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Oh, Calcuta

Por 21 de diciembre de 2009 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

La prensa, más bien mala, que en las últimas décadas ha tenido Calcuta va de la pornografía al horror. En 1969, el crítico teatral inglés Kenneth Tynan, ya famoso entonces por haber sido la primera persona en pronunciar la palabra ‘fuck’ (follar) en la BBC, escribió el libreto de una revista musical, ‘Oh! Calcutta!’, pronto convertida en uno de los más grandes éxitos de la escena británica. Aunque en el ‘collage’ pergeñado -con bastante gracia- por Tynan había textos de, entre otros, Samuel Beckett y John Lennon, la notoriedad del espectáculo se debió a sus desnudos integrales y constantes, motivo de un escándalo puritano que prosiguió en los primeros años 70, mientras seguían también las largas colas para comprar sus entradas, casi todas de reventa, en el West End londinense. Nada hindú había en la obra, ni siquiera el título, que, después de leer algunas cábalas retorcidas, el propio Tynan tuvo que explicar: se trataba de un retruécano a partir de un lienzo del pintor surrealista francés Clovis Trouille donde se muestran de modo prominente las nalgas de su modelo, y que Trouille llamó ‘Quel cul t´as’ (‘Qué culo tienes’).

   ‘Oh! Calcutta!’ no llegó a los teatros de Calcuta, y en la imaginación de los viajeros occidentales que aman la India la capital bengalí continuó siendo "la ciudad de la noche espantosa", como la calificó Rudyard Kipling en una serie de artículos periodísticos enviados tras una breve estancia, mientras se alojaba en el Great Eastern Hotel, imponente edificio de gran solera decimonónica cerrado ahora por trabajos de renovación. La dimensión gigantesca y apelmazada de la urbe, su población, calculada ahora en catorce millones dentro de su área metropolitana pero seguramente incalculable en términos reales, la pobreza de la mayoría, el rastro de las enfermedades, la situaban ya en el siglo XIX, cuando era la capital colonial de los británicos en la India, como uno de los jalones que, al lado de Pekín, "llevan al camino de la revolución mundial", según el dicho, seguramente apócrifo, de Lenin.

    La revolución no ha estallado en Bengala (y ya vimos los efectos letales de la que sí estalló en China), a pesar de su larga tradición reivindicativa y sus conflictos armados, miles de personas duermen al aire libre cada noche en el centro de la ciudad, y el ‘claxon’ de su cerca de un millón de taxis es la señal acústica de mayor resonancia. Aun así, Calcuta no resulta más densa ni abigarrada ni sucia ni cruda que otras ciudades asiáticas presentes en las rutas turísticas, poseyendo para mi gusto unas hechuras y una atmósfera de gran capital atractiva, inquieta y -a su modo arrollador- cosmopolita. Nunca la llamaría ‘ciudad de la alegría’, como Dominique Lapierre en su tópico libro, pero a mí me sedujo desde el primer momento.

    Calcuta (hoy rebautizada nacionalmente como Kolkata) fue una completa creación de los británicos, y por ello es la mega-ciudad de la India donde más destacan el rastro del colonizador y la ausencia de edificios notables anteriores al siglo XVIII, época en que empezó a prosperar, siguiendo los intereses comerciales de la Compañía de las Indias Orientales y los vaivenes políticos del Raj o gobierno colonial. Al principio sólo había allí tres aldeas (una de ellas, Kalikata, proporcionó el nombre) y un gran río, el Hooghly (Hugli en español), que sigue majestuoso y no muy claro de aguas atravesando la ciudad y dividiéndola en dos mitades, más que separadas, opuestas. La orilla izquierda es la que no se visita, aunque el viajero que llegue el tren es la primera que pisará, y las zonas importantes de la ‘rive droite’ se extienden todas en torno al gran parque conocido como el Maidan, donde está, camuflado para el viandante al ser hoy de uso gubernamental, el antiguo Fuerte William de las tropas inglesas. El Fuerte, los placenteros campos de hierba del parque, llenos los domingos de jugadores nativos de cricket, el grandioso pero relamido Memorial de la Reina Victoria, y una buena parte de la ciudad son, sin embargo, abarcables para quien, pidiendo el preceptivo y asequible permiso, suba a lo alto del Monumento a Ochterlony, una columna de 48 metros de altura que ha perdido el nombre del prohombre en cuya memoria la erigieron los ocupantes en 1828, llamándose ahora Minarete de Shahid. Como casi todo en Calcuta, su estilo es occidental, aunque tiene unos motivos turcos y hasta egipcios que lo hacen muy singular. Desde el mirador del minarete hay buenas vistas del río, de la fea catedral neogótica de San Pablo y del céntrico barrio situado entre Chowringhee y Park Street, donde están los centros de ocio, los mejores restaurantes y la mayoría de los hoteles recomendables. Al noreste del Maidan se halla otra de las zonas más vivas de la ciudad, alrededor de la gran plaza Dalhousie, donde destaca el bonito mamotreto victoriano del Writer´s Building, que, pese a su nombre, no alberga salones literarios ni bibliotecas sino sedes administrativas del gobierno bengalí. Andando o en ‘rickshaw’ (en Calcuta, pese a la prohibición estatal, quedan muchos acarreados a pie por sus conductores) el paseante puede desde allí acercarse a las animadísimas calles lindantes con la universidad (repletas de puestos de venta de libros viejos) y al Palacio de Mármol, la joya arquitectónica de la ciudad.

     Este palacio, construido en 1835 por un magnate local, Raja Rajendra Mullick, se me antoja como la réplica anglo-india a la fantasía indo-china del Pabellón Real de Brighton, mandado edificar veinte años antes por el Príncipe Regente de Inglaterra y futuro rey Jorge IV. Igual de extravagante aunque menos refinado que el de Brighton (obra al fin y al cabo de un gran arquitecto, John Nash), el Palacio de Mármol de Calcuta revela el sueño mundano y acaparador de un Ciudadano Kane bengalí que desde adolescente viajó por toda Europa comprando -a veces se diría que al peso- toneladas de objetos artísticos: mesas de lapislázuli, aceros toledanos, espejos rococó, lámparas de Murano y pinturas, infinidad de pinturas, algunas firmadas por Reynolds y Rubens. Todo ese ‘bric-à-brac’ se amontona en estancias muy imponentes aireadas por patios que siguen el modelo doméstico hindú, y el conjunto formado por la mansión, los jardines y el pequeño zoo se visita, sin que perdamos nunca de vista que aquello sigue siendo la residencia de los Mullick.

    Muy cerca del Palacio de Mármol merece la pena echar al menos una ojeada a la casa familiar de los Tagore, toda una institución política y cultural muy determinante en el llamado Renacimiento de Bengala. El abuelo de Rabindranath fue el iniciador de lo que podríamos calificar de capitalismo nacionalista ilustrado, pero es evidente que el surco de reforma social y renovación artística (tanto literaria como musical) dejado por el Premio Nobel del año 1913 fue duradero, llegando su influjo hasta otra de las grandes figuras de la cultura bengalí del siglo XX, el director de cine y novelista Satyajit Ray. Ray es uno de los grandes cineastas de la historia, si bien conviene señalar que, mucho antes del nacimiento de Bollywood y sus filiales regionales, Calcuta fue centro de producción y escenario de numerosas películas de calidad, no sólo de Ray sino de otros muy interesantes directores bengalíes como Mrinal Sen, Buddhadeb Dasgupta o Shyam Benegal. El cine sigue siendo importante en el estado, y al sur de Chowringhee llama la atención el gran complejo que acoge la escuela de cine y la cinemateca. Por otro lado, Calcuta tiene seguramente el mejor museo de arte del continente, el Museo Indio, destartalado edificio cuya planta baja ofrece una apabullante colección de esculturas de las distintas fases y regiones del país.

    Los ingleses abandonaron Calcuta a su suerte en 1911, cuando la capitalidad del Raj fue trasladada a Delhi. De entonces data, según los más nostálgicos lugareños, el comienzo de su decadencia, o al menos de su convulsa fama. Gobernada por la izquierda, sacudida por los frecuentes ‘saltos’ de la guerrilla maoísta y el flujo masivo de refugiados de la cercana Bangla Desh, saneada sin duda en los últimos años (y parece innegable en ese sentido la labor de los centros de acogida de la Madre Teresa), Calcuta se distingue aliviadoramente en un país tan piadoso como la India por su predominio laico (apenas se ven templos de cualquier religión). Y quizá no es casual que el rincón para mí más sugestivo de la ciudad fuera un camposanto hoy sin uso ritual. Me refiero al Cementerio de South Park Street, terreno de enterramiento para los residentes británicos sólo en activo entre 1767 y 1830, cuando, al quedarse pequeño, se extendió a un más amplio y desangelado solar situado enfrente. El romanticismo del cementerio de South Park es genuino: sus hermosos mausoleos un tanto dilapidados parecen formar parte de un grabado neoclásico de Piranesi que el color local de un remoto Oriente hubiera iluminado con árboles tropicales, aves cantoras y plantas aromáticas.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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