Vicente Molina Foix
‘Bambú’ es un desafío a la mala prensa que puede tener, para un escritor, escribir en prensa. El fenómeno es sobradamente conocido en España, país donde muy pocas manos de escritores podrían tirar la primera piedra del escándalo; apenas hay poetisa, dramaturgo o novelista de cualquier sexo que no practique el periodismo, uno de los tres enemigos de la promesa literaria según el dictamen de Cyril Connolly (los otros dos eran el matrimonio y el dinero). Quizá pensando en Connolly, a quien dedica uno de los más juiciosos artículos recogidos en ‘Bambú’, William Boyd ve preciso justificarse en una breve introducción a esta selección de escritos ocasionales de diverso género, que comprende sólo una parte (pactada con él por sus editores en castellano) de los recogidos en la edición inglesa de ‘Bamboo’; Boyd habla de que, al contrario de lo que sucede en Francia o Estados Unidos, los literatos británicos suelen ser reseñistas y colaboradores de ‘periodicals’, desconociendo sin duda el autor de ‘Las nuevas confesiones’ la proliferación periodística -de efecto tumoral según los contados nombres que no la practican- de sus homólogos españoles.
La miscelánea que ofrece Duomo, muy bien traducida por Miguel Martínez-Lage, tiene piezas memorables, tanto evocativas (‘Recuerdos de la mosca salchicha’, ‘Las penas del león’, ‘Montevideo’) como estrictamente críticas, apartado en el que destacan sus tres textos sobre Evelyn Waugh, el examen del acto íntimo o gesto para la galería de ‘Llevar un diario’, y su peculiar compendio de ‘El relato breve’, donde establece una tipología del género en siete apartados que sólo tiene un defecto: en ninguno de los siete le cabe Henry James, a mi juicio el más grande cuentista -al lado de Chejov y Maupassant- de la literatura universal. El artículo sobre los diarios muestra el habitual ‘common sense’ inteligente y nada convencional del magnífico escritor que es Boyd; inclemente consigo mismo al juzgar sus diarios de juventud, reconoce lo mucho que le sirvieron para una de sus mejores novelas, ‘Las aventuras de un hombre cualquiera’, compuesta a partir de las anotaciones del diario de su ficticio protagonista. Pero Boyd también se deja llevar a veces por una malicia irónica muy refrescante: al sugerir que algunas traducciones pueden mejorar el original (en ‘Ser traducido’, divertidísimo recuento de sus experiencias propias) y, en el citado ‘Llevar un diario’, calificando los diarios publicados en vida del autor como una "autobiografía bastarda" en la que el escritor sacrifica "la potente combinación alquímica que surge de la confesión y la confidencialidad, indispensable en todos los buenos diarios, a cambio de una satisfacción rápida a base de controversia y renombre". En la literatura española del momento se da, al menos en uno de sus diaristas más pertinaces, el vivo ejemplo de esta falsía de corte exhibicionista.
Boyd nació en Ghana de una familia escocesa y vivió largos años en Nigeria, habiendo siempre figurado el continente africano en sus escritos de no-ficción y en su narrativa, que se inició en 1981 con ‘Un buen hombre en África’, una novela ya muy lograda gracias a la cual, y a su siguiente libro de cuentos ‘On the Yankee Station’, entró dos años después en el primer equipo de grandes promesas elaborado por la revista Granta. Aunque queda un tanto descolocado en el conjunto de ‘Bambú’, estremece leer el perfil en tres etapas del escritor, periodista y editor nigeriano Ken Saro-Wiwa, amigo suyo ahorcado en una vendetta tribal por el dictador de turno de su país. En contraste con ese extenso texto de contenido cívico está el Boyd mundano que plasma el ambiente del festival de cine de Cannes en dos visitas distintas, 1971 y 1999. La primera, rememorada en clave de humor, es la de un estudiante de la Universidad de Niza que va en auto stop con una novia alemana a La Croissette y jura haber visto a John Lennon y Yoko Ono en la terraza del Hotel Carlton. El Boyd de 1999, por el contrario, acude a la Costa Azul como director de una película, la única que ha realizado hasta la fecha, titulada ‘La trinchera’ y situada en los escenarios de la primera guerra mundial.
William Boyd fílmico y cinéfilo: otro motivo por el que siempre me ha atraído este novelista viajero y culto, africanista y afrancesado, que no teme meter su cuchara en los más variados guisos de la cocina del arte.
2. Boyd policiaco
‘Tormentas cotidianas’ está dejando una estela, en sus traducciones recientes al español (marzo) y al francés (abril), que puede parecer de origen volcánico. Ya era un ‘thriller’ de actualidad cuando salió hace un año en inglés, pero su trama de conspiración farmacéutico-política (que por momentos hace pensar en ‘El jardinero fiel’ de Le Carré) ha cobrado ahora otra resonancia, en función de que el protagonista del libro es un climatólogo apresado por azar en una erupción criminal de imprevisibles consecuencias tóxicas. El escenario por donde se mueve el inocente culpable Adam Kindred es Londres, y la capital llega a ser, con el eje central del Támesis, sus barcazas, su fauna comestible y su enredada flora, otro co-protagonista de una novela que, sin dejar nunca de cumplir con las normas del género, también aspira a ser un cuadro de costumbres y actitudes contemporáneas al modo de los grandes frescos de intriga social de Dickens.
No diremos que William Boyd está a la altura del autor de ‘Nuestro común amigo’, último título novelesco completado antes de morir por su compatriota decimonónico. ‘Tormentas cotidianas’ se lee sin embargo como el espejo literario no muy profundo pero sí muy vivaz de una galería de personajes que algunas veces pueden parecer prototípicos; de hecho, el nombre de su anti-héroe, Adam Kindred, podría traducirse alegóricamente como "Adán Común o "Adán Afín", una especie de ‘everyman’ triturado (aunque no del todo) por la maquinaria implacable de unas poderosas fuerzas dirigidas -desde las más altas instancias- contra él. No sorprenderá a los lectores de Boyd la riqueza del trazo figurativo, en particular en la pintura de Ly-on, el simple y a la vez perceptivo hijo de la prostituta, de la avispada policía Rita y de un perro de importancia casi filosófica. Destaca también el autor, como de costumbre, en tanto que paisajista, no sólo de los ambientes urbanos (esa esquina fluvial frente a una de las siluetas londinenses más características, la estación eléctrica de Battersea) sino de los espacios ‘morales’: la secta religiosa, la redacción periodística, el alto mundo de los ‘happy few’.