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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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Diario del confinamiento (13) Yo soy otro

Los chinos de la antigüedad describían las épocas parecidas a la nuestra como dimensiones pobladas por los demonios de la confusión. Caen corporaciones y gobiernos. A veces la naturaleza ha destruido íntegramente un sistema. Los nuevos historiadores lo saben y lo tienen muy en cuenta. Y una cosa parece cierta: el miedo está provocando más víctimas que la misma epidemia, sin olvidar que es la epidemia la causa del miedo a la exterioridad y a la interioridad: la estructura de la enfermedad convertida en círculo vicioso. Me lavo las manos como si fuesen mis enemigas, portadoras de muerte. Mi cuerpo se convierte en un territorio inquietante, que no parece mío. Mi cuerpo se puede contagiar sin saberlo: mi cuerpo es necio y ajeno.

 

Algo se nos está escapando de esta pandemia: a todos, también al poder. El mundo que conocemos y que nos contiene, nació con las masas y las necesita. Es la cultura de las masas. Mueve frívolamente masas: de trabajadores, de consumidores, de espectadores, de competidores. ¿Si le quitas las masas qué deviene? No lo sabemos, pero todo indica que se convierte en un ente desesperado, errático, desestabilizador. Vigilemos con mucha atención los movimientos de la bestia. No son los pasos del Minotauro ni los de Moloch. Son nuestros pasos. Una masa gigantesca de pisadas conformando una red, como pensaba Milgram. Son nuestros pasos. ¿Hacia donde se dirigen? No tengo ni la más remota idea. Veo de dónde venimos, pero eso no me permite saber a dónde vamos. Dejo ese trabajo para los profetas y los locos.

 

 

 

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19 de agosto de 2020
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Lo más asombroso

 

Lo más asombroso de esta vida es que además de trucar los naipes cuando jugamos con los otros, también los trucamos cuando jugamos con nosotros mismos.

Hacer trampas con uno mismo es una locura muy extendida que te conduce a un laberinto: el de tus propias trampas narrativas.

En ese laberinto lleno de pasillo y puertas siempre confías que vas a encontrar una salida. Cruzas un pasillo, abres una puerta. ¿Dónde estoy? En otro pasillo que concluye en otra puerta. Lo cruzas, la abres: otro pasillo más, y otra puerta.

Puedes pasar así media vida, recorriendo tu propio laberinto y creyendo que estás recorriendo el mundo.

Un día, de pronto, abres otra puerta más. Esta vez sí parece la salida... Y lo es: tras la puerta se despliega un cementerio donde celebran un funeral. Te acercas a la comitiva, miras el ataúd de cristal que deja ver la cara del muerto: es tu cara, es tu cuerpo.

Hay gente que muere sin haber nacido, y gente que muere antes de morir y que nunca ha poseído su vida.

Y gente que cuando vive, vive, y muere cuando muere. Como debe ser, sin falsificar demasiado la vida, ni falsificar demasiado la muerte.

 

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3 de agosto de 2020
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No llegamos al mundo como libros en blanco

 

No llegamos al mundo como libros en blanco. Ni el más elemental viviente llega al mundo como papel inmaculado.

Vemos la primera luz con los ojos de un cuerpo que será el nuestro, provisto de un código genético y un sistema nervioso sobre el que sí será posible escribir, y sobre el que escribirán, con mayor o menor pericia, con mayor o menor sensibilidad, con mayor o menor crueldad, los que ya estaban vivos antes que nosotros.

Digamos mejor que llegamos al mundo como un papel ya pautado sobre el que poder plasmar una melodía: la nuestra.

En esa melodía intervendrán los demás, sobre todo al comienzo, pero llegará un momento en que también nosotros mismos le iremos añadiendo frases a la música, siempre problemática y a menudo desigual, de nuestra estructura vital.

Hay mucha niebla cuando vemos la primera luz. Llegamos a un territorio de brumas acumuladas desde hace milenios y fórmulas coaguladas que a menudo ahogarán en nosotros todo indicio de verdadera identidad, obligándonos a vivir en el olvido de nuestro propio ser, y a menudo la ración de dolor será muy superior a la ración de placer. Y muchas veces, esa excesiva dosis de sufrimiento va a depender más de cómo hemos ido configurando nuestro ser que de las situaciones explícitas que irán jalonando nuestros pasos por la vida.

Apenas cumplimos los tres años, ya estamos provistos de todas las herramientas que la cultura pone a nuestra disposición, si bien no siempre vamos a saber utilizarlas, y con frecuencia se volverán contra nosotros como escorpión que lanza el aguijón contra su propio organismo.

Muchos seres no llegan a ser, muchos vivientes jamás conquistan una vida digna y razonablemente feliz. La vida es un arte muy difícil, pero ¿qué arte no lo es?

Este libro trata de ese arte y de cómo modificar nuestro destino cuando por razones diversas, y a menudo sin querer, nos acercamos a abismos que ni siquiera imaginábamos. Para asimilar ese arte que tanto puede transformar nuestra existencia, que tanto puede iluminar nuestra vida, será necesario hacer un viaje por los códigos fundamentales del ser humano. Hay caminos que surgiendo de la niebla conducen a la niebla, y hay caminos que, surgiendo de esa misma niebla, van llegando a tierras donde la bruma no es tan densa y uno puede palpar, como se palpa un cuerpo amado, las dimensiones más habitables de la existencia.

-Introducción de La posesión de la vida-

 

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20 de julio de 2020
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La ondulación

La ondulación es el movimiento fundamental de la naturaleza”, decía Isadora Duncan.

Hace algún tiempo estuve viendo la exposición temporal que hay sobre ella en París. Mientras examinaba las levísimas huellas que dejaron sus pasos por la tierra (algunas fotografías no demasiado buenas, carteles de sus espectáculos, cuadros y esculturas inspirados en ella, una breve secuencia cinematográfica en la que se la ve dando unos pasos en un jardín lleno de gente) pensaba en la ondulación.

Los taoístas le hubiesen dado la razón a Isadora Duncan, ellos también creían en la ondulación de la naturaleza, en la ondulación de la materia, en la ondulación del ser.

¿Y la estrella danzarina de la que hablaba Nietzsche no era acaso la estrella de la ondulación?

¿La ciencia de las caricias no tendría que ser sobre todo ciencia de la ondulación?

La ciencia de las palabras también.

Y tendría que ser igualmente ondulación el pensamiento.

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3 de julio de 2020
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Diario del confinamiento (12) Masas y masas

Una falsa noticia, o mejor, una noticia desplazada ha causado pánico en la red: la que hace referencia a la aparición de un nuevo virus: el Nipah, más letal que el Covid19. Todo indica que las muertes provocadas por el Nipah y divulgadas estos últimos días ocurrieron en la India, en el año 2018, y no ahora. En cualquier caso, se trata de otro virus que anda por ahí, que halla su mejor albergue en los murciélagos fruteros, y que fue detectado por primera vez en 1998, en Malasia. En el 2004 ya estaba en Bangladesh, desde donde pasó a la India.

¿Nos hallamos en el siglo de las pandemias?

Desde que leí a McLuhan, hace ya bastante tiempo, tendía a defender la globalización, y juraría que aún la defiendo, pues la veo como inevitable (y oponerse a lo inevitable es de necios), pero una cosa parece rotundamente cierta: la globalización es el campo más abonado de la historia para que cualquier epidemia se pueda convertir en pandemia. ¿Solo la globalización? No, también abonan ese campo las megaciudades y la cultura de masas.

Los virus quieren colmenas y masas bien apretadas. Los virus han hallado su edad dorada en nuestra época. La globalización es para ellos la gran panacea, el cuerno de la abundancia. Me lo dice un amigo epidemiólogo con cierto sentido del humor: “Hemos creado la globalización para los virus, no para nosotros. Esas entidades que ni parecen vivas ni parecen muertas acabarán siendo las dueñas de la Tierra. Los virus son la sed de replicación: generan masas a velocidades de pesadilla, y las masas buscas a las masas, por mera ley de la simpatía. Nos hicieron para los virus: somos su grandiosa y extensa residencia”. Mi amigo es terrible. Ha bebido un poco y su lengua se suelta peligrosamente. Yo prefiero no prestarle atención.

Volviendo a la razón: más que a la globalización en sí, la socióloga Saskia Sassen culpa de lo que nos está pasando a la invasión/destrucción que hemos ejercido sobre la naturaleza. Creo que han sido ambas cosas a la vez: la invasión de territorios donde los virus podían expandirse sin llegar a nosotros, y el haber convertido el mundo en una apretada aldea.

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19 de junio de 2020
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Diario del confinamiento (11) El síndrome de Antígona

Antígona es un mito que oculta en su textura una mordiente ironía. Morir por salvar una vida tiene su lógica, pero no parece tenerla morir por enterrar a alguien, y sin embargo la tiene, pues el entierro y el duelo son, además de ceremonias, procedimientos psicológicos necesarios. Entre los antiguos griegos el duelo solía durar tres días regidos por el silencio, que ayudaba a internalizar la figura del muerto. Tras el duelo se celebraba un banquete, que tendía a ser muy alegre.

El proceso por el que pasa Antígona ilustra perfectamente tanto las vicisitudes de un duelo como las perturbaciones por no llevarlo a cabo. A Antígona le obsesiona el hecho de que su hermano Polinices permanezca insepulto en el lugar donde fue abatido, a merced de las aves carroñeras. Lo imagina suplicando un poco de piedad desde las dimensiones de la muerte. Los griegos participaban de la creencia, muy común en la antigüedad, de que los muertos que no habían sido enterrados se convertían en almas errantes. Ha pasado el tiempo, pero en muchos aspectos seguimos fieles a esa creencia, y por eso es fácil entender el sufrimiento de los que no encuentran los cadáveres de sus muertos: la tragedia de la familia de Marta del Castillo. ¿Dónde está Marta? Hasta que no encuentren su cadáver será un alma errante y sin cobijo. Los responsables de provocar y mantener ese sufrimiento desmedido merecen lo peor y tienen el alma mucho más negra que la desesperación de los que anhelan su descanso en una tumba con nombre y con fechas.

En la Antología Palatina, que además de ser un poemario es una colección de epitafios, encontramos poemas muy significativos. Siempre me acuerdo de los versos que nombran a un joven marino llamado Tarsis, que se sumergió para soltar un ancla que se había quedado enganchada en una roca, y que tuvo un destino muy singular, pues fue enterrado tanto en la tierra como en el mar, al ser en su mitad devorado por un cetáceo, de forma que una parte de su cuerpo se quedó bajo el agua y otra parte descansó bajo la tierra. Los caminantes que leían el epitafio de Tarsis se veían enfrentados a una paradoja trágica. ¿El cuerpo entero de Tarsis había conquistado el descanso eterno o solo su mitad? Las creencias religiosas pueden ser muy irracionales, pero las suele guiar una lógica de la contradicción que hiela el corazón.

Volvamos a Antígona. En parte porque se trata de una obra en la que Sófocles desplegó toda su sensibilidad lírica y trágica, creando un tejido dramático muy consistente, con personajes bien trazados y líneas de fuerza llenas de electricidad y de sentimiento, ha llegado hasta nosotros intacta y resplandeciente, y suele estar muy en boga en épocas bélicas y en períodos castigados por alguna epidemia. No es de extrañar que en plena Guerra Civil, Salvador Espriu concibiese una sublime versión de Antígona. Cuando se aborda la problemática de Antígona es fácil recurrir a los lugares comunes sobre la ley humana y la ley natural, dos entelequias que pueden propiciar mucha retórica vana. Resulta más esclarecedor atender a la urdimbre psicológica de la obra y sumergirse en las pesadillas que devastan la conciencia de Antígona. No es que la princesa tebana decida seguir la ley del corazón incumpliendo las órdenes del tirano Creonte, que es además su tío. Lo que le ocurre a Antígona es inseparable de nuestras relaciones con la muerte. Todo difunto tiene un doble entierro: el que se lleva a cabo cuando lo colocamos bajo tierra, y el que se va desarrollando en nuestra cabeza, y es bueno que ambos entierros coincidan en el tiempo. Cuando el primero no se da, el segundo tampoco, y el muerto se convierte en un fantasma peligroso, que vendrá a visitarnos en la duermevela.

En los últimos tiempos, regidos por leyes despiadadamente económicas, se ha tendido a descuidar el duelo y a no darle importancia. Tal proceder se debe, entre otras cosas, al rechazo cada vez más patológico que nos provoca la muerte, normalmente ausente de todos los discursos de ahora, y uno se pregunta si negar la muerte no implica también negar la vida. Pasar por alto el duelo solo provoca trastornos psicológicos, de muy hondo calado, pues no acabamos de enterrar al muerto nunca, y caemos de verdad en el síndrome de Antígona, como han debido de caer los familiares de las víctimas de la epidemia.

Los que no pudieron acompañar a sus muertos en su última hora habrán experimentado el mismo dolor que Antígona, cuando desde el corazón del sueño el fantasma de su hermano acudía a ella y le decía que no quería convertirse en un alma errante y que solo ella podía propiciarle el descanso eterno con sus manos, sus lágrimas y su afecto. Es una forma de verlo, la otra, más definitiva, sería pensar que es ella la que no puede descansar, y ella la que ni está viva ni está muerta hasta que no entierre de verdad a su hermano. En tiempos como los que corren, entendemos su situación y su postura mejor que nunca.

 

-Publicado en El País, 29/5/20-

 

 

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2 de junio de 2020
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Diario del confinamiento (10) Cambios que se avecinan

No soy de los que creen que este virus lo va a cambiar todo, pero tampoco me incluyo entre los que piensan que no va a cambiar nada.

Ya se observan movimientos que indican modificaciones de cierto calado. La burbuja inmobiliaria, por ejemplo, podría desplazarse de la ciudad al campo. Pasar la pandemia en una casa con jardín no es lo mismo que pasarla en una colmena.

También se anuncian cambios en el universo agrícola. De la excesiva dependencia de los productos extranjeros, podríamos deslizarnos hacia lo que los franceses llaman la “soberanía alimenticia”, y resucitar tierras fértiles (y ahora abandonadas) por la imposibilidad que tienen muchos agricultores españoles de competir con las grandes cadenas importadoras, que están aniquilando la variedad y alimentándonos con productos envenenados. Un fenómeno que podría beneficiar mucho a la España vacía (me niego a emplear el palabro “vaciada”, que se me antoja abyecto y más despectivo y escamoteador que “vacía”).

Hablo solo de la punta del iceberg. Muchos más cambios se avecinan, algunos de carácter dramático. La confianza en el rebaño (sí, rebaño, otra palabra que los inquisidores del lenguaje quieren prohibir), va a desaparecer.

Se anuncia en el horizonte social un cierto miedo a la masa. ¿También esta prohibido decir masa? Bueno, mejoremos la semántica: miedo a la multitud, a la muchedumbre, a las conglomeraciones de almas y de cuerpos. Miedo a la gran otredad.

El problema es que vivimos en sociedades de masas. ¿Otro modelo que podría cambiar? Dejemos pasar el tiempo mientras a la pandemia vírica se unen ya otras dos plagas: los trastornos mentales y la ansiedad. Además de los suicidios inducidos por ese fármaco en el que un demente francés creyó ver la panacea universal.

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16 de mayo de 2020
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2020. Diario del confinamiento (9) Abismales

                                                                                        

(A Juan Gorostidi que vio antes que yo la conexión de Las Abismales con la actualidad).

 

Empieza la ceremonia del aire sofocante... Tiemblan los cuerpos y las conciencias y la noche invade las dimensiones del día... El miedo se desliza de casa en casa, de lecho en lecho, y es difícil pactar con el sueño...

 

Al caos social se unió el problema del abastecimiento. La gente se negaban a venir a Madrid.

 

El Gobierno decretó que nadie podía salir de Madrid, pues todo el mundo temía que los madrileños estuviesen contaminados y se instauró la cuarentena para los habitantes de la capital.

 

El ejército bloqueó todas las salidas y se inutilizó el aeropuerto de Barajas.

 

Estos cuatro fragmentos están entresacados de la novela Las Abismales, aparecida el año pasado. En esta novela “donde los acontecimientos ya no hacen huelga”, como diría Baudrillard, asistimos al despliegue de una pandemia en Madrid.

 

Los jabalíes y las aves de rapiña pueblan la Casa de Campo, y un caballo recorre de parte a parte Madrid. La naturaleza impregna más la ciudad y se alteran mucho las relaciones familiares.

 

La plaga genera numerosos conflictos que se agudizan en verano, y el protagonista vive confinado en una cabaña de Somosaguas. En el corazón del relato hay una clave de naturaleza involuntariamente premonitoria: la pagina 179 está escrita en caracteres chinos:

 

道可道非常道。名可名非常名。

 

恆無,欲也,以觀其妙;

 

恆有,欲也,以觀其徼。

 

此兩者同出而異名同謂之玄。

 

玄之又玄,衆妙之門。

 

Se trata del primer poema del Tao, que habla de un fluido que no se puede apresar ni definir, cuya esencia se nos escapa, y que surge de la oscuridad, un poco como el Covid-19. Nunca antes, en ninguna de mis novelas, había sacado una página escrita en chino. El narrador invoca el poema mientras aguarda a la puerta de un hospital de Madrid. Cito textualmente:

 

En el hospital se percibía un movimiento constante. Las camillas se deslizaban una tras otra por los senderos que iba abriendo la gente que llenaba los pasillos... Los enfermos se hacinaban en las penumbras, de las que surgía un rumor doliente y desalentador...

 

...Basándose en el Tao, David podía pensar que todos los hechos de Madrid surgían de un fondo único, y que ese fondo único se llamaba oscuridad. ¿Había que oscurecer todavía más la oscuridad para llegar a una cierta clarividencia que hiciese explicable lo que estaba ocurriendo? Mientras contemplaba el discurrir de hombres, mujeres y niños entrando y saliendo del hospital, sentía que bajo ese fluir aparente se deslizaba otra fuerza que ni se podía nombrar ni se podía apresar en su continuo transcurrir. ¿Qué nombre darle a ese flujo permanente? ¿Cómo captar su esencia? David tenía claro que seguíamos en el universo de la mitología, y que algo se resistía siempre a la comprensión, de modo que toda explicación de ciertos fenómenos acababa siendo mitológica, cuando no enteramente simbólica, y así nunca se llegaba a la verdad.

 

Lamentaba estar sumergido en un mundo de emociones tan intensas que le impedían razonar. El grado cero del pensamiento se estaba finalmente convirtiendo en una realidad y el mundo había adquirido la apariencia de un mito infernal. (Páginas 180-181).

 

Aquí acaba la cita y añado: en contra de Aristóteles, Oscar Wilde pensaba que la Naturaleza imita al Arte. Parece una boutade, pero como ocurre muy a menudo con Wilde, el escritor se limita a formular una verdad tan paradójica como fulminante.

 

Fue también Oscar Wilde el que dijo con una sonrisa en los labios: “No copio a la Naturaleza, es más bien la Naturaleza la que me copia a mí, pero nunca voy a acusarla de plagio.”

 

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6 de mayo de 2020
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2020. Dario del confinamiento (8) La verdadera oscuridad

La verdadera oscuridad es ocultar el mal, y el verdadero oscurantismo.

Cuando ocultamos el mal, a nosotros mismos o a los demás, no nos proyectamos en la positividad, nos proyectamos en las tinieblas, los historiadores lo saben mejor que nadie, y los psicólogos.

 

Estamos obligados a aceptar el dolor de nuestra propia historia, la del presente y la del pasado. La única prueba de madurez existencial es aceptar ese dolor. Ocultarlo crea fracturas psíquicas graves, y además todo acaba sabiéndose, más pronto que tarde.

Nada nos ampara en la noche de la existencia y hemos regresado la era de la niebla. Nos estamos enfrentando al coronavirus como nuestros antepasados se enfrentaban a la peste y al cólera, con la misma precariedad, con la misma vacilación. No ha habido adelantos en ese aspecto. Tres mis años de civilización reducidos a cenizas, como acaba de decir un gran historiador francés: Stéphane Audoin-Rouzeau, especialista en la Primera Guerra Mundial.

Mirad el calendario: estamos en el año 1300 antes de Jesucristo, al final de la Edad del Bronce. Si caminas por ciertos lugares verás sacrificios humanos entre densas humaredas.

Viajeros aturdidos se acercan a mi puerta y les pregunto de dónde vienen. “De la guerra de Troya”, me contestan.

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25 de abril de 2020
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