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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Cinco días con David Foster Wallace

En marzo de 1996, la revista Rolling Stone envió al periodista David Lipsky a acompañar a David Foster Wallace en la última parte de su gira de promoción de la meganovela La broma infinita. Gracias a esa novela, Foster Wallace se había convertido en el escritor norteamericano más importante de su generación, y su fama trascendió los círculos literarios. Con su look atlético y la bandana de pirata, el editor de Rolling Stone sintió al escritor como "uno de los nuestros" y decidió asignar el perfil/entrevista a Lipsky. Así fue cómo Lipsky pasó cinco días con Foster Wallace, durmió en su casa, conoció a sus perros Drone y Jeeves, comió con él en restaurantes de carretera y tuvo conversaciones profundas sobre el sentido de la vida en terminales de aeropuertos. Al final, la entrevista no se publicó, pero por suerte Lipsky grabó todo. Although Of Course You End Up Becoming Yourself: A Road Trip with David Foster Wallace es la transcripción de esos cinco días: repeticiones y todo, trescientas páginas magníficas que son lo más cercano que tenemos a una autobiografía de este escritor.    

Lipsky es casi de la misma edad que Foster Wallace, pero está genuinamente impresionado por él y lo admira: "escribía con una mirada y una voz que parecía ser una forma condensada de la vida de todos". Todos los escritores que conoce quisieran estar en su lugar (notas en Time, reseñas en Esquire, etc). Las primera horas en su casa en Bloomington, Indiana, descubre algunos datos curiosos: Foster Wallace está suscrito a la revista Cosmopolitan (leer sus artículos, dice, "calma su sistema nervioso"), y tiene en su habitación un póster de Alanis Morrisette (está obsesionado con ella) y una toalla con la imagen del insoportable dinosaurio Barney.

Foster Wallace se muestra cuidadoso al comienzo de la conversación, tiene miedo a ser devorado por la fama y quiere controlar su imagen y la entrevista. Sin embargo, no tarda en establecer una relación de camaradería con Lipsky y se va soltando. En el apogeo de su carrera, se muestra lúcido, divertido, autocrítico, constantemente autorreflexivo: leerlo es escuchar a sus personajes, ver una mente muy consciente de estar consciente, entender que no eran gratuitas las notas al pie de página que marcaban su estilo.

Foster Wallace habla de todo. Le fascinan las películas de acción con muchas explosiones, no soporta a Updike, piensa que Stephen King debería ser más valorado, entiende de política ("Reagan permitió la fantasía de que los últimos cuarenta años no habían ocurrido") y de cine (David Lynch es lo máximo, ha llorado con Braveheart, Spielberg sabe cómo hacer que una película se te meta bajo la piel pero es un ejemplo vívido de cómo "Hollywood mata lo que adora"). Cree que nada se compara a la literatura, un arte que nos hace trabajar, que no nos da las cosas digeridas como la televisión, pero a la vez reconoce que hay mucha "belleza y profundidad" en la cultura popular más basura.

Dos temas que aparecen una y otra vez en sus conversaciones son los de la soledad y la adicción. Foster Wallace ha luchado varias veces contra la depresión, y ha concluido que el principal objetivo de los libros es lograr que nos sintamos menos solos. El gran tema de La broma infinita es la adicción de los Estados Unidos al entretenimiento fácil -el cine, la televisión-- y la forma en que esta adicción puede llevar a la cultura a la muerte: todo está bien en dosis pequeñas, pero "nosotros no paramos con las dosis pequeñas". A la vez, Foster Wallace no tiene miedo de escribir en un tiempo tan superficial como este: lo que ha hecho la televisión, dice, "es darnos el regalo precioso de hacernos más difícil el trabajo".

Después de esos cinco días, Lipsky no volvió a ver a Foster Wallace. Pero la charla le cambió la vida, y hubo frases que se quedaron con él para siempre ("Dame veinticuatro horas solo, y puedo ser muy, muy inteligente"). Este libro conmovedor hará lo mismo con muchos lectores.

(La Tercera, 26 de abril 2010)
 
 

 

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26 de abril de 2010
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El congreso de escritura creativa

El pasado fin de semana fui a Denver para el congreso de la Asociación de Programas de Escritura Creativa (AWP) en los Estados Unidos. El evento se llevó a cabo en el Colorado Convention Center, un edificio enorme y despersonalizado en el que también coincidía un "auto show". Estaban por un lado los Camaros y las modelos, y por otro los zapatos planos y las gafas de marcos grandes, con lo cual, pese a la cercanía, no había forma de confundirse de evento. Todo discurrió con tranquilidad; no hubo ningún ataque de caracoles gigantes como en El congreso de literatura, esa genial novela de Aira en la que se hace la burla de estos encuentros.

En el megacongreso de Denver había 9.000 inscritos y más de 400 paneles, con temas que iban desde lo importante ("Recordando a David Foster Wallace") hasta lo prosaico ("Escritores con niños en la familia") y lo práctico ("Cómo convertir tu tesis en una primera novela"). Abundaban las cuestiones ecológicas ("La Ecopoética de Colorado") y el deseo políticamente correcto de dar voz a todos ("Enseñando a los veteranos de guerra"; "Dándole un lugar a los estudiantes discapacitados").

Cualquiera que piense que están desapareciendo las ganas de convertirse en escritor en estos tiempos sólo tiene que ver los números para darse cuenta de que no es así: cada año, los programas de escritura creativa en los Estados Unidos reciben unas 80.000 solicitudes, de los cuales se aceptan alrededor de 8.500. La AWP vende a sus socios el sueño de ser escritor y llegar algún día a publicar en editorales y revistas importantes, pero no es tonta y se cubre las espaldas: en las bolsas que se entregaba a los asistentes en el momento de la inscripción, había un librito con consejos para la autopublicación. Ya se sabe, cuando todo lo demás falla...

Eso pudo haberlo mencionado Michael Chabon, encargado de dar la conferencia principal y ex-alumno aventajado de los programas de escritura creativa, pero prefirió concentrarse en lo positivo. De su charla entretenida quedó una cosa esencial: para ser escritor lo que menos se necesita son ideas ("en cada periódico que leemos laten al menos cinco novelas").  

Los paneles más concurridos fueron, como era de suponerse, los que sugerían vías para la publicación. El de los editores de algunas de las revistas literarias más prestigiosas -Tin House, The Believer-- tenía gente incluso fuera de la sala, como si se tratara de la conferencia de prensa de un conjunto de rock. La conclusión a la que se llegó fue tan poco original como contundente: una buena carta de presentación puede valer algo, pero a la larga lo que se impone es el texto mismo, capaz de surgir a la superficie de entre las pilas de envíos que reciben las revistas. Rob Spillman, editor de Tin House, contó una anécdota significativa: de dos pilas de trescientos cuentos cada una, él escogió uno y otro editor de la revista escogió otro; luego se descubrió que los dos pertenecían a la misma autora, una mujer de más de 40 años que nunca antes había publicado (y que ahora, claro, ya tiene un contrato para su primer libro).    

En Denver hubo lugar para todo, excepto para el viejo debate acerca de si es posible enseñar a escribir. En el centro de convenciones estaban los fanáticos, los fundamentalistas de la escritura creativa. Los que señalan orgullosos que de esos talleres han salido Lorrie Moore, Junot Diaz, Daniel Alarcón. La larga marcha para convertir la concepción decimonónica de la literatura como fruto de la inspiración romántica ("las musas") en un oficio que puede aprenderse ha llegado a esto: los programas de escritura creativa son criticados por banalizar la vocación artística, por domesticar la originalidad en un estilo manso y homogéneo, pero en la práctica parecen imprescindibles. Aquí se conoce a agentes y editores, se crea la red de amigos escritores que leerán los manuscritos. De vez en cuando aparece un talento salvaje de la nada, pero lo cierto es que en los Estados Unidos casi todas las vocaciones literarias desembocan en estos programas. Y si la mayoría no llega a publicar jamás o a ser conocida por el gran público, quizás eso no sea nada malo sino, simplemente, una ley de la vida. Los programas no hacen más que reafirmar que para que aparezca un George Saunders o un Jonathan Safran Foer se necesitan diez mil vocaciones literarias.   

(La Tercera, 12 de abril 2010) 

 

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12 de abril de 2010
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Literatura en tiempos de Twitter

Una semana de vacaciones en Jamaica. Como siempre, lo primero es decidir qué leer en el viaje. Pongo en el maletín un solo libro, Angels, de Denis Johnson. Tengo mi Kindle para lo demás. Veré cómo me va. En tres meses he descubierto que es útil para leer manuscritos en Word o PDF, pero, por lo demás, yace ignorado en un rincón de mi mesa de noche.

VIERNES, Montego Bay.Hace poco comencé a coquetear con el Twitter. Tenía una cuenta abierta años atrás, pero la ignoré hasta el terremoto en Chile. La necesidad de noticias, el hecho de que un buen grupo de amigos chilenos está en Twitter, me animó a reactivar la cuenta. Me había prometido no hacerlo, ya con el Facebook tenía suficiente, pero por lo visto siempre hay buenas razones para perder el tiempo.
Escribo un tuit (tweet): "El aire de Montego Bay huele a ganja".

SABADO. Reviso el manuscrito de mi nueva novela en el Kindle. De pronto, el Kindle se muere. ¿El sol, la arena, los caprichos de la tecnología? Recuerdo a Abel Posse, que decía: "la electrocultura funciona hasta que alguien desenchufa el aparato".
Me pongo a leer la novela de Johnson. Leo 60 páginas de corrido. Lo comento en mi Facebook. Cinco minutos después me entero que Iván Thays también la está leyendo. Antes, a través de Twitter, Tryno Maldonado ya me había contado que Angels era una de sus favoritas.

DOMINGO. Me interesa la relación de los tuits con la literatura. Cómo se pueden distinguir estilos, una poética, una estética. Tryno tiene humor: "Cuando era niño era tan feíto que mi madre me rentaba como Barrabás para el viacrucis de la colonia". Cristina Rivera Garza anda por los aforismos a lo Jabès y Porchia: "Infinitamente viva. Finitamente aquí".
El Kindle sigue sin funcionar. Por la noche, continúo con Angels. "Cómo escribe el cabrón", pongo en Facebook.

LUNES. En el Bobsled Café, me entero de la concesión del premio Alfaguara a Hernán Rivera Letelier. Siglo a través de Twitter las reacciones generadas en Chile. Baradit escribe: "Hay un montón de vaquitas sagradas que deben estar llorando sangre XD XD XD XD".
Me pregunto qué significa XD. Escribo un tuit: "Reggae como música de fondo en el desayuno. Con muchas ganas de no escribir".

MARTES: Termino la novela de Johnson. Una novela de un grande escrita para ser devorada en un avión o en la playa. Personajes tan patéticos como desesperados. Descripciones que se te meten en la piel.

MIÉRCOLES. El Kindle resucita gracias a instrucciones en un blog. Bajo un ejemplar de la revista Electric Literature. Hay ahí un cuento de Rick Moody, "Some Contemporary Characters", escrito a través de tuits. El cuento es un agudo comentario sobre nuestra relación obsesiva con la tecnología y las redes sociales. Los personajes de Moody son capaces de ir al baño en medio de una cita solo para mandar por celular un mensaje acerca de cómo está yendo la cosa. Lo más interesante, sin embargo, no es tanto la preocupación temática sino la cuestión de la forma. En las manos de Moody, Twitter se revela como un descendiente directo de las reglas estrictas para escribir del grupo Oulipo: Perec y su novela escrita sin usar la letra e, los malabares de Queneau... El rigor formal como un punto de partida, un desafío para la escritura.
Escribo un tuit: "Groundhog Day del bueno: otra vez café y playa y lectura".

JUEVES. De regreso a los Estados Unidos. En el aeropuerto de Charlotte, Homeland Security nos detiene a mi pareja y a mí. Estoy escribiendo una novela sobre migrantes y fronteras, la experiencia puede ser buena. Pasamos a una sala llena de polacos. Me pregunto por qué los han detenido.
Nos dejan en la sala más de una hora. No se puede usar el celular, tampoco hay conexión a Internet. Recuerdo la semana en Jamaica. Las playas eran espectaculares, y Kindle y Twitter tuvieron sus momentos, pero lo mejor de todo fue la novela de Johnson.
El agente nos llama a su ventanilla. Voy pensando en mi próximo tuit.

(La Tercera, 29 de marzo 2010)

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29 de marzo de 2010
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José Martí y el terremoto

Hacia 1886, José Martí publicó en el periódico La Nación de la Argentina "El terremoto de Charleston", un texto que ayudaría a definir el ethos modernista y consolidar a la crónica como el género que, en palabras de Susana Rotker, iniciaría "la renovación de la prosa en Hispanoamérica". Yo había leído la crónica de Martí hacía mucho; después de lo ocurrido en Chile, volví a Martí.

Martí, que vivía en Nueva York, no viajó a Charleston para reportar sobre el terremoto. Sin embargo, el texto está escrito como si hubiera estado ahí: "Se nota en todas las caras, a la súbita luz, que acaban de ver la muerte: la razón flota en jirones en torno a muchos rostros..." Hoy se busca una delimitación férrea entre la ficción y la no-ficción; la licencia de Martí muestra claramente que se trataba de otro momento, en el que, en la alianza entre periodismo y literatura que dio origen a la crónica, estaba claro que  el periodismo ocupaba un lugar subordinado en relación a la literatura.

Martí, como los otros modernistas, tenía una relación desencontrada con el progreso: criticaba a las élites latinoamericanas, que tenían el sueño de una modernidad parcial, de desarrollo material a imitación del modelo de la Ilustración europea, pero no de superación de prejuicios que venían de la Colonia: se desdeñaba a la "barbarie" alrededor, y se ansiaba una "civilización" en la era fundamental la inmigración de Europa. Quizás por eso, el terremoto podía ser visto por Martí como una gran posibilidad para cambiar las cosas y apostar por una modernidad propia y más completa.

Martí nos dice varias cosas sobre la catástrófe. Una de las más importantes es que nuestra modernidad es frágil, que el intento por conquistar a la naturaleza puede terminar en fracaso en apenas instantes: "Ocho millones de pesos rodaron en polvo en veinticinco segundos". No sólo eso: Martí, como lo vio el crítico puertorriqueño Julio Ramos, presenta al ferrocarril, ese gran símbolo del progreso decimonónico, como un ícono vencido: "hoy los ferrocarriles que llegan a sus puertas [de Charleston] se detienen a medio camino sobre sus rieles torcidos, partidos, hundidos, levantados".

Para Martí, hay un antes y un después del terremoto. El ser humano experimenta una sensación tan básica como el miedo -"se llevaban a cuestas a los ancianos paralizados por el horror"--, lo cual lo lleva a una búsqueda espiritual: "¡cincuenta mil criaturas a un tiempo adulando a un Dios con las lisonjas más locas del miedo!" Las relaciones humanas también cambian. En la sociedad sureña de Charleston, marcada por una cruenta guerra civil por los derechos de los negros, Martí cree ver que el terremoto es capaz de alterar el trato entre las razas: "los blancos arrogantes, cuando arreciaba el temor, unían su voz humildemente a los himnos improvisados de los negros frenéticos".

La catástrofe destruye todos los elementos de la modernidad triunfante, pero también permite que el hombre pueda reconectarse con su espiritualidad perdida en medio del avance de los ideales de la Ilustración, y con una nueva noción de polis, un nuevo interrelacionamiento social. Se podría decir que la igualdad entre blancos y negros será transitoria, una oportunidad perdida para esta sociedad; en todo caso, lo que importa es que el terremoto es capaz de poner al desnudo la verdad de las relaciones sociales y de dar una nueva oportunidad para la construcción de una comunidad más justa.

Para Martí, el terremoto es la forma que tiene la naturaleza de encontrar "el equilibrio de la creación". El hombre se levanta, dispuesto a la nueva batalla. El final es feliz: "Y ríen todavía en la plaza pública, a los dos lados de su madre alegre, los dos gemelos que en la hora misma de la desolación nacieron bajo una tienda azul".  

(La Tercera, 15 de marzo 2010)

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16 de marzo de 2010
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In memoriam: La tía Julia

Como tantos otros lectores en el mundo, no conocí personalmente a la tía Julia, y sin embargo tengo una impresión muy vívida de ella. Julia Urquidi Illanes, fallecida el pasado miércoles 10 de marzo en Santa Cruz (Bolivia) a los ochenta y cuatro años, debido a problemas respiratorios, sirvió de modelo para el personaje que hizo célebre La tía Julia y el escribidor, una de las novelas más entrañables de Mario Vargas Llosa. La novela, publicada en 1977, está basada en el romance y posterior casamiento de un joven Vargas Llosa con su tía boliviana, quien le llevaba once años de edad. En el primer capítulo, el escritor hispano-peruano presenta sin mucho glamour a la tía Julia: "la recién llegada, en bata, sin zapatos y con ruleros, vaciaba una maleta". Luego, en la comida, la tía Julia le pregunta a Marito si tiene novia, "con ese aire cariñoso que adoptan los adultos cuando se dirigien a los idiotas y a los niños... y me aconsejó, con una perversidad que no descubría si era deliberada o inocente pero que igual me llegó al alma, que apenas pudiera me dejara crecer el bigote". Las bromas desembocan en una relación apasionada y secreta, en la que la diferencia de edad y la oposición de la familia se convierten en los obstáculos a sortear.

Julia Urquidi conoció a Mario Vargas Llosa en Lima, ciudad a la que había llegado luego de su primer divorcio. Se casó con Vargas Llosa en 1955. El matrimonio duró ocho años. Posteriormente vivió en Washington y volvió a Bolivia para establecerse en La Paz. Julia recibió con ambivalencia la publicación de la novela, dedicada a ella ("a Julia Urquidi Illanes, a quien tanto debemos yo y esta novela"): agradeció a Mario la novela, reconoció que le gustaban partes de ella, pero también se sintió "amargada" de que pusiera su vida "al descubierto". A principios de los ochenta, cuando se enteró del rodaje de una telenovela basada en La tía Julia y el escribidor, todo cambió: según Julia, la telenovela la presentaba como "una seductora de menores". Eso la motivó a escribir su propia versión de los hechos, Lo que Varguitas no dijo, libro publicado en 1983. El libro se enfocaba más en los años del matrimonio y el divorcio, que no narraba la novela -centrada en el noviazgo prohibido, y en la que el relato de la relación termina con la fuga y el posterior casamiento a espaldas de la familia, en Chincha, una ciudad a doscientos kilómetros de Lima--, y provocó la ruptura entre Julia y Vargas Llosa.

Julia Urquidi trabajó durante muchos años como Jefa de Protocolo en la alcaldía de La Paz. También fue secretaria personal de varias primeras damas de Bolivia. Era una mujer guapa, nerviosa, de sonrisa pícara. Su gran debilidad eran los cigarrillos. Eso le provocó problemas de salud que la obligaron a dejar la altura de La Paz para trasladarse a Santa Cruz. Cuando le preguntaban sobre Vargas Llosa, contestaba que lo había dicho todo en Lo que Varguitas no dijo. Allí recuerda que con Vargas Llosa transcurrieron "los años más felices de mi vida”, pero “también los momentos de mayor tristeza". En una de sus pocas entrevistas, al periódico El Deber (Santa Cruz) a principios de la década pasada, afirmó: "Yo lo hice a él. El talento era de Mario, pero el sacrificio fue mío. Me costó mucho. Sin mi ayuda no hubiera sido escritor. El copiar sus borradores, el obligarlo a que se sentara a escribir. Bueno, fue algo mutuo, creo que los dos nos necesitábamos".

¿Ha muerto Julia Urquidi? Sí y no. Gracias al genio de Vargas Llosa, algo de ella vive cada vez que un lector abre un ejemplar de La tía Julia y el escribidor.

(El País, 12 de marzo 2010)

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12 de marzo de 2010
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El rey de la coca y yo

A mediados de 1993, me encontraba de vacaciones en casa de mis padres en Cochabamba (Bolivia), cuando recibí el llamado de Gary, un amigo que me proponía revisar el manuscrito de las memorias de su padre. Me interesé de inmediato: el padre de Gary, Roberto Suárez Gómez, había sido a principios de 1980 el narcotraficante más importante de Bolivia. En el momento cumbre de su poder, hacia 1983, el Rey de la Coca -así se lo conocía--, había ofrecido pagar la deuda externa del país a cambio de la liberación de su hijo Roby. Ese mismo año, el eco de su fama llegó a la cultura popular: Alejandro Sosa, el narcotraficante que le suple la droga a Tony Montana en Scarface, está basado en Roberto Suárez.

Acepté la oferta de Gary con gran curiosidad. Días después, me llevó a donde se encontraba su padre en una suerte de arresto domiciliario: en el segundo piso de una casa particular que alguna vez fue una clínica. Roberto Suárez se había entregado a la justicia en 1988 y, después de cuatro años en la cárcel de San Pedro en La Paz (1992), había sido trasladado a Cochabamba por problemas cardiacos. Tenía 61 años cuando lo vi, pero me pareció que su fortaleza física estaba intacta; me estrechó la mano y crujieron mis huesos. Gary me dejó solo, y luego Don Roberto me entregó el manuscrito de 500 páginas y me dijo que no podía sacarlo de la casa. Tampoco quería fotocopiarlo. Tenía sólo un ejemplar y mucho miedo a que se lo robaran. Me dijo con un vozarrón intimidatorio que varias editoriales norteamericanas estaban interesadas en publicar el manuscrito, y que quería que lo leyera y le diera mi opinión sincera.  

Así fue cómo, durante un par de semanas, visité a Roberto Suárez. Yo leía en un sillón mientras él daba vueltas en torno mío; a un costado, un secretario de Don Roberto -supuse que era quien había transcrito las memorias- ordenaba papeles en un mesa. A veces acompañaba a Don Roberto a tomar el té, y observaba cómo encendía su cigarrillo y dejaba que se consumiera para luego comerse la ceniza: decía que estaba llena de potasio y era buena para su corazón, que le daba problemas desde fines de los 70. Escuchaba sus teorías extrañas: era un próspero ganadero -veintidós estancias en el Beni, 35.000 novillos- que se había metido al narcotráfico en 1979 por un encargo divino: Dios le había revelado que la hoja de la coca era un recurso estratégico que no debía regalarse a los extranjeros. Su comercialización podía permitir el pago de la deuda externa boliviana, que alcanzaba los 5.000 millones de dólares. Me contó con orgullo que cuando ingresó al negocio, los colombianos compraban la pasta base en Bolivia a 1.800 dólares el kilo, pero que gracias a él el precio se elevó a 9.000.   

El manuscrito repasaba toda su vida, mencionaba sus logros de ganadero y empresario, y pasaba de puntillas por el tema del narcotráfico. Era un libro deslavado, inofensivo. Tuve miedo del momento en que debía darle mi crítica literaria: sus ojos color miel me fulminarían. Pero lo hice. Le dije que era entendible que él no quisiera ser recordado como un narcotraficante, pero que, si una editorial extranjera se interesaba en su vida, no era por el hecho de haber sido el principal exportador de ganado al Brasil. Estaba bien contar que había financiado el golpe de García Meza en 1980, impresionaba enterarse que los militares en el poder habían convertido al gobierno en una narcodictadura (gracias a la alianza de Suárez con ellos, eran aviones militares los que despegaban del Beni llevando el cargamento de pasta base a Colombia), pero había que ser más preciso con los nombres y las fechas.

Don Roberto me escuchó y no dijo nada. Entendí que su fortaleza física era una apariencia: en el fondo estaba cansado. Quizás recordaba sus momentos de gloria, cuando gastaba parte del dinero que le entraba a raudales en escuelas y postas sanitarias para los pueblos más alejados del Oriente boliviano (gracias a esos gestos, la revista Time lo había bautizado como un "Robin Hood de hoy"). Me despedí pensando en su destino atormentado. Luego me enteré que fue liberado el 94 y volvió a sus estancias en el Beni. Seis años después falleció por unas úlceras en el estómago. El manuscrito nunca se publicó.

(Vanity Fair-España, marzo 2010)

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1 de marzo de 2010
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Videojuegos: una historia personal

Joseph Andrés no ha cumplido tres años y ya sabe pronunciar palabras importantes. Apenas lo siento en su sillita en el auto, dice con cierta urgencia: “iphone, iphone”. Le paso mi celular, y él busca sus aplicaciones (“Itsy Bitsy”, “Lunchbox”…) y escoge rápidamente la que le interesa. En el piso del Nissan están tirados los libritos con los que solía entretenerse. Creo que es temprano para preocuparse de que el mundo haya perdido otro lector; lo que sí es seguro es que, gracias a las redes sociales y a los celulares, los videojuegos se han vuelto ubicuos y son, casi sin darnos cuenta, una parte cada vez más importante de nuestra vida cotidiana.

A los diez años visité la casa de un chico de mi barrio al que su padre le había traído un Atari de los Estados Unidos. Por entonces sólo se podía jugar Pong, pero era más que suficiente para que ese chico ganara puntos en la estima popular. Ahí estábamos todos, hipnotizados en el living mientras una pelota iba y venía de un lado a otro en la pantalla en blanco y negro. Tiempo después, en mi cumpleaños, me presté un Atari de un amigo para que mis invitados se divirtieran; ahora los juegos eran a colores y había más variedad. Igual, en esa época no eran lo suficientemente seductores para lograr que dejáramos el fútbol con tapitas de refrescos sobre una frazada.

Los videojuegos se borraron de mi imaginación hasta que apareció SimCity a fines de los ochenta. Me perdí el gran desarrollo de las consolas en la década del noventa, época en que las compañías dominantes apostaron por el videojuego como una experiencia absorbente más que un entretenimiento casual. Cuando me compré una PlayStation 2 a principios del 2000, descubrí que terminar un juego de plataforma podía tomarme entre treinta y cuarenta y cinco horas, y me quedé en los márgenes, disfrutando de vez en cuando de un partido de fútbol.

La década pasada, los videojuegos en celulares explotaron, sobre todo a partir de la aparición del iPhone. Al mismo tiempo, la consolidación de las redes sociales hizo que fuera normal, para alguien a quien le intimidaban juegos como Metroid Prime en las consolas, dedicar una hora al día a cultivar tomates y uvas en FarmVille. A mí esa adicción me duró un par de meses. Decía que lo hacía espoleado por Gabriel, mi hijo de nueve años, pero en el fondo era porque me gustaba ver cómo crecía mi granja, cómo cada nuevo nivel me permitía cultivar nuevas frutas y verduras. No es de las cosas de las que más me sienta orgulloso, pero al menos ya me libré (FarmVille cuenta hoy con setenta y cinco millones de usuarios activos que juegan y son también jugados por el juego: muchos de ellos prefieren comprar sus bienes virtuales y gracias a ello han convertido a Zynga  en la compañía más grande de juegos sociales en Facebook).

Compré una consola para tener algo con que Gabriel se divirtiera los fines de semana que le tocaba quedarse conmigo, pero ahora descubro que cada vez que viene a casa se encierra en los juegos y hablamos poco. Bajé algunas aplicaciones en el iPhone para que Joseph Andrés se entretuviera sin mi ayuda, pero ahora anda hipnotizado por mi celular. Cada vez que intento regular las horas de juego, termino quebrando mis propias reglas, porque, bueno, no es fácil ser padre en un pueblito en los Estados Unidos (el videojuego es una niñera más participativa que la televisión).  

Hubo alguna vez un debate acerca de si los videojuegos eran útiles para el desarrollo del adolescente –en la coordinación, en la velocidad de respuesta en emergencias--, si permitían la proliferación de impulsos agresivos o si producían chicos autistas. Yo diría que todo a la vez (aunque no creo que un videojuego violento te convierta en un asesino). La paradoja, sin embargo, es que ahora que todos los jugamos ya no hay debate. Quizás porque todos nos hemos vuelto autistas.

(La Tercera, 22 de enero 2010)

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23 de febrero de 2010
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El poder y la letra

La Tercera informó esta semana que los organizadores del acto inaugural del Congreso de la Lengua, a celebrarse en Valparaiso el 2 de marzo, habían decidido prescindir de la presencia de los escritores Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards. Sonaba raro que un Congreso de la Lengua contara en su inauguración con autoridades oficiales pero no con los que se supone que representan la escritura viva y están entre los que más han hecho por dotar a la lengua española de una dinámica proyección hacia el futuro. Poco después llegaron las aclaraciones y rectificaciones de La Moneda, y todo volvió a la normalidad: Vargas Llosa y Edwards no serían excluidos.

Se le puede dar el beneficio de la duda a La Moneda y decir que todo no fue
más que el error de un "funcionario medio". Sin embargo, es difícil no quedarse con la sospecha de una burda represalia debida al apoyo de los escritores a Piñera en las pasadas elecciones. Y quizás en el fondo no importe tanto si el autor del desatino era una alta autoridad o apenas un "funcionario medio". Lo que este episodio revela, una vez más, es la perversa relación que existe entre el poder y la letra en América Latina.

Ahora que estamos en época de bicentenarios, es bueno recordar que es nuestras repúblicas nacientes en el siglo XIX el hombre de letras que intervenía en la esfera pública era más la regla que la excepción. El poder simbólico de la escritura hizo que nuestros letrados se contaran entre los principales regidores de las naciones: de sus plumas salieron las Constituciones, las leyes, las reglas para hablar y escribir. Andrés Bello y Sarmiento, nuestros grandes codificadores, sellaron esa alianza entre poder y letra que no haría más que consolidarse con el paso de los siglos. Es cierto que hubo flujos y reflujos, momentos en que la escritura quiso alejarse del poder: pienso, por ejemplo, en los modernistas de fines del XIX (pero incluso ellos tuvieron a Martí). Sin ir más lejos, las nuevas generaciones -digamos, desde la década del noventa hasta nuestros días- han sido explícitas en su deseo de adoptar un nuevo modelo de escritor, más recluido, menos dispuesto a opinar, a intervenir en el debate político. Pero la tradición pesa, y el escritor latinoamericano está más cerca del intelectual público francés que del esquivo autor norteamericano (admiramos el silencio de Salinger, pero en el fondo aspiramos a Camus).

En un continente en el que la vida intelectual nunca ha alcanzado una autonomía que le permita alejarse del poder, es lógico que de vez en cuando el poder resienta estas intervenciones y quiera poner las cosas en su lugar. Nuestros políticos cortejan a los intelectuales y están acostumbrados a su adherencia cortesana, y por ello no saben muy bien qué hacer con las críticas y los rechazos, los gestos de independencia. Ya sabemos a qué extremos se ha llegado en tiempos dictatoriales: la cárcel, la tortura, las muerte.

Resulta tentador rasgarse las vestiduras ante lo ocurrido con Vargas Llosa y Edwards, pero quizás habría que verlo desde otra perspectiva. Que un escritor sea excluido por un gobierno significa que lo que dice todavía importa: su peso simbólico es más fuerte que su peso real. Lo que sorprende es la forma atolondrada de la exclusión, no la exclusión en sí, que es, digamos, el precio a pagar por esa tirante relación entre el poder y la letra en nuestro continente.   

(La Tercera, 20 de febrero 2010)

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21 de febrero de 2010
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Giovanna

En enero estuve en Santa Cruz y tuve la oportunidad de asistir al relanzamiento de Las camaleonas, la primera novela de Giovanna Rivero. No se trata de la típica versión corregida y revisada; de alguna manera, se trata de otra novela. Giovanna se ha animado a reescribirla, tratando de respetar al máximo la esencia de la primera edición de la novela. Pero han pasado los años, y ya sabemos: no se puede ser fiel al presente sin traicionar el pasado.

Esa noche, en la librería El Ateneo, Giovanna me contó que este mayo la editorial Bartleby publicará su segundo libro en España. Se trata de un proyecto compartido con los escritores Andrea Jeftanovic y Juan Terranova. Los tres estuvieron en Alcalá de Henares el año pasado, y se les pidió escribir un texto inspirado en el lugar; Juan se decantó por la crónica, Andrea y Giovanna escribieron ficciones.

Mientras llega el nuevo libro de Giovanna, les recomiendo conseguir Niñas y detectives, su antología de cuentos publicada por Bartleby. El libro tiene textos que me entusiasman, entre ellos "Dueños de la arena", un cuento que hace algunos años ganó el premio Franz Tamayo (el premio más importante de cuentos en Bolivia); "Sangre dulce", antologado por Diego Trellez en la versión digital de El futuro no es nuestro; y "Camas gemelas", que aparece en la edición impresa de El futuro no es nuestro.  

 

 

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16 de febrero de 2010
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Apple, del culto a la adicción de masas

Estaba en mi segundo año del doctorado cuando me presté dinero de un amigo para comprarme una Macintosh. Era mucho más cara que una PC, pero argumenté que no sabía nada de computadoras y con una Apple me iría mejor: todo el mundo decía que era más fácil de usar. Por supuesto, se trataba de una de esas razones que utilizamos seguido para engañarnos a nosotros mismos. Lo que en el fondo yo quería era una Mac, y punto. Las había visto en la tienda de la universidad de Berkeley y quedé fascinado por su diseño, por la simpleza de sus líneas. También me atraía que no fueran tan populares (llegaban al 15% del mercado de computadoras personales).

Ser un acólito de Mac tenía muchas desventajas en los noventa. Los programas eran más caros que para las PCs, y había muy pocos; en materia de juegos, a lo máximo que se podía aspirar era a SimCity. Sin embargo, los que utilizábamos Mac no nos guiábamos por la conveniencia. Había un obvio capital simbólico en la Mac. Juan Villoro, un adicto confeso, señaló en un ensayo que "las razones para escogerla iban del exclusivismo fashion a la superioridad de un códice sobre un trabalenguas. Apple permitía activar un ícono, PC obligaba a teclear telegramas cifrados del tipo: ‘=C)F3'".

No fue casualidad que cuando Mondadori publicó la antología McOndo en 1996, en la portada se hubiera utilizado a una Venus de Botticelli con el logo de Apple (una manzana de colores) reemplazando a la manzana del pecado. Ni que en el prólogo a la antología, Alberto Fuguet y Sergio Gómez hubieran sugerido de manera provocativa que una de las pocas opciones que le quedaba al joven escritor latinoamericano era escoger entre Windows y Mac. En realidad el joven escritor ya se había decantado por Windows. Pero siempre estaba la Mac como un gesto de distinción.

A fines de los noventa, mientras Apple seguía diseñando computadoras elegantes y cada vez más caras, Microsoft crecía y se convertía en un monstruo que dejaba a Apple en la irrelevancia. Apple sobrevivía como un culto esotérico, con rituales herméticos que ni siquiera entendían muchos técnicos en computación (una vez se me arruinó la Mac en Bolivia y me costó encontrar alguien que me la arreglara). Y llegó la nueva década y con ella el iPod, un MP3 que tenía todas las características de las laptops de Apple, tanto las positivas como las negativas: diseño elegante, fácil de usar y nada barato. Las críticas arreciaron, pero la estrategia de Jobs funcionó esta vez: hoy el iPod tiene más del 70% del mercado de MP3s.

Los críticos de Apple han aprendido a respetar a Steve Jobs. Por eso no dijeron mucho cuando la compañía decidió ingresar el 2007 al terreno de los celulares con el iPhone. Ni tampoco ahora, cuando se acaba de presentar el iPad en ese formato de tableta en el que tantas otras compañías han fracasado. Con cierta perspectiva histórica, está claro que Jobs es uno de los grandes revolucionarios de nuestro tiempo. El iPhone parecía ser un celular sofisticado más, pero hoy es una poderosa computadora que puede transformarse en múltiples cosas dependiendo de la aplicación que se utilice. Con el iPad, Apple se anima a inventar un mercado. Lo que comenzó como una caprichosa cuestión de diseño y facilidad de uso se ha convertido en una forma influyente de interactuar con el mundo. Microsoft sigue enriqueciéndose, pero Apple acumula capital simbólico y es el nuevo monstruo de nuestro imaginario.

Escribo este artículo en mi MacBook Pro. Observo la manzana mordida en su cubierta: es un fetiche, claro, y me pregunto qué pasa con la distinción cuando el culto se transforma en adicción de masas. ¿Será que llegó la hora de pasarme a las PC?

Por supuesto que no.

(La Tercera, 8 de febreo 2010)

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8 de febrero de 2010
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El Boomeran(g)
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