El pasado octubre moría en Pau (Francia), a los 96 años, el lingüista y erudito Pierre Albret, hombre bueno, apasionado por la cultura española. Autodidacta, jubilado en edad temprana por un terrible accidente en la serrería de Arudy que le costaría una pierna, consiguió que la soledad de las bibliotecas obrara como punto de inflexión, como giro vital que calma la desesperanza y abre las puertas al sosiego y al conocimiento. Su viuda, Josette Ivrognaz (de soltera), tuvo la gentileza de regalarme varios cuadernos en los que Pierre deja constancia de sus agudas observaciones sobre numerosos escenarios que concitan su atención. De uno de los cuadernos, anotado en un viaje a Zaragoza, extraigo las siguientes reflexiones que, lógicamente, pierden encanto al ser traducidas. Dice Pierre Albret que al cruzar la frontera de Somport quedó maravillado ante el cartel que un camión cargado de escombros llevaba en la parte posterior de la caja volquete: EXCAVACIONES y DERRIBOS. LADY COCINAS. Para el sabio francés sólo un país de elevada fantasía y elegante dominio del lenguaje puede conjugar acciones tan dispares como la destrucción y el arte culinaria y, además, a esta última, adornarla con el delicado apelativo LADY. Instalado en un hotel de Jaca, es testigo directo del ejercicio de esa alambicada práctica aragonesa que es la ultracorrección. Escribe Pierre: “conscientes, las clases más culturalizadas, del repudio a los esdrújulos que se atribuye secularmente a los aragoneses, optan por acentuar de ese modo cualquier vocablo de aspecto señorial o de conceptualidad poco definida”. De hecho, frente al hotel, una tienda de artículos de menaje anuncia, en un gran rótulo, la venta de MÁMPARAS y, en amena conversación con algunos huéspedes y empleados del hotel, tiene ocasión de oír GRÁNITO, HIPÓTECA, PEPSÍCOLA, MALÁBARES y BÉCADAS, palabras pronunciadas con la deleitosa satisfacción que produce saberse escuchado. Pierre Albret no es partidario de las carreteras que circunvalan poblaciones y ello le permite disfrutar de la lectura, al día siguiente, al atravesar la localidad de Sabiñánigo, de una memorable inscripción zoológicamente descontextualizadora plasmada en la pared maestra de una nave industrial: MANDRILES DEL PIRINEO. Luego, se detiene, pasado el puerto de Monrepós, en un espacioso restaurante de carretera llamado FETRA en el que “los comensales”, dice nuestro amigo francés, “no parecen ser conscientes, mientras devoran suculentas tapas e ingieren espumosa cerveza, de las resonancias lácteas, embrionarias y coloquiales del nombre del establecimiento”. Y ya el paroxismo lo alcanza entrando en Zaragoza, a la altura del polígono industrial de Villanueva de Gállego, al ver una camioneta de reparto con matrícula de Gerona que luce, a ambos lados de la caja, la denominación de la firma propietaria del vehículo: FELATIO; eso sí, debajo, se explicita y amplifica el acrónimo: Felipe Lastra y sobrino. “España”, enfatiza Albret en la última página y sin un ápice de sarcasmo, “vive feliz dando la espalda a las más conspicuas señales, a los más evidentes significados”.