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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Aberración sin esperanza

Si prescindimos del dilema de razón, renunciando a nuestra responsabilidad política, y evitamos encontrarnos con la hora del juicio, sin llegar a discernir quién debe ser condenado -Israel por bombardear a la población civil o Hamás por romper la tregua, si Israel por cercar la franja de Gaza o Hamás por lanzar cohetes, si Israel por multiplicar los asentamientos en tierra palestina o Hamás por desear la extinción de los judíos, si Israel por su superioridad militar o Hamás por su estrategia terrorista, si Israel por su ideología expansionista o Hamás por su doctrina integrista, si Israel por levantar el muro o Hamás por aprovecharlo...- nos veremos obligados a dar un paso atrás y a contemplar el espectáculo de una matanza perpetua: la ley del más fuerte y el derecho a la venganza prolongando un ciclo de dolor y humillación. Quizás el modelo de desintegración política que nos espera a todos.



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7 de enero de 2009
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Los transexuales según Ratzinger

Hay que prestar atención al esfuerzo intelectual desplegado por Benedicto XVI. Como antiguo responsable del tribunal heredero de las funciones de la Inquisición, Ratzinger ha podido contemplar de cerca a los inteligentes "herejes" de nuestro tiempo. Y gracias a esta relación coloquial ha aprendido a respetar su preparación y sus razones. Digo respetar, no tolerar.

 

Ratzinger ejecutaba expulsiones y anatemas pero comprendió que es imposible retener la incesante expansión de las ideas. Pudo condenar a los teólogos disidentes de la doctrina oficial pero con cada uno desertaban de la mansedumbre eclesiástica un número incalculable de conciencias. ¿Cómo impedir esta marea de decepciones?

La sociedad moderna desea conciliar su sensibilidad religiosa con la libertad de criterio que la madurez y la razón exigen y ya no basta apelar al Principio de Autoridad para acallar estas voces. ¿Qué hacer? Ratzinger intenta dar a la doctrina romana un armazón ideológico más sofisticado que el viejo catecismo. Y afronta, también sin complejos, la tarea de renovar la obediencia.

En la reciente recepción navideña a los miembros de la curia, Ratzinger diserta sobre los transexuales: "son autoemancipados de la obra de Dios; y se dirigen hacia la destrucción por desoír el lenguaje de la Creación".

El pecado del que les acusa el Papa será entonces un doble pecado, como en el suicidio: los transexuales se destruyen a sí mismos y también a la Creación en cuyo diseño original no estaban  contemplados. Es de prever que el castigo por tan grave afrenta también será doble: una doble eternidad de penitencia.

El alegato del Papa a favor de la Naturaleza Creada implica una "ecología del hombre" y un decreto conservacionista que proteja el modelo antropológico legislado por la metafísica católica. De este modo, con artefactos narrativos que imitan el discurrir filosófico, Ratzinger quiere legitimar los feroces prejuicios morales que tan ridículos y ofensivos nos parecen.

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23 de diciembre de 2008
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El editor sentenciado

El comentario que José Saramago dedica en su blog a la conferencia que dí en México me anima a publicarla antes de lo previsto.

La deseada muerte del editor

"Recordarán ustedes que hace unas semanas, con motivo de la reciente edición de la Feria del Libro de Frankfurt, el diario El País publicó una entrevista con el conocido agente literario Andrew Willie.

Además de comentar con su característica viveza aspectos de nuestra literatura contemporánea, el agente nos ofreció un impetuoso juicio sobre el mundo editorial y no quiso desaprovechar la oportunidad de ser el primero en anunciar una defunción:

"El editor no es nada, nada"

Obviamente, el diagnóstico está cargado de malas intenciones y publicita, para el que todavía no la conociera, la enemistad puesta entre los editores y este poderoso agente literario. Terrorífico entre los responsables de las editoriales de medio mundo y un verdadero ogro entre sus competidores.

Aunque la agorera sentencia de AW contra los editores no nos agrada, y de hecho la leemos con fastidio, no debemos considerarla una ofensa gratuita. A menudo la hostilidad ajena es la más eficaz ayuda que podemos esperar para enmendar nuestros errores. De ahí que nos convenga entender qué ha querido decir AW y por qué le satisface tanto sentenciar la muerte del editor.

La voluntad política que ha regido el último tercio del siglo XX hizo de la libre circulación de capitales uno de los dogmas más espectaculares de la economía de mercado. La liberalización de los activos financieros -libres sobre todo, como se ha visto, de su propio control contable- adquirió el rango, la potencia y la apariencia de los grandes principios morales de Occidente. Fue un alarde doctrinal, desde luego, pero también una oportunidad para los expertos especializados en la ingeniosa destreza de la especulación.

Hoy sabemos en qué ha acabado el feroz resurgimiento del capitalismo financiero, conocemos la envergadura del destrozo causado a la sociedad y pagamos las consecuencias de un profundo disturbio moral y político. Hoy es visible la consternación producida por el proceso de especulación permanente al que se entregaron las finanzas del primer mundo, pero mientras estuvo vigente la normativa del crecimiento incesante, todo el tejido empresarial fue sometido a un bulímico proceso de adquisiciones, absorciones y fusiones, sin que nadie pareciera estar en condiciones de negarse a participar en el gigantesco festín del capitalismo triunfante.

Las casas editoriales tradicionales -y subrayo lo que desde la Ilustración tiene una editorial de hogar para la cultura- las casas editoriales, digo, también se vieron sometidas o tentadas, invitadas u obligadas a participar en esta enloquecida carrera. Fueron arrastradas por el flujo de las leyes bancarias y obligadas a alterar el comportamiento que durante los dos últimos siglos había distinguido su función social y cultural.

El modelo de relaciones fundado por la Ilustración europea, el nacimiento del intelectual, el diálogo entre editores y autores que vimos tan bien delineado en la historia de La Enciclopedia de Diderot y D'Alembert, se veía inesperadamente alterado por una traumática colisión.

El modelo de gestión empresarial nacido de la vocación editorial, el compromiso cultural que guiaba sus desvelos, la pasión creativa de esos hombres de letras que son los editores, dispuestos a invertir su esfuerzo, sus dividendos, a veces su modesta fortuna personal, para hacer posible un catálogo puesto al servicio del proceso de evolución y educación social, estaba a punto de sufrir un colapso.

El modelo de gestión de los viejos editores consistía en hacer viable su principal propósito: que la cultura de calidad sea un negocio. Este modelo de gestión debe garantizar, como es lógico, su propia subsistencia y hacerlo sabiendo que esa es precisamente su principal obligación: existir. Existir para tener abierta la casa editorial, para ofrecer sus libros a los lectores, para garantizar a los autores que a pesar de todas las incertidumbres aquella seguirá siendo su casa, y que la misión del editor -encontrar lectores para sus obras- se cumplirá sea cual sea el resultado de los primeros esfuerzos.

Las casas editoriales ofrecían a sus propietarios unos beneficios satisfactorios. La media en Europa durante las primeras décadas del siglo XX apenas fue de un 6% anual, pero eso ya bastaba en un mundo en que el éxito se podía medir por la calidad de las novedades editoriales. Un mundo en que el éxito traducía el valor estético, narrativo, intelectual o filosófico de los libros publicados. Un mundo en que el triunfo era también sinónimo del prestigio alcanzado por el editor entre los más avezados, exigentes y preparados de los lectores.

Pero el inicio de la Era Reagan marcó una frontera con el viejo mundo y si el dinero encontraba en la Bolsa las espectaculares rentabilidades que hemos conocido ¿quién querría entretener sus bienes entre pliegos, manuscritos, correcciones, pruebas de imprenta, devoluciones y exiguas liquidaciones anuales?

Las alteraciones que introdujo el capital bursátil en nuestros equilibrios sociales erosionaron el tradicional modo de hacer las cosas y poco a poco también las editoriales se vieron tentadas por el enfebrecido estilo de perseguir a toda costa los más espectaculares rendimientos.

No soy un purista que condene la lógica del capital y creo que el beneficio en su adecuada proporción es un aliciente y un estímulo en muchas de las actividades humanas. No obstante, en contra de lo que se quiere dar por supuesto, el plan de contabilidad en el que hoy se fundamenta la gestión económica es una primitiva y rudimentaria falsificación de lo real.

En los asientos contables se constata tan solo el coste y la ganancia de la cantidad. Y queda fuera de balance el verdadero beneficio del libro: el valor de la educación intelectual que sostiene la integridad cultural de la ciudadanía y la plenitud de su bienestar espiritual.

Los economistas sauvages que se apropiaron de la legislación vigente, imponiendo sus normas contables difundiendo los anhelos de enriquecimiento veloz, no supieron, ni quisieron, elaborar el plan de negocio que contabilice la calidad. Y a esto nos han condenado: a perder de vista un rasgo fundamental de la industria editorial: la noción de beneficio implícita en la calidad de sus productos.

¿Cuántos líderes académicos, políticos, empresariales, sociales, de rotunda influencia en nuestro tiempo, han visto perfeccionada su tarea gracias a la lectura de los mejores autores, al estudio de las mejores investigaciones, a la práctica metódica del pensamiento crítico que procura el ejercicio de la lectura?

Que tales producciones del espíritu y de la inteligencia no llegaran al gran público no quiere decir que no hayan sido contribuciones decisivas al bienestar social.

El éxito de un libro no debe medirse tan solo por la cantidad de ejemplares vendidos. Hay libros que a través de la alquimia de la lectura minoritaria, a través del discernimiento de los más motivados o capaces de sus lectores, regresan a la sociedad en forma de útiles invenciones, propuestas renovadoras o contribuciones decisivas.

No hace falta detenerse a repasar la biografía de los más preparados ni el desarrollo intelectual de los mejores para entender que sus logros dependen de los buenos libros que han llegado a sus manos.

Pero el modelo dominante no está preparado para asumir la envergadura y amplitud de criterio de una contabilidad que integre en su aritmética los verdaderos beneficios de la actividad editorial.

Algunas empresas editoriales se han visto obligadas a caer en la trampa de confundir la cantidad con la calidad y se han dejado seducir por las promesas de un mercado exclusivamente monetarista.

Es en esta convulsa alteración de valores (los culturales pero también los de la economía sostenible) en dónde la figura del editor parece condenada a desaparecer. La profecía de Andrew Willie no sólo expresa el deseo malévolo de su pendenciero portavoz sino una crítica a las actuales insuficiencias del editor.

Si las editoriales producen tan solo los libros cuyas ventas devuelven la mayor ganancia, si los editores abandonan los criterios de la industria intelectual y se convierten en brokers de best sellers, si prescinden del catálogo sobre el que se cimentó su oficio, si hacen pasta de papel con los ejemplares de su fondo editorial, si acuden a las subastas multimillonarias atraídos por nombres o marcas tan famosos como desconocidos... si todo esto tiene lugar en el seno de las viejas casas editoriales, entonces ¿de qué sirve un editor?

Si el autor no puede disponer del consejero íntimo en el que apoyar una lectura consecuente de su manuscrito, si el autor no puede confiar en la autoridad del sello editorial que respalda la aparición de su obra, si el autor no puede aprovechar el contagio de los grandes nombres que figuran en el catálogo del buen editor... si nada de todo eso se puede encontrar tras la puerta de la casa editorial que antes le prestó cobijo, entonces, ¿para qué tocar esa puerta?

Una vez consumada la traumática transformación de la industria editorial, la aparición de los chacales será inevitable: en realidad el oficio de un agente como Andrew Willie se reduce a saber ser hostil y obtener del ejecutivo editorial un buen anticipo y una buena promoción.

Para este tipo de agente literario, que en realidad no consigue ser más que un astuto subastador, el directivo editorial no necesita saber nada de las materias que publica: ya es bastante con que sepa firmar un talón al portador.

Las garantías las ofrece el agente a sus representados mediante un mensaje: no importa ya qué sello editorial publique tus obras. Lo único que importa es que se mantengan en el escaparate de las librerías el mayor tiempo posible. Que aparezca en los medios de comunicación el suficiente número de veces. Que sea citada por locutores y famosos. Eso es lo que importa. Y de eso me encargo yo.

El editor fue el consejero del autor en la era de la industria cultural y el agente -(¿literario?)- quiere ser el gestor del autor en la era de la industria del entretenimiento.

Esta es la mutación que padecemos. El capital salvaje -la pretensión codiciosa de una rentabilidad desmesurada- se apodera de las editoriales y al modernizarlas, las destruye. Las transforma para satisfacer esa tendencia del consumo masivo que en lugar de querer saber, quiere divertirse; en lugar de querer aprender, quiere entretenerse.

Este proceso de mutación, sin embargo y afortunadamente, se vive con incertidumbre. Aunque los hábitos dominantes parezcan inclinarse hacia la banalidad y la estupidez, la confusión de valores y la ausencia de pensamiento crítico, no todo está perdido.

Existen casas editoriales, existen editores y existen agentes literarios y todos ellos pertenecen, con el autor, a una red de equilibrios sociales, a una estructura de relaciones económicas propias de la industria cultural. Es un tejido de compromisos, efectivamente, pues la viabilidad del negocio depende precisamente de un marco de colaboración que va más allá de lo simplemente monetarista.

El compromiso con la historia, el futuro y el presente de la alta cultura europea sigue vivo entre muchos de los que mientras se dedican al oficio de los libros -autores, editores, agentes literarios, críticos, periodistas y libreros-, trabajan para renovar una tradición imprescindible.

Por eso, precisamente, algunos agentes, fascinados por la voracidad de Wall Street, enervados y tan impacientes como descarados, desean liquidar cuanto antes los baluartes de nuestro oficio y con poca disimulada ansiedad declaran que el editor no es nada, nada.

Ciudad de México, 21 noviembre 2008

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19 de diciembre de 2008
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Las visiones de Barceló

El público levanta la cabeza y embelesado contempla la bóveda que desciende sobre sus cabezas. No es sólo un efecto óptico. Diremos que la obra de arte, en lugar de representar, convoca indescifrables sensaciones. ¿Qué violenta impresión lo conmueve?

Miquel Barceló saca del bolsillo de su camisa un papel y aprovechando el silencio de la audiencia, lee:

 

"Recuerdo que un día de gran calor en pleno Sahel con la vividez de los espejismos tuve la imagen del mundo goteando hacia el cielo. Arboles, dunas, asnos, gentes multicolores... Escurriéndose gota a gota. Consumiéndose también.

Todo esto puesto al revés es un mar, pero también es una cueva. La unión absoluta de contrarios. La superficie oceánica de la tierra y sus oquedades más escondidas.

En este mar agitado cabe suponer varios niveles:

El fondo de este mar y sus moradores policromos

El plano del agua

La espuma blanca de las mismas aguas revueltas en marejada

Y al final el reflejo. Lo que refleja este mar. Lo que está debajo : Nosotros".

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27 de noviembre de 2008
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Genealogía de la inspiración

Aunque el viaje tuvo como propósito negociar el préstamo de las esculturas y empaquetarlas hacia España, durante la visita encontre más piezas de las descritas en la correspondencia que había intercambiado con el joven, callado y larguirucho director del museo de Bamako. Y en muchas de estas esculturas estaban tallados motivos y ornamentos que no recordaba haber visto en los archivos del Musée de l'Homme. En Paris se guardaban gran parte de los tres mil objetos coleccionados durante la expedición Dakar-Djibouti de 1931 y las notas que Marcel Griaule y Michel Leiris tomaron a lo largo de los tres años que duró su travesía africana. Había leído los libros de Griaule (Le Renard pâle, Dieu de l'eau), y L'Afrique fantome de Leiris, pero ahora tenía en las manos unas inesperadas versiones artísticas del mito dogón.

Recorrí los mercados de Bamako, imitando el humor y la indolencia de sus principescos comerciantes, y salí de la capital para dirigirme a la Falaise de Bandiagara, la gran cornisa de roca que atraviesa de norte a sur, próximas al bucle del río Níger, las tierras del País Dogón.

/upload/fotos/blogs_entradas/villa_de_banani_la_togouna_es_visible_en_el_centro_de_la_imagen._med.jpgAl llegar a la aldea de Nombori me instalé en la pequeña cabaña de adobe que mis anfitriones me ofrecieron y subí los empinados senderos que recorriendo estrechas callejuelas, entre graneros y cercados, conducen al abrigo de la gran gruta. La majestuosa pared es una muralla y una atalaya para los poblados que a lo largo de más de 200 kilómetros se agrupan a salvo de la intemperancia del desierto. Afluentes y riachuelos se despeñan como delgadas columnas de agua cristalina irrigando escuálidos y nutritivos huertos familiares. El hogón se había vestido con una blusa de cuero tintado de color rojo y me esperaba sentado en una roca junto a su mujer.

El hogón es el chamán de una religión a la que los primeros etnógrafos clasificaban como creencia animista, pero después de las revelaciones obtenidas por los expedicionarios franceses, el mundo de los expertos se rindió ante la evidencia del patrimonio transmitido por una sofisticada tradición oral. Un conjunto de elaborados artefactos narrativos expresan una mentalidad literaria poblada de motivos mitológicos y de fabulosas intuiciones metafísicas. Los dogón, recluidos en el norte de Malí a causa de las guerras perdidas ante la expansión del Islam, habían elaborado, custodiado y transmitido un conjunto de figuras elegantemente ensambladas con la cadencia de una lengua riquísima en matices e inesperados quiebros narrativos.

En la conversación, que gentilmente aceptó el hogón de Nombori treinta días antes de fallecer (como supe más tarde) mencioné todo lo que yo sabía o creía saber acerca de la cultura de los dogón mientras él matizaba, corregía o negaba mis asertos. ¡Cuánta felicidad me inspiró el relato de aquél anciano! Los gemelos, la fiesta Sigui...

Viene a cuento este ejercicio de memoria pues entonces no pude encontrarme, como me hubiera gustado, con mi viejo amigo Miguel Barceló, vagabundo voluntario en aquellas tierras.

Hoy veo la majestuosa cúpula que ha realizado para la ONU en Ginebra y sólo reconozco motivos de entusiasmo ante una obra de arte vinculada, sin duda, a los vislumbres de los dogón en sus tierras del Sahel.

Dejemos que los ignorantes vayan bramando cuando no toca, pero fijemos nuestra mirada en la metáfora de Barceló. Meditemos un rato y luego recorreremos juntos las evocaciones de la nueva cúpula de roca y cielo. Quedamos emplazados.

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19 de noviembre de 2008
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Los tres telones de la Transición

La Ley de Memoria Histórica y los autos del juez Baltasar Garzón han provocado en buena parte de la sociedad española una escandalizada beligerancia pero detrás de éstas precipitadas muestras de indignación se distingue una escalofriante mueca de pavor, una desesperada angustia, un sacramental y espantoso lamento. Como si una trompeta surgida de los oscuros lindes del tiempo tronara anunciando la resurrección de los muertos y éstos regresaran a reparar las cuentas pendientes que los vivos quisieron olvidar.

No carecen de fundamento estos temores. En realidad, la disputa jurídica y política sobre la oportunidad de las exhumaciones y el sentido de la deuda contraída con los españoles arrojados al olvido de la fosa común nos permitirá afrontar la postergada culminación de nuestra Transición democrática y conocer al fin el motivo por el que la derecha católica impide la rehabilitación moral de las víctimas asoladas por el inmundo paseíllo de los fusilamientos furtivos.

A diferencia de lo ocurrido en Bosnia, Ruanda, Guatemala o Argentina, en dónde las tumbas de los masacrados han sido abiertas para devolver los cadáveres a sus familias como el más triste y pobre de los consuelos que éstas se resignan a recibir, en España, en la europea España del siglo XXI, un poderoso tabú mantiene a nuestros muertos hundidos en el fondo de una doble sepultura. Cubiertos de tierra y musgo en las inhóspitas cunetas rurales y aplastados por la ignominia de vagar en el más extraño exilio impuesto a los vencidos.

Que el sentido común de los católicos españoles sea inmune a la piedad o a un ecuánime ideal de justicia nos obliga a interrogarnos sobre el origen de la terca consigna sostenida por la Conferencia Episcopal y a detenernos estupefactos ante el perturbador enigma: ¿por qué la Iglesia Católica se niega a dar "cristiana sepultura" a viejos cadáveres desterrados?

Para resolver la cuestión que la arrogante jerarquía eclesiástica y el estado Vaticano no quieren ni plantearse será preciso considerar el triple significado de una Transición convertida en tótem de la amnesia histórica española. Una Transición que mientras se cita en el exterior como la ejemplar lección de concordia política que España dio al mundo, en el interior se ha convertido en el relato de una coerción a la que todos deben rendir pleitesía y expiación.

Sin embargo, la Transición es un argumento de diferentes posibilidades expresivas que tiene a su disposición los rudimentos escénicos de tres géneros teatrales (el gozo de la comedia, la tristeza del drama y la horrenda tragedia) para representar el intrigante y fabuloso guión de la verdad.

La Transición como comedia es la alegre puesta en escena de un deseo alimentado por la sincera voluntad de perdón y reconciliación entre los que rechazando un pasado necio y salvaje, cancelaron su retórica fraticida y auspiciaron el esplendor democrático de una España impaciente por acudir a su cita con el mundo.

La Transición como drama es la historia de los abnegados y heroicos combatientes contra la Dictadura que librándose de la muerte vivieron lo suficiente para verse apartados del apoteósico retorno a la democracia y tratados como estorbos sacrificados por un país que no podía recordar su contribución sin poner en peligro el frágil equilibrio negociado con los vencedores de la Guerra Civil.

La Transición como tragedia, finalmente, es un escenario invisible a la conciencia crítica pero en su tablado los dioses inexpugnables claman sus titánicas exigencias cuando recuerdan lo que para ellos debe seguir siendo la Transición española: el pacto de no agresión firmado por las dos castas políticas que ganaron la Guerra Civil.

Sólo una de ellas, como es bien sabido, se apoderó del país entero, pero mientras las poderosas fuerzas anti democráticas se enfrentaban encarnizadamente en el frente, cada una en su territorio pudo perseguir a los enemigos del totalitarismo fascista y estalinista. Los falangistas en la zona nacional y los comisarios soviéticos en la zona roja liquidaron política y moralmente a los republicanos, liberales, librepensadores, masones y anarcosindicalistas cuya influencia tanto estorbaba a sus respectivas quimeras de dominio universal.

Al guión de este género trágico prefieren atenerse hoy los obcecados partidarios de una Transición consagrada como excomunión de los derrotados, como repudio de unos vencidos cuyo simple recuerdo altera la preceptiva amnesia institucional. La desafortunada pero muy reveladora metáfora empleada por Santiago Carrillo para advertir al juez Baltasar Garzón ("le puede salir el tiro por la culata") nos da una idea de los demonios familiares que alientan la perpetua inmolación de los excluidos.

La negativa a exhumar los restos mortales de las víctimas esparcidas por los campos de nuestro país, compartida como se ve por representantes de las dos Españas, es un descabellado propósito que hace más dolorosa la tragedia de los españoles prohibidos. Pues lo que vienen a decir los intérpretes oficiales de la Transición es que son aquellos muertos desterrados del cementerio el origen de la discordia nacional y que su regreso simbólico tarde o temprano desembocará en el indeseable retorno de las controversias que arruinaron nuestro destino.

Que esta superstición arraigue en el tejido institucional español y obtenga para su causa tan destacados apoyos jurídicos, setenta años después de caer abatidos al suelo los primeros asesinados, deja en evidencia nuestra angustiada penuria intelectual y las patéticas aprensiones primitivas que nos dominan. Los que absurdamente secundan la consigna episcopal -contraria a la razón democrática, al derecho y al sentido común- auspician una doctrina arcaica que aunque avergüenza al mundo civilizado, obtiene entre nosotros un desconcertante respaldo.

A causa de la rotunda victoria militar de 1939, la Iglesia católica española se arrogó el derecho a ser la única administradora del culto a los muertos y a regir su reposo mediante sus rituales de paso al más allá. Al parecer es ésta una prerrogativa que la Conferencia Episcopal reclama como irrenunciable y en el catálogo de sus privilegios, mientras convoca beatificaciones masivas de sus mártires, figura la potestad de condenar a los fusilados que durante la Guerra Civil se expulsó para siempre de los cementerios. Como si fueran reos de un pecado abominable cuya remisión les será negada a perpetuidad.

Lo que subyace a este delirante integrismo ideológico es un corpus de creencias cuyo hechizo ha subyugado a numerosos sectores de la sociedad española, conmovida todavía por los fantasmas de un miedo corrosivo, un temor que nutre la anacrónica excepcionalidad de nuestra supersticiosa mentalidad nacional.

No obstante, y por lamentable que nuestro espectacular empecinamiento, al final la razón vencerá. La exhumación de los cuerpos abandonados y la honrosa rehabilitación de los condenados tendrán lugar. A pesar de los temores excitados por los recalcitrantes apóstoles del pasado, los demonios no volverán. En contra de sus agoreras advertencias, el retorno de los muertos al cementerio será el final de una historia cuyo desenlace concitará el respeto de los ciudadanos. Para los creyentes, la localización de los cuerpos perdidos supondrá dar cobijo a las almas en pena errantes desde hace setenta años. A los escépticos, la identificación de los restos mortales desenterrados les permitirá cumplir al fin un inexcusable deber familiar. La apertura de las fosas comunes  dará por concluida la Transición, sellará el pacto de la verdadera reconciliación, reforzará las instituciones con renovadas energías de racionalidad política y dará plenitud espiritual a un país que desea vivir sin miedo a sí mismo.

 

 

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14 de noviembre de 2008
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Diógenes busca un hombre

 

La personalidad de Obama y la elocuencia de sus discursos van más allá de las razones políticas. Conmueven a un auditorio que a pesar de los fracasos sigue confiando en la posibilidad de un hombre. Quizá la multitud no se haga cargo de la complicación de lo real (esa insoportable frase de los expertos: "mire usted, eso es muy complicado") y también es probable que no le importe en absoluto. La intuición de los votantes que hemos visto llorar y reír en las ciudades de USA palpita de otro modo. Se dice que la crisis financiera (a la que deberíamos llamar por su nombre: estafa global) ha reforzado la candidatura de Obama. Es posible. Pero la verdadera fuerza que ha levantado el nuevo Presidente con su presencia es otra. Los crédulos (y por una vez no deseo satirizarlos) se preguntan: ¿será posible confiar de nuevo en alguien? En alguien que esté ahí arriba quieren decir. Los escépticos nos advierten acerca de los límites que la Casa Blanca impone a sus inquilinos, sobre la rudeza de un Estado maquinal y las obligaciones contraídas por el renqueante Imperio militar y democrático. Pero el fiasco de Bush ha sido de tal calibre que tan solo con restaurar lo que el tejano deshizo, Obama ya habrá cumplido con su parte del trato: cerrar Guantánamo (como nos recordaba ayer Saramago), restaurar el consenso y activar los foros internacionales (aún con las viejas deficiencias del año 2000), y capitanear el proceso para poner fin a las guerras de Iraq y Afganistán. Pero en Obama se distinguen cualidades que pasan por encima de las urgencias más tangibles. ¿Qué ven los ciudadanos del mundo en el primer Presidente negro de los Estados Unidos? En otra época las alabanzas se habrían desbordado. A pesar del entusiasmo popular que parece levantar Obama a su paso (en Berlín, por ejemplo) hay un juego dolido de deseo y temor. Es el coste de las decepciones. 

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6 de noviembre de 2008
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La pedagogía de los cómicos

Durante estas últimas semanas hemos podido leer excelentes artículos sobre el origen del colapso financiero mundial y hemos visto diestramente analizadas las maniobras especulativas que nos han llevado al borde de la quiebra total. Muchos de los textos han sido reveladoras y educativas manifestaciones de sagacidad pero los sentimientos encontrados que esta crítica suscita entre alguna de las víctimas de la especulación son una prueba sorprendente del formidable poder que a pesar de todo conservan las ideologías: no importa cuán evidente sea el robo cometido por los grandes expertos de la economía global, siempre habrá alguien que acuda en su auxilio. 

Quizá por ello debemos agradecer al viejo gremio de los cómicos que mantengan imperturbable su talento y se dediquen con denodado esfuerzo a deshacer tan tercos espejismos.

- The Last Laugh - Hipotecas "subprime"

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21 de octubre de 2008
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Esa intolerable arrogancia

Algunos comentaristas de nuestro blog acogieron con enfado mi crítica al discurso de Zapatero. Unos creyeron que peco de inocencia cuando reclamo medidas contra el fiasco financiero de los especuladores. Otros lamentaron mi ignorancia en asuntos de tan elevada complejidad "económica".

La reacción de los gobiernos europeos y el reciente concordato de los 27 nos permiten recordar lo que con supuesta arrogancia yo reclamaba, y dictaba incluso, a Zapatero. Que los fondos públicos destinados a tapar el agujero abierto en la línea de flotación del sistema bancario no fueran un nuevo cheque en blanco a los mismos que han arruinado a sus accionistas y clientes, que se investigue el origen de la catástrofe, se identifique a sus responsables y se corrija de una vez el mecanismo fallido que ha puesto al mundo al borde del colapso.

La prensa recoge en amplios reportajes las sorprendentes iniciativas de los estados contra el que hasta ahora ha sido el dogma del "libre mercado". La naturaleza del fracaso es de tal calibre, y tan angustioso el susto, que ninguna autorizada fuente neocon se atreve a poner en duda la conveniencia de las medidas intervencionistas.

Bush (¡Bush!) nacionaliza parcialmente los grandes bancos de los Estados Unidos y renuncia a su anticuado y torpe plan de rescate -que consistía en eso: en dar más dinero (de los contribuyentes) a los que ya lo habían perdido todo (de sus clientes).

Gordon Brown capitanea a los líderes europeos y después de los tímidos y desorientados balbuceos emitidos las últimas semanas se proponen "reforzar la vigilancia" del Fondo Monetario Internacional, crear 30 colegios de supervisores con el encargo de controlar a las entidades financieras y diseñar un sistema de alarmas globales en base a una nueva y estricta política de regulación.

¿Saben ustedes, queridos lectores, qué significa la impetuosa reflexión de nuestros representantes institucionales? Sencillamente: que el Fondo Monetario Internacional no se enteraba de nada, que los fondos de inversión hacían lo que les venía en gana, que nadie vigilaba a los operadores globales y que los supuestos instrumentos de control estaban oxidados. En suma: la codicia de los especuladores campaba a sus anchas.

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16 de octubre de 2008
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Si Jacob es el hombre, el ángel es el tiempo

México organiza un homenaje de Estado a Carlos Fuentes y moviliza a un amplio número de intelectuales alrededor de su obra. Las Academias, como inventario y recapitulación, hacen una edición conmemorativa de La región más transparente: cincuenta años después de su publicación y al cumplir ochenta años su autor.

Héctor Aguilar Camín me pide un texto para el número especial que la revista Nexos dedica a Carlos Fuentes y se me ocurre enumerar los asuntos que a menudo aparecen en nuestras conversaciones:

La celebración de las obras maestras de la biblioteca universal;

la complicidad con el hombre libre de tapujos y servidumbres;

un admirado asombro por la lealtad;

una incondicional veneración por la belleza de las mujeres

-y la nobleza de los hombres;

una radical concepción de la ofensa;

la inclinación a batirse en duelos de honor;

un sentido sensual y trascendente de la historia, el combate y la derrota;

una conciencia del deber y una apetencia del querer;

la elocuencia de la palabra dicha;

un singular aprecio por la perecedera coincidencia de los afectos;

la trágica certeza de estar viéndolo todo por última vez;

la humanidad como encarnación olímpica de dioses errantes;

la humanidad como desdicha;

el cuerpo como templo del alma fornida;

el cuerpo como cuerpo mortal del erotismo divino;

la conversación como única oportunidad de la inteligencia fugaz;

la taberna como eucaristía de los olvidados;

la ignorancia como castigo a los estúpidos;

la necedad como destino de los miserables;

la aristocracia del espíritu;

ocultar emociones, no negarlas;

la misión del escritor obligado a desacralizar el misterio de la existencia;

conciliar el pensamiento crítico y la diplomacia;

la gran novela americana.

 

Si Jacob es el hombre, el ángel es el tiempo.

 

 

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14 de octubre de 2008
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El Boomeran(g)
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