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Escrito por

Francisco Ferrer Lerín

Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) es poeta, narrador, filólogo y ornitólogo. Traductor, al español, de Flaubert (Trois contes), Claudel (L'Annonce faite à Marie), Tzara (L´Homme approximatif), Monod (Le Hasard et la Nécessité), Montale (Ossi di sepia).

Obra literaria:

De las condiciones humanas, Trimer, 1964; La hora oval, Ocnos, 1971; Cónsul, Península, 1987; Níquel, Mira, 2005; Ciudad propia. Poesía autorizada, Artemisa, 2006; El bestiario de Ferrer Lerín, Galaxia, 2007; Papur, Eclipsados, 2008; Fámulo, Tusquets, 2009; Familias como la mía, Tusquets, 2011; Gingival, Menoscuarto, 2012; Hiela sangre, Tusquets, 2013; Mansa chatarra, Jekyll & Jill, 2014; 30 niñas, Leteradura, 2014; Chance Encounters and Waking Dreams, Michel Eyquem, 2016; Edad del insecto, S.D. Edicions, 2016; El primer búfalo, En picado, 2016; Ciudad Corvina, 21veintiúnversos, 2018; Besos humanos, Anagrama, 2018; Razón y combate, Ediciones imperdonables, 2018; Ferrer Lerín. Un experimento, Universidad de Málaga, 2018; Libro de la confusión, Tusquets, 2019; Arte Casual, Athenaica, 2019; Cuaderno de campo, Contrabando, 2020; Grafo Pez, Libros de la resistencia, 2020; Casos completos, Contrabando, 2021 y Papur, Días contados, 2022. Poesía Reunida, Tusquets 2023. Atlas de Arte Casual, Jot Down Books, 2024.

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Invitación a La Gloriosa o En la plaza Eguilaz

 

Recuerda el raro jugador los tiempos de estrepitosas timbas en la poca ventilada estancia; también la llegada de los puntos, anunciada a bombo y platillo, y cómo eran, según Bedoya:

 

1.- Produce lluvia.

2.- No te fíes de él.

3.- No tuvo una vida alegre.

4.- Había estado enfermo.

5.- Hablará de lo negro.

 

Cágney, taciturno, da las cartas mientras canturrea la balada de Francisco de Asís. Gregorio, de Caspe, conoce el sentido de las rachas. Narbo, endocrino, pincha los naipes como si fueran senos.

 

Sé que los ases circulan con inusitada brillantez aunque no es prudente hablar de la combinatoria: jugadas sin duda fruto del azar pero en las que influyen la posición de los codos, el recorrido sanguíneo y el peso de los rotuladores y puntas finas. Hay chequeras desvencijadas, horizontes de la infancia poco feliz, divertículos infectos y, al clarear, esa sensación de abandono y dejadez que nos lleva al reclinatorio y a la punción raquídea. En marzo vi a un perdedor recalcitrante sacarse los ojos con el rey de espadas tras un intento baldío de provocarse el vómito.      

 

Se completa la secuencia con un barrido de la cámara, situada a metro y medio del suelo, prestando especial atención a los enseres desperdigados sobre la mesa del comedor y, luego, al cuerpo de una mujer vestida, y quizá muerta, echada en el sofá: “Está la cabeza, está el tronco, están los brazos, pero no las piernas que quedan ocultas por una elevación del terreno sobre la que reposa una ciudad escalonada.”  

 

[Tecnología futura permite entrar en esa descripción de una ciudad escalonada y verme avanzar, una tarde de sábado de comienzos de los sesenta, por la barcelonesa calle Buigas camino de la casa de J.P., en la plaza Eguilaz, donde,  para conformar la partida de póquer, también se espera al vitriólico J.L.B.S., al elegante y apacible G.L. (copia anticipada de Eduardo Mendoza) y, quizá, a los atorrantes P. y R.]

 

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26 de marzo de 2018
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La fuerza de las palabras

Quedó de pie, impávida, quizá latente, sí expectante, a la espera de una acometida, o al menos de un contacto en las zonas habituales: manos, hombros, cara y, últimamente, pechos. Pero no fue así. Me alejé. En el centro de la gran habitación aparecía plantada como un árbol superviviente de un monocultivo fracasado. Volví sobre mis pasos, no podía dejarla de esta manera. Me acerqué despacio pero resuelto, y la besé en el cuello; olía a suavizante de marca blanca. Ya en el coche, dándole al motor de arranque, recordé sus últimas palabras: “Te irás y no podremos completar el pasatiempo”; era demasiado intensa en sus apreciaciones, me confundía, yo necesitaba tener la mente despejada. Bajé del coche. Entré en el edificio. Abrí la puerta del aula. Y la vi en su mesa de trabajo. Se asustó. Se dio cuenta de que mi regreso obedecía a causas de fuerza mayor. No se movió. Aguardó sentada a que profiriera lo que no quería oír. Al terminar mi prédica ella había disminuido. Se estaba consumiendo. Dijo algo. Pero no logré captar el total del significado. Era ya una figura minúscula que cayó al suelo al resbalarse de la silla. Quedó desparramada. Recogí esos restos. Y los metí en un cajón. Seguían menguando. La goma de borrar Milán se convirtió en su lápida.        

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8 de marzo de 2018
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Ciento ochenta

 

Qué lugar. Sin duda el fin del mundo. Un erial pedregoso con matas ralas de sabina al que llegué solo en mi viejo Chrysler 180. Me detuve porque ahí se acababa el asfalto. Y la carretera. Bajé. Paseando, a los pocos metros, descubrí que me hallaba en el borde de una terraza fluvial y, al asomarme, en el fondo de aquel abismo oscuro, creí oír el rumor del agua corriendo entre los paredones calizos, o quizá un manantial junto al grupo de chopos que poblaban un saliente del cortado. Decidí volver al coche y, al girarme, vi que este se movía, aproximándose, me sobrepasaba, y desaparecía tragado por el límite de la meseta. No me inquietó ya que en su interior iban varias personas, muchas personas diría, en animada conversación y con los rostros sonrientes. Sin embargo, por curiosidad, regresé al filo. Había un camino, una especie de cañada, prolongación quizá de la carretera, que descendía trazando curvas inverosímiles, cerradas y contraperaltadas. El Chrysler se había despeñado, nadie podía conducir con éxito por aquella trocha, quedando volcado, cabeza abajo, en la pequeña explanada contigua a la chopera. Esperé unos instantes antes de tomar una decisión y, de repente, empezaron a salir, de manera rápida pero ordenada, a través de las ventanillas, en dirección a la fuente, los risueños ocupantes. Pese a la distancia y a la poca luz me di cuenta de quiénes eran esas personas; se trataba de los componentes del Club de Lectura en el que yo había participado esa misma tarde. Faltaban algunos. Los que estarían atrapados en el amasijo de hierros retorcidos en que ahora, de improviso, se había convertido el automóvil. Entre los ausentes, mi amigo Esteban, carpintero regional, y Yolanda Pilmo, a la que adoraba. Por cierto, también faltaba yo, a mí tampoco se me veía.       

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16 de febrero de 2018
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Crecimiento de mandíbulas

Creía que el problema sólo me afectaba a mí pero hoy, al salir a la calle, he comprobado que se trata de un problema generalizado; gran cantidad de gente experimenta, desde hace unos días, un considerable aumento en el tamaño de las mandíbulas, unos centímetros de más que resultan aparatosos. La influencia que tal transformación vaya a tener en las actividades habituales, como la oración y la ingesta de alcaparrones, no se habrá aún valorado, pero imagino que en las próximas semanas se publicarán informes tranquilizadores; es lo mínimo que se puede esperar de nuestras Autoridades Autonómicas.

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5 de febrero de 2018
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Órdenes

Cuentan que el tirano medo Astiages castigó a su pariente Hárpago ordenando que en un banquete le sirvieran trozos de su hijo asados. Mi padre, el ginecólogo dentista Ferrer Auger, ordenó que en un almuerzo en el Gran Hotel de Jaca me sirvieran una suela de cuero vacuno empanada, con gran apuro, todo hay que decirlo, del probo maître, que fallecería al poco tiempo quizá de tanto repetir que él nunca se hubiera atrevido a gastar una broma a un cliente... pero lo había ordenado un médico. 

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21 de enero de 2018
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Nombre inane

Intento describir "una ciudad, cubierta a todas horas de una fina capa de polvo, que alberga numerosas colonias de avión común", pero el nombre de este pájaro hirundínido es de tal inanidad que imposibilita convertirlo en sujeto del relato, imposibilita la redacción del mismo (cambiar el nombre no es aconsejable, devaluaría la narración y el conjunto de mi narrativa). [Avión común, nombre oficial español de la especie Delichon urbicum].

El avión común fue descrito inicialmente por Linneo, en 1758, en su Systema Naturaecomo Hirundo urbica,​ y fue trasladado a su actual género Delichon por Thomas Horsfield y Frederic Moore en 1854. Delichon es anagrama del término griego χελιδών (chelīdōn), que significa «golondrina»,​ y el nombre específico urbicum (urbica hasta 2004, debido al desconocimiento de la gramática latina) significa «urbano» en latín. ​ Por otro lado su nombre vulgar es aféresis del término antiguo gavión que a su vez procede del latino gavīa (que significa “gaviota”). ​

 

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13 de enero de 2018
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La prueba

Jorge Luis Borges, en su Libro de los sueños, incluye una nota, escrita por Samuel Taylor Coleridge a finales del XVIII o principios del XIX, que Borges titula La prueba y que dice así: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?” Pues yo, en mi época de gran soñador, tuve repetidos sueños en los que hallaba un tesoro y, cuando notaba que el sueño iba a terminar, lo agarraba con fuerza pegándolo contra el pecho... pero nunca conseguí traerlo a este lado de la realidad. Ahora me sorprenden dos cosas. La primera que fuera consciente en el sueño de que este iba a concluir. La segunda que fuera capaz de encadenar los sueños, que propiciara sueños que fueran continuación o que recrearan situaciones vividas en otros. 

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30 de diciembre de 2017
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Palingenesia

 

Duchesne dice haber visto en Cracovia a un médico polaco que conservaba en botellitas la ceniza de muchas plantas y que cuando alguien quería ver, por ejemplo, una rosa en estas botellas, tomaba el médico aquella en que había cenizas de rosal, poníala sobre una vela encendida, y advertíase enseguida formarse una nubecilla oscura, que se dividía en muchas partes, viniendo al fin a representar una rosa tan hermosa, fresca y perfecta, que se la hubiera juzgado palpable y olorosa como acabada de coger de un rosal. Esta experiencia se llevó más lejos: primero se probó, en París, por el doctor Burdó, que redujo a cenizas a varios gorriones hasta lograr que el polvo tuviera el tono rosado que según parece es necesario para esta especie de pájaros; luego, en Ginebra, varios doctores hicieron lo mismo, también con éxito, con unas palomas, cuyas cenizas, en este caso, para que pudieran resucitarse, hubieron de tomar el color morado; y finalmente fue Vandervect, en Lovaina, quien probó con cadáveres humanos explicando que existen en la sangre ideas seminales, es decir corpúsculos que contienen en pequeño todo el ser completo, y de hecho, al destilar sangre recientemente sacada, se ha visto aparecer, en la misma habitación, un espectro humano que lanzaba gemidos.

EL BESTIARIO DE FERRER LERÍN 

 

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21 de diciembre de 2017
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Lérida

"Don Tomás de Vargas, sobre Flavio Dexto, Carillo, Florián de Ocampo y otros, dizen que estuvo en esta ciudad Herodes Antipas, que degolló a San Juan Baptista, retirado con la manceba Herodías y su hija, baylarina, desterrados a Francia, muriendo de mancomún conforme obraron, pues baylando sobre los yelos del Segre, año 34, se hundieron y ahogaron, verificando el adagio: Muere cada uno con su oficio." 

 

 

Parte de la adición de Benito Remigio Noydens (1674) a la entrada LÉRIDA del Tesoro de la Lengua Castellana o Española de Sebastián de Covarrubias (1611). Edición preparada por Martín de Riquer. Barcelona. 1943. 

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12 de diciembre de 2017
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E.G. Marshall

 

Hablaba con E.G. Marshall. En un lugar recogido. En un recodo de una plaza grande de capital de provincia. Estábamos solos y nuestro trato, y los gestos, no arrojaban luz sobre el grado de amistad, quizá reciente. Luego, mientras avanzábamos por un amplio camino, comprobé que E.G. Marshall pertenecía a esa aristocracia rural que se asoma a la ciudad pero que siempre regresa al campo. Un médico, sin duda, hombre de baja estatura, frente inclinada, prognato, trajeado en gris, camisa blanca abotonada hasta arriba y corbata guardada en un bolsillo interior. El camino cruzaba un páramo inmenso en el que un río había excavado la tierra rojiza. Quise detenerme, en varias ocasiones, para contemplar el sobrecogedor paisaje pero Marshall lo impedía, me daba conversación, no quería que me diera cuenta de qué lugar era este, de su devastación y su silencio. Llegamos a un punto en que un montículo coronado por encinas anunciaba un cambio. Un cambio no sólo en el terreno sino en la actitud de Marshall al decir “entramos en la finca” y en la súbita aparición de un par de individuos que habrían bajado del montículo y se les veía dipuestos a proteger nuestras espaldas ante eventuales desafueros.

 

La sala estaba en penumbra, el techo altísimo, quizá hubiera muebles pero resultaban indistinguibles de los pintados en los muros. Una mujer, que podría ser el propio E.G. Marshall, musitaba algo referido a un ángulo de la estancia, en concreto a un trapo blanco, un pedazo de sábana, que arrugado y tirado en el suelo, era la boca de un túnel por el que entraban y salían gran cantidad de hormigas argentinas, no en una o dos hileras sino formando una columna de un palmo de ancho. En la mesa camilla se sentó a mi derecha la mujer de E.G. Marshall y, a mi izquierda, su hija. Me esperaban. También, se acercaron los dos individuos, uno de gran parecido a Marshall, a su mujer y a su hija, que me saludó con un “orina infectada” sin especificar si ese era su nombre o la enfermedad que le acosaba, y otro, de aspecto totalmente distinto, barbero, fumador y cazador, que me habló en esa horrible lengua que debía de ser la habitual del vulgo en esas tierras y que aún, en aquellos años, se mantenía en un plano secundario aunque algunos, como este engendro, ya la situaran en el plano principal. Irrumpió E.G. Marshall con un plato de arroz con gallina, una especialidad local de la que se sentiría muy orgulloso y que había preparado durante este rato; no se veía servicio. La penumbra no progresó pero las figuras se diluyeron. Quizá la mujer de Marshall mantuvo su presencia durante más tiempo. Pero al final esas personas, los magros muebles, los murales y hasta el trapo arrugado dejaron de verse.

 

Regresaba a la ciudad solo, cansado, andando por el amplio camino y me detuve en un par de ocasiones para girarme y buscar la silueta del inmenso edificio. Pero no supe encontrarla. Era noche cerrada cuando abrí la puerta de casa. Y allí nadie me esperaba.     

 

 

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1 de diciembre de 2017
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El Boomeran(g)
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