Hoy he tomado el aperitivo con el poeta Ferrer Lerín. Ha sido un encuentro casual. Yo volvía de la Gestoría González, de resolver unos asuntos de la herencia de mi padre, y al ver a Lerín sentado solo en la terraza de Casa Fau me he acercado a él con el ánimo de saludarle, sorprendiéndome a mí mismo por el atrevimiento, dado que apenas conocía al poeta (me lo presentaron en la boda de la hija de Rato). Lerín ha resultado encantador. Se acordaba de mí. Incluso ha entrado en detalles acerca del atuendo de mi señora en el evento romano. Ha llamado al camarero y me ha invitado a un Campari con patatas Lay’s onduladas, su alimento favorito. No ha parado de hablar, sobre literatura, aves y jugadas de póquer, y yo estaba embobado ante disquisiciones tan interesantes pero no dejaba de mirar de reojo a la gente para comprobar si era ya del dominio público mi amistad con semejante autoridad. De golpe, Lerín se ha callado y, tras echar un trago de vermú, me ha mirado a los ojos y, ceremonioso, ha dicho: “Ernesto (yo me llamo Enrique) voy a darte una primicia que te autorizo plasmes en tu periódico (no soy periodista, soy usurero)”. Han pasado unos segundos, que me han parecido eternos, y ha vuelto a la carga: “Sorprendido el médico de cabecera por la no correspondencia entre la edad que constaba en mi ficha y la edad que él me atribuía por mi excelente forma física, me animó a investigar mi partida de nacimiento.” Nuevo silencio (sabía que me tenía expectante) y, con voz profunda, ha continuado: “El médico estaba en lo cierto, la lectura de mi partida de nacimiento no era correcta, una mancha de tinta confundía al lector apresurado, yo no había nacido en 1942 sino en 1952. Tenía diez años menos”. A Ferrer Lerín se le ha iluminado el rostro. Me ha guiñado un ojo. Ha soltado una carcajada. Y ha pedido otra ronda. (Esta claro que no le importan los problemas que se le vienen encima si hace público el descubrimiento; una actualización biográfica que supondría la pérdida de la pensión, la anulación de su matrimonio, la devolución de medallas, el desprecio de los hijos. Le he aconsejado que no diga nada, que siga con su vida como si tal cosa, pero Lerín es un tipo legal y quiere estar en paz con su conciencia. Le he recomendado los servicios de la Gestoría González, muy eficientes).
Recibo carta del gran profesor Solapas que me anuncia la inmediata consecución, tras largo tiempo de encierro en su refugio pirenaico, de lo que parecía imposible: disponer de un folio que pueda intercalarse entre cualquiera de las páginas de un libro sin producir en la lectura de éste ningún sobresalto. Viajo a la Cerdaña y, en la finca de Covarriu, encuentro al sabio, sereno, a la sombra de un celentéreo. Dice, como disculpándose por haberme hecho acudir, que quizá no haya para tanto, que todavía anda enfrascado en la culminación de la primera etapa del trabajo. Ha escrito una novela, “Ónice”, con una página flotante: colocando la hoja suelta sobre la que uno elija, el documento no se desvirtúa, antes bien se consigue acrecentar la intensidad de la acción y la belleza de su gramática. Como digo, Solapas declara hallarse todavía en el comienzo de la faena. El proyecto, ambicioso, quiere proseguir con la redacción de un folio no sustitutivo, sí intercalable, una herramienta que actúe ‘además de’ y no ‘en vez de’, y lo quiere para una obra ajena, elegida al azar en la calígine de su biblioteca (y que ha resultado ser “La Figuranta” de León Frapié en versión de Cristóbal Litrán para la valenciana Prometeo). Luego, más adelante, quiere lograr una página flotante intercalable universal, válida para todos los libros, al menos para los publicados en nuestra lengua española. Y como remate, si Dios le concede salud y unos años más de vida, espera conseguir el códice perfecto, la empresa soñada, un texto depurado en el que cualquiera de sus páginas pueda ser movida, trasladada de principio a fin, de fin a principio, sin distorsión general alguna y que sólo plantearía un problema: no poder encuadernarse de modo convencional.