Vicente Molina Foix
Para muchos que no la conocen o la comparan con Marrakech o Tánger, Casablanca tiene más nombre que realidad y más leyenda que enjundia. No es ésa mi opinión. La película de Michael Curtiz es un clásico del romanticismo ‘hollywoodiense’, y aunque su equipo de rodaje y sus míticos actores jamás pusieron los pies en Marruecos, el halo de la niebla en el aeropuerto (en realidad el de Los Ángeles) y la música del Rick´s Café, de ‘La Marsellesa’ y de ciertas frases dichas en unos estudios de California por Ingrid Bergman, Humphrey Bogart, Peter Lorre y Claude Rains, parecen superponerse a esta grandísima, un poco caótica y enormemente atractiva ciudad.
Casablanca tiene de todo, pero hay que ir a buscarlo entre el espeso tráfico y la densidad de sus seis millones de habitantes. Sus playas, en especial la de Aïn Diab, son tan espléndidas (bravas de mar y finísimas de arena) como las del resto de la hermosa costa atlántica que va desde Asilah a Sidi Fini. Su antigua medina, sin estar desde luego al nivel de la de la cercana Rabat, ofrece el laberinto intrincado que se espera y una oferta comercial algo más barata de lo habitual; dentro de sus murallas, y cerca de la elegante Puerta de la Marina, se encuentra la mezquita dieciochesca de Jamáa El-Hamra. La ciudad cuenta también con otro zoco más moderno y pintoresco en el interior de la medina moderna, el llamado Barrio de los Habous, edificada en los años 1920 al lado del Palacio Real. Y luego hay en Casablanca dos cosas inencontrables en ninguna otra ciudad del país: la extraordinaria y muy numerosa arquitectura Art Déco (sólo comparable, a mi juicio, a la de Bruselas y Riga) y un hito que no diré que es una obra de arte pero sí constituye uno de los mayores espectáculos del mundo del exhibicionismo religioso: la Gran Mezquita Hassan II.
A pesar de su gran tamaño, Casablanca es además una ciudad transitable a pie, en una amplia zona urbana, siempre que uno tenga buen calzado y piernas favorables. Se puede ir, por un lado, en dirección al mar, partiendo de la plaza central de Mohamed V, bordeando o atravesando la Antigua Medina y llegando a la zona portuaria para visitar la Gran Mezquita; en dirección opuesta, hacia el sureste, se haría el recorrido arquitectónico Art Déco, no sólo por las más conocidas calles del centro, la peatonal Príncipe Moulay Abdallah y los bulevares de Mohamed V y de París, sino alcanzando también el barrio de Mers Sultan, donde se hallan algunos de los edificios más singulares en su mezcla racionalista y neo-morisca. Lo que está lejos es la llamada ‘corniche’ o cornisa marítima: no menos de veinte minutos en taxi desde la Plaza Mohamed V. La Corniche ‘casablanquesa’ resulta interesante por su animada vida nocturna, sus decadentes locales con terraza y piscina, siguiendo la más tradicional nomenclatura del exotismo internacional (‘Tropicana’, ‘Miami’, ‘Sun Beach’), y sus discotecas, donde no se hace ascos a la mezcolanza, alcohólica y sexual. Pero volvamos al Casablanca diurno.
La rutilante mezquita Hassan II no es el mausoleo del difunto rey (como el de su padre Mohamed V en el centro de Rabat) ni un lugar sagrado de peregrinación. Se empezó a construir en 1986, por deseo expreso de Hassan, quien quiso dotar a la mayor ciudad del país de algo grandioso unido a su nombre. Su inauguración en 1993 supuso un acontecimiento nacional, aunque no faltasen voces (amortiguadas por la censura o el temor) críticas con el dispendio y los modos de recaudar las aportaciones ‘voluntarias’. Sinceramente: no es una maravilla del universo, ni creo que llegue nunca a serlo en los ‘hits parades’ del ramo, pero impresiona mucho visitarla cualquier día, y en especial los viernes, para verla funcionar como una perfecta y aparatosa máquina de la creencia. La Gran Mezquita es un lugar de culto vivo, que acoge en su inmenso interior (con capacidad para 25.000 personas) a un número regular muy abultado de orantes, convertidos en una masa bullente y colorida al salir del templo camino de las enormes explanadas (donde caben 80.000 almas) que se extienden frente a la galería abierta y el minarete. Al otro lado de los altos y sólidos muros sólo hay mar rugiente, pues la mezquita se construyó robando doce hectáreas de costa arenosa al océano.
La ciudad está tan orgullosa de su mezquita que la comparte con los infieles, al contrario de lo que sucede en el resto de Marruecos, donde no es posible entrar en esos lugares de oración sin ser musulmán. Abierta todos los días de la semana (los viernes sólo hasta las 2 de la tarde), es aconsejable, pero no siempre obligatorio, la visita guiada de pago, que permite llegar a alguna de sus dependencias más recónditas. Aunque las fuentes (41) de la Sala de Abluciones y la azulejería de sus bonitos ‘hammams’ (baños árabes) resultan chillonas en comparación con los ejemplos clásicos del arte andalusí, la inmensa Sala de Plegarias tiene, en su magnificencia, algo de portentoso. Vacía de fieles, y sólo así nos es posible entrar en ella, sus altísimos techos escayolados, sus grandes lámparas de cristal de Murano, su exquisita marquetería en madera de cedro y sus avenidas laterales de columnas de mármol recubierto de cerámica en la base causan asombro, cuando no arrobo místico. Para mí lo más llamativo del edificio son sus puertas, veinticinco, hechas de latón y titanio muy finamente labrado en la superficie. Por la noche, visible desde muchos puntos de la ciudad, el minarete, al que sus 210 metros convierten en la edificación religiosa más alta del mundo, lanza desde su cima un rayo láser que señala la Meca.
Por no salir del ámbito de lo sacro, me gustaría destacar en el segundo paseo urbano, el que tiene como ‘leit motiv’ el Art Déco, una de las piezas más originales de la ciudad en ese estilo: la iglesia católica del Sacré-Coeur, hoy sin culto y situada, por cierto, junto al Consulado Español y el Instituto Cervantes local. La iglesia, con sus dos bellas torres gemelas de cubos superpuestos, es obra (iniciada en 1930) de Paul Tournon, uno más de la pléyade de excelentes arquitectos franceses autores de la mayoría de edificios de formas geométricas levantados en Casablanca en la remodelación urbana del período más ‘iluminado’ y emprendedor del protectorado francés, el que va de 1928 a 1940. El nombre de Tournon se suma a los de Albert Laprade, Adrien Laforgue, Joseph Marrast y Marius Boyer; a éste último se deben las trazas de la Wilaya o ayuntamiento de la ciudad (1928-1936), en pleno centro administrativo. Teniendo más encanto, casi frente por frente, la Poste o sede central de Correos (obra bastante anterior de Laforgue), la Wilaya de Boyer merece sin duda la pena por las vistas desde su llamado ‘campanile’ (al que se accede en ascensor) y sobre todo las dos grandes pinturas que flanquean la escalera de honor, estupendos ejemplos del arte de Jacques Majorelle, otro francés que creó con su obra un Marruecos imaginario, perdurable más allá del tiempo de las colonias.