Víctor Gómez Pin
Veinte mil personas llenan un recinto en el centro de una gran ciudad, pertenecen a muy distintas clases sociales y, excepto niños, las hay de todas las edades. Durante hora y media todo, para un potencial observador exterior, transcurre con normalidad. Algunos de vez en cuando hacen gestos de protesta, otras veces aplauden, en ocasiones parecen ser presas del tedio y a menudo manifiestan disconformidad entre ellos. Se diría, a juzgar por estas reacciones, que se asiste a un espectáculo deportivo, y que la disparidad de comportamientos se debe a lo aleatorio de los resultados. De repente, sin embargo, todos los reunidos parecen armonizados, responden al unísono, a intervalos se alzan de sus asientos, profieren exclamaciones de júbilo, se congratulan mutuamente y todo ello de manera casi ininterrumpida, durante un tiempo que su propia emoción dilata. Una mujer de sesenta años (pre-jubilada de un trabajo que soportó siempre como una condena y cuya vida cotidiana parece dejar poco espacio para expansiones líricas) manifiesta una emoción cercana al trauma y dice a su compañero de asiento unos años mayor y posiblemente su marido, que nunca creyó llegar a vivir una cosa así.
Alguna vez he aludido aquí a la tesis kantiana relativa a la posibilidad de que los humanos se encuentren compartiendo un juicio que no tiene soporte en ningún tipo de referencia objetiva. Tal situación la provocaría tan sólo aquello que es susceptible de emoción estética y la mayor riqueza reside en la señalada posibilidad de estar de acuerdo en ausencia de base objetiva. Kant sostiene que sólo en tales momentos el otro como ser de razón y de juicio es plenamente reconocido. No nos conmueve que otra persona esté de acuerdo con nosotros en que cuando llueve las calles se mojan, ni nos conmueve el que esté de acuerdo en que tres y cuatro suman siete, pero sí nos conmueve el que comparta con nosotros el juicio de que aquello que se nos presenta es simplemente bello, y eventualmente traumáticamente bello.
Dedico estas líneas a esta mujer que, hace unos días en Barcelona, descubría con emoción que los triviales, cuando no sórdidos, avatares de una vida sin luz, no habían extirpado en ella simplemente su humanidad, humanidad que se manifestaba en un acto de reconocimiento en el que se ponía de relieve una suerte de unidad trascendental de veracidad y bondad. Esta mujer nada sabe de guiños eruditos a la historia de la estética, pero tuvo la inmensa suerte de encontrarse en una situación en la que lo esencial prima y que su capacidad de estupor, ese estupor que pone de relieve la mirada de un niño, no estaba perdida
Esta mujer (o su hipotético marido) no fue probablemente felicitada por su entorno familiar o de amigos, empezando por sus hijos, pues el espectáculo que tal emoción le produjo es para, estos últimos, objeto de repudio, de tal forma que mantiene esa devoción de manera casi clandestina, como si fueran presa de un vicio poco confesable. Y posiblemente carece ya de fuerzas para estériles defensas contra opiniones a favor de corriente relativas a las motivaciones que le llevan a mantener su fidelidad a lo que ella considera un rito y que para sus detractores es como mínimo un anacronismo que las costumbres ilustradas, sino la legislación, acabarán por desterrar. Sabe que prácticamente no hay nada que hacer y ni siquiera que decir, que una universalizada ideología (heredera del poder movilizador de las religiones) relativa a la relación del hombre con la naturaleza y con las demás especies animales condena a priori sus argumentos y que no será escuchada cuando intente expresar la desinteresada emoción (provocada por la confrontación capital de un hombre consigo mismo) que experimentó. Sabe, en suma, con profundo sentimiento a la vez de injusticia y desarraigo, que los que dan gracias a algún tipo dios por estar situados del buen lado en el registro de los valores con los que comulgan (y como renunciar a este consuelo en una cotidianeidad marcada por un trabajo sin sentido, que proyecta una sombra negra sobre los momentos lúdicos y los propios lazos afectivos) no se preguntaran siquiera qué ocurrió en un lugar de Barcelona ese domingo de septiembre.