Vicente Molina Foix
"Señoras y señores: Se dice que sólo honramos al poeta cuando está muerto, cuando la tapa del sepulcro o el húmedo montón de tierra han establecido una separación definitiva entre él y nosotros, cuando, como se dice tan bella y meticulosamente en las necrológicas escritas por espíritus inferiores, ha entregado su espíritu". Así empezaba Thomas Bernhard en 1954, a la tierna edad de 23 años, una conferencia sobre Rimbaud que ya contiene la esencia de la voz y el carácter del maestro austriaco. El texto citado abre otro nuevo y extraordinario libro póstumo de Thomas Bernhard, ‘En busca de la verdad’ (Alianza Editorial, traducción de Miguel Sáenz), que puede leerse como un relato autobiográfico hecho de pequeñas piezas, a veces aparentemente triviales, en un conjunto ordenado cronológicamente y cerrado por su última intervención pública, un escrito defendiendo el mantenimiento de un tranvía de la ciudad de Gmunden, donde residía hasta su temprana muerte en febrero de 1989; fiel a su temperamento intempestivo y pendenciero, Bernhard aboga, cuatro semanas antes de morir, por ese caduco medio de transporte y acusa de su proyectada supresión a las autoridades locales.
La extensa miscelánea (el libro tiene más de cuatrocientas páginas) abunda en el vituperio, del que el escritor hizo un arte contemporáneo me temo que irrepetible. Afloran constantemente, en discursos y cartas al director de distintas publicaciones, sus ‘bestias pardas’, que son predominantemente los políticos austriacos Waldheim, Kreisky y Vranitzky, a veces caracterizados como figurones grotescos de fantasmagorías teatrales (como en el divertidísimo artículo ‘Mi Austria feliz’), aunque no faltan las arremetidas contra los directores de escena, los médicos y los escritores. Pero Bernhard no siempre es insidioso; en otro hermoso texto temprano (1957), ‘Unas palabras para jóvenes escritores’, su causticidad es trascendental, por no decir que oracular: "Lo que tenéis que tener no son seguros de enfermedad y becas, premios y becas de estímulo; es la falta de hogar de vuestras almas y la falta de hogar de vuestra carne, el desconsuelo cotidiano, la desolación cotidiana, la helada cotidiana". Ese programa de renuncias, contrapuesto a la actitud acomodaticia, constituye para el autor de ‘Maestros antiguos’ la razón moral del artista: sus "logros frente al polvo".
Voceador de la insumisión, debelador del lacayo cultural, una especie que desgraciadamente no está en extinción, Bernhard (quien a menudo me hace pensar en Rafael Sánchez Ferlosio, otro tronante aguijoneador de lo falso y lo banal) se revela asimismo en dos de las mayores piezas recogidas en este libro como un hombre capaz de expresar con dolorido pudor su intimidad amorosa. Me refiero a las substanciales entrevistas que le hicieron André Müller (publicada en ‘Die Zeit’ en 1979) y Asta Scheib (en el ‘Süddeutsche Zeitung’ a comienzos de 1987), y en especial a esta segunda, en la que se refiere ampliamente, sin nombrarla nunca, a "la compañera de mi vida", una mujer bastante mayor que él con la que viajó y convivió largos años hasta la muerte de ella, en una modesta casa de campo compartida con las vacas. "Ella fue para mí la que me contenía, me disciplinaba. Y por otra parte también la que me abría el mundo", confiesa Bernhard, concluyendo con una escueta y conmovedora declaración de amor: "Viajábamos. Yo le llevaba las pesadas maletas, pero aprendí [de ella] muchas cosas".