Vicente Molina Foix
Aprovechando sus últimos días fui a las rebajas con la intención de comprarme un chaleco, prenda a la que me adherí hace décadas, cuando tenían presillas, ese mecanismo regulador que te daba esbeltez y, si ganabas peso, disimulaba el engorde. Pues bien, los chalecos de caballero ya no se venden; otra baja o avance del progreso. Volví frustrado a casa y lo estudié; la palabra, según el gran diccionario histórico Le Robert, procede del árabe magrebí galika, de donde pasó al castellano jileco, que en francés se hizo gilet, ya usado en el Renacimiento. Después recordé: en el siglo XIX el chaleco era la pieza intermedia del terno que llevaban banqueros y prohombres de la política, cuando en la Bolsa no había cotización femenina y las mujeres, incluso las de pro, carecían del derecho al voto. Pero el chaleco evolucionó. Damas muy selectas de la Belle Époque se lo ponían, hasta con corbata, en público. Algunas eran lesbianas, otras solo querían expropiar y desactivar la prenda más masculina de la historia del traje. Vino posteriormente su versión floreada; a los hippies de ambos sexos les gustaba por la laxitud de su corte y sus amplios bolsillos, ideales para transportar la hierba. Ahora hay una confusión de chalecos. Por la parte tradicional, los toreros lo siguen llevando bajo la chaquetilla de luces, y en el lado moderno de la vida, la pasarela, las modelos no necesitan apretarse nada para estar como sílfides.
En mi búsqueda fracasada de los remates a buen precio me ofrecieron el que sí se vende y a mí me sienta como un tiro, el de cazador, acolchado y con plumas dentro, muy llevado en los barrios burgueses de las capitales. Lo que impera, cada día más, es la apropiación del chaleco por el sector Servicios: las trabajadoras de la limpieza, los aparcacoches, el voluntariado de las ONG. Chalecos proletarios y humanitarios, feotes y chillones de color, que en los campos de Francia y en las carreteras de España se hacen protestatarios. Echaré de menos la filigrana de las presillas antiguas, pero me parece que el escuálido cuerpo social ya se harta de tanta estrechez. Hasta que reviente.