Vicente Molina Foix
Tres semanas antes de que lo ganase, pasé cuatro horas con Mario Vargas Llosa en Madrid sin hablar en ningún momento del Nobel. Conozco al escritor peruano y a su mujer Patricia Llosa desde hace quizá treinta años, sin poder jactarme de ser un amigo íntimo de la pareja. Hemos coincidido a lo largo del tiempo en numerosos actos literarios y cinematográficos, recordando yo en particular unas jornadas sobre Cine y Literatura organizadas por Ricardo Muñoz Suay en el marco del festival de cine de San Sebastián, cuando era su director Luis Gasca; qué diferencia, por cierto, y qué decadencia entre aquellos festivales donostiarras y los últimos. A Mario, fiel cinéfilo y aventurero también en la realización cinematográfica, le había gustado menos que a mí la película ‘Querelle’, proyectada fuera de concurso, pero estuvimos de acuerdo en la impronta de Jean Cocteau que esa película y otras de Fassbinder revelan.
También las amistades comunes nos han mantenido en sintonía, a veces agitada por las polémicas; una a causa de mi querido Azorín, al que el autor de ‘La casa verde’ le negaba en su discurso de entrada en la Academia valores de novelista que yo sí le veo, y la otra, cruzada públicamente en cuatro artículos en las páginas de opinión de El País, sobre el siempre vidrioso asunto de las ayudas al cine y la necesidad o no de una cultura sufragada en parte por el estado. En este caso, la discrepancia era, me parece, más política que estética, y los belicosos argumentos por ambas partes no impidieron que, al siguiente encuentro fortuito, la cordialidad y generosa disposición de Vargas Llosa siguiera intacta.
De esas horas que pasé con el matrimonio en su casa de Madrid, continuadas después en un ‘tête-à-tête’ con Mario en un cercano restaurante, resalto una anécdota. La conversación, distendida, extensa y en privado -con las libertades de opinión que eso permite y las cláusulas que eso impone-, fue para mí muy grata y enriquecedora, destacando en sus palabras su seria curiosidad sobre tantas y tan diversas cosas, su prodigiosa memoria de libros y personas y situaciones, su interés por mantener diálogos y no largar monólogos (que uno escucharía gustoso sin embargo). Hablamos de Roger Casement, ese personaje real que el escritor ha tomado como protagonista de su nueva novela ‘El sueño del celta’, y que me ha fascinado desde que, viviendo yo en Inglaterra en los años 1970, su figura controvertida en lo político, lo heroico y lo sexual empezó a ser revelada. Hace dos años, cuando ‘El sueño de celta’ estaba en su primera fase de escritura, le mandé desde el cementerio de Glasnevin, en Dublín, una foto tomada allí mismo de la gran lápida inscrita que cubre la tumba de Casement. Por la noche, cenando con otros escritores, el novelista irlandés Colm Tóibín oyó con interés no exento de envidia la noticia de esa ‘work-in-progress’ de Vargas Llosa. "Qué buen tema, y qué lástima que a ninguno de nosotros se nos haya ocurrido", dijo Tóibín.
La ocurrencia, la inteligencia y la resistencia de Mario. Estábamos en la puerta de su casa madrileña y teníamos que despedirnos; salían al día siguiente temprano con destino a Nueva York, donde le llegaría, exactamente tres jueves después, la llamada sueca. Aún tenía que meter en la maleta libros y papeles necesarios para sus cursos de Princetown. "No vas a dormir apenas", le dije inquieto, con la dependencia que tengo respecto al sueño. "Estoy acostumbrado. Desde niño duermo sólo cuatro horas; no necesito más". Otra formidable forma de resistencia de Vargas Llosa.
Después de oírle hablar ayer en la presentación madrileña de ‘El sueño del celta’, a la resistencia de Mario hay que añadir su ‘resiliencia’, si se me permite el brutal anglicismo a partir de la palabra ‘resilience’, que denota la fortaleza moral. El flamante y merecido premio Nobel dijo en su diálogo público con Iñaki Gabilondo que todos los laureles y las obligaciones y las alegrías del premio los dejará de lado cuando vuelva a enfrentarse -y está deseando hacerlo cuanto antes- a las incertidumbres gozosas que a cualquier escritor, por grande que sea, le produce siempre la página en blanco de un nuevo libro.