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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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Cuando no existían los vascos (I): El mito del vascoiberismo

 

El desconocimiento sobre el origen y datación de la lengua vasca ha sido tradicionalmente compensado por la emisión de gargarismos delirantes sobre su antigüedad y pureza. Ese particular juego floral no lo inventaron los vascos, sino que nació de la querella entre Antonio de Nebrija y Lucio Marineo Sículo. El primero publicó en 1481 Introductiones Latinae, una gramática latina que fue un gran éxito de crítica y público, que al segundo le pareció muy mal, porque utilizaba el español para explicar el latín.

Marineo era un humanista siciliano que llegó a España en 1484 con el séquito de Ana Cabrera, la esposa de Fadrique Enríquez, almirante de Castilla, y fue graciosamente dotado con las cátedras de Poesía y Oratoria, en virtud de su prestigio y el de sus protectores, de modo que ingresó en el claustro salmantino en el curso 1485-6. Para entonces, Nebrija había agravado la ofensa a Marineo con la edición de otra versión de Introductiones Latinae que traía, entre otros muchos cambios, un empleo todavía mayor del español para explicar el latín. A lo largo del primer curso que Marineo pasó en Salamanca, la gramatica latina de Nebrija se reimprimió tres veces. En 1488, el escarnio llegó al colmo: Nebrija publicó Introducciones latinas, donde contraponía el  español al latín. Ese mismo año, se produjo el enfrentamiento personal entre Nebrija y Marineo, y desde esa discusión quedaron como enemigos declarados, porque además ambos pretendieron cargos similiares ante el rey. 

Otra divergencia entre Nebrija y Marineo fue la cuestión de los primeros hablantes hispanos de todos los tiempos. Un asunto que desbordaba la gramática y la historia, para adentrarse en la metafísica. Para Nebrija, el español procedía del latín corrompido y degenerado que los godos trajeron a España. Como lengua perfecta y modélica, el latín no degeneró en tanto tuvo maestros. Con la caída del imperio romano, la falta de maestros propició el deterioro de la lengua. Los godos como primeros traedores de la verdadera nobleza era un lugar común historiográfico desde tres siglos atrás. Nebrija se ajustaba así a la historia oficial y al testimonio de los textos latinos conocidos.

Marineo, en cambio, no sólo polemizaba con quienes se pretendían descendientes de los godos, que ya le tenían hasta el sobrepelliz, sino también con los historiadores de la antigüedad clásica que mencionaban a iberos y fenicios. Traducido del latín de su De rebus Hispaniae mirabilibus (III, f. 20 v) dice lo que sigue sobre la lengua de los antiguos hispanos:

“Hay quien afirma que la lengua de los primeros habitantes indígenas de toda Hispania hasta la llegada de cartagineses y romanos, que entonces  todos hablaban en latín, era la que ahora usan vascones y cántabros, los cuales, pese a las variaciones de los siglos y los tiempos, no han mudado de lengua, costumbre, ni cuidado corporal. Es de creer que aquella lengua hispana no vino  de los iberos, ni los sayos, ni los fenicios, los cuales, según alguien ha escrito, vinieron a Hispania en otro tiempo, sino de los primeros habitantes de Hispania a quienes la diversidad de lenguas obligó a exiliarse de su patria. Por lo tanto, quienquiera que fuera aquel primero que llegó al orbe hispano desde la torre babilónica, él mismo trajo consigo un idioma de los setenta y dos que, en la construcción de aquella nueva ciudad, Dios Óptimo Máximo repartió entre los que fabricaban la torre.”

Era una sensación. Por primera vez se identificaba una de las lenguas de la famosa torre de Babel. Hasta entonces sólo era sabido que ascendían a setenta y dos, porque era el número de los descendientes de Noé, según recuento verificado por Isidoro de Sevilla. 

Marineo incluía una lista con una cincuentena de palabras vascas que había obtenido de un vizcaíno auténtico. Pero deslizaba la confusa aclaración de que los hispanos sin mezcla extranjera era de cuatro clases: gallegos, cántabros, vascones y asturianos. Los extranjeros, a su vez, aparecían divididos en cuatro tipos: griegos, judíos, cartagineses y romanos.

Uno de los primeros lectores provechosos del descubrimiento fue Martín de Azpilcueta, llamado Doctor Navarrus (1492-1586). En su Relectio c. Novit (III, 167) sostiene: “Los navarros y cántabros, cuyo idioma (que ahora llaman vasconicum) es el más antiguo de toda Hispania y del cual se sirven hasta hoy, nunca admitieron a los romanos, mientras sí lo hacían en todo el resto de Hispania, así como en la Galia.” La pasmosa noticia de que cántabros y navarros usaban el mismo idioma de raigambre bíblica y babilónica en el siglo XVI no pasó desapercibida a los apologistas de la vasquidad primigenia. 

El pasaje de Azpilicueta también muestra que de vasconicum deriva el adverbio vasconice, del cual procede “vascuence”, que era un término inofensivo, hasta que el nacionalismo decretó su carácter despectivo e injurioso en el siglo XX. 

Mientras tanto, la teoría del vasco como lengua de linaje babélica ganaba adeptos en Europa. Paulus Merula, jurista alemán que tenía la cátedra de historia en Leyden a finales del siglo XVI, reprodujo la lista de palabras vascas y la opinión babilónica de Marineo en su Cosmographia. Y el cronista guipuzcoano Esteban Garibay (1533-1599) fue el primero en identificar a Tubal, el constructor de la torre de Babel que trajo consigo una de las setenta y dos lenguas a España, como el primer vasco de la historia.

La tesis de Garibay dio inicio a la feria de los apologistas de la vasquidad babélica, como Andrés de Poza y Baltasar Echave, que escribieron a finales del siglo XVI y principios del XVII sobre la antigüedad y nobleza de la primera lengua hispánica. 

Ya en el siglo XVII el vascoiberismo alcanzó impronta científica con el francés Arnaud d’Oihenart (1592-1667), abogado, historiador, poeta y recolector de proverbios. Como lírico, era admirador del Siglo de Oro español, sobre todo de Lope de Vega y Góngora, y destacó en la fábrica de alejandrinos escuadrados implacablemente a base de palabras inventadas y conjugaciones perfeccionadas. En su labor de recogedor de refranes, imitó al marques de Santillana, y publicó una recopilación de 706 proverbios vascos, muchos traducidos del español por él mismo. Inspirado en un texto de Estrabón, decretó la unidad lingüística primigenia de lusitanos, galaicos, astures, cántabros, várdulos y vascones, siendo el vasco el idioma original de todos ellos, y la lengua que engendró el español. El tenor de su investigación se refleja en su introducción a Proverbes et Poésies que se publicó en París en 1657: 

“La lengua vasca (que es la misma que la antigua española, como mostré en otra parte) tuvo sin duda sus letras y caracteres propios para escribir […] Pero como los romanos, tras haber quedado dueños de la mayor parte de España, se dedicaron a arruinar la lengua de ese país para implantar la suya, no tuvieron dificultad en introducir su modo de escribir.”

Seguidor de Oihenart fue el jesuita José de Moret (1615-1682) cronista oficial del reino de Navarra, muy influyente en autores e historiadores posteriores, como el también jesuita Manuel Larramendi (1690-1766), fabricante del Diccionario trilingüe del castellano, bascuence y latín, en cuya introducción proclama que la mayor parte del castellano y del latín procede del vasco. No todo el diccionario de Larramendi es falso, pero eso apenas mengua su alta calidad de disparatario.

Larramendi se revela también como el más notable precursor del racismo vasco en su Corografía ó descripción de la Muy Noble y Muy Leal Provincia de Guipúzcoa, y su frenesí vascocantabrista alcanza momentos delirantes en sus escritos  Sobre los Fueros de Guipúzcoa, redactados hacia 1756:

“La nacion bascongada, la primitiva pobladora de España y aun de vecindades […] Haremos una Republica toda de Bascongados y en su origen primitivos españoles […] De esta suerte, si elegiéramos rey, será y se llamará Rey de Cantabria, y se le dará el Reino […] Guerras tendremos que sustentar. Sea así. Pero serán guerras cantábricas, cuyo nombre debe infundirnos aliento. Somos descendientes de aquellos valientes cántabros y aún late su sangre y valor en nuestras venas.”

Con esos mimbres guerreros trabajó el historiador Ignacio Iztueta (1767-1845), quien compuso una historia de Guipúzcoa donde eran vascos puros Jafet, su padre Noé, y todos los anteriores personajes bíblicos hasta Adán y Eva. Y luego vino Pedro Astarloa (1752-1806), quien se aplicó a la apología de la lengua vasca, depósito insondable de perfecciones, y dotada de un alfabeto cuyas letras tienen significación natural. A partir del vasco, Astarloa definió la perfecta gramática razonada, notable antecedente de la generativa. Su obra alcanzó prestigio y nombradía internacionales, y sedujo a Humboldt, Sabino Arana, y Caro Baroja, entre otros especialistas.

La primera conclusión de la contemplaciones místicas de Astarloa fue la extraída por Juan Bautista Erro (1753-1854), autor de un Alfabeto de la lengua primitiva de España, publicado en 1806, donde demostraba que los alfabetos fenicio y griego proceden del vasco, venerable inventor de las primeras letras naturales. De repente, todo el ibérico se podía leer fácilmente mediante la lengua vasca. La obra causó sensación y se tradujo al francés, inglés y alemán.

Lorenzo Hervás (1735‐1809) introdujo una ilustrada apertura de miras  en la lingüística española. Estableció por primera vez en Europa el parentesco entre el griego y el sánscrito, y la del hebreo con otras lenguas semíticas. También fue el primero en ver que no sólo había que comparar las palabras, sino también “el artificio gramatical” de las diferentes lenguas. Pero no pudo sustraerse a la seducción vascoiberista y en su Catálogo de las lenguas, que se remonta a la torre de Babel y “al tiempo de la dispersión de las gentes”, presenta “pruebas prácticas” de que los iberos trajeron el vasco, directamente y sin escalas, desde la abandonada construcción babilónica, a España, Francia, Italia, e islas adyacentes, de modo que se habló universalmente vasco babélico en dicha parte del mundo, hasta que llegaron romanos, fenicios, celtas y otros extranjeros.

El romanticismo alemán también se rindió ante el portento. Wilhelm von Humboldt (1767-1835) tenía por verdad venerable todo lo dicho por Hervás y, sobre todo, lo contemplado por Astarloa en su misticismo gramatical. En su época de ministro del rey de Prusia, Humboldt mantuvo una celosa pugna literaria y política con Erro, ministro del pretendiente don Carlos y descubridor de las letras naturales, sobre el legado literario de Astarloa. 

Entre 1801 y 1821. Humboldt publicó cuatro volúmenes sobre la lengua vasca, donde resumía los aspectos más destacados de la apología vascoiberista desde Larramendi a Hervás. Después de una primera estancia de dos días en Bayona y alrededores, en 1799-1800, Humboldt había concebido entusiasmado la posibilidad de conocer en Europa “una tribu pura y separada” que había salvado su lenguaje a lo largo de milenios. En su texto Ankündigung (1812) subraya que el vasco es un medio tan imprescindible para el estudio de las fuentes del español, que todo trabajo etimológico que se emprendiera sin su preciso conocimiento sería en última instancia imposible. 

El primer intento de lecturas epigráficas del ibérico fue obra de Emil Hübner (1834-1901). La compilación se publicó en Berlín bajo el título Monumenta Linguae Ibericae (1893). A partir de esas lecturas, Hugo Schuchardt (1842-1927) elaboró Die iberische Deklination. Fue un momento cumbre del vascoiberismo, ya desde 1877, Achille Luchaire, fundador de la filología gascona, venía proponiendo un parentesco estrecho entre el ibérico, el vasco y el aquitano. Como testigo del momentico ha quedado el monumento a los fueros de Pamplona, donde aparece un texto que se pretende vasco, y está escrito con un silabario ibérico erróneo copiado de un manual del principio del siglo XX.

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3 de enero de 2011
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Una de Heine

 

 

En la primavera de 1843, el Zeitung für die elegante Welt, periódico dirigido a un público adinerado y culto, publicó en exquisitas porciones Atta Troll de Heine. En la obra aparece un personaje llamado Bandidoski, que se hace escritor después de haber sido paladín del pretendiente don Carlos en la guerra de España. Y antes de que llegase la calor, cuando los trigos encañan y se pasa el arroz, el predicador Karl Marx, joven aspirante a todo, viajó a París, se presentó a Heine y, tras darle coba, le preguntó por la identidad de Bandidoski.

Heine le explicó que ése era el apodo que adjudicaba al príncipe Felix Lichnowsky, legitimista reaccionario que tenía el descaro inmenso de escribir artículos en francés y alemán, hazaña hasta entonces exclusiva del propio Heine, y, lo que era peor, los dos últimos años había publicado en Alemania dos libros de éxito, uno sobre sus andanzas en la Guerra Carlista y otro sobre su viaje a Portugal. 

Para más desdicha, la condesa Ida de Bocarmé, musa de Balzac, había traducido y preparado la edición francesa de los recuerdos españoles de Lichnowsky, dos tomos en octavo, con florones y letras de oro, que Heine no podía ver en las librerías de París sin la natural indignación poética.

Para amortiguar sus penas, el poeta solo disponía de una pensión gubernamental que le asignó François Guizot, ministro de todas las cosas y algunas más. Este Guizot fue un precursor de la política moderna. Si acaso,  desde la perspectiva de la moda actual, se le podría achacar el ser demasiado explícito. En una intervención ante la Cámara de Diputados, durante un debate sobre los fondos secretos, dijo: “Señores, no hay que ser anacrónico. Lo más peligroso en asuntos de gobierno es el anacronismo. La conquista de los derechos políticos y sociales fue un asunto de sus padres. Pasemos a otra cosa. A ustedes les toca usar esos derechos. ¡Enriquézcanse!”

En Francia regía el absolutismo atenuado por la oratoria. El censo electoral era un club de ricos y, como compensación, se habían democratizado la pobreza y la hambruna. Austria era feudal. Y Prusia estaba muy avanzada; ya se parecía asombrosamente a la de cien años después, con quema de libros y persecución de los judíos. 

Como huésped distinguido del régimen francés, Heine podía esperar, o hacer que esperaba, una revolución en Silesia o Berlín. Lo que no imaginaba es que una serie de mítines a favor de la ampliacion del censo electoral acabara por provocar algo gravísimo en Francia. No el cambio de régimen; porque todo aquello de Luis Felipe o Napoleón III, Monarquía, República o Imperio, digámoslo claro: ¿a quién le importaba? Lo verdaderamente terrible fue que, tras revolución de febrero de 1848, los republicanos fisgaron en los archivos del gobierno Guizot, y salió a relucir la pensión de Heine, pagada con los fondos secretos, que algunos malintencionados llaman “de reptiles”. ¡Se publicó en periódicos franceses y alemanes!

Un disgusto horroroso. Al tiempo que publicaba una réplica en el Ausburger Allgemeine Zeitung, Heine se desplomó en el museo del Louvre, ante la Venus de Milo: “Largo tiempo yací a sus pies y lloré tan amargamente que una piedra se hubiera apiadado. También la diosa me contemplaba desde lo alto, pero al mismo tiempo tan desconsolada como si quisiera decir: ¿no ves que no tengo brazos y no puedo ayudar?” 

La esclerosis múltiple, que en la terminología de la época se llamaba sífilis atrapada en la época de estudiante disoluto en Götingen, pasó a mayores. Y el atribulado pensionista se encamó para el resto de sus días. No escribió más de política. Estaba medio ciego; pero el mal sueño de la pensión puesta en la picota no se le iba de la vista. Se justificó en breve y en largo. Todavía en 1854, el penúltimo agosto de su vida, escribió una “Explicación retrospectiva” donde se quejaba de parecer rico y no ser creído cuando hablaba de su necesidad dineraria, porque los filisteos ignoraban al gran Cervantes, quien dijo que un poeta nunca miente en cosa de parné, que además no era mucho, sólo el trozo de pan de un poeta alemán comprometido con la revolución. Y, otra cosa, justo a su lado, en la lista de pensionistas secretos, salía Godoy, Príncipe de la Paz y enchufado de Fernando VII —a quien, por cierto, se la daba con su augusta señora, y eso no lo decía por nada en especial, sino por llevar siempre la verdad por delante—. Bien, ¿es que nadie lo había visto? ¿Por qué se metían con él y no con ese Godoy, que era un reaccionario? Él, que ya denunció antes que ninguno la corrupción de Guizot, había tenido que contener a Marx y los colegas del Neue Rheinische Zeitung, para que no replicaran fieramente, de tan indignados que estaban por la maldad que le hacían. Porque, sépase de una vez, la pensión del poeta era para sostener a los pobres camaradas del partido comunista.

 La gente ni se acordaba de aquella historieta de la pensión, ya más vieja que la peluca de Lafayette. Pero Heine no sólo insistía, sino que comprometía a Marx y al partido comunista como falsos testigos, con lo que se arriesgaba a quedar aún más en evidencia.  

La pensión de cuatro mil ochocientos francos –cuando una obrera ganaba veinte al mes y una familia proletaria de cuatro miembros gastaba cada día, sólo en pan, la mitad de sus ingresos– le suponía a Heine poco menos que el chocolate del loro. Pero estaba persuadido de que si todo el mundo, desde donde florece el limonero hasta donde se pasman los pajaricos, se creía que aquél era el único dinero del poeta, el otro, el montón principal, quedaría a salvo. No se lo quitaría nadie. Suyo para siempre. Y así fue. Pero no para siempre, sino hasta el 17 de febrero de 1856, día en que perdió su absoluta desconfianza en todo el mundo.

Esa desconfianza no le impidió escribir las más bellas canciones y poseer la mejor prosa de su siglo. ¿Impedir? Escribía así gracias a ella.

Aquel Bandidoski que creó para desquitarse de Lichnowsky tuvo su particular periplo poético, cinco años después de ser creado por Heine.

En mayo 1848, los predicadores Karl Marx, Friedrich Engels y Georg Weerth, que venían de actuar con gran éxito en Bruselas y Londres, se reunieron en Colonia, donde regía el Código de Napoleón y, en consecuencia, había libertad de prensa. Con tan fausto motivo, fundaron el Neue Rheinische Zeitung, periódico marxista auténtico. Weerth, que era poeta aunque fingía ser agente comercial, se hizo cargo de la sección de entretenimientos y comenzó la publicación de “Vida y hazañas del famoso caballero Bandidoski”. 

Bandidoski, soseras cara de corcho, aristócrata de entendederas gallináceas, viaja a España donde gobierna el rey don Paquo, empeña el reloj en Pampeluna y protagoniza otros melonadas igual de divertidas para nutrición intelectual del proletariado.

Todos los lectores sabían que Bandidoski era el príncipe Felix Lichnowsky, diputado  por el distrito de Ratibor en el parlamento de Frankfurt. El propio Weerth explicaba, en un episodio del folletín, que el apodo y el personaje salían en Atta Troll, la obra de Heine. 

El 18 de septiembre de 1848, el diputado Felix Lichnowsky y el general Hans Auerswald fueron cazados y asesinados en Frankfurt por los revolucionarios de las barricadas. El folletín con las sandeces de Bandidoski siguió publicándose en el Neue Rheinische Zeitung, hasta el año siguiente. En 1850, Weerth fue juzgado por difamación del asesinado Lichnowsky. En el juicio, el acusado sostuvo que era como si se procesara a Cervantes por difamar a don Quijote. Los jueces no fueron sensibles a la excelente comparación y lo condenaron a tres meses de cárcel. 

Desengañado de las ingratas labores poéticas y quijotescas, Weerth retomó su disfraz de comisionista y viajó a España, Portugal y Sudamérica; por fin, puso rumbo a América Central, a fin de ofrecer sus servicios a Faustino I, emperador de Haiti, totalmente negro y analfabeto, que demostraba ser tan capaz para gobernar mediante la corrupción y el terror, como si hubiera sido blanco y poeta de toda la vida. Los aduaneros haitianos no dejaron pasar a Weerth porque tenia mal color y, en efecto, poco después murió en La Habana de fiebre amarilla. 

Julius Campe, editor de Heine y Marx, publicó en 1849, en formato de libro, los episodios gaceteros de Bandidoski. En 1883, Engels seguía recomendando esa obra de Weerth, “primer y más importante poeta del proletariado alemán”. Y, pasada la Segunda Guerra Mundial, el libro se reeditó cinco veces en la Alemania comunista.

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29 de diciembre de 2010
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El pensamiento letrinal

 

 

Dícese de aquel que recalca y redunda en la fantasía de que el ser humano se origina, madura, y permanece durante meses en una letrina, rodeado de sones, tafadas y estremecidos propios del sistema cloacal, afligente circunstancia que modela y condiciona su mollera e incluso su entendimiento, por no decir cosmovisión y gustos culinarios, musicales y  político-deportivos.

La idea es más vieja que la tos, y de recurrente frecuentación por gente muy afectada por el morbo religioso. Lo han redicho santos como Tertuliano y Agustín de Hipona, papas como Aeneas Silvio, escritores como Joubert, Cioran y Ceronetti, en fin, una toda una tropa de pensadores letrinales que han ensalzado al hombre como mono ínfimo que ha permanecido meses en una cloaca y, luego, olvidando sus orígenes indelebles, pretende escupir a las galaxias.

Se trata de una misoginia de sesgo cómico porque, a ver, ¿no es la próstata, ese noble órgano donde radica el alma racional de los hombres, el artefacto más abrazaletrinas de la creación?

“Vejiga, vieja enemiga”, lirificaba Unamuno, otro destacado pensador letrinal. Una vez estaba yo de excursión con Bello Portu por Hendaya, y fuimos a ver el hotel donde estuvo exiliado Unamuno. Hay una placa con poema en la entrada y Bello Portu, que fue promotor del monumento y se sabía de memoria todos los sonetos unamunianos, me recitó unos pocos, entre ellos, el “Dónde” famoso porque fue la respuesta de Unamuno a la petición de unos estudiantes franceses que querían traducir y publicar un soneto suyo. Con unamunesca contumacia les propuso ese que justamente, me explicaba Bello Portu, era imposible de sonetear en francés, idioma más bien pobretón que apenas dispone de un de silábica viudedad allá donde el español unamuniano redondeaba sus dóndes, de dóndes, y adóndes  relativos y absolutos para envidia y desesperación de la Sorbona. También me recitó con maestría el de la vejiga, vieja enemiga, y a mí me daba la risa. Bello Portu me miraba reprobador: ríase hombre, ya le vendrá el tío Paco con la rebaja. Y, en efecto, esta misma primavera estuve en un tris de palmarla de apendicitis perforada gangrenosa, una muerte letrinal, si bien se mira. De incontinencia letrinal murió La Boetie, y la vieja enemiga acabó con Montaigne, Voltaire y Fernando el Católico.

Entonces, ¿por qué ven obsesivamente la culpa letrinal en la mujer? Quizá sea envidia sempiterna, porque se trata de una misoginia crónica cultivada por fanáticos de podredumbre con un irrefrenable gusto por el horror pestilente, una insaciable aspiración por sentirse traedor de un cadáver, ser un refinado sumiller de la supuración, un hipocondríaco del miasma, voyeur de la tragedia excretal en un universo fétido. Y con todo se trata de misóginos que a ratos tienen mucha gracia en su misma exageración, ahí tenemos a Quevedo. El pensamiento letrinal bien podría ser tan antiguo como la poesía.

 

 


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28 de diciembre de 2010
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Favores y flaquezas

 

“Nada más frágil que la memoria de los beneficios recibidos. Así que fiaos de los hombres que están en condición de no poder fallaros, más que de aquellos a quienes habéis hecho favores, porque a menudo ellos no se acuerdan, o suponen esos favores menos importantes de lo que son, o piensan que alguna necesidad os hizo actuar” lo dice Guicciardini en sus Ricordi (XXIV) y es una fina observación. Pero le falta algo: el otorgante de beneficios y favores sí que se acuerda. De modo que se podría añadir: tú no cuentes con ese al que favoreciste, pero cuenta que quien te favoreció sí cuenta contigo, y eso puede ser digno de cálculo por la facilidad con que se crea un enemigo a partir de un benefactor, casi tan fácil como se crea uno a partir de un beneficiado.

La economía del favor tiene sus peculiaridades. Un favor se empieza a pagar con el mismo hecho de pedirlo. Puede ser que su petición cueste tanto que esté condenada a no poder ser resarcida por la más pronta y atenta concesión. De modo que, haciéndose rogar, se puede llegar a contraer una deuda de muy difícil quita. 

Son cosas sabidas de muy antiguo. En las sociedades rurales, estaba detalladamente estipulado el compendio de obligaciones del vecino. Se trataba de evitar en lo posible el germen de discordia que hay en la petición de favores.

Y directamente liada con la susceptibilidad del favor está la intromisión del admirador, con el cual nunca se es lo bastante riguroso y desconfiado. Siempre pretende cobrar a la vista y exige el cumplido que le diga que lo ha hecho bien, que cuela. Exige para su vileza enana que el adulado se envilezca también otro tanto. Y lo chusco del caso es que negarse a dar ese estúpido paso de baile puede suponer una ofensa grave. Así se da en el brete de violentarse aceptando la intromisión, o violentarse rechazándola. Y, sobre todo, que el admirador se vengará sin falta: ya antes de empezar a venerar está tramando el desquite. 

Antes se empleaba un verbo gracioso y plástico “colinear”, o sea hacer como el perro. Y el que colinea a alguien no lo hace porque aprecie sus méritos, sino porque adquiere un salvoconducto de elevación a costa ajena. Es, por lo tanto, el mayor parásito. Por algo decía Nietzsche que hay más intromisión en la alabanza que en la censura. Es increíble el avance que tiene la adulación en todas las inteligencias por groseras o finas que sean. Por más vil o despreciable que nos parezca alguien, siempre estaremos dispuestos a dar crédito a los juicios favorables con que nos pueda colinear.

La adulación adormece a la víctima, anula su entendimiento, la corrompe y envilece. El admirador ya abusa cuando se permite decirnos qué piensa de nosotros y de lo que hacemos. No es un enemigo futuro, sino que está presente; dispone de una llave maestra y no sabemos cambiar la cerradura.

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27 de diciembre de 2010
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Escritos que se lleva el aire

 

 

Las notas de sexto y reválida, la primera nómina envuelta en un  recorte de periódico que habla de la olimpiada de Munich, la cartilla militar que me define como reservista artillero que ha de presentarse en un cuartel de Logroño, el libro de familia, hay que ver cuántos textos abolidos y fuera de ordenación, textos periclitados que fueron importantes y codiciados hasta lo increíble, textos de lectura difunta y, con ellos, nosotros, que nos vamos pareciendo a papeles que se lleva el aire.

Los antiguos desconfiaban de la palabra para la transmisión de sus arcanos. Había cosas y seres cuyo nombre no debía ser pronunciado. Después, se pasó a desconfiar de la escritura: era algo demasiado claro y de inquietante permanencia. Platón escuchó en Egipto una leyenda que pronosticaba una época —la nuestra— en que los textos harían esclavos a los hombres. Yo escribo y tengo la impresión de que un escrito es una cosa secreta y efímera. Me parece grotesco Epicuro cuando se consuela con la eterna gloria que pronostica a sus textos, y entiendo a Sthendal cuando dice que le es muy penoso hablar de los suyos.

Pero es verdad que los escritos nos tienen encarcelados en una  interminable peninteciaría mucho más implacable que aquella amable cárcel de papel de La codorniz. Así manifiesta su omnipotencia esa fatalidad de la que oí hablar a Joaquín Sanmartín en su intervención sobre los sumerios para una exposición que Enki mediante se podrá ver de aquí a un par de años en Caixaforum. Observa Sanmartín que la existencia de todas esas lenguas incomprensibles que nos abordan —no sabemos leer el recibo de internet, ni el del seguro, ni la ley de fincas— es una fatalidad coetánea de la civilización, que es el lugar donde nos atropellan escritos que no sabemos leer.

 

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26 de diciembre de 2010
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El bien de la especie

 

En la escritura Lineal B y en la cuneiforme, hay numerosos testimonios de que, en la guerra, los hombres de las ciudades vencidas se mataban, y las mujeres eran llevadas como esclavas. En las tabletas de Pilos y de Tebas se mencionan listas de mujeres traídas de las ciudades saqueadas, y en la Ilíada se narra que Aquiles saqueó Lesbos, mató a los hombres, y se llevó las mujeres al campamento griego. También en la conversación de despedida entre Héctor y Andrómaca se puede ver el destino establecido para el hombre y la mujer del bando derrotado: él morirá, ella será esclava de los vencedores. Hoy los antropólogos conjeturan que los neandertales “intercambiaban” hembras para evitar la endogamia. Parece una teoría muy comedida, porque hay mejores indicios de que era más prestigioso robar una mujer, y quizá también era mejor para la especie, ya que hablamos de ella. El viejísimo motivo del rapto no sólo aparece en la peripecia de Helena, sino que se representa todavía en ciertas bodas de rito antiguo. Y del inveterado uso de llevarse como esclavas a las mujeres del enemigo ha quedado la violación masiva como acción de guerra. Por ejemplo, cuando los rusos conquistaron Alemania al acabar la Segunda Guerra Mundial, violaron todas las mujeres que pudieron, porque el uso civilizado ya no permitía que volvieran a Rusia con un par de millones de esclavas. Las violaciones en el Congo son del mismo género atávico que, dicen los antropólogos, mira por la salud de la especie. Da no sé qué colgar esto el día de Navidad, pero ha surtido así.


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25 de diciembre de 2010
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Je vous ayme

 

 

La ópera Bellérophon de Jean-Baptiste Lully fue la primera en publicarse impresa, como consecuencia del gran éxito obtenido en su estreno de enero de 1679, y su posterior representación durante nueve meses en el Palais Royal. El libreto fue obra de Corneille, Fontenelle y Boileau. No se sabe cuánto  y qué se debe a cada cual, y desde el principio se discutió la autoría de determinados pasajes, controversia que fue animada por los mismos autores, y por los rumores de que incluso habría un cuarto, Quinault, al que se debía la idea original. Boileau, que había publicado poco antes su traducción del tratado anónimo Sobre lo sublime, uno de los primeros ensayos que se conocen sobre los poemas homéricos, hubo de tener gran parte en la redacción de un argumento que se basa en la Ilíada y en Píndaro; había pocos autores franceses más familiarizados que él con la literatura griega. 

Belerofonte, que significa “el que mató a Belleros” —y que en la Ilíada aparece como un héroe tan vencedor que acaba mal, por haber provocado la envidia divina—, debe liquidar a la Quimera, monstruo permicioso creado por Amisodaro, quien se encuentra gravemente enamorado de Estenobeia, viuda del rey Pretus, y enamorada a su  vez del heroico Belerofonte, quien bebe los vientos por Filonoé, hija del rey de Licia.

Así que esta ópera, que tuvo cien años de éxito y más de doscientos de olvido, va de amor. En su honor cabe decir que no se conoció a lo largo de los siglos XIX y XX, que es la época de las óperas pesadas y los tratados plomizos sobre música. Alguien se extrañará de que una trama tan amorosa provenga de la Ilíada, y quizá decida vagamente que algún día se pondrá a leer tan famoso poema.

Hubo desde el principio pasajes favoritos que Luis XIV quiso oír más de una vez. Uno de los más célebres es aquel donde Belerofonte y Filonoé cantan “Je vous ayme” —poco después del minuto 51—. Nos ha parecido que también la primera violinista se emociona, y Belerofonte y Filonoé se ponen un poco nerviosos el uno a la otra, sin duda a causa del amor.

La interpretación es magnífica. Les Talens Lyriques se emplean con sabiduría y oficio: vienen debidamente fogueados, tras haber presentado la obra el día anterior en la Cité de la Musique. El Coro de Cámara de Namur frasea y entona que da gloria, y la sabia dirección musical de Cristophe Rousset es impecable.

Me he permitido tomar alguna nota sobre los cantantes. Jean Teitgen,  barítono con pujos bajistas, hace de Apolo y de Amisodaro; o sea, es el enamorado perdedor que fabrica la Quimera. Dado su diseño irreversible, seguramente se movería y cantaría mejor como rey.  Evgeniy Alexeiev, también barítono que se esfuerza por tener voz de bajo al estilo de Chaliapine, es precisamente el que hace de rey, y con su traza no podemos menos que deplorar que no haga de amante despechado y fabricante quimérico. Robert Getchel hace de Baco, de Pitia, y de contratenor, pero con voz tenorina: es el que exige más imaginación del público. Cyril Auvity es Belerofonte, este sí es tenor, y no tiene una voz corriente, pero se echa de menos un poco más de heroísmo y apostura: Belerofonte es un héroe matador de todo bicho viviente, y no debiera recordarnos a Telémaco, el soseras jovenzuelo. Ingrid Perruche, es la soprano que hace de Estenobeia, la viuda enamorada y despechada, verdaderamente se luce, es muy buena actriz, y sólo es de lamentar que no haga de Filonoé, la enamorada que triunfa. Porque Celine Scheen, la soprano que hace de Filonoé, se desmaya demasiado en la tremolina, y está claro que luciría mucho más en el papel de despechada vengativa. También a Jennifer Borghi, mezzosoprano de arrogante coloratura que hace muy bien de Argie, la confidente, y de Palas Atenea, nos gustaría verla enamorada y furiosa, porque está claro que también es actriz.

En estos días de buenos deseos, vayan los míos con la recomendación de oír y ver esta ópera magistral del gran Lully grabada hace cuatro días en la Opéra Royal de Versailles. También el libreto pese a sus erratas será útil. Nada, a pasarlo bien.

 

 

 

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23 de diciembre de 2010
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Cólera de padre

 

 

La religión con más éxito de crítica y público en el último par de milenios argumenta un dios que se siente vejado por los hombres, seres de su hechura, y decreta, en desagravio, que ejecuten a su hijo. Los adoradores de la divinidad esquizofrénica multiplican la escena del sacrificio expiatorio en la figura patibularia más ubicua y famosa del mundo. Esa religión tan divertida se apropió del senil imperio romano  y dominó durante dos mil años en los países de la lógica y la civilización.

De modo que matar al hijo porque el padre se siente más o menos ninguneado, no es ya la acción repulsiva y lamentable que aparece con cierta recurrencia en la crónica de crímenes —en España se han cometido veinte este año— sino que pertenece al acervo religioso más rancio. Antecedentes históricos de tan bella gesta se hallan en la estela del rey Mesá de Moab y en la Biblia. El ingreso de Yahvé en la literatura universal puede verse en el Louvre, al inicio de la décimoctava línea del texto inscrito en una lápida de basalto negro, hallada en el inolvidable verano de 1868, en Dhiban, por un misionero de la religión patibularia e inmediatamente rota por los beduinos, en muestra de severa crítica literaria. Los arqueólogos recuperaron los fragmentos y la estela es hoy legible en el museo parisino. 

En peculiares caracteres fenicios y lengua moabita, que es hermana de la hebrea, Yahvé hizo su ingreso en el mágico mundo escrito como un dios derrotado por su colega Kemós quien, no contento con tomar sus ciudades y exterminar a sus fieles, se apropió de sus vasos sagrados.

Los moabitas eran tribus establecidas al Este del Mar Muerto y emparentadas muy de cerca con los israelitas. El Deuteronomio estipula, en su estatuto de pureza de sangre, que los hijos de israelita y moabita serán excluidos de la comunidad incluso después de la décima generación. Estos odios tan estupendos sólo se consiguen cuando hay estrecha vecindad y semejanza. La estela del rey Mesá dice que los israelitas habían humillado mucho tiempo a los moabitas a causa de que la ira de Kemós ardía contra Moab. Pero un buen día estalló la ira de Kemós contra Israel y las cosas cambiaron. Los moabitas tomaron una decena de ciudades israelitas y se llevaron los vasos de Yahvé para el menaje sagrado de Kemós.

La versión hebrea es más de dos siglos posterior. Mientras la estela del rey Mesá es de mediados del siglo IX a. C., la redacción de las partes más antiguas de la Biblia data de finales del VII, cuando el reinado del piadoso Josías. Antes no era posible redactar una Biblia porque no había suficiente piedad nacionalista. Israelistas y moabitas se mezclaban sin mayor miramiento. Salomón, por ejemplo, tenía una esposa moabita y había erigido en Jerusalén un templo a Kemós el iracundo, dios nacional de Moab, edificación abominable que destruyó el piadoso Josías.

Y no sólo eran los moabitas del todo semejantes a los israelitas, cosa odiosa, sino que también lo eran sus dioses, que marchaban igualmente al frente de los ejércitos y tenían idénticos arrebatos de cólera. En la estela de Mesá y en la Biblia se encuentra parejo uso de herem (dedicación a la muerte), piadoso término de guerra santa que indica la práctica de consagrar a la destrucción el botín y matar en holocausto a todos los supervivientes enemigos. 

Cuentan las crónicas de la monarquía israelita que Mesá, rey de Moab, dejó de pagar tributo a Israel. Hubo que arrasar sus ciudades y talar sus campos, no sin antes escuchar la asesoría del profeta Eliseo quien cantó, acompañado de su tañedor, que Yahvé les anunciaba la victoria. Tras bendita destrucción del país moabita, sitiaron la ciudad de Kir-Hareset donde estaban reducidos los resistentes con su rey. Éste intentó romper el cerco al frente de sus hombres armados y, cuando vio que no era posible, sacrificó a su hijo y heredero en lo alto de la muralla, a la vista de todos, en sagrado holocausto. Este pasaje bíblico (2 Reyes, 3, 27) es una de las raros testimonios explícitos de una práctica inveterada y recurridísima: el padre sacrifica una parte muy señalada de su propiedad, como ejercicio supremo de invocación mágica. El efecto fue fulminante y los israelitas se retiraron.

Las traducciones canónicas de este pasaje suelen sugerir piadosamente una pseudosensibilidad ajena al texto y al contexto. Jerónimo dice en la Vulgata: Et facta est indignatio magna in Israel, statimque recesserunt ab eo. Lutero lo copia tal cual: Da kam ein großer Zorn über Israel, daß sie von ihm abzogen. Tampoco la versión de King James se aparta gran cosa: There was great indignation against Israel: and they departed from him. Parece como si los israelitas se indignaran ante el inhumano (?) espectáculo y se marcharan, cosa un tanto contradictoria porque la correcta indignación humanitaria incitaría a la detención del desalmado parricida, siempre presunto, para leerle sus derechos y llevarlo ante un tribunal. En King James y las versiones modernas se habla de una indignación contra Israel que ocasiona su marcha, se diría que es la cólera de algún innominado testigo colectivo, eso que ahora llaman opinión pública, que se escandaliza porque los israelitas sitiadores han llevado a la desesperación enajenante al rey Mesá. Pero, a la vista de la sucesión narrativa, nada de eso es sostenible porque el rey oficiante ejecuta algo que el autor bíblico sabe bien conocido por sus lectores: invoca a su dios mediante un sacrificio supremo que consiste en matar al hijo.

En la ciudad de Jerusalén, Salomón, el rey cosmopolita que daba templo a todo dios que le proveyera mujer o bien fungible, había dispuesto el servicio público municipal de unos quemaderos donde los cabezas de familia piadosos pudieran inmolar cómodamente a sus primogénitos en honor de Molok. 

Y Yefté, piadoso juez de Israel, fue célebre por sacrificar en holocausto a su única hija en honor de Yahvé, para agradecerle su victoria sobre los adoradores de Kemós. Hasta el bueno de Händel quedó impresionado y le dedicó un hermoso oratorio. 

En ese alegre contexto donde los hombres infligen a su dios las funciones de padre matahijos, no tiene nada de raro que Yahvé exija que Abraham le sacrifique a Isaac, ni que decrete la ejecución de su hijo Jesucristo a causa de lo paternalmente enfadado que está con la humanidad. Cioran, siempre optimista y navideño, dice que hoy seríamos totalmente diferentes si la era cristiana se hubiera inaugurado con la execración del creador.


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20 de diciembre de 2010
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Mecenas

 

Cuando estudiaba en la regia e imperial universidad de Olmütz, decidí que escribiría mi autobiografía –llegado el momento, que imaginaba muy lejano–, con un estilo semejante al de Marco Aurelio, el emperador romano que murió en Viena. Yo tenía dieciséis años y rebosaba heroicos pensamientos. También disparates. Con todo, poseía cierto sentido de la proporción y enseguida vi que donde Marco Aurelio ponía: “De mi abuelo Vero, la bondad…”, yo tendría que poner: “De mi abuelo materno, el conde Karl Zichy de Zich, ministro austrohúngaro de la Guerra y el Interior, caballero magiar…” Imposible, me decía, el corsé marcoaureliano no es de mi talla.

Años más tarde, recordé aquellas preocupaciones y dudas de plumífero adolescente. Y me indigné. Tenía veintidós años y aún no había hecho ninguna heroicidad merecedora de fama. En mi diario sólo tenía apuntados algunos duelos sensacionales y un ramillete de aventuras galantes. No aguardé un instante más. Esa noche salí de Berlín y dejé atrás mi juventud. El sol del día siguiente me vio galopar hacia mi destino en la guerra de España. Y un año después, a la vista de Madrid, que íbamos a conquistar y luego ni siquiera nos aproximamos, anoté en mi diario de campaña: “La gloria es la decepción más embriagadora de todas las vanidades humanas”. Me gustaba la frase, era equívoca y vistosa. Pero lo que yo tenía decidido desde que asistí al impresionante entierro de Beethoven en Viena, era cultivar un músico famoso, como mi abuelo, que crió a Beethoven en nuestro castillo hasta que un día se le escapó.

Mi bisabuelo fue gobernador de las provincias costeras del imperio austrohúngaro. Hizo construir el puerto franco de Trieste y reunió en un gran emporio comercial, con franquicias aduaneras, el puerto y todos sus contornos. Luego, en nombre de la emperatriz Maria Theresia, promulgó un Edicto de Tolerancia que daba libertad de culto, negociación y posesión de bienes. Entonces, acudieron a la nueva Trieste gentes de todas partes del imperio y aún de fuera de él: italianos, serbios, croatas, prusianos, eslovenos, moravos, hebreos y griegos. Y se formó la gran ciudad cosmopolita y portuaria de Trieste que arrebató a Venecia, para siempre jamás, la supremacía comercial en el mar Adriático. Nosotros somos antivenecianos: ¿se conoció algún mecenas veneciano? Claro que no. Esa gente ramplona no puede comprender la delicadeza de esta ciencia.

Mi tío abuelo Moritz, que había estudiado con Mozart y era un virtuoso pianista, hizo traer en barco, desde Londres al nuevo puerto franco de Trieste, un magnífico pianoforte fabricado por John Broadwood.  Luego ordenó que lo transportaran en carro de caballos hasta Viena. Además, dispuso una escolta para el valioso instrumento y lo protegió de los asaltadores de caminos y aduaneros. De ese modo, puso en manos de Beethoven aquel pianoforte, que era el único de su clase en toda Austria, y que ahora ha vuelto a mi propiedad.

Beethoven llegó en diciembre de 1792 a nuestro palacio de Viena. Nos lo presentó Haydn, que era visitante asiduo y daba clases a mi abuela. En aquella época, Beethoven tenía veintidós años, era bajete, feo, renegrido y malencarado, y demostró enseguida que era el mejor improvisador al piano que jamás se vio en Viena, incluído Mozart.

Mi abuelo lo introdujo en las casas de la nobleza y le animó a escribir música. Porque Beethoven recibía clases de contrapunto de Haydn y otros maestros, pero aún no había compuesto nada. Todos decían que, si aquellas improvisaciones pasaran al papel, el resultado sería grandioso. En nuestro palacio de Viena, escribió y estrenó sus primeros tríos y otras muchas obras. Al principio, vivía en el ático, luego tuvo su apartamento en la planta baja y, al final, vivía como huésped distinguido en la planta noble, con el resto de la familia. Mi abuelo le señaló además una pensión de seiscientos florines para que no tuviera preocupaciones dinerarias y se dedicara a su arte. 

Beethoven también solía pasar temporadas en nuestro castillo de Grätz, donde se portaba como un oso. Vagaba a grandes zancadas por el parque durante horas. Siempre iba sin sombrero; ya podía llover, tronar o granizar. Asustaba a la servidumbre con sus brusquedades, entonaba melodías a grandes voces y marcaba el compás a patadas y manotazos. A veces, se encerraba en su habitación durante días, sin decir una palabra ni relacionarse con nadie. Sólo se oía su conversación obstinada con el piano.

Un día de septiembre de 1806, fueron invitados a cenar en el castillo unos oficiales franceses. Beethoven había sido admirador entusiasta de Napoleón y le dedicó varias obras. Pero, el día que Napoleón se autocoronó emperador, en mayo de 1804, Beethoven pasó a detestarlo como si fuera su enemigo personal. Esa temporada andaba especialmente malhumorado a causa del fracaso de su ópera Leonora. La crítica fue mala, los entendidos calificaban la música de ineficaz y reiterativa. Y algunos se atrevieron a sugerir a mi abuelo que obligara a Beethoven a efectuar unos cambios eliminando la pesadez del primer acto. Así que tuvo que quitar un aria con coro, un dueto cómico y un trío cómico. Se ve que Leonora les parecía poco seria. Encima, la soprano Anna Milder se negó a cantar el adagio de la gran aria. Durante la velada con los franceses, mi abuelo le ordenó que tocara el piano. Beethoven se negó y mi abuelo se puso furioso. Estalló una terrible tormenta, los relámpagos rasgaban el cielo ceñudo. Beethoven agarró sus partituras y salió del castillo, hecho una fiera en medio de la tempestad. 

Bajo una gran tromba de agua y todos los relámpagos de Silesia, con su mazo de partituras bajo el brazo y corriendo como un bandolero, llegó a Troppau y tomó la diligencia para Viena. La gran ópera que estaba componiendo en memoria de la bella Kunigunde, la reina de Bohemia, quedó destrozada por el agua. Una pena. “Al menos me dedicó la Quinta” decía mi abuelo.

También la bella Kunigunde residió en nuestro castillo de Grätz hace algunos siglos. ¿Acaso han tenido los venecianos jamás algo parecido? Ella era viuda del rey Ottokar II de Bohemia, muerto en la batalla, y se casó con Zawisch, el enemigo de su difunto. Zawisch era un cabecilla de la dinastía de los witigonios, que poseían Bohemia Meridional y se resistían al señorío del rey Ottokar II. Al casarse con la bella Kunigunde, Zawish se convirtió también en padrastro y preceptor del recién coronado rey Wenzel II de Bohemia. Cuando se hizo mayor, Wenzell II acusó a Zawish de ambicionar para sí la corona y le hizo cortar la cabeza ante la muralla de Hluboka. La historia era magnífica para una ópera. Y aunque Beethoven andaba entonces inseguro y desanimado por la mala recepción de su Leonora, habría compuesto una gran obra, pero a Kunigunde se la llevó el agua. 

La relación de mi abuelo con Mozart era distinta. Tenían la misma edad y lo que de verdad compartían sus almas era la pasión por el juego. El viaje que hicieron juntos, de abril a junio de 1789, desde Viena hasta Berlín, con estancias y conciertos en Praga, Dresden, Leipzig y Postdam, fue a causa de haberse hecho creer el uno al otro que tendrían una buena racha. Pero no la tuvieron. Además, los conciertos de Dresden y Leipzig, dados con el objetivo de que Mozart consiguiera dinero fresco para poder seguir jugando, fueron un fracaso taquillero porque se montaron sin previo aviso. La presentación al rey de Prusia, Federico Guillermo II, tampoco fue provechosa para Mozart porque apenas le encargó un par de cuartetos. Lo que sí sucedió fue que Mozart jugó con mi abuelo y perdió. Al cabo del viaje pagó una buena parte, pero aún le dejó a deber más de mil cuatrocientos florines. Y cuando se murió Mozart, mi abuelo se quedó con su ajuar.

Yo, en cambio, algo he aprendido de la delicada ciencia del mecenazgo y a Liszt nunca le he dicho que cambie una semicorchea. Y le he regalado el pianoforte Broadwood y la máscara mortuoria de Beethoven. Y respecto al dinero, hemos decidido que no eche a perder nuestra amistad, y es Liszt quien me paga el sastre y las chucherías.

 


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16 de diciembre de 2010
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Pirámide de infamia

 

Durante muchos siglos, Roma fue una ciudad donde se codeaban y a veces abofeteaban soberanías abigarradas. Todo era asilo, en cada esquina había donde acogerse a sagrado, iglesias, embajadas, palacios de cardenales o conventos. Los esbirros de la policía manejaban un mapa particular de las calles de Roma y de los lugares donde podían pasar persiguiendo a un malhechor.

En el verano de 1664, los corsos formaban la guardia papal y detuvieron a un malhechor en el distrito del cardenal d’Este, quien convocó a los embajadores de las diversas potencias para tratar del grave desafuero. Luis XIV envió al duque de Créquy como embajador extraordinario, acompañado de una nutrida guardia de soldados, que tuvieron varias varias refriegas con los corsos del papa Alejandro VII. En una de ellas, los corsos papales mataron a un lacayo del embajador de Francia. El rey Luis XIV exigió sanciones ejemplares. El papa apeló al arbitraje español. Luis XIV amenazó con quitarle los estados de Avignon. El papa cedió, deshizo su guardia corsa, que fue diezmada a galeras, y envió al cardenal Chigi a pedir excusas el 9 de agosto de 1664. Luis XIV exigió la edificación en el patio del Vaticano de una pirámide de infamia, de mármol negro, dedicada al pueblo corso, calificado de nación siempre infame, odiosa, indigna… así se hizo y la pirámide infamante, la única documentada en la historia, permaneció en ese lugar durante veinte años. En 1668, el papa Clemente IX ordenó arrasar la infamia marmórea. Desde entonces, la guardia papal es suiza. 

Los suizos demostraron su particular afición a vivir de las guerras ajenas cuando se unieron como un solo hombre a la expedición francesa que ocupó Italia en tiempos de Zizim. Desde entonces formaron la guardia del rey de Francia y, cuando vino la Revolución, ni lo notaron.

Madame du Barry tampoco se fijó al principio. Solo advirtió que los tiempos andaban revueltos y que su parque de Louveciennes, en particular los jardines donde estaban encerrados sus animales raros, podría necesitar vigilancia nocturna. El capitán d’Affry, de la guardia suiza, envió al soldado Badoux, también suizo a más no poder, para que velara por la protección del parque y en especial las casa de las fieras.

La noche del 10 al 11 de enero de 1791, cuando Madame du Barry estaba ausente de su casa en Louveciennes, le limpiaron las mejores joyas, y las tenía en cantidad, y eran deslumbronas. Interrogado por los gendarmes, el soldado Badoux pretendió no haber oído nada. Al cabo de un mes, du Barry recibió una carta de Inglaterra: las joyas habían sido recuperadas y se encontraban depositadas en el banco de Ramson, Morland and Hammers, y varios de los ladrones habían sido identificados. La condesa fue a Londres y obtuvo copia de la confesión de un cómplice sin relevancia. Pero los jefes de la banda estaban en París y, para cuando du Barry regresó y alertó a la policía francesa, ya se habían dispersado.

Nueve meses después, la condesa denunció al soldado Badoux. Una semana antes del robo, una criada le había confiado que Badoux, quen debía hacer su ronda entre medianoche y las cinco de la mañana, se había ausentado diciendo que iba al cuartel de Rueil a ver a un pariente. Pero Badoux no había estado en Rueil, sino en París, donde permaneció dos días. Durante ese tiempo, ¿no habría aprovechado para contactar con los ladrones? En el curso de la instrucción llevada a cabo en Inglaterra, un cómplice reveló la forma del robo, y declaró que los jefes de la banda sabían que la condesa dormía esa noche en París y se llevaba a muchos de sus sirvientes, y que el soldado Badoux, encargado de patrullar, estaba ganado para la causa y había prometido alejarse cuando oyera dos silbidos.

Pero en virtud de las convenciones firmadas con Suiza, los soldados de esa nación que servían a Francia no dependían de los tribunales franceses, sino del Consejo de Guerra de su regimiento. Y Badoux fue al calabozo.

El juez decidió organizar un careo entre los sospechosos y Badoux reconoció entonces su negligencia. Es que esa noche llovía, y sin embargo oyó un silbido, lo cual interpretó como que algunos malhechores trataban de arramplar los pollos de raza selecta que había en la casa de fieras, así que se dio una vuelta por allá, constató la paz universal y regresó a su cuerpo de guardia, donde pasó un gran rato secando el fusil, y finalmente sostuvo con emoción que el resto de la noche no vigiló el exterior, sino la antecámara de la mansión de Madame du Barry, precaución tardía, pero honrada. 

Badoux volvió al calabozo. La extradición no existía, la justicia inglesa y francesa se ninguneaban. Los ingleses pedían a la condesa que probara que las joyas recuperadas eran suyas y procedían del robo. En Francia se buscaba en vano a los culpables. Más de un año después del robo, el proceso se ventiló ante el tribunal de Versailles. Los ladrones fueron declarados contumaces, y los cómplices irrelevantes, puestos en libertad, al tiempo que se ordenaba perseguir “indefinidamente” a los fugitivos. Badoux fue dejado en manos del tribunal de su regimiento, y liberado cuatro meses después.

Un periodista fogoso de Révolutions de Paris encabezonó la defensa del pobre Badoux, y amenazó a la condesa con procesarla en nombre de la  humanidad revolucionaria y de la compañía de honrados suizos cuya fama había mancillado. Poco después una banda revolucionaria asesinó al amante de la condesa, y ella fue acusada de cómplice de los antirrevolucionarios con los que se veía en Inglaterra, con la excusa de recuperar sus joyas. Madame du Barry fue condenada a muerte tras emocionante perorata de Fouquier-Tinville, el valiente funcionario que propuso instalar la guillotina en la sala del tribunal para agilizar los trámites.

Badoux acabó como carne napoleónica, cuando un hijo de la nación infamada en una pirámide por orden del rey de los franceses inició su particular campaña universal en favor de los derechos humanos.

 

 

 

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13 de diciembre de 2010
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El Boomeran(g)
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