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García-Alix

Por 19 de febrero de 2010 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

A Alberto García-Alix le gusta autorretratarse, más que a la mayoría de los grandes fotógrafos contemporáneos entre los que se cuenta. No por ello es más vanidoso que el resto. Él se muestra ante el objetivo de su cámara con la misma impudicia con la que retrata a sus demás modelos, siguiéndoles a menudo en los castigos de la crueldad del tiempo. Y como ellos, se desnuda genitalmente o se pone elegante, se mete en las venas la jeringuilla, se enmascara o exhibe los accidentes de su piel, piel gastada, que es la que puede verse en alguna de las magníficas piezas que ahora mismo están colgadas en el ‘stand’ de El País dentro de ARCO.

García-Alix es en esos abundantes autorretratos el modelo de García-Alix, y señalar la duplicidad de la persona no es un apunte mío de psico-crítica; en el arranque de su libro ‘Moriremos mirando’, el autor escribe: "Si alguien puede hablar de Alberto García-Alix, ése soy yo. He sido testigo de su tiempo y de sus andanzas. Sus pasos han sido también mis pasos. Es posible que nos hayamos cambiado las sombras, pues cuando lo abandono y me voy camino del sueño, temo que la sombra que me siga sea la suya. Mil veces pienso que nuestra amistad está sostenida en algo más poderoso que el amor. En el temor. El mío, claro. Algo en él, quizá su desatino o la locura a la que me arrastra, me produce miedo. Tengo motivos para sentirlo, he sido sin desfallecer su compañero inseparable desde el 76". El texto, que lleva el curioso título de ‘Revelador, paro y fijador’, continúa contando la vida de Alberto desde esa fecha de 1976, la del comienzo de la dedicación fotográfica de García-Alix; la voz narradora, bajo el nombre de Xila (que es, por supuesto, el anagrama de Alix), dialoga a veces con su alter ego, pero principalmente da el parte de un testigo ocular, reflejándolo entre sus amores y sus amigos, en la muerte por sobredosis de su hermano Willy, en sus viajes y chutes, y reprochando a veces lo que el otro hace.

Se trata del escrito más destacado de un conjunto poco relevante en sí mismo, fuera del interés del revelado de su autor. Cuando se pone lírico, como le pasa a veces en la larga confesión ‘De donde no se vuelve’, incluida en el catálogo de su extraordinaria exposición del mismo título en el Museo Nacional Reina Sofía, García-Alix puede resultar pueril, y hasta asombrosamente ñoño ("He visto lo insondable del corazón absorto en la soledad de mis delirios"), y tampoco la versión cinematográfica del mismo texto y los demás guiones de video publicados en el libro tienen sustancia. Sólo compensa la lectura cuando nos informa de aspectos de su arte o de algún episodio vital que ilumina su trabajo, y también interesan, por poco articuladas que estén, las manifestaciones de sus amores (a los fotógrafos August Sander, Dianne Arbus o Richard Avedon) y de sus desdenes, como el que siente por Sebastiao Salgado, "que humanamente tiene que ser un gran tipo" pero cuyas "fotos siempre son…¿cómo decirlo?…¿políticamente correctas? Sí, sus imágenes nunca nos ofenden, en ellas el dolor de los hombres desfavorecidos por la vida nunca se muestra […] Siempre hay esa distancia del que observa pero no se implica".

La ventaja de sentirse dos, es, en el caso de García-Alix y Xila, muy productiva, y nunca engañosa. Xila tiene algo de moralista no puritano, de hombre prudente, inevitablemente sujeto a los desmanes, a las malas conductas y las malas compañías de Alberto. Pero el tándem formado con el propósito del arte está enteramente al margen de las artimañas; aunque García-Alix hace también paisaje y algún que otro interior sin figuras, su fuerte es el retratismo, y en ese género fotográfico, y con el género humano golpeado que a menudo tiene ante su cámara, jamás se le verá compasivo o condescendiente, y mucho menos embellecedor. Al mismo tiempo carece, a mi entender, de la curiosidad enfermiza de Arbus por sus criaturas más desdichadas, y en ningún caso García-Alix, por mucho que le admire, cae en el tratamiento un tanto zoológico que Sander daba a sus campesinos y colegiales. Los ‘yonkis’, las putas, los colgados y demás seres que se prestan a posar para él sin ninguna ropa o con atuendos de diversas tribus urbanas, son semejantes, camaradas de un viaje al subterráneo, y de ahí el valor añadido de la complicidad natural, del entendimiento, que aflora espontáneamente en los autorretratos, los de la droga y alguno de los recientes, como ‘Un hombre triste’ (el desnudo frontal junto a una piscina, del 2001), ‘Carnaval’ (el fotógrafo orinando, del 2002) o ‘Tras la máscara’ (2001), en el que lo poco visto del rostro en gran primer plano (los labios, la nariz, las mejillas sin afeitar), parece la continuación natural de los pintados ojos macilentos del antifaz. "Si ayer fotografiaba silencios, hoy fotografío mi propia voz".

Como se trata del fotógrafo menos retórico que pueda haber, apetece repasar literariamente sus obras, tan frecuentemente dotadas de la atmósfera de cuento sucio-realista que sólo tiene desenlace en el misterio o la incertidumbre. Enumero alguna de mis preferidas, y las comento como si yo fuera uno de esos críticos que cuentan los argumentos de las novelas. ‘Las cenizas de Caty’ (1988) muestra la urna de una amiga muerta -como tantos de sus ‘personajes’-  aún joven, y el utensilio adquiere la capacidad subrogada de ser la máscara fúnebre de esa Catalina Pavón. Pero la urna está, tal vez en el mismo cementerio donde fue cremado el cadáver, en un poyete de losas rotas, casi en el abismo, y aún más temible o desconsolador es lo que se ve detrás, una pared de arenisca con una mancha de humedad (¿o es la sombra de algo nunca visto?) formando el mapa potencial del más allá. En ‘Fernando Pais’ (1983), de este sabido amigo de García-Alix sólo vemos sus bruñidos zapatos de lazo, los buenos calcetines de raya oblicua y un trozo de las perneras; todo muy ‘mod’, si no fuese por el detalle del hilo suelto que cae del pantalón. La irregularidad, la descompensación, el momentáneo curso de toda elegancia y de toda carne, también presentes en ‘Ewa Budapest’ (2000), una muchacha en bello desnudo integral, con las piernas, el sexo y los ojos bien abiertos, todo situado encima del tapete que cubre una mesa, en una postura que tiene tanto de ofrecimiento como de insidia.

Suelen estar muy serios, cariacontecidos, incluso en la calle y en compañía, los modelos de García-Alix, incluyéndose él entre los afligidos. Una de sus fotografías más conocidas (estaba tentado de escribir "emblemáticas", pero me parece más considerado no afirmarlo) es ‘Autorretrato: mi lado femenino’ (2002), en la que el artista se luce con una acumulación de atavíos que dan a la imagen la categoría de una ‘vanitas’ transgénero. El pelo negro desordenado (las mechones blancos aparecerán pocos años después), las patillas ya canosas, el gesto grave, los tatuajes por brazos y cuerpo, los puños cerrados a la altura del abdomen, el reloj de pulsera corriente, el brazalete de anillas un tanto sado-maso, y los aditamentos femeninos: lápiz de ojos y ‘body’ negro ceñido, bajo el que bien podría haber un sujetador para un pecho plano. Esos elementos de transformismo están ahí, se diría, para reforzar -sin negar la condición ambigua- una masculinidad rampante. En un fotógrafo que siempre que retrata a hombres desnudos los elige extraordinariamente dotados de miembro, y que también, en sus mucho más abundantes desnudos de mujeres, ensalza las abundancias del cuerpo femenino, este grotesco autorretrato "en travesti" podría constituir una forma de penitencia. De renuncia carnal.

O, de nuevo enemigo del disimulo, provocador sin gestos para la galería, tal vez con esa foto Alberto García-Alix sólo se está dirigiendo a su inseparable Xila (nombre, por cierto, que también tiene su lado femenino fonético, pues así se pronuncia en inglés ‘Sheila’). Disculpándose ante él o recordándole unas palabras escritas que sin duda el otro yo tuvo que oír en su momento: "Modelo y fotógrafo sostienen siempre un singular pulso donde el modelo presiona de tal manera que pide violentamente un acto de comprensión. O quizás quien se pide tal acto soy yo mismo…".     

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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