
Víctor Gómez Pin
La civilización quizás no se apaga, pero desde luego sí se debilita cuando de los modos de ordenación colectiva desaparece la exigencia de que el hombre (es decir, todos y cada uno de nosotros) aspire a la actualización plena de sus potencialidades. Tal aspiración implica no renunciar jamás a sentirse tensado por el peso tremendo de las palabras; no renunciar jamás a ver en el poeta no ya un héroe sino también un modelo (ya sea asintótico) del propio destino, el destino que nos corresponde como representantes de la humanidad.
La debilitación de una civilización empieza por la astenia del lenguaje, pero se traduce en todos los aspectos de la vida. El texto de Nietzsche que ayer citaba nos habla de hombres privados de sentimiento de tensión respecto a la naturaleza y respecto de los demás hombres; hombres obnubilados por el espejismo de una conciliación inmediata, de una paz no sustentada en conflicto, concretamente en la lucha contra las fuerzas, internas y externas, que nos empujan hacia la genuflexión.
La debilitación de una civilización se traduce en el lazo con la muerte, la cual adquiere entonces connotaciones de particular indigencia. Pues contrariamente a ese "quitarnos el sombrero cuando la muerte pasa" ( gesto evocado en ocasiones por el escritor José Saramago) cuando el único imperativo de ordenación social es la formación de un ciudadano "pulcro y que trabaja" , entonces la muerte no puede ser mirada a la cara, no puede ser objeto de esa asunción que precisamente permite relativizar su peso. En tal aséptico marco, la muerte sin duda acabará por irrumpir, pero tan sólo como verídico telón que viene a clausurar la astenia de la vida y el edificio del consuelo y la mentira. Verdad que llega excesivamente tarde. Evocaré al respecto, una vez más las palabras del Narrador de La Recherche : "afortunados aquellos para quienes, por cercanas que se hallen la una de la otra, la hora de la verdad sonó antes que la hora de la muerte"