Andrés Ortega
El establishment laicista turco, que en parte es lo que en España calificábamos del búnker hace algunos años en referencia al franquismo, le ha lanzado un órdago al gobierno de raíces islámicas de Erdogan, al presidente Gul y a su partido, el AKP, utilizando para ello el Tribunal Constitucional que ha admitido a trámite la acusación del fiscal general contra ellos por "actividades antilaicas" contrarias al carácter estrictamente secular del Estado. Para ello la acusación se basa en que 107 acusaciones, siendo la central que el Gobierno ha autorizado en febrero a las estudiantes universitarias que lo deseen a llevar el pañuelo islámico en la universidad (lo que estaba prohibido en Turquía en una interpretación estricta del laicismo, pero no en el resto de los países europeos). Las demás responden más a un juicio de intenciones que de hechos.
Aunque el Constitucional tardará varios meses en pronunciarse, este paso es muy serio y equivale a una intentona de golpe, vía judicial, contra Erdogan por parte del llamado Estado profundo. El Constitucional en teoría podría declarar ilegal el AKP y condenar a Erdogan a no ejercer cargo político alguno, algo que ya le ocurrió en el pasado al popular ex alcalde de Istanbul que ganó de calle las últimas elecciones generales.
Bajo este pulso entre conservadores islamistas que han ganado las elecciones y los laicistas en la oposición (entre lo que se encuentra ese Estado dentro del Estado que son los militares) hay no sólo un enfrentamiento por la cuestión del papel público de la religión, sino también una lucha entre estamentos sociales, lo que cabría llamar una lucha de clases. No se trata del proletariado contra la burguesía. Erdogan y el AKP se apoyan, efectivamente, en los sectores más pobres e islamizados en un país de mayoría musulmana, especialmente en zonas rurales pero también en Estanbul, y también en estamentos cuya situación económica ha mejorado mucho en los últimos años de crecimiento económico. Una nueva burguesía urbana, conservadora en términos morales y de usos, y que ve con buenos ojos una cierta reducción del laicismo estricto del régimen turco desde Atatürk, del que el Ejército se considera garante, y que pretende acabar con los privilegios del sector que ha venido controlando Turquía desde hace décadas.
Éste era anteriormente partidario de ingresar en la UE. Ahora se opone, pues tendrá que ceder poder. Mientras, Erdogan se ha convertido en el más ferviente partidario de ingresar en la Unión como mejor camino para impulsar la modernización de Turquía, a la que Francia y Alemania, no dejan de darle portazos. Más allá de las claras palabras críticas del comisario de la Ampliación, Olli Rehn, Europa debe lanzar un claro mensaje de apoyo al Gobierno de Erdogan.