Víctor Gómez Pin
Cuando un niño empieza a relacionarse con los demás a través de palabras, cuando itera compulsivamente vocablos, triviales para los demás, pero que son para él auténticos signos de entrada en un nuevo mundo, tan mágico como poderoso, cuando, en suma, un niño arranca a hablar…su entorno espera con ansiedad que pase a la nueva etapa, que empiece a vincular ordenadamente esos vocablos, que la sintaxis desarrolle exponencialmente la potencia de la incipiente semántica y, en suma, que de su boca salgan frases y no sólo términos. Frases ciertamente que merezcan el calificativo de tales, es decir: conjuntos no meramente archivados por el mismo mecanismo por el que archiva palabras, sino enunciados por el niño en un acto que cabe calificar de creación porque -aunque pueda objetivamente coincidir con una frase convencional para las personas de su entorno- resulta en él de un auténtico ensanchamiento de su espíritu, y supone un paso de gigante en la actualización o realización de las posibilidades de su naturaleza…En suma, de un niño que arranca a hablar los adultos esperan con ansiedad que hable cabalmente, que la sintaxis merezca tal nombre, que no itere frases -cosa que puede hacer una bien elemental máquina- sino que las forje a partir de palabras.
Y en la medida en que quede en nosotros un rescoldo inconsciente de cuando el protagonista de ese momento lo fuimos nosotros mismos, en la medida en que perdura una huella de cuando la condición de creador fue la nuestra (pues sin ese acto de mediatizar el mundo por complejos de vocablos que nadie nos ha enseñado, simplemente no nos hubiéramos humanizado), viviremos como alborozo propio el hablar de cada niño, como vivimos como alborozo propio el decir de narradores y poetas, decir– por definición- que (a la vez que explora las posibilidades del deslizamiento semántico) repudia el hablar con frases, apuntando a actualizar la infinita potencialidad de la sintaxis.