Víctor Gómez Pin
Motivaciones.
A la teoría cuántica se llega, como prácticamente a todas partes, por múltiples caminos. Uno de ellos es el ya evocado, consistente en que, tras oír campanas sobre la trascendencia que tendría
la Mecánica Cuántica a la hora de medir el peso de relevantes leyes y conceptos sobre el orden natural, se ve en ella una promesa de fuga ante aquello que nos forja determina y limita, tanto espacial como temporalmente. Escapismo que se halla en el origen de tantos discursos literalmente delirantes que pretenden encontrar apoyo en esta disciplina.
Una segunda entrada es la del estudiante de Física que, tras topar con la asignatura como una más de las consignadas en el programa de la carrera, descubre que la eventual pericia para resolver con facilidad los problemas técnicos no hace sino acrecentar el desconcierto que producen algunas de las afirmaciones que se postulan, o algunos de los corolarios que de la resolución meramente técnica se derivan.
Ello puede suponer para este estudiante una inflexión en el propio destino, consistente en que, al interés por la descripción de los fenómenos naturales, su archivación matemática, la previsión de fenómenos concomitantes a los primeros y la eventual canalización de todo ello hacia objetivos prácticos, se superponga un interés por la inteligibilidad del orden natural, el cual puede llegar a ser lo realmente prioritario. En tal caso cabe decir que el estudiante de física se ha convertido en estudiante de filosofía, o si se quiere: que el vocacionalmente físico se ha convertido en filósofo.
Camino inverso es el del estudioso de materias caracterizadas como filosóficas que, conducido por reflexiones en principio abstractas o especulativas, se siente interpelado por la reflexión de los físicos cuánticos. Tal sería el caso de quien, estudiando las categorías o conceptos generales y los principios que los grandes metafísicos consideraban como condición de posibilidad de nuestra aprehensión del mundo, recibe información de que algunos de tales conceptos o principios han sido puestos en tela de juicio por los descubrimientos de los físicos cuánticos, o cuando menos han dejado de constituir obviedades.
Ejemplo no azaroso.
Supongamos que, enfrentado a los retos de la kantiana Crítica de la Razón Pura e inmerso en los párrafos sobre la universalidad del principio de causalidad (asunto que separaba a Kant de Hume), el estudiante o estudioso de filosofía se entera de que la Mecánica Cuántica tiene razones para sostener que en determinadas circunstancias la medición de un mismo atributo físico, realizada sobre múltiples copias absolutamente idénticas de una misma partícula exactamente en las mismas condiciones y excluida la intervención de cualquier variable perturbadora… no da necesariamente como resultado un mismo valor cuantitativo. Inevitablemente ese estudiante encontrará que se tambalea un principio regulador, tranquilizante para nuestro comercio con el orden natural. La polémica de Kant con Hume adquirirá entonces para él una inesperada resonancia, querrá estar al tanto de este asunto de manera precisa y con ello se apresta a una dificilísima aventura, que le exigirá someterse a la mediación de la física.
Pues aunque sea cierto que en ausencia de concepto propio de la cosa una metáfora ya es mucho, en materia de ciencia la metáfora deja insatisfecho. Las explicaciones "cualitativas" de algunos de los tremendos (filosóficamente hablando) asuntos de la Mecánica Cuántica no hacen otra cosa que avivar el apetito. La exigencia de intelección cabal se impone, y esta se hace imposible sin un mínimo de recursos técnicos.
Habrá aquí también una inflexión en sentido contrario a la arriba señalada. Pues tenga o no el estudiante de filosofía previa formación matemática, se sentirá en todo caso obligado a actualizarla en un sentido concreto. No se tratará en absoluto (como Hegel decía en su crítica de la actitud pitagórica en materias filosóficas) de "someter al espíritu a la tortura de convertirse en máquina", es decir de sustituir la vida (excitante precisamente porque perturbada y llena de equívocos) de los conceptos por la asepsia de los números, sino de hacer de los números auxiliares que participan de la energía misma de aquello a lo que auxilian. Este esfuerzo permitirá al estudiante o estudioso de filosofía entender relativamente desde dentro la situación arriba señalada del científico al que su propia disciplina ha conducido a un reto fundamental, situación a la que ahora volvemos. [1]
[1] Trabas en el natural paso de la ciencia a la filosofía. Si el que no es científico puede ser acusado de ingenuidad por atreverse a formular un interrogante como (por ejemplo) el relativo a la efectiva independencia de la realidad que consideramos exterior, ese temor también alimenta hoy al científico que, a partir de sus propios trabajos o el de sus pares, se encuentra con un hecho que le mueve a una interrogación no estrictamente técnica pero sí fundamental.
Pues al osar simplemente formularla se le acusará de ignorar que otros ya la habían formulado y que han abundado en la misma con aspectos muy a menudo contingentes, de los que debería estar al tanto, y que desde luego no le hubieran interesado nunca de no haber sido (por fortuna para su condición de ser de razón) a un momento dado presa de ese estupor que, como hemos visto, era para Aristóteles el punto de arranque de la filosofía.
Desgraciadamente, la exigencia de erudición pesa en ocasiones más que la fidelidad al espíritu marcado por tal estupor. No es exagerado decir que la abrumadora cantidad de información que circula en torno a alguna de las cuestiones esenciales a las que se ve abocada la ciencia enturbia el punto de partida, e impide precisamente formularlo en términos límpidos, formularlo con las claridad y distinción cartesianas, casi siempre atributos de la interrogación fresca e ingenua.
Es obvio, por ejemplo, que las discusiones, a menudo de gran complejidad técnica, sobre los pros y los contras de una u otra interpretación de la teoría cuántica hacen más sutil la reflexión (que en cada paso ha de integrar todas las consideraciones avanzadas por otros al respecto), pero no hacen más sutiles los interrogantes de salida, cuya cristalina sencillez está en la base de la misma necesidad de interpretaciones. Interpretaciones que se hallan en conflicto, por lo cual precisamente se acumula la erudición, es decir la forja de nuevas armas para defender una o otra de tales interpretaciones, para rechazarlas de pleno, o para avanzar una nueva.
Pero el tiempo se condensa en extremo para la atormentada actividad del erudito. Apenas acaba de redactar el artículo en el que sintetiza las observaciones filosóficas que le sugirió tal experimento que mereció la publicación en Science o en Physical Revue…cuando se apercibe de que una veintena de papers le han precedido, de los cuales debería dar cuenta al menos en nota, so pena de ser tildado de hablar sin estar al corriente de lo publicado. En ocasiones ocurre que han pasado 10 años y la multiplicación de artículos que hacen referencia los unos a los otros (sin añadir nada esencial al descubrimiento que es su razón des ser) es tal, que citar el artículo originario y atenerse al mismo puede incluso parecer una antigualla.