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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Hitchens y "el año de vivir muriéndose"

Hace un par de meses, en un vuelo de Nueva York a Xalapa para entrevistar a Martin Amis, leí el capítulo que Christopher Hitchens le dedicó en Hitch-22. Era agudo, brillante, divertido; entregaba un perfil completo de uno de su mejores amigos, en el que hablaba con admiración de los múltiples talentos de Amis (la escritura, la seducción, los juegos de palabras) a la vez que no se cortaba a la hora de mostrar sus desaveniencias (el libro que Amis había escrito sobre Stalin le parecía deplorable). Era lo mejor que había leído sobre Amis en mi preparación para la entrevista.

Dio la casualidad que, en el bus que nos llevaba del aeropuerto de Veracruz a Xalapa (más de una hora), Martin Amis estaba sentado detrás de mí junto al historiador inglés Niall Ferguson. Hablaban de Dickens (Ferguson estaba dedicado a leer todas sus novelas). Luego se pusieron a hablar de las primaria republicanas y, cuando mi atención decaía, de la salud de Hitchens. Amis lo acababa de visitar en el hospital en Houston y lo había encontrado de buen ánimo. Su voz se quebró. Sabía que a Hitch le quedaba poco tiempo de vida; de hecho, todos lo sabíamos. Hitchens no solo no había escondido que su cáncer era terminal; también se había puesto a escribir detalladamente sobre sus últimos días, sobre eso que él llamaba "el año de vivir muriéndose". Decía que no quería que nada de la experiencia humana le fuera ajena; así, en textos tan lúcidos como conmovedores, a medio camino entre la crónica y el ensayo, fue armando uno de los mejores testimonios que tenemos sobre lo que significa convivir con la cercanía de la muerte.

En la oscuridad del bus, en un viaje que se alargaba, Amis y Ferguson cambiaron de tema pero yo me quedé pensando en "Unspoken Truths", un texto de Hitchens que había leído hacía unos días. Trataba de descubrir por qué me había llegado tanto. Quizás por esa mirada en la que, estando de vuelta de todo, una diagnosis de cáncer maligno era una novedad que, con el paso del tiempo, "como tantas variedades de la experiencia de vida", se convertía en algo banal. Quizás porque Hitchens decía que, en casos así, la presencia de la muerte no molestaba tanto como esa "risa disimulada" que creía percibir en "el espectro del eterno Lacayo" (la imagen le pertenece a T. S. Eliot, pero Hitchens la hizo suya como hizo suyos a Wilde, a Orwell, a Wodehouse...). Quizás porque ese texto, que lamentaba la pérdida de la voz, podía leerse literalmente: perder a Hitchens era perder a una gran voz. El escritor inglés era un gran conversador, pero también, en el estilo de su escritura, una voz singular, llena de ironía afilada, de malicia, de humor burlón, en un inglés expansivo. Sí, eso era, pensé, los grandes escritores son, sobre todo, voces que nos asaltan a cualquier hora, que nos hacen mirar las cosas como ellos las vieron (quizás lo habíamos pensado antes, pero esperábamos que llegara la voz justa para saber qué era lo que habíamos pensado). La voz de Hitchens era tan opuesta a la del sentido común que podía ser capaz de atacar la santidad de la Madre Teresa, y tan convincente y adictiva que era capaz de influir en ese sentido común y convertirlo en algo más extraño y a la vez más justo.

En "Trial of the Will", su último ensayo, Hitchens escribió que el problema no es morir sino irse muriendo de a poco. Es mentira ese lugar común nietzscheano de que "lo que no nos mata nos hace más fuertes"; en realidad nos hace más débiles, lo cual no significa que uno no deba combatir todos los obstáculos que la vida pone en el camino. Las debilidades de una enfermedad terminal son como una versión acelerada de lo que ocurre en la vida: "cada día que pasa representa un más y más despiadamente substraído del menos y menos". Sí, eso es: vivimos muriéndonos. El viaje en bus ha terminado, yo ya me fui de Xalapa y estoy en un hotel de Nueva York, son las dos de la mañana y hace poco que me he enterado de la muerte de Hitchens. Su voz se ha ido, su voz queda.     

(La Tercera, 17 de diciembre 2011)
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17 de diciembre de 2011
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Autómatas

Desde niño me han fascinado los autómatas, esos parientes lejanos de los robots. El autómata de Hugo, la nueva película de Scorsese, es un muñeco de bronce, menor en tamaño a un ser humano promedio. Es una de las pocas cosas cosas que a Hugo, el niño huérfano, le quedan de su padre, y por ello hace todo por repararlo; cree que en el autómata se cifra un mensaje de su padre. En uno de los momentos más inquietantes de la película, Hugo tiene un sueño en el que se ve a sí mismo como un máquina, un autómata con un mecanismo de relojería en el lugar del corazón; el autómata es lo uncanny, aquello que se parece tanto a nosotros que se convierte en algo que produce temor (Freud desarrolló su teoría de lo uncanny a partir de "El hombre de arena", un relato gótico de Hoffmann que trata del amor de Nathanael por Olimpia, de la que él no sabe que es una autómata).

Hugo me hizo pensar en Eduardo Holmberg, un escritor argentino precursor de la ciencia ficción en el continente y autor de uno de los primeros cuentos latinoamericanos que giran en torno a la figura del autómata (no es que haya muchos). Nacido en 1852, publicó "Horacio Kalibang o los autómatas" en 1879. Cuando Horacio Kalibang aparece por primera vez en el relato, su rostro es descrito como si acabara de "salir del molde de una fábrica de caretas... Sus pupilas no se alteraban como el punto de mira; eran como la de esos retratos que fijan al frente y que tanto pavor causan a los niños que por primera vez los observan". Aparte de ese rostro de espanto, el personaje tiene la peculiaridad de desafiar las leyes físicas: carece de centro de gravedad, por lo que su cuerpo puede inclinarse sin problemas mientras camina. Todo es extraño, pero su parecido a un ser humano es tan sorprendente -tan uncanny-- que nadie sospecha que es un autómata fabricado por el constructor Oscar Baum. Holmberg, sin embargo, no es un escritor sutil, por lo que desde el principio sabemos que el cuento se dirige hacia el descubrimiento de la verdadera identidad de Kalibang. En una escena brillante en un salón poblado de autómatas, estos se ponen a hacer cuadros de todo tipo, imitando batallas, bailes, escenas amorosas, etc.

Hay sugerencias interesantes en el cuento de Holmberg. Por un lado estos simulacros han alcanzado un grado de perfección tal que andan por todas partes reemplazando al hombre ("Tengo el mundo en mis manos", dice Baum, "porque lo manejo con mis autómatas"). Esto suena mucho a Philip Dick, aunque los autómatas de Holmberg todavía no son capaces de pasar la prueba moral (si un guerrero huye o un patriota engaña, son pruebas contundentes de que se está lidiando con son autómatas). Por otro lado, en el positivismo furioso de la época, el hombre también llega a ser entendido como una máquina: "¿Qué es el cerebro, sino una máquina, cuyos exquisitos resortes se mueven en virtud de impulsos mil y mil veces transformados? ¿Qué es el alma sino el conjunto de esas funciones mecánicas?" El problema no es que el el autómata se parezca al hombre, sino que el hombre se parezca al autómata.  

En la película de Scorsese, el autómata vuelve a funcionar y escribe y dibuja mensajes (la clara inspiración es Pierre Jacquet-Droz, que a principios del siglo XVIII creó autómatas de más de seis mil piezas, capaces, entre otras cosas, de dibujar y escribir en inglés y francés y mover los ojos). Hay en Hugo una visión benigna de la tecnología, que permite la comunicación entre los hombres, el desarrollo de la creatividad y la magia. Los hombres no son máquinas; son mejores gracias a ellas. Homberg podía pensar de igual manera y era capaz de imaginar a un autómata amable, al servicio del hombre ("esa máquina  humana les enseñará... lo que deban aprender... Aunque con forma de hombre, es un libro"). Sin embargo, su cuento también pertenece a la familia de esas distopías del siglo XX que insinuaron que gracias a la tecnología algún día sería posible la peligrosa confusión entre el hombre y la máquina ("si son ellos los autómatas o si lo somos nosotros, no lo sé"), y que eso podría producir resultados nefastos. Ese "algún día" está cada vez más cerca.

(La Tercera, 3 de diciembre 2011)

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5 de diciembre de 2011
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Sobre Daniel Sada

Hace un par de años escribí estas líneas sobre una novela de Daniel Sada, notable escritor mexicano recientemente fallecido:
 
Hace mucho que Daniel Sada es uno de esos grandes escritores ocultos de la literatura latinoamericana. El premio Herralde concedido a su novela Casi nunca (Anagrama, 2008) lo hará más conocido fuera de México, pero seguro no más popular. El estilo de Sada, paciente, laborioso, es un filtro por el cual pocos se cuelan. Casi nunca tiene una trama que se puede resumir con facilidad: en el México conservador de mediados del siglo XX, el agrónomo Demetrio Sordo se debate entre las tentaciones de la carne (representadas por una prostituta, Mireya) y el deseo de casarse con Renata, señorita respetable de una pobretona clase media. La forma en que está escrita es otra cosa: si es verdad que el estilo es el hombre, entonces hay que decir que Sada es el estilo. A la manera de Faulkner, que a veces iniciaba párrafos abriendo paréntesis, está la puntuación extraña: "La invitación: gran amabilidad: un hombre regordete le señalaba el asiento: dulzura de ademán reiterado". Está el vocabulario: "mujeres fodongas sentadas en mecedoras de guayaco". Está el ritmo: "dos, sí, buscando la vivaz conexión, acaso más allá de lo mercantil sexual, que devino en un descaro mirón de ida y vuelta, que si retador, que si invitador" (en una de sus novelas, a Sada se le ocurrió escribir en base a endecasílabos). A ratos Sada se pone manierista, pero esos son riesgos asumidos: Casi nunca es una celebración del lenguaje, y el narrador está consciente de ello, pues intercala sus frases con constantes signos de admiración: "¡sí!" "¡Ojalá"! "¡Claro!" En su obra hay humor (las secciones dedicadas a la tía Zulema) y una burla compasiva ante los excesos represivos de la clase media, muy preocupada por guardar las apariencias (los enredos debidos a un inesperado beso en la mano de Demetrio a su prometida). Al revelarnos la agotadora batalla entre el "amor recatado" y "el amor a tambor batiente, con muchas formas de besos y muchas formas de agarre", Sada ha escrito la mejor novela costumbrista que se podía escribir hoy.

(10 de febrero, 2009)

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27 de noviembre de 2011
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Viaje al corazón de la crisis

El lenguaje de la economía, de las altas finanzas, se ha vuelto complejo, hermético; un saber para iniciados. El gran público necesita traductores de este idiolecto; gente capaz de clarificar este panorama tan confuso, tan asfixiante. Michael Lewis es uno de esos traductores imprescindibles. En libros como The Big Short (2010), en el que abundan conceptos como "permuta de incumplimiento crediticio" (credit default swap) u "obligación de deuda colateralizada", ha sido capaz de explicar de manera clara y convincente el porqué del colapso del mercado inmobiliario en los Estados Unidos; es tan didáctico que hasta Hollywood adapta sus obras (ver, por ejemplo, la reciente Moneyball). Su nuevo libro, Boomerang: Travels in The New Third World, es más ligero que los anteriores, pero igual ayuda a entender la crisis económica actual.

Boomerang nace cuando, a fines del 2008, Lewis conoce a Kyle Bass, a cargo de un fondo de inversión. Según Bass, la crisis financiera de ese año se había solucionado momentáneamente gracias a que los gobiernos podían prestar todo lo que se necesitaba para rescatar a los bancos, pero, ¿qué pasaría si los mismos gobiernos dejaban de ser creíbles? Bass comenzó a comprar "permutas de incumplimiento crediticio" de los países que él y su equipo consideraban que en dos a cinco años no podrían pagar sus deudas: Grecia, Irlanda, Italia, Suiza, Portugal y España. Lewis sonríe, incómodo; Bass suena convincente, pero, ¿se puede creer en lo que dice un texano del futuro de países en los que jamás ha estado y cuyas economías no sabe cómo funcionan? Dos años y medio después, el mundo ha cambiado, y Lewis decide viajar a algunos de esos países en los que Bass había visto venir la crisis antes que sus gobernantes o ciudadanos.

El capítulo sobre Bass muestra el talento de Lewis para darle carne y textura a los números, traducir conceptos abtrusos a imágenes. Boomerang está lleno de personajes pintorescos como Bass, desde los monjes griegos de un monasterio en el monte Athos, dispuestos a conseguir bienes inmobiliarios, hasta el ministro de finanzas alemán que solo quiere ser un noble servidor del Estado. Todos ellos le sirven a Lewis para entender la idiosincracia de los países que visita. El crédito barato que fluyó entre el 2002 y el 2007 sirvió para que "sociedades enteras revelen aspectos de su carácter que en una situación normal no estarían dispuestas a mostrar". Así, los norteamericanos decidieron comprarse McMansiones y dar rienda suelta al espíritu más salvaje del capitalismo, los irlandeses quisieron dejar de ser irlandeses, los islandeses revelaron un talento escondido para la megalomanía, y los griegos... ah, los griegos.

La respuesta de los griegos fue "peculiar", dice Lewis, tratando de ser elegante. ¿Cuán peculiar? Convirtieron al Estado en una piñata. Como había límites de sueldo para trabajos en el gobierno, decidieron evitar esos límites añadiendo al calendario meses que no existían (los empleados recibían sueldo catorce meses al año); como la edad de la jubilación era 55 si el trabajo era "arduo", más de 600 profesiones fueron reclasificadas como arduas (peluqueros, camareros, músicos, etc); como no se pagaba impuestos si se ganaba menos de 12.000 euros al año, dos tercios de los doctores griegos declaraban ganar menos de esa suma. Curiosamente, los banqueros se portaron bien; su único error fue prestarle 30 billones de euros al gobierno: "en Grecia los bancos no hudieron al país; el país hundió a los bancos". Lewis deja claro que para salir del atolladero Grecia necesita, más que recetas de austeridad de Merkel o Sarkozy, un cambio en costumbres muy enraizadas. 

No es fácil hablar de esencias nacionales. Lewis visita un país por pocos días y en ocasiones incurre en estereotipos (los islandeses son machos alfa, los alemanes están fascinados con la escatología); las más de las veces, sin embargo, su libro sirve para iluminar aspectos desconocidos de esta crisis.

(La Tercera, 19 de noviembre 2011)

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21 de noviembre de 2011
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Juan José Saer y el extrañamiento

"Viene de golpe. Es un sacudón --pero no es un sacudón-- brusco --pero no es brusco--, y viene de golpe. Por medio de él sé que estoy vivo, que esto --y ninguna otra cosa-- es la realidad y yo estoy dentro de ella enteramente, con mi cuerpo, atravesándola como un meteoro. Sé que ahora estoy completamente vivo, y no puedo eludir eso. Pero no es nada de eso tampoco, porque eso ya ha sido dicho, muchas veces, y si ha sido dicho no es esto. Me ha venido muchas veces el extrañamiento, pero nunca este extrañamiento, y éste no podía venirme sino ahora. Porque cada milímetro del tiempo está desde el principio en su lugar, cada estría en su lugar, y todas las estrías alineadas una junto a la otra, estrías de luz que se encienden y apagan súbitamente en perfecto orden en algo semejante a una dirección y nunca más vuelven a encenderse, ni a apagarse".
 
(Cicatrices, 1969)
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8 de noviembre de 2011
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En la avenida Telegraph

Lo primero que recuerdo de Berkeley es el C'est Café, en la esquina de la avenida Telegraph y Bancroft Way. En ese café nos reuníamos los estudiantes del doctorado de literatura latinoamericana; servía como lugar de discusión para las últimas ocurrencias teóricas de nuestros célebres profesores -Antonio Cornejo Polar, Julio Ramos, Francine Masiello--, y también como una suerte de oficina improvisada donde recibíamos a los estudiantes de la licenciatura en Español, de quienes éramos sus profesores de lenguaje. Pero había más: las ventanas de ese café eran un lugar privilegiado para ver pasar la fauna que discurría por Telegraph, la avenida más emblemática y concurrida de la ciudad. En ese entonces, principios de los noventa, Berkeley ya no era del todo una ciudad hippie, la cuna de la contracultura de los sesenta, aunque todavía no había muerto ese espíritu: circulaban por ahí chicos y chicas en tye-dyes, voluntariosos deadheads (groupies de The Grateful Dead). Pero los hippies también competían con los punks, que ofrecían su mercancía en las veredas -botas militares, manillas de metal, cadenas, pipas para fumar yerba-, los goths, que se apoyaban desganados en las vitrinas de las tiendas, y una nueva tribu que iba apareciendo, los estudiantes con pantalones de franela que le hacían a la música grunge y pronto convertirían algunas canciones de Nirvana en himnos generacionales. Telegraph, ahora que lo pienso, era un muestrario de la cultura juvenil de la segunda mitad del siglo XX: solo faltaba el estilo James Dean para estar completos.
 
Telegraph era una avenida muy larga, pero todo se concentraba en tres cuadras que iban desde una de las entradas al campus de la universidad hasta las librerías Cody's y Moe's; Cody's era la de prestigio, en esa época en la que no había Amazon, con una sección muy bien provista de literatura internacional, y un segundo piso en el que había presentaciones diarias de escritores conocidos (allí vi a Martin Amis y Carlos Fuentes, y quise ver a Karl Vonnegut pero no pude porque subestimé su popularidad y cuando llegué ya no había espacio); Moe's era de libros usados, y tenía una gran selección de libros académicos y siempre estaba promocionando a un autor entonces desconocido que se llamaba Jonathan Lethem y que había trabajado allí. Moe todavía existe; Cody's cerró hace tres años después de más de medio siglo de existencia.
 
En esa avenida también estaban dos disqueras célebres: Rasputin y Amoebas. Un martes de septiembre de 1991 recuerdo haber visto en las vitrinas de una de ellas múltiples copias de un solo disco de una banda de la que no sabía nada (Nevermind, de Nirvana). Al final no lo compré, pero tampoco era necesario: en las radios de Berkeley comenzaron a pasar sus canciones sin descanso (también predominaban otros grupos grunge como Pearl Jam y Soundgarden, y de los ingleses el ethos de la ciudad se quedaba con The Smiths). Una vez, al salir de una de esas tiendas, me topé con un adolescente desnudo (solo llevaba sandalias y una mochila) que caminaba con toda normalidad por Telegraph. Luego me enteraría que se llamaba Andrew Martinez y que era conocido en el campus como The Naked Guy. Martinez era un estudiante de Berkeley que creía que la ropa era una forma de opresión burguesa y había decidido no usarla; como ni la universidad ni la ciudad tenían leyes que prohibieran andar desnudo, Martinez, durante todo el semestre de otoño del 92, fue a clases así (se sentaba en la parte de atrás del aula, para no llamar demasiado la atención). La universidad prohibió la desnudez pública en diciembre del 92, y Martinez, en vez de adaptarse, prefirió dejarla; siguió viviendo en Berkeley hasta que la ciudad también prohibió la desnudez pública en julio del 93. El final del Naked Guy fue triste: se convirtió en un personaje de reality shows en la televisión, posó en Playgirl, se le diagnosticó esquizofrenia, y se suicidó en el 2006, a los 33 años.
 
Cuando veíamos al Naked Guy o a los múltiples predicadores que pasaban por la esquina de Telegraph y Bancroft camino a la plaza pública en el campus, mis compañeros y yo, con el tiempo, aprendimos a no sorprendernos. Decíamos, como en una letanía, "Estas cosas solo ocurren en Berkeley". Por supuesto, estas cosas ocurren en todas partes, pero en ese alucinado principio de los noventa, yo creía que el mundo y sus rarezas podía condensarse en la avenida Telegraph. 

 

(El Semanal, La Tercera, 30 de octubre 2011)

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31 de octubre de 2011
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Julian Barnes y las falacias de la memoria

Julian Barnes acaba de ganar el Man Booker con The Sense of an Ending, una novela corta que vuelve a explorar los temas de la mortalidad, el envejecimiento y las falacias de la memoria, ya trabajados en sus más recientes libros de cuentos -La tabla limón (2004) y Pulso (2011)- y en sus memorias, Nada que temer (2009). Estos temas también agitan La viuda embarazada, la más reciente novela de Martin Amis, otro escritor de la magnífica generación de Barnes (que incluye a Ian McEwan y Kazuo Ishiguro). Sin embargo, Barnes y Amis no podían ser más diferentes: Amis se decanta por la sátira corrosiva y está sobre todo obsesionado por los efectos físicos del envejecimiento ("una película de horror en la que lo peor se reserva para el final"); en cambio, Barnes mantiene el tono refinado, reflexivo, de sofisticada ironía que es su marca desde la magistral El loro de Flaubert (1985), y ofrece una meditación elegante sobre los trucos de la memoria a medida que pasan los años.

Lo que uno recuerda, sugiere Tony Webster, el narrador de The Sense of an Ending, no siempre es lo mismo que uno ha presenciado. La novela puede leerse como la exposición de esa idea. Tony es un caso curioso: un narrador que no es digno de confianza a pesar de sí mismo; los hechos que oculta al lector también se los oculta a sí mismo. Si no cuenta algo no es por mala fe; simplemente, así funciona la memoria, y así nosotros aprendemos a contar nuestra historia, olvidando gran parte de lo ocurrido, seleccionando de lo que queda. Como dice Adrian, el amigo lector de Camus que admira Tony y en torno al cual gira la tragedia de la novela, "la historia es la certeza que se produce en el punto en que las imperfecciones de la memoria se encuentran con lo inadecuado de la documentación".

La novela se divide en dos partes: en la primera, el narrador recuerda sus años de juventud en los sesenta, marcados por la presencia fascinante de Adrián Finn y por el amor a Veronica, una mujer enigmática que pertenece a un escalón superior en el "amable Darwinismo social de la clase media inglesa", y que lo deja, para su profunda decepción, por Adrian (poco después, Adrian se suicidará bajo el aparente mandato de un argumento filosófico: la superioridad del acto sobre "la pasividad de dejar que la vida simplemente te ocurra"); en la segunda, Tony ya es un sesentón que ha llevado una vida ordinaria, sin mayores sobresaltos gracias a su falta de ambiciones y a su instinto de preservación, con los triunfos y los fracasos normales (promociones, divorcio). A esa vida de "sobreviviente" llega el sorpresivo legado de la madre de Verónica, que acaba de morir. Ese legado -500 libras y una carta- hará que Tony reconsidere ese amor de juventud truncado con Verónica, y su grado de culpa en el suicidio de Adrián.

Como en un relato de suspenso en el que lo que se persigue es el verdadero peso de las emociones, Tony irá descubriendo qué fue lo que hizo antes del suicidio de Adrián y que creía haber olvidado por completo: "¿Quién dijo que la memoria es lo que pensábamos haber olvidado? Y debería ser obvio que el tiempo no fija las cosas sino más bien es un disolvente". Llegará, entonces, el dolor ante el descubrimiento del autoengaño: "nuestra vida no es nuestra vida, es solo la historia que hemos contado de nuestra vida. La hemos contado a otros, pero sobre todo a nosotros". Barnes todavía se reserva un golpe de efecto para las páginas finales: algunos lo encontrarán efectista e innecesario, otros (me encuentro entre ellos) temblarán ante la revelación. The Sense of an Ending es una reflexión lúcida sobre la memoria y sus engaños, un gran ejemplo de cómo la narrativa puede ayudarnos no solo a contar nuestra historia sino también a esconderla.

(La Tercera, 22 octubre 2011)

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24 de octubre de 2011
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La actualidad del comunismo

Zizek en Wall Street
 
La gente se asusta ante la idea del comunismo. No es difícil ver por qué: la historia de la implementación de esta ideología está llena de fracasos. El sueño comunista del "hombre nuevo" y la sociedad justa terminó en totalitarismos salvajes, en las purgas y las muertes de Stalin, en la ruptura de la libertad en Cuba y Europa del Este, en acusaciones y contraacusaciones de desviacionismo en todas partes. Pese a todo ello, la crisis económica de los últimos años ha llevado a un cuestionamiento tan severo de los preceptos más sagrados del capitalismo que algunos intelectuales prominentes -Alan Badiou, Slavoj Zizek, Toni Negri-- se han atrevido a desempolvar del archivo histórico la idea del comunismo. Un ya mítico congreso en Londres el 2009 cristalizó ciertas tendencias de la izquierda contemporánea; la próxima semana en Nueva York, otro congreso -"Comunismo: ¿Un nuevo principio?"-- tratará de mantener el impulso.
 
Bruno Bosteels, mi colega en Cornell y uno de los intelectuales más reputados de la izquierda, acaba de publicar The Actuality of Communism (Verso Books), un libro esclarecedor en el que analiza el trabajo de los ideólogos de este renacimiento comunista (Badiou, Zizek, Ranciere). Uno de los principales aportes de Bosteels es el de sacar la discusión de sus límites eurocéntricos y ampliar el marco, con un análisis fascinante del pensamiento de Álvaro García Linera, actual vicepresidente de Bolivia. Bosteels valora el mérito de García Linera de afirmar su marxismo o rechazar la muerte del socialismo a principios de los 90, en un momento en que no era tan fácil hacerlo (acababa de colapsar la Unión Soviética), y analiza los cambios de su pensamiento en la relación sociedad/Estado. A principios de los 90, García Linera veía al Estado como un obstáculo para la emancipación social -llegó incluso a pedir la destrucción del Congreso y todo el aparato estatal--; hoy, la paradoja consiste en que, junto a Evo Morales, está a cargo de un proyecto hegemónico centralista desde el Estado. Bosteels concluye sugiriendo acertadamente que hay que criticar los triunfos y fracasos del gobierno de Morales y García Linera a partir de las conclusiones derivadas de una lectura del mismo García Linera: "comunismo es nada menos que el acto total de autoemancipación colectiva por el cual el pueblo -como comunidad, sociedad civil, nación u organización internacional-asume el control de su propio destino".
 
Bosteels recuerda que Badiou define el comunismo como una serie de "axiomas invariables" que aparecen cuando una movilización de masas se enfrenta a "los privilegios de la propiedad, la jerarquía y la autoridad", y de cómo "actores políticos específicos" tratan de "implementar los invariables comunistas". Para Bosteels, el problema de los invariables es que pueden llevar a una "purificación del comunismo", a hablar de éste "fuera de un tiempo y lugar dados". Para evitar los peligros del "izquierdismo especulativo", Bosteels cree que el comunismo debería ser "rehistorizado"  y actualizado en formas concretas internacionalistas de acción que no deberían pasar necesariamente a través un partido político. Esto no es fácil, porque aquí comienzan los desacuerdos, pero es necesario; después de todo, como dice Bosteels, el socialismo y el comunismo fueron derrotados (quizás no filosóficamente, pero sí política e ideológicamente).
 
Para Badiou, de Espartaco a Mao, la "subjetividad rebelde" se refiere al comunismo, a pesar de que no se mencione la palabra. Es notable el esfuerzo de Bosteels por dotar de realismo a la discusión, pero lo cierto es que, aun así, la historia no está desligada de la palabra. "Comunismo" se refirió alguna vez a la utopia de una sociedad de iguales; hoy es una palabra manchada a la que no se podrá rehabilitar fácilmente. Lo que sí es actual, desde los "indignados" en España a la "primavera árabe" y el movimiento Occupy Wall Street de los Estados Unidos, es la subjetividad rebelde; quizás sea necesario entonces, antes que nada, buscar nuevas formas de nombrar un viejo sueño.

(La Tercera, 8 de octubre 2011)

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12 de octubre de 2011
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En memoria de Félix Romeo (1968-2011)

En abril del 2008 publiqué en este blog un texto sobre Félix Romeo. Como pequeño homenaje a su memoria, lo vuelvo a publicar ahora.
 
Conocí a Félix Romeo hace diez años, en un congreso organizado por la editorial Lengua de Trapo en la Casa de América en Madrid. Me sorprendió lo cariñoso que era a pesar de su facha de bouncer de discoteca. Defendía sus ideas con pasión, y era capaz, literalmente, de bajar al ruedo por ellas: en una de las mesas, como no llegaba a un acuerdo con alguien del público, Félix saltó sobre la mesa y en un segundo se le encaró al impertinente. Los guardias de seguridad tuvieron que intervenir para evitar los golpes. En mi larga carrera de congresos y ferias del libro, era la primera (y hasta ahora, única) vez que veía a un escritor dispuesto a ir más allá de las palabras por un argumento.

Félix escribió un par de novelas publicadas por Anagrama y luego, si bien siguió escribiendo reseñas y animando la vida literaria española, dejó de publicar libros. El año pasado me anunció que pronto publicaría un texto “menor”, dedicado a rememorar a un amigo que se suicidó cuando vivía con él en Barcelona, quince años atrás. Ahora que he leído ese libro, Amarillo (Plot, 2008), descubro la modestia de Félix: el libro es breve, pero no menor. Chusé Izuel es el amigo que se suicidó por una pena de amor. Chusé era un escritor y crítico con mucha proyección; cuando mostraba su amargura ante ese amor que lo había abandonado, Félix, al igual que Bizén (el otro amigo que vivía con ellos), pensaba que Chusé exageraba, que algún día despertaría de ese dolor y volvería a la normalidad. Pero Chusé no despertó, y Félix debió quedarse a lidiar con el fantasma de la culpa.

Félix no intenta escribir una biografía de Chusé. En realidad, Félix no intenta muchas cosas, y ésa es su salvación y la grandeza de este libro. Las frases cortas, el tono lacónico, nos hablan de la difícil lucha con la pérdida, y de cómo el ser humano es un misterio. Las respuestas fáciles están excluidas, y en la escritura, Félix no hace más que apilar preguntas. Félix recuerda, pero es más lo que no recuerda. Félix sabe, pero es más lo que no sabe. Y así, a través de esos silencios, escribe una de las mejores elegías que he leído a la muerte de un amigo. A la muerte de alguien. A la pérdida. No es casual que varias veces, mientras leía el libro, yo pensara en Manrique, en las Coplas por la muerte de su padre..   

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7 de octubre de 2011
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Los límites de Evo Morales

Hace poco más de un mes, el 15 de agosto, cuando se inició la marcha indígena convocada en protesta contra la construcción de una carretera, el presidente Evo Morales dijo: “Cuando se presentan este tipo de problemas, para mí no es nada. Algún ministro se asusta”. Después de que esa marcha fuera reprimida por la policía el pasado domingo, con el saldo de varios indígenas detenidos, la protesta popular creció tanto que quizás Evo se haya asustado un poco. Dos días más tarde, dos ministros renunciaron y  se  anunció que diez parlamentarios indígenas abandonarían la coalición del MAS (sin esos parlamentarios Evo perdería los dos tercios necesarios para aprobar leyes sin debate, como lo ha venido haciendo). No solo eso: en mensaje a la nación Evo anunció que suspendería la construcción de la carretera mientras se hicieran consultas a la población. Para entonces, el movimiento se siente con la fuerza suficiente para exigir la cancelación del proyecto, lo que obligaría a buscar otra ruta para la carretera.

El conflicto indígena ha obligado a Evo a retroceder por segunda vez en menos de un año. El pasado diciembre, el gasolinazo –alza del precio de la gasolina para que esta se adecuara a su costo en países limítrofres-- fue otra medida que llevó a la gente a la calle y asestó un golpe duro a la popularidad del presidente (nueve meses después, aun no se ha recuperado: en una encuesta reciente, recibe un 36% de apoyo). Lo novedoso de estas crisis ha sido que la protesta proviene sobre todo de los movimientos sociales afines al partido de gobierno; en el último caso, el añadido simbólico es que son indígenas quienes dicen no sentirse representados por Evo.

La carretera motivo de la discordia iba a dividir el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), creado en 1990, sin que los pueblos indígenas que viven en esa región hubieran sido consultados, según lo manda la propia Constitución impulsada por el gobierno de Evo. Para muchos, se cayó la máscara ecologista e indigenista de Evo, mostrando que él es, antes que nada, el líder sindical de los productores de coca del Chapare (los más beneficiados con la construcción de la carretera).

Las crisis de los últimos meses muestran que Evo ha encontrado los límites de su poder. Hubo un momento en que su inmenso capital político le permitió “refundar” el país aprobando una nueva Constitución, arrinconar los deseos de autonomía de departamentos económicamente poderosos como Santa Cruz y burlar las leyes a su antojo para desmantelar cualquier intento de oposición a su gobierno. Y muestra que el estilo autoritario, centralista, bajo el viejo molde del caudillismo latinoamericano, puede gobernar pero no construir un Estado. Sin instituciones sólidas, el caudillo termina siendo víctima de las mismas fuerzas que lo encumbraron. Evo recibió un Estado en crisis; su carisma, su capacidad de convocatoria, maquillaron esa crisis, pero no la trascendieron. Su discurso etnopopulista de izquierda, además, trazó una serie de coordenadas de las que no puede desviarse; se sabe que, tarde o temprano, el gobierno debe dejar de subvencionar la gasolina y aumentar el precio, pero esa medida es vista más como de un gobierno neoliberal –las cosas deben costar lo que dice el mercado que cuesten-- y no como de uno que se debe al pueblo; se sabe también que quizás se necesiten más carreteras para vincular internamente al país, pero éstas no pueden hacerse sin la venia de las comunidades indígenas a las que se les ha prometido autogobierno. Así, el modelo desarrollista de Evo naufraga en medio de sus contradicciones internas.   

El TIPNIS traerá cola. Por lo pronto, la oposición ha aprovechado para tomar la iniciativa, se ha reinventado como defensora de derechos indígenas que antes criticó duramente y busca responsables de la decisión de usar la fuerza para reprimir la marcha (los policías dicen que actuaron siguiendo órdenes de un fiscal, los fiscales dicen que no dijeron nada, el ministro de Gobierno acusó a  su viceministro, el viceministro dice que no sabía nada, el presidente dice que de él no partió la orden…). A pesar de eso, la oposición carece de liderazgo visible. Si ese hecho tranquiliza a Evo, sí deberían inquietarle los movimientos sociales que lo llevaron al poder; son ellos quienes, ante un sistema institucional que su gobierno ha debilitado, podrían hacerlo tambalear cualquier rato. De hecho, ya lo están haciendo.  

(El País, 29 de septiembre 2011)

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29 de septiembre de 2011
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