Continúo mi ronda de entrevistas sobre Presentimientos. Ayer, el día después del milimetrado debate entre Zapatero y Rajoy, estuve en Valencia. No se hablaba de otra cosa, todos teníamos algo que decir, todos queríamos sacarle punta al encuentro como para amortizar tanto esfuerzo en montar el espectáculo y nuestras propias ganas de no ver enfrentarse sólo a Hillary y a Obama, sino a nuestros propios líderes. Y la verdad es que por muchas vueltas que se le dé no ocurrió nada extraordinario, todo un reto para las agudas mentes que a continuación tenían que decir algo, y por eso nos quedamos hasta las tantas contrastando los detalles que habíamos captado desde nuestras casas con lo que habían captado los que opinaban en las mesas de los platós. Me pareció bonito que todo el país a una se pusiera hacer ese ejercicio de fina observación: que si Rajoy no cogía bien el gráfico y lo tapaba con la mano, que si Zapatero llevaba el nudo de la corbata algo ladeado.
El gran éxito del debate consistió sobre todo en que funcionaran los micrófonos, las luces y que ningún detalle nos distrajera de los protagonistas. Ya se nos había explicado que se había escogido el color del escenario y hasta el más mínimo detalle con este fin, sin embargo, yo no podía apartar los ojos del moderador, Manuel Campo Vidal, sin querer el tercer gran protagonista de la noche. Pensaba en lo bien que ha madurado, algunas canas, algunas arrugas, pero con estilo. Salvo los muy jóvenes todos le recordábamos quince años antes entre Felipe González y Aznar. Empecé a divagar sobre el paso del tiempo, el sentido de la vida y a caer en una cierta melancolía, hasta que, menos mal, Campo Vidal nos dijo con fuerza y convicción que estábamos asistiendo a un gran debate y me hizo reaccionar.
