojos del libro para cubrirse de asombro ante las filigranas del atardecer. Pasé los últimos días del año admirando la hospitalidad de los isleños que pintan sus casas de amarillo limón y verde jade, o de azul y rosa pastel, acaso como un acto de resistencia a una vida gris. Y pude reflexionar sobre una cualidad que apenas nombramos, tan ocupados en la resiliencia o la empatía. Me refiero a la dulzura, de la que Aristóteles aseguró que era “un medio entre el arrebato, que conduce siempre a la cólera, y la impasibilidad que no puede nunca llegar a sentirla”.

Adulterada por lo cursi y naif, no ha sido explorada en nuestra cultura. Porque la verdadera dulzura no es azucarada, ni blanda, ni boba, ni aduladora, y nada tiene que ver con los manuales de autoayuda. Se trata de una inclinación consciente de no extraviar el cuidado ni la belleza de cada momento. Dulzura es tener en cuenta lo fácil que resulta lastimar al otro, dejarle un rasguño encima de las heridas que ya acumula, y evitar sumar amarguras. Considerada como la inteligencia de la sensibilidad o la elegancia del espíritu, la dulzura no solo es ternura o indulgencia; también es compromiso.

Una de las filósofas que más ahondaron en ella fue Anne Dufourmantelle, en su Potencia de la dulzura (Nocturna). Para esta especialista en Jacques Derrida –con quien escribió La hospitalidad–, la dulzura es un enigma: “Puede darle la vuelta al mal y deshacerlo mejor que ninguna otra respuesta”. La pensadora insistía en humanizar el miedo y la angustia, y en aplicar una ondulación del ánimo para acoger lo inesperado. Ese instante en que la vida cambia por completo y hay que convertir la vulnerabilidad en confianza.

Anne murió en la playa de Ramatuelle en julio del 2017. Se lanzó al mar para salvar a unos chicos que custodiaba, y las olas la tumbaron. Al llegar a la orilla, poco antes de morir, preguntó a los socorristas: “¿Cómo están los chavales?”. Su reivindicación de la dulzura debería calar algún año nuevo en esta durísima costra terrestre.

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9 de enero de 2025

'Sin relato' de Lola López Mondéjar (Anagrama, 2024)

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Síndrome del pensamiento cero

 

¿Cuántos adolescentes sufren un malestar sin nombre? Una especie de vaciado que estimula la sensación de acercarse a la nada. Una mezcla de abatimiento, tristeza y desmotivación que apenas logran explicar, pues no han desarrollado la capacidad para enhebrar una historia y se limitan a recoger un puñado de anécdotas, la mayoría sacadas del móvil. Huérfanos de los grandes relatos que antaño explicaban la existencia, así como de aquellos modelos que nos ayudaron a proyectar nuestra propia identidad, apenas logran refle­xionar sobre sí mismos, inca­pa­ces ­­de descifrar el vapor de su intimidad.

Acumulamos hoy infinidad de textos e imágenes y nos infoxicamos con opiniones contundentes que a menudo se desvanecen al instante. En cambio, se elimina la filosofía, llave para abrir todo conocimiento, de los programas académicos. Los tutoriales y la autoayuda han sustituido a las enseñanzas de Marco Aurelio, Montaigne o Kant al tiempo que los porqués de la existencia se adormecen con vanas gratificaciones instantáneas. Pasatiempos insulsos que dejan una sensación de existencia desnutrida, pero enganchan.

Escribo estas líneas sumergida en la fascinante lectura de Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad, de Lola López Mondéjar, el último premio Anagrama de ensayo. En sus páginas hallo claves precisas que explican ese malestar contemporáneo que va asociado a la renuncia al saber. La autora afirma que uno de los modelos actuales, mal que nos pese, es la ignorancia. “Donald Trump –afirma– sería el paradigma de este síntoma social, que bauticé hace algunos años como estultofilia”. López Mondéjar ahonda en la negación de atreverse a pensar y sostiene que no es propiamente la cultura digital la que impide a los jóvenes conectar con su yo, sino la superficialidad de lo virtual.

Y es que, a pesar de la actual sobredosis de autoficción, hemos entregado las claves de nuestro relato al big data, como si no fuéramos ya más que algoritmos en lugar de los restos de ¿la última civilización humana?­

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15 de noviembre de 2024

'Cuál es tu tormento' de Sigrid Nunez (Anagrama)

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Por qué nos atormentamos los domingos por la tarde

 

El domingo es un día bicéfalo que arranca con una promesa de libertad entre las sábanas. Al despertar, nos sentimos ricos en horas, desprovistos del malhumor que concita la urgencia. Un aire atlético se apropia de nuestro ánimo, y todavía en la cama fantaseamos con todo lo que podríamos ser capaces de hacer. Aunque llueva, la luz lleva el tiempo dentro, al decir de Juan Ramón, y ponemos música, idealizamos el desayuno, damos un paseo junto a terrazas con vermús y berberechos, entramos en algún templo, también valen los museos o los auditorios. Es difícil que nos arrebaten la placidez que en nuestra infancia se le asignó a los domingos por la mañana, dignos de estrenar zapatos, comer arroz con marisco o celebrar aniversarios. Incluso las noticias se comentan con mayor optimismo, como las retiradas de los deportistas, que invocan esa admiración nostálgica del saber irse.

Pero cuando la tarde se escancia, la jornada va mutando su piel dorada y todo parece que termina antes de haberse iniciado. Un blues cae en las habitaciones iluminadas del mundo, no importa dónde estés porque todos los domingos por la tarde se parecen, en Soria o Ca­daqués, Luxemburgo o Chicago. Aunque estemos acompañados, pro­bablemente nos sintamos solos dejando campar a sus anchas al interpretador que llevamos dentro y que nos hace sentir incompletos sin saber muy bien qué responder a la pregunta de Simone Weil que titula el libro de Sigrid Nunez: Cuál es tu tormento .

El tedio irá sustituyendo los deseos, y repetiremos con desgana: “me da igual”, haciéndonos un ovillo y perdonando la tontuna de perder la fe en el futuro. Sin duda es una clase de inapetencia que puede ser reparada con una copa de vino o incluso una clase de yoga somático. Entonces la noche del domingo recobrará su brillo, todas las habitaciones del mundo se parecerán a Nueva York y sonará una elegante música de saxo que nos conducirá a saborear los restos de un día que nace cargado de razón y optimismo, sin embargo al atardecer se des­hilacha logrando hacernos sentir miserables.

Cuando sale la luna, el domingo vuelve a tomar impulso liberándonos de cualquier tormento. Para eso ya están los lunes.

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29 de octubre de 2024

Anagrama, 2024

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Racismo vip

Una repeinada pareja se detiene frente al vagón de un tren con cinco bolsas de shop­ping, ocho maletas y una anciana cogida de la mano. La cola aguarda a que la paquetería de lujo sea introducida en el tren hasta que una señora en silla de ruedas protesta. “Nuestra mamá tiene más de 80 años”, rechistan ellos. No es excusa para tanto tapón y otra voz se lamenta: “Vienen aquí y se hacen los dueños”. El hombre, limpio de complejos, sentencia con acento latino: “Aquí venimos a dejar mucho dinero”. Nos fastidia su pavoneo, que se muestren superiores en lugar de por debajo de nosotros como un bangladesí. ¿Es envidia social o racismo? ¿Plutofobia o escrúpulo moral?

Los miramos con mentalidad de propietarios, como si las cuadras que compran fueran nuestras. En cualquier parte se está a gusto con dinero. Mucho dinero. No hay piel ni etnia que una cartera bien abultada no difumine; por mucho que esta acabe expulsando a los ve­cinos de toda la vida. ¡Welcome latin money! A la Comunidad de Madrid le gusta como suena lo de Li­tt­le Caracas, mucho peor sería Little Habana. En cambio, los fran­ceses encaprichados con el Poblenou barcelonés disimulan su poderío con mayor finura. Ningún Maduro les persigue, ni peligran sus cuentas bancarias. Tampoco son oligarcas, pero deciden desplazarse en busca de terra incognita, nómadas digitales que se resisten a aletargarse.

En Estar en su lugar. Habitar la vida, habitar el cuerpo (Anagrama), Claire Marin reflexiona sobre el deseo nostálgico de tener un lugar propio, en verdad soñado. Todos lo buscamos, desde el subsahariano que cruza el Estrecho, la chilena que coleccionista Boteros hasta los menores no acompañados que se resisten a ocupar un lugar de mierda. Pero, como señala Marin, “un lugar se caracteriza precisamente porque no deja nunca de desplazase, de ser desplazado o desplazar a quien creía que podía instalarse en él”.

Traslademos el malestar ante los caraqueños del tren hasta allí donde explota la pólvora. La mayoría de las guerras estallan por defender un lugar. Es tan fácil olvidar que todos somos extranjeros en alguna parte.

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11 de octubre de 2024

'Mira las luces, amor mío' de Annie Ernaux (Cabaret Voltaire, 2021)

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Piña arriba, plátano abajo

 

Mi abuela actuó con lucidez al cruzarse con quien sería mi abuelo en un pueblo en fiestas. Siguió andando erguida junto a sus amigas, pero dejó caer la peineta al suelo con gracioso disimulo. En el baile, él se le acercó galante: “Creo que esto es tuyo”. Y empezaron a bailar. Sin saberlo, fueron unos adelantados de la mirada furtiva del crossing.

A las parejas que todavía permanecen en estado de encantamiento, les gusta contar dónde se conocieron. Y acostumbran a vestir sus escenas con atardeceres rojos, clubs en penumbra o viajes en tren. Desde que la noche perdió prestigio, rebajando la calidad de los ligues, emergió el gran escaparate de Tinder, una aplicación de encuentros que hoy vive sus horas más bajas ya que la transición de la pantalla a la realidad a menudo reporta asombro y espanto.

La pandemia provocó que lo doméstico y cotidiano se infiltrara en nuestro imaginario, haciendo que muchos aprendiéramos a lavar las toallas con bicarbonato. Pero los hubo que tras un match virtual, se citaron en uno de los pocos espacios que permanecían abiertos: los supermercados. Ahora, esas grandes superficies que desprenden desde algún lugar invisible un aroma fétido han acabado por convertirse en santuarios del ligue. Lo ordinario se ha convertido en excepcional, al tiempo que la viralidad del fenómeno confirma una vez más la defunción del romanticismo. Se trata de poner humor y restar misterio a la atracción. ¿O no desprende intimidad el contenido de nuestro carro?

Durante un año la Nobel Annie Ernaux escribió un diario sobre sus visitas al Alcampo. En Mira las luces, amor mío, subraya esa fiesta de la abundancia y los brillos, a diferencia de quedarse frente a la pantalla. Y reivindica la dignidad literaria del súper porque “aquí nos constituimos en una comunidad de deseos”. ¿Quién va a conformarse con una compra telemática? Acuérdense, eso sí, de las cámaras.

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18 de septiembre de 2024
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El Boomeran(g)
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