Víctor Gómez Pin
En 1940, en el centro de internamiento Stalag VII-A en la localidad de Görlitz, fronteriza con Polonia, un oficial alemán facilita clandestinamente al prisionero Olivier Messiaen unos cuadernos de notación musical y algún lápiz. El músico francés barrunta de inmediato una pieza para clarinete, violín, violoncelo y piano. Los cuatro instrumentos suenan al unísono y la obra, cuya fuerza rítmica tiende a recrear una atmósfera de pesadilla, recibirá el título de "danza frenética para las siete trompetas". La pieza será insertada más tarde como movimiento número 6 en una composición de 8 partes, titulada en conjunto Cuarteto para el fin de los tiempos y encabezada por la evocación del ángel apocalíptico:
"Vi a un ángel pleno de vigor descendiendo del cielo envuelto en una nube y cubierta su cabeza por el arco iris; su rostro resplandecía como el sol y sus pies como columnas de fuego. Posó su pie derecho en la superficie del mar y su pie izquierdo en la de la tierra y así alzado sobre mar y tierra, dirigió su mano al cielo y en nombre de aquel viviente por los siglos de los siglos, dijo: llega el final de los tiempos, y al sonar de la trompeta del séptimo ángel, el misterio se consumirá".
La elección de los cuatro instrumentos es en ella misma expresiva de la situación en la que el compositor se encuentra: "Entre los compañeros de detención estaban el clarinetista Henri Akoka, el violinista, Jean le Boulaire y el violoncelista Étienne Pasquier"; el rol de pianista se lo atribuía Messiaen a sí mismo. Así pues, cuatro virtuosos de instrumentos cuya inexistencia impide toda verificación empírica de la partitura, forzando una "audición interior" a la cual el compositor permaneció fiel, de tal manera que, "sin variación alguna", el Quatour fue finalmente interpretado en un gélido 15 de enero en un hangar del Stalag VII-A y con destartalados instrumentos facilitados finalmente por la autoridad del centro. Tras recordar que las teclas del piano se resistían a remontar, que Pasquier se las arreglaba con un violoncelo limitado a tres cuerdas, y Akoka luchaba con un clarinete que había permanecido largo tiempo abandonado junto a una estufa, el propio Messiaen evoca el peso emocional de aquel estreno: "Pese al frío intenso, en un inmenso hangar se reunieron ¡qué sé yo! quizás 10000 personas de todas las clases de la sociedad, obreros, sacerdotes, médicos, directores de fábrica, profesores de instituto, gentes de todo tipo, e interpretamos para ellos, en condiciones técnicas horribles, este cuarteto…". Se ha dicho que Messiaen exageraba en su descripción de las condiciones de los instrumentos y en el cómputo de personas presentes en la audición. Sin embargo hay algo en el relato que parece incuestionable:
Messiaen evoca a unos seres que en situación de sufrimiento físico, indigencia, sentimiento de derrota y desesperanza tenían sin embargo la fortuna de compartir con el compositor y los intérpretes un momento de creación. "El más bello de mi existencia", llegó a decir en relación a este concierto, en el que cuatro hombres luchaban contra su propia fragilidad para alimentar el rescoldo de espíritu que anida en todo ser, por diezmado que esté en razón de la violencia ajena, la injusticia, la enfermedad, o incluso, eventualmente, el haber traicionado la propia dignidad.
Entre tantas otras cosas se ha dicho de este Quatour que el color mismo constituye el objeto musical. Para fundamentar casos de sinestesia en la obra de arte, se ha hecho referencia muchas veces a la visualización del sonido y escucha del color bajo influencia de estupefacientes u otros incentivos. Olivier Messiaen no necesitaba de tales expedientes a la hora de componer (recordemos sin posibilidad de verificación instrumental). La causa de su eventual disfunción perceptiva no era otra que las extremas condiciones de vida en el es lugar de internamiento en ese año 1941 en el que el fascismo devoraba sino el mundo, al menos el mundo del compositor. El hambre, el frio, la soledad compartida y el sentimiento de que los valores de la civilización habían colapsado, eran una amenaza para la salud física y el equilibrio psicológico del hombre Olivier Messiaen y quienes le rodeaban, pero fueron impotentes para destruir aquel rescoldo del alma humana que entre otras cosas contribuye a ser lúcido sobre lo insoportable de esas condiciones sociales y aun de otras mucho menos dramáticas; como en el caso de tantos otros creadores, el mal es en Olivier Messiaen esencialmente vencido por la entereza. El trabajo del espíritu supone por definición no anclarse en lo ya adquirido, y por ello el sujeto que simboliza en la obra de arte es en permanencia sujeto que renace, que de alguna manera relativiza la finitud inherente a la condición animal.
Pero ello también es válido para quien se enfrenta al objetivo del pensar, ya sea en la ciencia como proyecto de hacer el mundo inteligible, ya sea a través de ese destino de la ciencia que constituye la filosofía. Por lo que a esta se refiere la crítica a las tentativas de marginarla en el sistema educativo no ha de hacernos olvidar tal situación nunca ha sido buena. Si hubiera que esperar a que lo fuera ni tendríamos la Apología de Sócrates, ni el Dialogo galileano, ni el Discurso del Método. Hace un tiempo tuve ocasión de evocar el juicio que en 1944, en la ciudad ocupada de Arras, llevó al pelotón de ejecución al filósofo Jean Cavaillès y citaba su respuesta al miembro del tribunal que le preguntaba por las razones subjetivas que le habían movido a la resistencia: siendo hijo de soldado"había sabido encontrar en la continuidad de la lucha un antídoto para la humillación de la derrota", añadiendo a continuación que dado su amor a la Alemania de Kant y de Beethoven, con su postura militante "demostraba que realizaba en su vida el pensamiento de sus maestros alemanes". Recordaba asimismo que antes de su fusilamiento Cavaillès tuvo la serenidad de espíritu suficiente para escribir en la cárcel un abstracto tratado sobre lógica y teoría de ciencia, y citaba al respecto las hermosas palabras de Georges Cangilhem: "Generalmente, para un filósofo, escribir una moral, es prepararse a morir en su lecho. Pero Cavaillès, en el momento en el que hacía todo lo que es necesario para morir en combate, componía una lógica. Nos dejó así una moral, sin necesidad de haberla redactado".
No se trata en Cavaillès de una excepción: desde Catón el Joven a Paul Ricoeur, pasando por Servet o el evocado Descartes, la historia de la filosofía está llena de nombres que han respondido con entereza a circunstancias que hacían extremadamente difícil mantener la fidelidad a las exigencias del pensamiento, empezando por el repudio de toda ideología o actitud que no haya pasado la prueba del juicio, sea cual sea el peso de la autoridad individual o colectiva que la sostenga. El pensar es el objetivo a mantener siempre que haya el menor resquicio, y ello porque pensar y simbolizar equivalen simplemente la actualización de la naturaleza humana. Y la cosa no concierne sólo a la filosofía. También he citado aquí a uno de los mayores físicos del siglo XX, Max Born quien en un libro relativo a la teoría de la relatividad afirma con radicalidad que lo que mueve a la ciencia, no es otra cosa que "el ardiente deseo de toda mente pensante", deseo que no se aminora en absoluto por el hecho de que aquello que se trata de aclarar "sea eventualmente de total irrelevancia para nuestra existencia". Como el Messiaen prisionero de Stalag VII-A, una larga lista de pensadores, a veces inmolados, da testimonio de que si bien la libertad es efectivamente el horizonte al que aspira todo proyecto humano, no hay que esperar a que la libertad sea efectiva para reivindicar la vida del espíritu y empezar a darle alimento.